Era un día normal y corriente en Londres, donde un chico de once años, normal y corriente, cogió un libro nada corriente. Fue corriendo hacia su casa, que estaba en el otro lado de la ciudad, para ver las aventuras que relataba el libro. Encuadernado de terciopelo, con el título cosido en hilo dorado, «La Odisea 2.0», y, por lo visto, sin el nombre del autor por ningún lado.

Cuando el chico llegó, fue a su habitación, cerró la puerta y abrió la cubierta del libro. Que… Adivina, adivinanza… ¡Estaba sin escribir! Pero, entonces, de las paginas del libro, surgieron verdes valles silvestres y una cúpula a modo de cielo. Los animales viven felices, hasta que huyen despavoridos. De repente, un pueblo medieval surge de la nada. Con su ganado, con sus aldeanos, con sus campos, con sus casas… ¡Y todo del tamaño de una maqueta!

El chico, al que nombraron Ben sus pobres padres, cerró el libro y se fue a dormir, pues era tarde, según decía su despertador. «¡¿Las 22:00 de la noche?!¡¿Cuanto tiempo he estado mirando ese dichoso libro?!», pensaba Ben, intentando conciliar el sueño. Pero de algo estaba seguro. Y era de que, mañana, después de ejercer sus servicios como deshollinador, volvería a mirar ese libro.

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