Era viernes y la mayoría de los empleados de la oficina se habían marchado. Mi horario era flexible, pero pasaba casi toda la vida resolviendo casos. Me había acostumbrado a la vida de servicio permanente. No tenía pareja y me había transformado en un elemento disponible las 24 horas del día. Por lo regular trabajaba solo y cuando era necesario me ayudaba Stevenson, un joven con bastante capacidad deductiva y con aires de gran señor. No me gustaba trabajar con él, pero me lo había asignado el mismo Joe Brown, así que lo soportaba con sus grandes razonamientos que superaban mi experiencia. En realidad, le tenía un poco de envidia porque yo me formé en el trabajo y no tuve la oportunidad de asistir a los cursos de criminalística y psicología. Tenía muchos años de servicio y a mis cuarenta años ya era un lobo de mar en este oficio. “Hay un asesinato, George—dijo Brown gritándome desde su despacho—. Tienes que ir inmediatamente”. Me levanté, cogí la dirección y me fui.

Llegué a una casa en el barrio de Queens en Jackson Heights era un edificio de cuatro plantas de ladrillo rojo. En la puerta estaba una patrulla. Charles me saludó y me deseó suerte. Me hizo una seña con la mano en la visera de su gorra y se marchó. Subí al cuarto piso y me encontré con el forense y unos policías que resguardaban la entrada de los curiosos vecinos. Al entrar sentí un aroma de gardenias, fressias y jacintos. Miré hacía la ventana de la cocina que se encontraba a unos metros y noté unas macetas. Seguramente de allí provenía el aroma. Avancé hasta la habitación donde se encontraba el cadáver. Una mujer muy atractiva se puso de pie y me saludó con amabilidad. Estaba poco afectada por el fallecimiento del hombre que era su amante. Noté que la piel del pobre tipo estaba cubierta por una tonalidad verde oscuro y en algunas partes muy pardo. No le habían cerrado los ojos y su mirada se dirigía hacia la ventana, pero no parecía haber mirado hacía los cristales o el edificio de enfrente, sino a alguien que se encontraba precisamente en el lugar donde yo estaba parado. Le pregunté al forense por qué no le había cerrado los ojos. “Perdone, inspector—dijo con voz muy amable Andy Graw—, me imaginé que no era del todo habitual esa mirada y decidí que usted podría adivinar qué es lo que quería o deseaba ese desgraciado en su último instante de vida”. Le agradecí que se hubiera preocupado de eso y me recitó el informe.

Envenenamiento, la sustancia saldría al hacer la autopsia. La mujer, Katherine era rubia, pero sus facciones parecían las de una mujer árabe. Llevaba un vestido casero de algodón con estampado de flores, unas sandalias y el pelo recogido, su rosto era fragante y el único adorno que llevaba eran unos pequeños pendientes de color amatista. Miraba con franqueza, pero no mantenía mucho tiempo los ojos en su interlocutor. Hablaba con pausas y era muy concreta. Le pregunté sobre su relación con el hombre, sus hábitos y sus posibles enemigos. Ella no fue muy clara con los detalles y parecía que la conversación no le importaba demasiado. Al final, me preguntó si sospechaba de ella. Le pedí que fuera más paciente y que esperara a que atara cabos para descubrir al asesino si es que lo había. Katherine tenía seis meses de conocer a Greg. Se dedicaba a la venta de ropa femenina. Distribuía sus prendas entre sus amigas y uno que otro comercio. No ganaba mucho y vivía con bastante modestia. Le pedí que me dejara husmear un poco entre las pertenencias de Greg. “Tenía pocas cosas aquí—dijo con un tono un poco nostálgico—. Vivía cerca de aquí, pero en la parte de Bronx”. Le pregunté sobre lo que había hecho ese día y los anteriores. Me enteré de su relación apasionada con Greg. De sus noches de amor y los agradables fines de semana que pasaron juntos.

Comencé a hacer mis hipótesis sobre el caso. El pobre Greg era un abogado de media clase. No tenía muchos enemigos y la mayor parte de juicios que había llevado los había tenido que negociar fuera de las salas de los juzgados. Según me dijo la portera de su edificio, no tenía visitas, llegaba siempre por las tardes después de laborar en su despacho y los fines de semana estaba todo el tiempo preparándose para los asuntos pendientes. Tenía poca correspondencia y lo que más le llegaba eran revistas relacionadas con las actualizaciones de la ley en materia civil y penal. No era muy atractivo y cuando lo describió me puso como modelo para señalar las diferencias, aunque yo también era un tipo común. Uno ochenta de estatura, pelo castaño, ojos marrones, nariz afilada y complexión media. Habrá muchísimos hombres que entran en ese parámetro. Incluso Stevenson que era muy inteligente no se libraba del patrón. Me fui sin revisar el piso de Greg. Lo tenía clarísimo. Se había envenenado con algo que le había producido la muerte de forma muy lenta. Lo único que debía hacer era descubrir qué ponzoña se lo había cargado. Necesitaba la ayuda de Katherine, ella lo conocía bien y podía señalarme la dirección correcta. Graw me recibió con el cuerpo de Greg ya remachado como un espantapájaros. “Es una sustancia muy rara, George—comentó dando vueltas por la sala—. Su efecto es lento y va penetrando en el organismo como un moho que se asemeja a un virus mortal. Es como esos encantamientos o sustancias de la antigüedad que se metían como una serpiente en el cuerpo y se lo iban comiendo lentamente. Fue lo que me causó sorpresa, George, por eso le dejé los ojos abiertos. ¿Usted notó algo?”. No, no había visto nada. Al menos en aquel instante, pero un poco después había tenido una especie de superstición. Un temor raro y escalofriante. Algo del más allá.

Me despedí de Graw con el resumen del informe en la cabeza. Tenía un acertijo muy difícil y Brown me asignaría de nuevo al estúpido de Stevenson para que resolviera el caso por mí. Según Graw la respuesta la sabía muy bien Katherine. “Pregúntele a ella, George, interróguela a consciencia, sólo ella podrá decirle si ese desdichado Greg conocía algún maleficio de las culturas antiguas o, si era miembro de alguna secta o algo así”. Un caso tan simple se empezaba a complicar solo por la presencia de una sustancia desconocida. No había móvil del asesinato, al menos así me lo parecía, ni sospechosos. La única era Katherine y si ella lo había matado, de dónde había sacado su pócima. No parecía una mujer fatal. Ni malévola. Pensé que lo mejor sería intimar un poco con ella e irle sacando el hilo que me permitiría llegar al fondo del asunto.

Brown como lo temía me dijo que Stevenson sería mi asesor, que debía entregarle todos los informes para que el los analizara y sacara sus conclusiones. La noticia no me agradó en absoluto y decidí irme al bar a tomar una copa. Allí tenía a Jason el barman que sabía conversar y poseía un talento natural para adivinar las cosas. He de confesar que en algunas ocasiones lo consulté y obtuve unas salidas muy poco habituales que dieron resultado. En su sano juicio era muy torpe, pero con una copa se le soltaba la lengua y se le estimulaba la imaginación.

—Hola, George, ¿qué tal va todo por el departamento de homicidios?

—Lo de siempre, Jason, ya sabes. Psicópatas, violadores, ladronzuelos reincidentes, prostitutas y proxenetas— Puso cara de comprenderlo todo y me sirvió un Whisky—. Uno para ti también, Jason.

—¿Eso quiere decir que buscas conversación, George?

—Sí, Jason, ¿Te acuerdas de la ocasión en que me resolviste el caso de el vengador de Job?

—Era, elemental, estimado George. Tenías que haber leído con más atención la Biblia.

—Sí, eso lo sé, pero ¿Cómo supiste lo de el gran bebedor de Joseph Roth?

—¡Ah! Ese es un secreto profesional…—Se rió con sus blancos dientes, le sirvió otra copa a George y continuó—. ¡Te lo has creído, George! ¡Ja, ja, ja! Es que un chico de la facultad de letras venía por aquí y me contaba esas historias.

—Pues, mira y yo que pensaba que eras en verdad un hombre leído.

—En este oficio lo más importante es saber escuchar, recordar las caras y no ser un patán. ¿Es por lo que he durado tanto aquí, mi querido George, pero dime qué es lo que me querías preguntar?

—Nada, nada, Jason. Es una tontería.

—Bueno, pues, aunque lo sea, dime de qué se trata.

—Es sobre el último caso. Un envenenamiento raro, ¿sabes? Mira, un abogado murió a causa de un veneno muy extraño. Graw me dijo que es algo relacionado con la antigüedad, pero no sabemos exactamente qué es. Una fórmula secreta o compuestos químicos. El caso es que se mete en el cuerpo como un virus y va degradando el organismo milímetro a milímetro. Al parecer se desarrolla en unos meses y al medio años ya ha dominado todo el cuerpo. Miré al muerto, y… ¿Sabes? Tenía una mirada aterradora, como si hubiera esperado hasta el último momento de su existencia para ver a alguien que no llego o, tal vez sí, pero ya no lo vio.

—Vaya con el virus ese. ¡Oye! ¿Hay una mujer de por medio?

—¡Claro, Jason! Me sorprende tu ignorancia. Es ella la única sospechosa. No hay más explicación. Greg, el muerto, no tenía enemigos, no lo fumaba nadie, era un mediocre. Tan habitual como tú o yo.

—Pues, tendrás que relacionarte con esa mujer para sacarle la sopa, ¿no crees?

—Es la única salida que me queda, pero antes debo hacer una inspección del piso de Greg para darme una idea de lo que representaba como persona y abogado.

—Y ¿por qué no lo has hecho ya?

—No sé, Jason, tengo miedo de encontrar algo tan sorprendente que hará que se rían de mí en todo el departamento de homicidios. He cometido errores y he hecho grandes tonterías, pero creo que esto me hundiría para siempre, además traeré de cola a Stevenson, Ya sabes cómo es.

—La verdad, no sé de que te preocupas. Deberías hacerlo ya. Oye, en una ocasión el tal Leonid, el estudiante de letras nos habló aquí de una tal Lilith, la primera esposa de Adán que fue condenada a vivir en la profundidad del mar. ¿No será eso lo que buscas?

Me despedí de Jason y fui a ver el piso de Greg. No encontré nada en particular. Un hombre modesto, con un sueldo bajo, sin vicios ni amigos. Un solitario fracasado que iba existiendo por allí sin encontrar algo que lo motivara a ser grande y una mujer rara. Decidí que no había más solución que encontrarme con ella.

II

Llevaba varias noches durmiendo mal. Soñaba con Katherine. La había encontrado dos veces y no había podido sacarle mucha información. Era muy amable y podría decir que estaba tratando de ganarse mi confianza. Me puse en alerta y le avisé de todo a Stevenson para que pudiera darme consejos racionales, ya que por mi carácter inestable y condescendiente corría el riesgo de perderme en sus redes. Ella no hacía nada en especial, pero presentía que quería seducirme. Lo hacía de forma imperceptible. Con una palabra de agradecimiento, con unos susurros cerca del oído y con un pavoneo natural de su cuerpo que era muy hermoso. En su casa ya no llevaba ese vestido modesto de algodón de siempre. Se ponía ropa más presentable y siempre me decía que se arreglaba para ir algún sitio. Le hacía los interrogatorios, pero ella era muy astuta dejando siempre un hueco de duda para despertar mi curiosidad. Llegó un momento en el que empecé a depender un poco de ella.

No podía concentrarme en los asuntos que me asignaba Brown. Empecé a tener complicaciones. Las investigaciones más comunes se me complicaban y la mayor parte las atendía Stevenson. Me convertí en su ayudante. En las guardias me preguntaba sobre los progresos del caso Greg. Le decía que no había nada que hacer allí, que no teníamos nada para inculpar a Katherine. “Debes ir más lejos, George—me dijo poniéndome una mano en el hombro—, con el método que estás aplicando no llegarás a mucho. Lo único que vas a lograr es enamorarte de ella y convertirla en una diosa a la cual te le rendirás para ser su esclavo. Sedúcela y sácale todo lo que sabe”. Stevenson tenía razón. Me portaba como un mojigato. Me comprometí a acelerar las cosas. No podíamos estar esperando tanto. Claro que lamentaba mucho que una mujer de esa clase pudiera terminar en un reclusorio.

Una noche le pregunté sobre sus relaciones sexuales con Greg. Me sirvió un té, yo nunca le había aceptado nada por precaución, sin embargo, esa noche había algo raro en el aire. Había dejado de notar ese aroma agridulce de flores y el sándalo con almizcle se me metieron hasta el tuétano. “Prueba este té de azahar, George—me dijo mirándome con sensualidad”. No pude resistirme más. Adivinaba su cuerpo bajo la bata de seda que llevaba puesta. Se había maquillado y su pelo estaba ensortijado. Bebí con calma, con sorbos muy pequeños. Sentí su mirada extraña. Se descubrió y quedó ante mí con su cuerpo al natural. La tibieza de su respiración me arrastró hacia ella. Me besó y sentí el fuego surgir dentro de mí. La abracé y me llevó al lecho. Decía cosas raras que sonaban como algo relacionado con el erotismo.

Descubrí que tenía en mi interior otro ser. Un engendro hambriento de placer. “En el juego del erotismo—decía Katherine con pasión—empieza el placer. La espera no es una tortura es excitación. Te provoco para que puedas realizarte más en el último momento”. Era cierto porque cada vez que empezaba sus bailes, mi cuerpo se iba inflando de una energía que se volvía en un huracán. Cuando nos besábamos nos introducíamos hasta lo más hondo del otro. No en el sentido físico, sino en el espiritual. Llegué a ver, gracias al té y sus caricias, lugares inhóspitos del universo. “No hay fin, ni principio, querido—decía acostada a mi lado dejándose acariciar palmo a palmo todo el cuerpo—. No hay ni nacer ni morir. Tu mente es la puerta a lo divino, puedes crear lo que se te pegue la gana y existir por siempre”.

Sus palabras tenían una fuerza violenta, convincente y me llené de intrepidez. Stevenson me decía que estaba sufriendo transformaciones, que ya estaba bien de investigar el caso Greg. Ella fue y punto, George, no lo podemos demostrar. Su fuerza no es de este mundo. “Anda y explícale eso a Brown—le dije con reproche—. Ya verás cómo nos echa a los dos a la calle. Además, ¿dónde está tu fría y calculadora razón?”. No me respondió, solo pudo decir que ya no éramos los mismos. Cogió un ramo de rosas que le habían llevado a una secretaria y me pidió que les soplara. Se pusieron verdes con el mismo color del cadáver de Greg. ¿Lo ves? —dijo con cara de sabio—. Sí, era verdad. Algo me estaba afectando, pero me sentía mejor que nunca. Decidí ir a ver a Graw para preguntarle cómo se sentía si había notado que al soplar las cosas se le ponían verdes como a mí. Me recibió cuando estaba abriendo el cadáver de una mujer que habían arrojado a un lago y estaba toda descompuesta. Me miró y dejó su trabajo. Me habló a través de su mascarilla y al oír lo del aliento que ponía las cosas verdes sonrió un poco y dijo que eso solo pasaba en las historias de ficción. “¿En qué mundo crees que vives, George? Me asombra que a tu edad y con lo que has visto en tu vida, vengas con cosas de niños. Y no, no hay ningún virus o enfermedad que produzca esos fenómenos”. Lo miré con un poco de odio y para demostrarle que era verdad lo que le decía cogí unas flores que estaban en la recepción del hospital y me puse a soplarles enfrente de Graw. Lo malo es que no cambiaron de color y con las diminutas gotas de mi saliva parecían más frescas. No pude resistir el rostro burlón de Graw y me fui.

Comencé a hacerme análisis de todo. Fui con todos los especialistas y al entrar a sus consultas me recibían con un “Está usted en muy buena forma y para su edad está hecho un chaval”. Les expliqué lo del fenómeno de las flores, pero me dijeron lo mismo que Graw. Me resigné a medias y pensé que, si frente a Stevenson se habían puesto verdes las flores, lo harían también frente a mi casera o, incluso, frente a Katerina. Lo intenté muchas veces, pero no funcionó. El único que podía verlo era yo. Cuando me calmé un poco fui a ver de nuevo a Katherine. Ya no me importaba el destino de Greg, ni el móvil, ni el veneno, ni nada. Ella me recibió de una forma especial. “Veras hoy las estrellas y jamás querrás volver a tu vida carente de interés”. No sé qué pasó esa noche, pero la llama que sentí en mi interior fue tan deslumbrante que su luz apagó los tonos de la vida. Veía todo con nuevos ojos. Estaba transformado por el amor. Ekaterina me comentó que había pasado a otra dimensión, que la gente ya no podría reconocerme y mi deber era alejarme de ellos.

Por la oficina se me veía cada vez menos. En ocasiones tenía la impresión de que era una especie de fantasma que deambulaba entre los escritorios, pero Brown me reprendía mucho y me cantaba las cuarenta. Stevenson me agredía y no dejaba pasar ninguna oportunidad para mostrarme todo lo que enmohecía con mi aliento. Por último, me previno de seguir encontrándome con Katherine. “Ella nos va a hundir—gritaba desesperado—. ¿No entiendes que somos parte de su juego? Es una mujer letal. ¡Aléjate lo más pronto posible de ella, por favor! Si no te detienes me arrastrarás a mí y a muchos otros contigo. ¿Sabes a quién esperaba ver Greg? ¿No? ¿Y lo podrías adivinar? ¿Piénsalo? ¿Por qué precisamente te paraste en aquel sitio? ¿Lo sabes? Y lo peor de todo es que me esperarás a mi de la misma forma.

Le grité y le asesté unos cuantos golpes, salí enfurecido. Llegué a la casa de Katherine. Me recibió con los brazos abiertos. Me tranquilizó y me condujo al salón. Le conté lo que había pasado y se sonrió. Se puso a mi lado y su voz sonó como nunca. “No vuelvas más a ese sitio. Olvídate de ellos. Quédate conmigo y disfruta de las noches que pasamos juntos. Te abriré el universo para ti solo. Podrás absorber el conocimiento divino. Viajarás por el tiempo, serás Faraón, Rey, Caudillo y todo lo que desees. Conocerás a las mujeres más bellas de la historia y ellas te sabrán a mí. Estuve con ella de forma atemporal disfrutando del viaje más largo y maravilloso que jamás hubiera hecho mortal alguno. Katherine se transformaba, olía a melocotones, higos y vino, luego me acompañaba por las grandes salas de baile de los castillos medievales. Entrabamos a los coliseos, dormíamos en enormes camas doradas y ponían a nuestros pies miles de joyas, marfiles y oro. Por la mañana de no sé que día exactamente empecé a sentir fatiga. Había disfrutado tanto mi viaje que me resultaba imposible mover un solo dedo. Lo único que podía hacer era mirar hacia la ventana. De pronto, recordé el nombre de Stevenson. Lo llamé sin que salieran palabras de mi boca. Escuché unos pasos y esperé que llegara mi compañero. Sabía que me iba a reprochar mi desobediencia y comencé a disculparme. Conté sin que me oyera esa fantástica historia de mi viaje, pero se me nubló la vista y ya no pude distinguirlo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS