Siento un asqueroso sudor frío que comienza a surgir en mis manos e implacable se extiende al resto de mi cuerpo. Sé cual será la respuesta a la pregunta planteada, sé hace tiempo cual será el diagnóstico. En estos momentos me parecen inútiles los intentos del doctor por suavizar la noticia. La políticamente correcta delicadeza con la que recibo la respuesta se me antoja ridícula. «Siento decirle que padece usted un tumor cerebral». Sabía hace tiempo que esas palabras saldrían de su boca y de todas formas, ya no puedo escuchar lo que dice. Supongo que me explica lo que esto conlleva, pero no consigo oirlo. Solo una palabra llega a mis oídos como una bofetada: Inoperable.

No moriré en una cama tras meses de dolores insoportables enchufada a mil y una máquinas, solo puedo pensar en eso. Y una idea viene a mi mente, tan fría como el sudor de mis manos. Suiza. Es legal el suicidio asistido en Suiza, ¿No es cierto? Creo haberlo leído en alguna parte.

A medida que el doctor me explica mis opciones, no puedo hacer otra cosa más que continuar planificando el resto de mi vida, ya que mis oídos han decidido ignorarlo mientras en ellos retumba la palabra «Inoperable».

Ya tengo los billetes, él vendrá conmigo. No le ha gustado la idea, lo comprendo, pero necesito quitar de mi cabeza la imagen de un techo blanco y máquinas a mi alrededor, saliendo de mi cuerpo.

Al poner los pies en al aeropuerto de Zúrich me invaden las dudas, pero tal vez por inercia, sigo caminando. Miro a los ojos oscuros que me acompañan y entonces comprendo mis titubeos. ¿Cómo podría dejarle aquí? Si fuese de otra manera, yo lo ataría a una silla solo para poder pasar con él unos días más. Aunque no pudiese moverse de la cama o hablar, incluso si ni siquiera pudiese oírme. Solo querría un poco más de tiempo para memorizar cada peca de su rostro. Solo un poco más de tiempo para asegurarme de que no olvidaría jamás su olor, su voz, o las curvas de su cabello.

En ese sentido él es mejor que yo. Me paro un segundo a observarle, comprendiendo por primera vez su sacrificio. Mis ojos se llenan de tristeza al darme cuenta de que su billete es de ida y vuelta, y lo compadezco realmente por primera vez en mucho tiempo. Creo que piensa que mi tristeza se debe a que mi billete es solo de ida, y me besa. Procuro concentrarme en su roce, en su olor, en el sabor de sus labios y el tacto de su cabello. Si me besa así de nuevo, tal vez no pueda hacerlo.

Por fin llegamos a mi nueva habitación. Se ve una arboleda por la ventana y lo miro agradecida. Sabe que me encantan los árboles. De repente comienza a llover, lo que me parece bastante apropiado. Me traen un pijama y él lo rechaza. Saca de la maleta la que fue su camiseta favorita, que se convirtió hace mucho tiempo en mi pijama favorito.

Me meto en la cama e intento no mirarle, me concentro en los árboles. Siempre me han encantado, y nunca he sabido realmente la razón. Tal vez sea porque simbolizan vida. Que ironía tan cruel.

Ha llegado el momento y sé que debo mirar al hombre de los ojos oscuros. ¿Cómo podría alguien no enamorarse de él? ¿Cómo podría alguien toparse con esos ojos y conseguir dejar de mirarlos? Antes de girarme pienso que tal vez no debería, que es muy posible que consiga hacerme cambiar de opinión, pero sé que jamás sería capaz de resistirme a mirarle. Mucho menos sabiendo que será la última vez.

No me deja opción, me coge la cara con sus grandes manos y me mira tan profundamente como solo él puede hacerlo. Me estremezco. Me besa, no sabría decir durante cuanto tiempo. Cuando se separa de mi sé que ya no hay vuelta atrás. Me zambullo en el olor de la lluvia sobre la hierva, el sonido de los árboles en el viento y en esos ojos oscuros que nunca podría olvidar.

He vivido a mi manera y si he de morir, lo haré del mismo modo.

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