Llegas como una sombra, como un mal augurio. Como una enfermedad. Un síndrome.

Te metes en mi cabeza, llegas hasta mi pecho y me impides respirar con normalidad. Incluso hablar.

Inhabilitas mis manos, coartas mis movimientos. Mi boca se reseca, me cuesta pronunciar palabra. Todo mi cuerpo dice «quiero«, «debo«. Tú dices «no puedes».

Me haces sentir imbécil, incapaz. Como una niña pequeña que teme hasta a su sombra. Como si fuera incapaz de aprender. De hacer. De crecer.

Siento que mi voz no merece ser escuchada. Que mi opinión vale menos que la del resto. Mis pasos se vuelven temerosos. Prácticamente pido paso para caminar. La humildad en tus manos se vuelve necesidad de reconocimiento elevada hasta la saciedad. Como si no sirviera por mí misma. Como si no fuera nada ni nadie.

Mis buenas intenciones se debilitan a tu paso. Parece que cuanto soy y sé pende de tu aprobación. De la de todos.

Me miro en el espejo para recordar que yo soy. Que yo sé. Que yo puedo. Que me lo creo. Que no soy una impostora. 

Que valgo.

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