En cuanto mis dedos se deslizaron por
tu piel, supe que me sería imposible dejarte allí.
Te cogí entre mis manos, febrilmente,
con la torpeza del bisoño que, aún sin saber a donde le llevará
esta aventura, es sabedor de poseer algo único.
Y no me equivoqué contigo: tu tacto
suave y satinado despertó en mi el deseo urgente de saber más de
ti.
Cerré los ojos y me embriagué de tu
olor dulzón hasta dejar impregnado todo mi ser por él, como huella
imborrable.
El arabesco dorado de las letras de tu
cubierta acabaron de convencerme; lentamente, te abrí, y tus
primeras palabras hicieron el resto: Tú, libro olvidado por los
avatares del tiempo, me habías hecho tuyo, atrapaste mi imaginación
y entendí que hasta que no pasara la última página, no conseguiría
tu renacer.
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