Las casas sin dueño

Las casas sin dueño

Maquiavel Czoc

27/06/2017

«Las casas sin dueño son los dientes de leche de la ciudad.» Una mañana Sonia despertó con la seguridad de haber pronunciado esa frase en algún momento de la noche. Como suele ocurrir con los sueños, lo de menos era el hecho de que estuviera o no despierta. Cada día durante una semana el agua fría arrastró sus legañas, pero la idea permaneció. En un primer momento su rotunda simplicidad le pareció genial, como si hubiera arrancado una verdad incontestable a la noche. La anotó rápidamente en su libreta y no la compartió con nadie de la redacción, por si las moscas. Pero ahora la rumiaba con cierta suspicacia, como si a la luz del día hubiera visto con más claridad sus pliegues e imperfecciones. –«Al fin y al cabo – se dijo – no hay diente de leche que dure para siempre».

Una tarde, a la vuelta del trabajo, el autobús en el que viajaba dejó tirados a sus veinticinco pasajeros todavía lejos del centro, en una urbanización de las afueras. En lugar de coger un taxi decidió seguir caminando. La urbanización era una cuadrícula formada por cientos de casas bajas, de una y dos plantas, pero no vio un alma por la calle. El viento mecía las hojas de los falsos plátanos. Quizás pasó una hora deambulando hasta que sus pasos la llevaron frente a una verja que ella conocía bien. La casa de sus abuelos seguía en pie, donde siempre había estado. Recordó haber soñado en varias ocasiones con aquel lugar.

Cuando la visitaba en sueños sus abuelos seguían muertos, pero en la casa nada parecía haber cambiado. Los muebles de maderas nobles, el piano silenciado, las persianas venecianas, los cuadros barrocos, todo seguía en su sitio. Incluso entraba en la cocina para comprobar que en la nevera había algo de comer, envuelto en una fina lámina de plástico. Visitaba la pequeña habitación del servicio, con aquella cama que tanto le divertia de niña al verla plegarse contra la pared. Se entretenía comprobando si aún olían las flores secas. Se quedaba muy quieta, con el corazón acelerado, intentando decidir si entre tanto silencio había oído algo. Pero por mucho que soñase siempre le faltaba tiempo para cruzar el largo pasillo que, a oscuras, conducía al dormitorio de sus abuelos, a sus dos camas separadas, a su cristo de plata. Acababa siempre despertando sin tiempo de dar el paso.

Al ver la casa ante sus ojos, aquella tarde bajo el sol de mayo, se dijo que todavía tenía pinta de estar cerrada. Se vio a sí misma tomando la decisión de entrar otro día con más calma, para echar un vistazo. El muro del jardín no era demasiado alto. Quizás llegaría a ver si la piscina seguía a medio llenar, con las flores de los hibiscos flotando.

Los primeros días tras aquella visita Sonia comenzó a moverse por la redacción a un nuevo compás, como de pálpito esperanzado. Sus lectores habituales sin duda pudieron notarlo. En las noticias de sucesos, por deprimentes que fueran, empezó a latir la sombra de un consuelo. Se hizo la manicura francesa y comenzó a teclear sin tanto cuidado. La redactora en jefe la felicitó, porque a diferencia de sus compañeras ella siempre cumplía con los plazos. No fue hasta después de las vacaciones que recordó nuevamente aquella incursión que se había ido demorando.

Casi había caído el sol cuando finalmente se bajó del taxi, en aquel remoto barrio. Se le había hecho tarde y no tuvo tiempo de pasar por casa para ponerse otros zapatos más apropiados. Comenzó a caminar, molesta por la altura de los tacones, pero sobre todo por el sonido que le devolvían las aceras, como las agujas apresuradas de un reloj barato.

Dio varias vueltas a la manzana creyendo haberse perdido. Se rió de sí misma, de su mala orientación. Pero pronto vio los cascotes y la excavadora que reposaba después de haber pasado la mañana trabajando. No supo qué hacer al comprender que la habían derribado. Comenzó a pasarse la lengua por los dientes, hasta casi hacerse daño. Sacó su libreta del bolso. El rímel corría, quizás fuera cosa del sudor. Tachó con saña aquella estúpida frase genial que creyó haber dicho soñando. Se sentó en la acera, con los zapatos en la mano.

De pronto recordó todos aquellos dientes de leche, guardados en un gran sobre cuadrado y amarillo. Los encontró de niña en el fondo del cajón de un secreter y nunca dijo nada. Los creía perdidos y ahí estaban, en un rincón de aquella casa que ya no existía. No supo nunca qué hacer. Entre lágrimas sacó su teléfono del bolso y marcó el número de su padre. Estaba comunicando.

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