¿Existe acaso forma alguna más pura que la de desear? Desear el bien, desear ser feliz, desear cumplir un sueño, desear un buen día, desear un beso, un abrazo, una caricia, un tacto, desear por desear, así nada más, sin falsas pretensiones de no esperar algo a cambio, cuando si esperamos; esperamos el cumplimiento de ese deseo, que se materialice, en el que divagamos como niños dentro de la mente hasta lograr la pura y exquisita realidad en nuestras manos, tan tangible como agua, pero tan vaporosa como el viento, lo puedes sentir y llegar a contener pero no atraparlo, ya que exige siempre libertad. Sin embargo, el deseo, se ve en su raíz, más puro, mucho más allá de una meta, es una adicción, la adicción misma de desear, desear al otro, en cualquier forma que se parezca. Es así el Deseo, la máxima potencia en esta vida humana, el proseguir de los ideales, eventos tangibles e intangibles, mente y cuerpo en una sola unidad. El deseo, el deseo de amor, el propio deseo de esa piel, el deseo de un choque entre esos cuerpos, el fundimiento de esos seres, la mezcla de salinidades, el roce de poro a poro enaltecido por miles de estímulos generados por un contacto, un contacto estrecho y continuo, la misma gracia de ver la creación en un carnaval de vocales. El deseo, la expresión más pura de amor y de ganas, un deseo que es animal pero más que humano, se acallan mentiras y se exorcizan verdades, la calma de una llama viva que explota como el mismo Vesubio ante acalarodos y jadeantes momentos. El deseo, el comienzo y el final, en el deseo se da la vida y en el deseo se da la muerte, el corte de esa sinapsis causada por la pérdida total de la conciencia, la misma que nos otorga el deseo, el deseo nos la quita, el deseo mismo y puro que se convoca con un divagante orgasmo y en un zurumbático suspiro se termina.

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