El viaje de Victoriano

El viaje de Victoriano

Susana Panea

22/06/2017

Aquel día, Victoriano esperaba el mismo autobús de todas las mañanas, fueran estas heladas o pegajosas, llenas o vacías. Algunos dicen que llevaba consigo la misma bolsa de viaje anticuada y fea que acarreaba siempre. En ella solía llevar el almuerzo que desde hacía un año se preparaba él mismo y hasta entonces había preparado siempre su señora esposa (que en paz descanse), unos zapatos de trabajo con puntera de acero, un uniforme lavado y planchado, un neceser para arreglarse un poco antes de volver a ver la luz del sol, y el móvil, un Smartphone que le había regalado su hija Antonia cansada de no localizarle nunca.

Cuando el autobús llegó por fin, la cola era tan densa que la gente no tenía ni ganas de alegrarse. El mal humor se había estado cociendo a fuego lento y algunos, al recordar aquel día, dicen que temieron lo peor. La verdad es que hacía un tiempo de perros y la parada no contaba ni con un triste tejado de PVC. El estado de las infraestructuras en el pueblo era, en general, penoso. Las malas lenguas lo atribuían a la mala gestión del alcalde anterior, y las buenas, también, para qué engañarnos: en los pueblos todo se sabe. Ahora el señor Francisco, como se le conocía, ya se había jubilado, pero no parecía que su yerno supiera hacerlo mucho mejor. En fin, el caso es que la gente estaba harta de esperar el autobús. Y este, cuando llegó, iba lleno.

Hasta que no entraron en la autopista, lo que equivaldría a algo así como cinco paradas largas, no se hizo el silencio. Fue como si el aire que compartían se convirtiera en piedra. Victoriano empezó entonces a darle vueltas a algo en su cabeza. No solía encabezonarse con nada, en este aspecto era un hombre bastante sencillo: se olvidaba rápido de las rencillas así como de las esperanzas perdidas. Pero hoy se sentía diferente. No sabemos si fue por el calor o por el silencio ensimismado, pero el caso es que Victoriano, sin dudarlo, abrió el bolsillo lateral de su bolsa de viaje y tiró su móvil por la ventana más cercana, donde un niño tenía pegada su nariz. El niño lo miró atónito pero no dijo nada. Nadie más vio la hazaña. Hay quien dice que, años después, Victoriano admitiría el placer que aquello le proporcionó.

A unos cinco kilómetros más tarde fueron los zapatos con puntera de acero los que quedaron huérfanos. A ellos les siguieron los pantalones de franela y la camisa del uniforme, que quedaron tendidos en el descampado junto a la estación donde nuestro hombre debía coger el tren que le llevaba a su puesto de trabajo. Cerca de la estación dejó caer su neceser y, cuando ya solo le quedaba la bolsa de viaje con un par de minucias dentro, quizás un bolígrafo seco y un ticket de la droguería, decidió que no tomaría ese tren. Fue más lejos aún: al final de la línea de autobús.

La bolsa de viaje fue encontrada días más tarde hueca y arrugada a los pies de un manzano. Lástima que no nos pueda contar adónde llevó el autobús a Victoriano. Nunca nadie se ha atrevido a llegar al final de la línea. Para muchos es un héroe, para otros un chalado. Lo cierto es que la gran mayoría le admira y le envidia. Desde entonces esa es la línea de Victoriano, la que conduce a los sueños dormidos.

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