Pedía siempre una foto de cuando eran niños. Con ella, a diferencia de con la fotografía de adultos, creía que no le podrían engañar. No era posible.

Cuando se crece, se genera el artificio de la vida, pensaba. Se van creando máscaras que se van aposentando sobre lo que realmente se es, y por tanto, se van acumulando capas sobre el rostro que impiden captar la realidad misma.

Nadie entendía el porqué de esta petición tan extraña, tan sui generis. Pero, obviamente, nadie preguntaba. Dadas las circunstancias, todo el mundo daba su conformidad. Quizá se tenía que entender como una de esas técnicas modernas de los equipos de recursos humanos, debían pensar.

Es el gran problema de la necesidad: que cuando se manifiesta o, más aún, cuando se entiende que se da, impide actuar como se quiere y se opta por lo que se estima conveniente. Cosa que, muy a menudo, significa quedarse en total reposo respecto a los propios principios. Por ello es tan importante no magnificar jamás la necesidad, y solo entenderla como tal cuando se torna imperiosa.

En cualesquiera de los casos, ella procedía de conformidad a ese criterio fotográfico desde hacía ya bastante tiempo y, ciertamente, se sentía satisfecha de los resultados. Si bien se antojaba muy complicado poder comprobar empíricamente los éxitos de este método, lo cierto es que su equipo funcionaba a las mil maravillas. Sus fichajes se habían mostrado, hasta el momento, comprometidos con la empresa y eficaces en el desempeño de sus funciones. Por lo tanto, su método no podía ser tampoco contradicho.

¿Pero qué se puede ver en la fotografía de un niño? ¿Se está hablando, en todo caso, de esa cantinela sobre la inocencia infantil?

La perspectiva de ella, a decir verdad, iba un poco más allá. O cuanto menos se puede decir que era diferente. No se trataba tanto de la inocencia infantil como de la suciedad o culpa adulta.

Podría parecer lo mismo pero, realmente, no lo es. El enfoque es distinto. Los niños no son especialmente buenos. Ni son especialmente veraces. Pero sí que son lo bastante claros: no pueden ocultarse en demasía.

Las caídas de la bicicleta, por dar una muestra, dejan huella. Igual que los actos de glotonería.

Lo pizpireta, lo pícaro, lo tímido, lo ajetreado o lo atrevido, por poner algunos ejemplos, no queda en lo oculto. Y no tanto por incapacidad del infante sino porque este mismo no halla motivo, causa o necesidad para la ocultación o el engaño. ¿Y por qué no? Porque la vergüenza de lo que se es no alcanza cotas tan elevadas de profundidad en el niño tímido como en el adulto extrovertido. Este último siempre necesita, cuanto menos, maquillar algo.

Todos los adultos creen, a decir verdad, que lo único que hacen es maquillar algo. Minusvalorando, de esta forma, sus esfuerzos por construirse máscaras. Una y otra vez. Hasta que el grosor de esas mismas caretas vuelve impenetrable su fotografía. ¿Quién hay ahí? ¿No es, sino, una mera pose?

El niño no posa. Puede fingir que posa. Puede posar banalmente. Pero no posa realmente. Sobre lo sustancial de él, no posa.

Todo esto creía ella. Si no hubiera sido por la impronta que su jerarquía empresarial tenía a la luz de unos tiempos tan decadentes en lo laboral, lo cierto es que alguien, tal vez, hubiera podido sugerir una posible vis cómica en los métodos que ella empleaba para reclutar personal. Pero, como se comentaba anteriormente, esto no sucedía ni era previsible que fuera a suceder: la sensación de necesidad se había tornado tan densa que bajo la vara de lo serio cabía lo que, a todas luces, era, cuanto menos, excepcional.

Pese a la convicción plena en su metodología, a ella no le iba mal esa atmósfera densa de necesidad, dado que, desde la honestidad, le hubiera supuesto un gran esfuerzo explicar su procedimiento habitual. Una cosa es estar convencida de lo que se hace, y otra es no ignorar que, para los demás, puede ser una total locura. Ambas cuestiones deben entenderse como conjugables.

Por ello, cuando ese chico de afeitado pulido y perfecto fue descartado de inmediato al mostrar su fotografía de infante de 4 años en el camping de sus padres, ella no pudo aguantar su mirada requeridora. El chico se quedó en ese limbo entre la no-actuación por necesidad y la estupefacción que ella le generaba.

A ella le hubiera resultado muy dificultoso explicarle lo que estaba viendo en esa foto. De hecho, no solía ser tan rotunda en su respuesta y, sobre todo, no solía ser tan rápida y automática. No pudo aguantar la impostura visionada pero, sin embargo, se avergonzó de que su ademán pudiera parecer un acto de pura soberbia o desprecio. Más bien: ¡ella había notado en él ese desprecio!

Por fortuna para ella, ese tipo de impactos eran inusuales.

Lo que nadie sabía, para ser francos, es que el primer visionado tan sólo podía valer para una admisión provisional en el equipo. Ella no quería fallar nunca. No quería introducir ningún germen conflictivo. Sin embargo, su primer análisis fotográfico distaba de ser perfecto. Lo esencial y principal solía ser captado de un primer vistazo, pero en los pequeños detalles se podía hallar la clave de una persona y, por ende, de un trabajador a largo plazo. Por ello dedicaba al menos 15 o 20 minutos al día a mirar con detalle las fotos de aquellos que ya habían sido incorporados en el equipo. Y no tan solo de aquellos de reciente incorporación, sino que aquellos que se creían asentados en la empresa también eran intimidados por la mirada de ella. No había una sola revisión, sino muchas. Muchas y periódicas.

El descanso debe estimarse como importante. Igual que el ánimo o el café. Por ese motivo sabía que, de cada mirada concreta, extraería un nuevo jugo. Aunque tan solo fueran unas minúsculas gotas. Y como las circunstancias de cada cual varían según el día, cada análisis tenía algo de provechoso.

Todo este meticuloso proceso podría hacer pensar en que una especie de halo helado conformaba la atmósfera de la empresa, pero ella era tan consciente de lo inquietante de sus procedimientos que mantenía una suma discreción.

Cada despido podía ser argumentado a la luz de de criterios funcionales y razones empresariales. A fin y al cabo, el abanico de las denominadas como causas objetivas de despido laboral había crecido tanto de un tiempo a esta parte que ahí se podía meter de todo. Y pese a ello, era sumamente cuidadosa: hallaba errores ciertos en quién le hacía desconfiar por algún motivo en un ulterior análisis fotográfico.

Sin embargo, ella nunca había valorado el riesgo, por remoto que fuera, de encontrarse con una fotografía imposible de escudriñar.

Y, finalmente, sucedió: ese chico, recién licenciado en Ciencias empresariales, con unos méritos normales, un relato normal sobre su vida, en definitiva, con una aparente vida normal, escondía, no obstante, algo imposible de captar para ella. Ni tan siquiera podía decir si eso era malo o era bueno.

Aunque la tentación conduzca a pensar que lo borroso debe ser identificado con la ocultación y, por tanto, debe asimilarse a algo malo, ella no lo veía tan claro. Al menos en este caso concreto. No es que le pareciera un impostor ese chico. Es que, simplemente, le parecía que su fotografía estaba codificada. Y no era posible pensar en que estuviera hecho adrede.

Ante semejantes dudas uno puede pensar, y no sin razón, que quizá no era oportuno asumir riesgos. Que por prudencia sería mejor no fichar para el equipo a ese chico. Al fin y al cabo, a ella le pagaba su empresa para que velara por sus intereses. No obstante, no fue así. El chico fue incorporado a las filas empresariales.Y no porque ella pudiera pensar que cometía una injusticia cruel si no lo reclutaba, sino porque, visto desde otra perspectiva, ella quería averiguar la incógnita que había detrás de ese chico, quería entender su fotografía y, dadas las circunstancias, eso únicamente era posible teniéndolo cerca, apelando al contexto y, sobre todo, pasando largos momentos con esa fotografía delante. En algún momento debía aparecer algo. Era imposible que no sucediera así.

De esta forma, ella se dio cuenta de que, a decir verdad, en sus métodos había algo más que interés empresarial. Si hubiera pensado tan sólo en términos empresariales, evidentemente no hubiera contratado a ese chico (por si las moscas). Se había dado cuenta, entonces, de que en ese método de reclutamiento había mucho de ella y de su vanidad. Dada la eficacia de sus procedimientos, nunca se había visto atacada de tal manera. Pero ahora tenía un problema. Un problema importante. Y debía resolverlo.

Desgraciadamente para ella, el tiempo pasaba y pasaba, y ella era incapaz de ver nada. ¿Cómo podía ser? ¿Acaso no era un hombre? ¿Acaso no era como todos los demás trabajadores? Sobre estas preguntas ella tenía una respuesta clara y evidente: ese chico era simple, ramplón incluso. No había nada de especial en él, y aunque lo hubiera habido, tampoco se hubiera visto sorprendida. El problema no era él ni estaba en él, sino que era su foto. Estaba en su fotografía.

Sus máscaras eran, tal vez, toscas. Habida cuenta de lo conocido, así parecía ser. No eran fruto de ningún trabajo elaborado. Sin embargo, su fotografía se había tornado impenetrable.

Con mucha vergüenza, no tanto por la petición en sí sino por el fracaso imbricado, ella se vio en la obligación de solicitarle otra fotografía de infante. Obviamente, él, un chico tan común, se extrañó ante tal petición pero, no obstante, como solía ser habitual, no hubo reclamación de ningún tipo. De manera pronta esa nueva vieja foto acabó en las manos de ella. Unas manos que en el mismo momento de sujetar esa imagen fija comenzaron a arder por dentro. Se estaban quemando. De haber podido estar allí cualquier observador neutral y haber podido palpar todas las sensaciones de ella, se hubiera temido poder estar ante otro de esos raros casos de autocombustión humana.

No podía ser. Y, sin embargo, era. ¡Esa fotografía no le aclaraba nada! Era tan indescifrable como la primera. ¿Qué clase de juego perverso era ese? ¿Ese chico le estaba tomando el pelo? Y, si no era él, ¿era acaso el destino? ¿Había jugado a ser Dios y lo estaba pagando ahora?

Ciertamente, toda esa situación le estaba perturbando. Se podría pensar que, quizá, su reacción fue excesiva pero, no obstante, a estas alturas se debe comprender la importancia crucial de su metodología como forma de vida. Y sí, ahora no había duda: su vanidad había quedado maltrecha.

Una fácil solución en esos momentos delicados para extirpar de raíz el problema hubiera sido, sin duda, el despido fulminante de ese chico. El pobre no tenía culpa de nada pero, desgraciadamente, era o él o ella. Tal vez la única forma de redimir tal obsesión era poner tierra de por medio. Obligarse a la eliminación de esa fotografía: sin el chico, ya no merecía la pena. Pero no sucedió así. Ella necesitaba saber. Y también era consciente de que, despedirlo, no hubiera solventado nada: ¡necesitaba saber!

Así que el tiempo fue pasando. Y ella se consumía. El chico fue progresando en la empresa. Sus mandos inmediatamente superiores estaban contentos con su trabajo y dedicación. Pobres ignorantes, debía pensar ella: eran ajenos a la incógnita que a ella le invadía.

Todo esto, como era de esperar, comenzó a repercutir gravemente en el desempeño de las labores de ella: ya no eran 15 o 20 minutos de análisis fotográfico diario, sino 3, 4 o incluso 5 horas. Y solo con un sujeto. Un sujeto con dos fotografías y un único interrogante: ¿qué escondía?

El descanso debe estimarse como importante. Igual que el ánimo o el café. Y, sin embargo, en ella todo eso se había vuelto accesorio. Tan solo el café ganó en importancia, en detrimento, por desgracia, del ánimo y el descanso.

Pero nunca tuvo respuesta. Porque, muy a pesar de todos, no siempre se puede contestar a lo que uno pregunta. Porque, tal vez, la pregunta no sea la adecuada o porque, tal vez, no requiera respuesta. Aunque ella ya nunca pudo reflexionar nada acerca de esto: con el café no llegaría a todo.

Sola. En la decrepitud. Ella y una fotografía. Que ahora eran dos. Pero que en esencia era una: la incógnita de su vida.

Zagreo

(Alejandro Mesa)

Finalizado: 18-04-2016

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