¿Es posible encontrar un alma blanca entre nosotros los humanos?. Durante mucho tiempo me hice la misma pregunta aún sabiendo que era casi imposible saber la respuesta. A lo largo de mis 49 años de edad conocí a una incontable cantidad de personas, todas muy a su estilo, así como había personas que nunca les ví una sonrisa, había gente que te hacía desternillar de la risa en una frase. Sin embargo, casi cumplidos los bien vividos 34 años, conocí en una fiesta del pueblo a una joven, blanca, de cabello castaño y largo, hermosa, increíblemente hermosa, la mujer de mis sueños, no podía creer lo bella que era, tenía que acercarme.

Dos años después, pude presumir que me casaba con la mujer más bella del mundo, sentía una felicidad mayúscula, creía que mi vida no podía mejorar, viviendo tranquilamente en una cabaña cerca del bosque, disfrutando del mejor sazón que había probado en mi vida, y vaya que probé de todo. Pero lo de ella era especial, me esperaba siempre con una hogaza de pan recién hecho y un café de olla exquisito para el termino de la cena mientras cantábamos canciones de la época, eran esos detalles que no se le escapaban un solo día. Justo en el momento que creía que mi vida era perfecta, la vida me hizo ver que no era así, pues después de un año mi mujer me dió la inesperada noticia de un embarazo, ¡No lo podía creer!, se venía un miembro más a mi familia perfecta. Entonces, nueve meses después, llegaba el momento tan esperado, mi felicidad desbordaba, saltaba de emoción, ¡Por fín iba a conocer a mi hijo!. Bueno, el parto se complicó y lo que parecía el mejor día de mi vida después de mi casamiento, se convirtió en uno de los días más tristes.

Mi tan ansiado deseo de conocer a mi hijo se cumplió, y resultó ser una niña, la niña más preciosa que había visto jamás, el vivo reflejo de su madre, quien fué la moneda de cambio, mi corazón se destrozó, el alma se me partió y mi voluntad se quebró. En un brazo cargaba a mi recién nacida hija y con el otro abrazaba llorando a mi difunta esposa, quien me había sido arrebatada. Sabía que tenía que seguir mi camino, no podía dejar sola a mi hija, era todo lo que me quedaba. Entonces fué que se respondió mi pregunta, Aretha, mi hija, era un alma blanca, nunca había conocido un alma pura, no hablo de cantidad porque no puede ser muy pura o poco pura, sino que, es o no es, ¿Cuántas personas conoces que en verdad son de alma pura? ¿En verdad es posible?, una niña preciosa de 11 años fue mi respuesta a esa pregunta que tanto tiempo traté de contestar o descubrir. Dudé un tiempo en el nombre, no sabía realmente cómo llamarle, no lo tenía pensado, sabía que a mi mujer se le ocurriría algo en el momento en que la viera pero ahora tenía que hacerlo yo.

Me decidí por Aretha porque ella se familiarizó muy pronto con la naturaleza y sabía en cuentos que era nombre de ninfa, que es una especie de divinidad de la mitología griega que habitaba en los bosques, montañas o ríos. Le encantaba dar caminatas por el bosque, las mariposas llegaban a su mano apenas la levantaba, las criaturas se identificaban con ella porque no era como las demás personas, de alguna forma los animales sabían que ella no los lastimaría.

Si Maquiavelo la hubiese conocido, cambiaría totalmente su pensamiento de “El hombre es malo por naturaleza a menos que le precisen ser bueno”, y le daría total razón a Rousseau en lo que él decía: “El hombre es naturalmente bueno, es la sociedad que lo corrompe”. Siempre supe que ella era algo especial, no le veía un defecto y no se percibía una sola pizca de maldad o egoísmo en ella. Lamentablemente, Aretha sufrió de una enfermedad, una incurable, una que sin ser mala, sabía que la vida me la quitaría de mis brazos en cualquier momento. Estaba enferma de pureza, si, de pureza, sabía que Dios no la mantendría con vida porque entonces le estaría mostrando al humano una parte del paraíso, a pesar de los hermosos paisajes y las impresionantes criaturas que existen en nuestro planeta, nada se comparaba con verla a ella, veías un alma totalmente blanca y pura.
Un 8 de junio de 1846, la vida me mostró que el tiempo es valioso además de rápido para el que tiene su paraíso en el planeta, y no tiene sentido junto con una ralentización del tiempo para el que lo esperan del otro lado con una hogaza de pan recién hecho y un café de olla para el término de la cena. Ése día, Aretha salió a caminar como era costumbre, solo que había algo diferente, sabía que algo pasaría, sabía que algo no estaba dentro de lo cotidiano aunque me sentía tranquilo. Miré por la ventana hacia afuera, donde caminaba Aretha, que ya no corría, solo caminaba, ya no cantaba, solo observaba su alrededor, se acercó a un árbol del que tomó dos orugas, mi corazón se volvía a partir. Pero no podía salir corriendo a gritar su nombre esperando abrazarla por última vez.

Era un momento de tranquilidad, de paz, las lágrimas corrían por mis mejillas, el momento se acercaba, ella sabía que era el momento de devolverlas. Las orugas se deslizaron suavemente por su mano al escribir: “Adiós”. Estirando la mano, dejando a las orugas en una hoja del árbol, miró por última vez al cielo y se desvaneció en su vestido blanco que cayó a las plantas en forma de agua, uniéndose por completo a la naturaleza.
Hoy hace un año que pasó eso, no dejo de pensar en ellas, no espero el momento a reencontrarme con las dos, ver sus bellos rostros de nuevo, aunque sé que me acompañan siempre, necesito abrazarlas con todas mis fuerzas. No es opción el suicidio por temor a que no me permitan entrar al paraíso para verlas otra vez, así que esperaré aquí, sentado en mi silla de madera viendo por la ventana, llevando a cabo un réquiem en conmemoración a ellas, quienes sé, me esperan impacientes.

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