Alzo la copa sonriendo como un tonto. Espero que no lo note, pero son esperanzas banas. El líquido rojo se balancea en su interior como un mar embravecido por una tormenta; igual que mis sentimientos ahora mismo. La miro a los ojos y creo que se me va a rajar la comisura de los labios hasta las orejas si sonrío un poco más.

  • – Por tu regreso -susurro.
  • – Por los reencuentros -su voz es suave y dulce, justo como la recordaba. -Y es que hay cosas que no se pueden olvidar.

Tengo muchas preguntas por hacerle. Un millar. Pero no sé por dónde empezar. Es todo tan confuso: felicidad repentina mezclada con el amargo sabor de la pérdida. Todavía no me hago a la idea. Hasta esta tarde aún sentía el vacío de su ausencia, el dolor constante y punzante de la duda y el miedo. El no saber dónde estaba, que había sido de ella.

El día empezó como todos los últimos 365 desde que ella desapareció: con un fajo de carteles bajo el brazo y un café para llevar en la mano. Y así transcurrían mis mañanas, empapelando la ciudad con su cara. Es una súplica constante, mi manera de sentirme útil; de no rendirme a pesar de todo el tiempo pasado.

Así que cuando hoy, después de comer algo rápido en el bar de siempre, vi su cara entre la multitud, pensé que estaba delirando. Aunque ni siquiera me dio tiempo a pensarlo cuando me encontré persiguiendo su rostro a toda prisa por las calles de la ciudad.

  • – Y aquí estamos -le digo.
  • – Aquí estamos, sí.
  • – No quiero incomodarte, y menos en este momento. Pero necesito saber que te pasó -lo suelto de golpe, sin mirarla siquiera.

Esta es la duda que me está carcomiendo desde que la vi hace unas horas, pero que no me atrevía a preguntar por miedo a que se desvaneciera en mis narices. ¿Qué es lo que le pasó? ¿Se marchó por voluntad propia, sin contárselo a nadie? La veo bien. No la típica víctima de algo desagradable que regresa a su vida normal después de haber sobrevivido milagrosamente a la tragedia. Pero se sabe que los rostros más bellos esconden las historias más terroríficas. Y también me niego a creer que abandonara toda su vida sin decírselo a nadie; que me abandonara a mí.

  • – Solo era cuestión de tiempo que me hicieras la pregunta -clava su mirada en mí. Ni un deje de titubeo o miedo; solo fría serenidad-. Te lo contaré. Pero primero brindemos, otra vez.

Y en este momento sonríe, y a mí ya no me importa nada. Ni donde ha estado, ni porque se fue; ni siquiera si le ha pasado algo malo. Todo lo que quiero ver es su sonrisa, sus ojos entrecerrados mientras me mira, alza la copa y bebe. Envidio el cristal que roza sus labios y el vino que recorre su boca. Después de tanto tiempo la sigo anhelando, deseando y amando. Y lo sé porque mi corazón palpita como si estuviese corriendo, como si quisiera alcanzar algo que se le está escapando.

  • – Podemos jugar a un juego -sugiere.
  • – ¿Un juego? ¿Qué clase de juego? -he conseguido despertar de mi encantamiento lo justo para llevarme un poco de pasta a la boca; ya está fría.
  • – Uno que te va a gustar -todavía no ha tocado sus spaguetti-. Te contaré un trozo de la historia y tendrás que adivinar como continua, si te acercas tendrás derecho a un pedacito más.
  • – ¿Y si no? -pregunto intrigado.
  • – Si no tendrás que hacer lo que yo te pida. ¿Qué te parece? -algo en su mirada me dice que me va a gustar, así que acepto con un leve asentimiento de cabeza.

Se acomoda en la silla y juguetea con el mantel manteniendo la mirada gacha. Estará pensando por dónde empezar, supongo que ha de ser muy complicado. Tamborileo con los dedos encima de la mesa, sin darme cuenta, a la espera de alguna palabra por su parte. No sé si pasan segundos o minutos, pero la espera parece eterna.

  • – ¿Podrías hacerme preguntas? -murmura-. Quizá es más sencillo si lo hacemos así.
  • – ¿Te fuiste porque quisiste? ¿Por voluntad propia? -al grano. Tengo que quitarme esta angustia del cuerpo, porque casi no me deja respirar.
  • – No -sus ojos están fijos en los míos-. No al final, al menos.
  • – ¿Qué significa esto? ¿Qué al principio si? -creo que se me han abierto tanto los ojos que se me van a salir de las cuencas-. ¿De verdad me dejaste sin decirme nada?
  • – Eso son demasiadas preguntas. Prueba otra vez -su voz es calmada, y en la comisura de sus labios esboza una sonrisa.
  • – La noche en que desapareciste, la última vez que nos vimos. ¿Qué te pasó?
  • – ¿Qué ha pasado con mi familia? -inquiere.
  • – No entra en las reglas que tu hagas preguntas -digo, un poco enfadado. Este jueguecito no nos lleva a ninguna parte.
  • – Las reglas las pongo yo. Responde -sigue con el mismo carácter, ni una pizca de cambio.
  • – Tu madre sigue en la casa, esperando noticias tuyas. Algo que le diga si sigues viva o no, para poder pasar página. Pero… -reacciono-. ¿Ni siquiera la has visto? -Niega con la cabeza-. En fin. Tu padrastro la dejó unos días después de tu desaparición. Nadie sabe dónde está.

Esta vez asiente lentamente, luego respira hondo y arranca con la historia. Me cuenta que esa noche, después de nuestra cita regreso a su casa. Andando, porque no estaba muy lejos del restaurante en el que comimos. Me dice que estaba oscuro y que escuchó ruidos de pasos a su espalda.

  • – ¿Qué crees que pasó?
  • – ¿Es ahora cuando vamos a empezar con el juego? -sonrío, aunque todo me parece una pérdida de tiempo. Yo solo quiero respuestas y las quiero ya.
  • – Vamos a probar.
  • – Puede que… -titubeo-. Y que conste que esto no es fácil de decir, ni de suponer, ni de imaginar -asiente, expectante-. Que te atracaran, o que te llevaran.
  • – Error -su mirada refleja placer, lo ha hecho a posta. Sabía que no podía adivinarlo-. Y ahora vas a tener que hacer algo por mí, así es el juego.
  • – Muy bien, ¿qué quieres?
  • – ¿Nos ponemos más cómodos?

Asiento y nos levantamos de la mesa. La cena ha sido en mi piso. Nos sentamos en el sofá con las copas de vino en la mano. Ella muy cerca de mí. Nuestros cuerpos se tocan, pero yo estoy flotando en un limbo desconocido. Algo se ha encendido en mí. Me siento efervescente. Al tenerla tan cerca la veo de nuevo: su pequeña nariz respingona, esos ojos castaños plagados de pestañas y su pelo oscuro y corto. Para mí siempre fue, y es y será la belleza personificada. Nada nunca se le va a poder comparar. Pone su mano en mi pierna y yo me agito nervioso. Apuro la copa de vino de un trago y la dejo encima de la mesita. Me seco las manos con los pantalones y mantengo mi vista al frente, evitando sus perturbadores ojos.

  • – Bésame -su voz es terciopelo, pero lija también. Deseo lo que me pide, pero no sé si es lo más correcto en este momento. No muevo ni un musculo, así que sigue-. Tenemos un trato, ¿recuerdas? Te necesito.

Y yo también la necesito así que sin pensarlo me doy la vuelta, decidido a hacerlo. Pero me quedo clavado cuando veo la intensidad de su mirada. Sus labios carnosos me llaman, pero no me atrevo. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez. Tanta duda y sufrimiento. Tanto rencor, también. Se acerca un poco más a mí; su expresión: de súplica.

Y lo hago. Sus labios están calientes y blandos, y casi desde el primer momento nuestro beso es anhelante, pasional. Por primera vez en mucho tiempo me siento en casa, y me doy cuenta que es ella. Ella es mi hogar, y su boca es exactamente en el sitio que quiero estar en cada momento, desde ahora hasta el final de mi vida.

Me arranco y ya no puedo parar. Mis manos toman la iniciativa por mí, acariciando su suave piel. ¡Y que suave! Y que perdido estoy cuando no la estoy tocando. Volver a hacerlo es como encontrar agua en el desierto o un refugio en medio de una ventisca. Es gloria. Vida eterna en este momento en que todo lo que soy es todo lo que ella es. Solo puedo preguntarme como he podido sobrevivir tanto tiempo sin su calor alrededor, sin el sabor de su piel en mi boca. Nacimos para esto: para quitarnos la ropa y encajar como dos piezas de un mismo puzzle. No existe duda alguna, inquietud o desasosiego que pueda perturbar lo que está ocurriendo.

Sus pequeñas manos conocían todos los recovecos de mi cuerpo, y no los han olvidado durante este año. Es como volver a casa después de un largo periodo de exilio: reconfortante. Cálido.

Levanto su pequeño cuerpo del sofá, tan ligero como una pluma. Ella me rodea la cintura con sus piernas mientras la llevo hasta la cama y la tumbo, sin dejar de besarla. Creo que jamás podre dejar de hacerlo a partir de ahora. No lo soportaría. Explotaría, se me pararía el corazón.

Es tan pequeña, tan suave. Solo quiero protegerla, quedármela y evitar que se vuelva a marchar. Que vuelva a desaparecer, a esfumarse de la noche a la mañana. Ojalá pudiera decir que es porque no quiero que le vuelva a pasar nada malo, si es que así ocurrió, pero lo que no quiero es que me vuelva a dejar solo y desolado. Sin ningún consuelo ni esperanza al levantarme por las mañanas y descubrir que no la tengo a mi lado, tirada en la cama y desnuda. Y solo para mí.

Tengo tanto miedo, tanto, que me aferro con fuerza a su cuerpo. Tanto que creo que la voy a romper, pero no se queja. En cambio pasa sus brazos alrededor de mi cintura, apretándome contra ella con todas sus fuerzas. Creo que puedo morir en este momento, y lo haré feliz. Si esto tiene que acabar algún día que se me lleven ahora; que me quede con la magnífica sensación de sus piernas alrededor de mi cuerpo y su aliento desbocado en mi cuello. Por favor. ¡Por favor!


Ahora, con su cabeza reposando sobre mi pecho y su respiración acoplándose con la mía, me siento en otro mundo. Pero la curiosidad ha vuelto a abrirse camino, y la duda vuelve a cernerse sobre mí. Si ya hemos empezado con el juego, habrá que seguir con él.

  • – Cuéntame más -susurro acariciando su pelo-. Merezco otra oportunidad.
  • – Por supuesto -sonríe-. Quiero pedirte más cosas.

Nos reímos a carcajadas durante unos segundos, ella carraspea y se queda en silencio. Va a empezar.

  • – Apreté el paso, cuando escuche los pasos a mi espalda. Solo estaba a unos cinco minutos de mi casa, así que solo quería llegar a ella cuanto antes. Pero… -se detiene un segundo y toma un poco de aire- …los pasos que oía también empezaron a hacerse más rápidos. Y cuando me quise dar cuenta alguien me estaba agarrando del brazo. Forcejeé. Me quería liberar y echar a correr, cuando escuché que era una voz conocida la que me estaba hablando y me llamaba por mi nombre.
  • – ¿Quién? -interrumpo.
  • – Mi padrastro -respiro aliviado-. Me dijo que me había visto de camino a casa y que le venía muy bien, porque necesitaba ayuda con una cosa. Me pidió que lo acompañara a un lugar. No dijo cual. Así que pensé que qué podía salir mal, era mi padrastro.
  • – Insinúas qué… -empiezo.
  • – Paciencia. Déjame contarlo a mi modo -se revuelve en la cama, alargando su brazo para pasarlo por encima de mi pecho-. Decidí acompañarlo para echarle una mano en lo que fuera que la necesitara. Nos metimos en su coche y lo condujo durante varios minutos.
  • – ¿Hacia dónde?
  • – ¿Qué te he dicho de la paciencia? -me regaña, pero después me da un pequeño beso en el pecho, sonriendo al hacerlo-. ¿Te acuerdas de aquel lago al que solíamos ir? Aquel que está a veinte minutos bosque adentro, en un pequeño claro bien oculto. Allí me llevo. ¿Tú has vuelto a ir desde que me fui?
  • – No -recuerdo el lugar. Magia era lo que me transmitía cuando iba con ella. Un pequeño paraíso entre altos árboles, con un lago más bien pequeño, pero profundo y de aguas oscuras y misteriosas. Y también recuerdo otras cosas que sucedieron allí, cosas bonitas. Y no, no me había atrevido a volver allí, no sin ella cogida de mi mano-. Hace ya tiempo que no.
  • – Bien, por eso estoy aquí -susurra tan bajo que creo que no entiendo lo que ha dicho-. Allí me llevo. Detuvo el coche justo enfrente del lago. Yo no entendí nada.

Se detiene y se incorpora en la cama. Yo hago lo mismo. Pierde su sonrisa y su rostro adquiere un semblante muy rígido y tenso. Agarra mi mano, apretándola muy fuerte. No me mira cuando empieza a hablar:

  • – No es plato de bueno gusto. Ni contarlo ni escucharlo -se rodea las rodillas con las manos, apoyando la cabeza en ellas-. Supongo que tampoco hace falta que lo cuente todo, que es algo que se sobreentiende en el contexto, aunque cueste de creer.

No es fácil escucharlo, como me ha avisado. A medida que lo va contando empiezo a ponerme tenso y a mirar a cualquier parte menos a ella. Me cuenta que cuando entendió lo que pasaba el coche ya estaba cerrado y la tenía inmovilizada contra el asiento. Desconecto cuando cuenta los detalles más escabrosos, porque hace que se me revuelvan las tripas. Más que desagradable es repulsivo, y yo no puedo dejar de pensar en lo que acabamos de hacer. Algo que no tiene nada que ver: algo consentido, algo que ambos deseábamos. Como algo que puede ser tan bonito, puede pervertirse tanto. Como una rosa pero marchita. Y por decirlo de manera suave.

La paro, porque no puedo escuchar más. No necesito escuchar más. Y la callo con un beso y un abrazo, y le acarició el pelo mientras solloza. Ahora está a salvo, está conmigo y voy a defenderla de cualquier cosa. Voy a ser su caballero andante y ella mi damisela; no voy a dejar que esté nunca más en apuros.

Cuando me quiero dar cuenta está dormida, rendida después de tantas emociones. Me acomodo con ella entre mis brazos y no puedo evitar llorar, solo un poco, al imaginarme el sufrimiento que debe de haber pasado. La perdono. La perdono por haber estado ausente tanto tiempo. Recuperarse de algo así debe costar tiempo, más tiempo del que yo me puedo imaginar. Más que un año, eso seguro.


Su sonrisa. Eso es lo primero que veo al despertar. Casi se me olvida lo que me contó la noche anterior, mientras nos vestimos y nos preparamos para bajar a mi cafetería de siempre para desayunar.

Nos sentamos en la mesa del fondo y cuando se me acerca la camarera pido por los dos. Un par de cafés cargados y un plato grande de tortitas para compartir. Es lo mejor para el desazón y el dolor, un buen plato de tortitas con sirope. Siropes de varios sabores.

  • – ¿Y dónde has estado? -susurro. No lo quiero decir muy alto, porque no quiero hacerla pasar por lo de ayer, pero necesito preguntar-. Después de lo que pasó no regresaste a casa.
  • – ¿Dónde fuiste tanto tiempo? Quiero decir -corrijo-. Sé que olvidar algo así requiere su tiempo, no te estoy juzgando. Solo quiero saber dónde y quien te ha cuidado -sobretodo el quien. El quien me está matando.

Asiente, cabizbaja, y sin mirarme murmura:

  • – Todavía he de contarte el final de la historia -levanta los ojos y los clava, suplicantes, en los míos-. A no ser que tengas una teoría al respecto.

No la tengo. Niego con la cabeza sin apartar la vista y espero. Largamente espero, porque no dice nada. Solo me mira y en su mirada veo temor. Como cuando llega el momento de confesar tu peor pecado y tienes miedo al rechazo absoluto de tus seres más queridos. ¿Qué podía haber hecho ella que fuera tan malo? Nada, seguro. Voy a decir algo, pero justo en ese momento aparece otra camarera cargada con todo lo que he pedido.

  • – ¿Esperas a alguien hijo? -me dice mientras acomoda los platos en la mesa.
  • – ¿Qué quiere decir? -pregunto, confuso.
  • – No te ofendas cariño, me parece estupendo si te vas a comer todo esto. Los jóvenes tenéis que comer mucho. Así que, ¡al ataque!

Se da la vuelta y se va. Cuando la pierdo de vista, me doy la vuelta para mirar a mi acompañante. Pero no es sorpresa lo que veo en su mirada, sino admisión. Resignación. Ya no veo miedo sino alivio. Sé que tengo que entender algo de esta situación, pero aún no lo puedo relacionar. Solo es un instante, un instante de feliz confusión seguido por un enorme desasosiego.

Creo que lo entiendo, y ella lo ve en mi cara porque se acomoda y alarga la mano para tocar la mía. En cuanto las tenemos una sobre la otra me doy cuenta de que no puedo sentirla. Y se extiende un vacío en mi interior. Una herida recién cerrada vuelve a abrirse, con más saña y más dolor. No puedo hablar, no puedo moverme. Solo puedo mirar al frente sin creerme que lo que veo no es real, o si lo es, al menos no será duradero.

  • – Ya lo has comprendido.

No sé si lo he comprendido, o si lo podré comprender algún día. Pero asiento.

  • – Estas muerta.

Y no lo preguntó, simplemente lo afirmo.

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