Relato de fuego lento.

Relato de fuego lento.

Altazor

20/06/2017

En el ya extinto local <Entrelatas> de Alameda se encontraba Javier, cabizbajo, esperando un final que siempre supo que llegaría. Desde que cogió el sádico cuchillo carnicero que supo su final. Cuando tomó el mango helado y liso, desde aquél momento lo supo.

Y habían muchas gentes, pero Javier se encontraba aislado, impermeable a los garzones y a las miradas intermitentes de todos, se encontraba solo, incluso su soledad era tal que él, por dentro, ya se había marchado, sólo quedaba su cuerpo y la esencia de algún ser que alguna vez, incluso hasta hace muy poco, existía.

Y las miradas se agudizaron, ya no eran intermitentes ni casuales las punzantes miradas, Javier había prendido un cigarrillo en medio de un ambiente secuestrado por el alcohol pero no por el tabaco y alquitrán. Fue un acto automático, fue un acto delator, es que Javier quería entregarse a pesar de que ya no era él, quizá lo impulsó alguna fuerza justiciera o era el impulso de los seres hacia el final, cuando están cansados de huir, cuando están cansados de vivir en miedo, cuando están cansados de vivir y prefieren reposar en el perpetuo fin. De pronto y como si estuviese planeado por algún ser omnipresente, llegó un garzón con la cara llena de nervios y tensiones. El garzón lo cogió del brazo, un brazo inerte, que se movía solamente para colocar con la mano, el cigarrillo en los labios.

-Oye, aquí no se puede fumar, compadre – Dijo con voz amenazante y notoriamente fastidiada, y luego de unos segundos sin encontrar respuesta, prosiguió – Oye, flaco, te hablé ya po, si no llamo a carabineros.

«¡Hazlo!» quiso decir Javier, quiso gritarle en su cara como si apareciera nuevamente él, el salvaje, el del cuchillo carnicero, pero no lo hizo, sólo lo miró a los ojos con tristeza y vacío, y sin más, volvió a colocarse el cigarrillo en la boca y fumó en la cara del garzón.

-¡¿Qué te creís?! – no había ni si quiera procesado lo dicho por el garzón cuando éste arremetió con un fuerte golpe, seco, que tumbó a lo que era Javier al piso.

Alejandra, su rostro se anteponía a los destellos y figuras coloridas que se mostraban en la vista de Javier después del golpe. Las gentes cercanas a su mesa se pararon inmediatamente y entre los murmullos inquietantes de todo el local, se escuchó una sirena de Carabineros fuera del local. Mientras tanto los garzones rodeaban a su par agresor para contenerlo y, quizá, protegerlo de algún colérico y enérgico cliente que quisiera defender a Javier. Sin embargo nadie lo hizo, Javier se quedó tumbado, con la cara al suelo, gozando el frío y sucio piso del local, extrañamente encontrando en él el abrigo que jamás iba a poder sentir, él sabía su final.

Alejandra, no se iba de los imaginarios de Javier. Alejandra que tan dulce, que tan fulgurosa, Alejandra que tanto odio hizo sentir a Javier había muerto ya, había dejado de existir, Alejandra había realizado su última acción humana. De pronto entraron al local tres carabineros con sus chaquetas abultadas, llenos de radios y cables, con sus lumas y pistolas justicieras, muchas veces asesinas, muchas veces abusadoras. Venían a por Javier, que de hace dos horas que estaba prófugo.

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