Inefable Epifanía, prólogo.

Inefable Epifanía, prólogo.

Bárbara Barra

30/07/2017

Prólogo

Era extraño como el mundo seguía rodando, pero yo parecía haberme quedado congelada en medio del angosto pasillo. El vacío comenzaba a propagarse, una negrura espesa que simulando la destrucción del todo, el inicio del fin de una forma bastante poética, un tanto cruel, demasiado determinante. Las paredes lucían débiles, al borde del derrumbe, finas hojas de papel que ante cualquier cambio en la atmósfera se entregarían al vuelo, el suelo se balanceaba ligero de un lado a otro debajo de mí, sentía como el techo descendía cada segundo, como estaba cada vez más cerca, el parpadeo incesanate de las luces solo le daba una apariencia aún más deplorable, más siniestra. Las piernas no me respondían, el corazón no me latía en el pecho y sentía un ligero hormigueo expandirse por todo mi cuerpo.

Al final del corredor lograba distinguir una figura, un pequeño bulto iluminado por un único foco que permanecía encendido sobre él, lo veía en su inútil intento de moverse, podía sentir el gran esfuerzo físico que realizaba solo por avanzar algunos centímetros, desde mi punto de vista su silueta se asemejaba bastante a lo que sería un animal herido, pero estaba este pequeño presentimiento que no quería aceptar, muy dentro de mí estaba segura que aquello no podía ser un animal. Mis pies se movían sin mi consentimiento, mi fuerza de voluntad se esforzaba por mantenerme pegada al suelo, mas aquella parte que solo controlaba mi curiosidad era mucho más fuerte que el temor que comenzaba a inundarme, el olor a sangre que impregnaba cada partícula me mantenía en marcha, mantenía mis sentidos alerta. Aun así no llegué a notar el instante en que ya no estaba al inicio del camino, sino junto al bulto, tampoco podría decir en qué momento dejó de ser tan solo un bulto. Con el alma en la mano, y a tan solo unos pasos de lo que parecía ser un cuerpo, me detuve al notar como las piezas comenzaban a tomar forma en el rompecabezas que la escena había creado en mi cabeza, como cada detalle de lo había ocurrido las últimas semanas comenzaba a cobrar vida. Di unos cuantos pasos más hasta llegar junto a él, su rostro no era más que una mancha borrosa, un mezcla de colores sin froma, estaba tan cerca que lograba oír sus dolorosos intentos de respirar, de seguir con vida. Estaba tan cerca que podía sentir como su luz se iba.

Sudor frío empapa mi ropa, el pecho me salta como si mi corazón intentara escapar, se siente como si no hubiese respirado durante horas y el reloj marca tan solo las 03:21. Intento inhalar y exhalar con calma, regular mi respiración, pero mi cuerpo suplica por aire fresco. Las platas de mis pies tocan por completo el frío piso, un montón de agujas atacan mis extremidades sin piedad, causando un incómodo cosquilleo a lo largo de mis piernas. Camino descalza, pasando frente a la habitación vacía de mis padres y la de mi hermano, hasta llegar a la puerta principal, quito el seguro intentando emitir el menor ruido posible, con la intención de no despertar al muchacho que duerme en la habitación contigua al recibidor. Me siento en la gélida cerámica y respiro profundamente, el aire llena mis pulmones y tomo un momento antes de dejarlo salir.

La brisa nocturna me congela el rostro, pero me dice que es real, que ese momento es real. Las hojas de los árboles suenan en sinfonía, armónicamente. Es una noche oscura, no hay estrellas que iluminen el cielo provocando que una enorme sensación de soledad me desborde. Intento ver más allá de la verja negra que delimita nuestro jardín, sin embargo aparto la vista ante mi usual temor frente la idea de qué podría aparecer en medio del lúgubre desierto en que se acababa convirtiendo la noche. Espero por horas que el cansancio vuelva y me venza, mas solo me invade un inmenso temor.

Los segundos pasan lento, muy por debajo de la velocidad mínima, forman desanimados los minutos, las horas, transcurren con tal lentitud que, por instantes, pareciera que todo se ha detenido, dejando reposar por momentos nuestro agotado planeta. Aprecio como el mundo se transforma por acción del tiempo, como comienza a tomar su carácter habitual, abandonando la atmosfera fúnebre que le otorga la noche. Como vuelve a la vida.

Ligeros rayos de sol tocan las flores, la hierba, la tierra. Entre mis manos sostengo la taza humeante que me ha entregado el chico a mi lado, quien solo observa en silencio, respirando a mi par. «¿Otra vez?» pregunta y yo me limito a asentir moviendo la cabeza.

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