Bajo las sábanas
de un domingo noche,
dormía una ciega
que miraba al mundo
con ojos de murciélago.
Ella volaba,
se sentía libre,
estaba enamorada,
pero solo se guiaba
por su instinto envenenado
al batir sus alas.
No se choca,
ve el mundo desde sus pupilas,
y le encantan las vistas
sin saber que la ceguera
sólo le quita luz
y una apreciación realista
de la vida.
Ese domingo noche,
en la que ella estaba adormecida,
entró por su ventana
algo que no se esperaba,
algo con lo que todos
hemos tenido que lidiar.
Le llegó un olor fuerte,
se empezó a asfixiar,
y es que había entrado
un duro golpe de realidad.
Se despertó de un susto,
la ceguera se fue,
y en cuanto abrió los ojos
miró a la decepción,
se le helaron los pies.
Cara a cara,
una con otra,
en el silencio más ruidoso
jamás escuchado,
las expectativas huyeron
no se sabe a dónde
y las alas se disiparon.
Todo ocurria como en cualquier sueño barato.
Dejó de volar
para poder avanzar
curada del veneno
que sólo le brindaba irrealidad.
Se equivocan
los que dicen sin pensar
que el mayor enemigo
es aquél que lucha contra tu integridad.
Se equivocan,
porque el mayor enemigo
eres tú
cuando permites que ese amor
te ciegue,
te seduzca,
te haga olvidar que ese vuelo es por
un humano de hueso y alma
y no de un dios griego
que va a acariciar todas tus expectativas.
Se equivocan.
Se equivocan
cuando dicen que el amor
se puede domar,
ya que éste siempre vuelve
cuando la decepción
se va.
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