El bastón es artilugio egregio. Símbolo de vejez ilustre y altiva. De noblezas del alma y/o miserias del cuerpo, sin rango de clases. Es, en estos lares soleados, como el paraguas de los casi siempre nublados territorios de la city londinense. Pone pie en la tierra, como el parasol, abierto en flor, mira al cielo. Responde a su excelencia, incluso, con esa denominación de cacha que se estila por los parajes rurales. Y no pierde ni un ápice de su orgullo, tampoco, en las manos del pastor, amo y señor de horizontes en derredor.

Admite la denominación de cayado si nos imaginamos una ira bíblica o bélica; se viste de gala y alto protocolo eclesial cuando quiere llamarse báculo; se atavía de agresiva garrota al expresar los cainismos atávicos de la España negra, retratados magistral y sucintamente por el genio y la inspiración de un tal Francisco de Goya; acude al calificativo de mando en las manos limpias o sucias, según bondades y maldades, de alcaldes o mariscales.

Y es, simplemente, bastón, pero con su máxima dignidad, cuando lo veo en las manos arrugadas y manchadas de mis ancianos padres. Lo miro y juzgo como el mágico objeto que les mantiene en pie, que esconde sus curvaturas dorsales, como la alegoría en la que apoyan el peso y el fatigoso caminar de una existencia que se bate en retirada. Objeto de sencillez proverbial, muestra, a quien lo quiere ver, los muchísimos y variopintos esbozos de la vida.

ÁNGEL ALONSO

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