Comieron con la pasión del peregrino que agoniza en el desierto y descubre, a punto de morir, un puñado de frutas dejadas allí por la mano de Dios; comieron con el desespero del que padece un hambre tan antigua que forma parte de su memoria genética. Y mientras saciaban aquel apetito secular experimentaron una rara comunión, como si el ritual de comer –tan escaso que su celebración cobraba visos de magia –anunciara vínculos que trascenderían el presente. Eso los hizo sentir reconfortados, en el bíblico sentido del término: habían celebrado la sacra misa del cubano.

Daína Chaviano, El hombre, la hembra y el hambre.

El olor del arroz con pollo llena la estancia, lo huele como solo se hace con una delicia largamente pospuesta y extrañada, los granos amarillos y brillantes lo miran con una invitación alegre, rebosantes de condimentos y carnes blancas de generosas pechugas, los plátanos fritos maduros, se cubren de un manto de azúcar morena y dorada, el mojo de ajo, frito en suculenta manteca de puerco, cubre las humeantes yucas salpicadas de chicharrones, avanzan las fuentes multicolores, como en una exhibición de sabores, las procesiones de frutas de texturas tersas o aterciopeladas, rezumando mieles del trópico, la larga mesa con la vajilla de domingo, el mantel bordado, el vapor y los olores exquisitos, el cierre con postres que nadan en almíbares, la comunión de las risas, la satisfacción, la compañía, el banquete de los sentidos, las bocas llenas, una gota de disfrute en el océano de la vida.

Abre los ojos y mira el gastado techo del cuarto, se mueve un poco y la cama cruje como un esqueleto frágil, pestañea varias veces, siente la boca llena de saliva y al tragar toma también un poco del aire de su propio aliento, un poco ácido, un poco amargo, su estómago y sus intestinos se quejan de comida tan ligera, la gran nuez de Adán sube y baja en la agonía de no atrapar nada, cierra los ojos de nuevo para al menos amarrarse al exquisito sueño pero no lo consigue, clava la mirada en su abdomen, luce hundido, una depresión donde el ombligo se pierde, ese agujero cerrado que extraña la tubería de alimentación que alguna vez lo surtió, extraña esa comunión con su madre, que le garantizaba alimentarse sin esfuerzo, de gratis, en un flujo continuo de buena nutrición, extraña esas primeras comidas profundas, sin tener que luchar por una esquiva vianda escondida en un laberinto. Mira el techo sucio, desconchado, que parece burlarse de sus retortijones de estómago y vuelve a salivar, ante el recuerdo del sueño del arroz con pollo de hace tantos y tantos domingos, domingos muertos como el delantal floreado de la abuela, como la misma abuela, como si se hubieran puesto todos de acuerdo para morirse de pronto.

Se sienta en la cama que vuelve a crujir como un saco de huesos delirantes, el viejo espejo lo mira con la pena reflejada en el manchado vidrio, su cuerpo de atleta desnutrido exporta un gran esqueleto falto de carne, como un perchero robusto cubierto con ropa muy ligera, la pesada bicicleta china lo mira desde el rincón del cuarto, apoyada en la pared, esperando para hacerle pagar la osadía de pedalearla en las subidas. El sueño lo deja con un hambre atroz y con la tristeza de recordar a la abuela, que se fue apagando en la misma medida que se fue acabando la comida, como si tuviera una comunión con las carnes idas, los arroces desaparecidos, las especias secuestradas, las viandas escondidas y la cocina fallecida, desde chico pensó que la abuela vivía en la cocina, no se la imaginaba en otra parte de la casa, era como si fuera un mueble cocineroy animado, pero siempre con la tenue dulzura de las caricias, olorosas a sublimes esencias.

Siente el cuello pegajoso por el sudor, el húmedo calor lo abruma, tanto como el hambre, recuerda que no come nada desde las siete de la tarde de ayer, hace doce horas ya de eso, abre el viejo refrigerador Coldspot, sobreviviente de aquellas épocas de comidas profundas, de hace décadas,de las batallas del pasado y mira en su interior esperando un milagro, tal vez como Jesús, logró multiplicar los panes y los peces durante la madrugada, pero solo lo saludan con un tintineo los pomos de agua turbia que cubren todos los espacios posibles, intentando hacer de una estafa, un golpe de efecto, como cada día, se queda impotente y desarmado delante del refrigerador, siente que se ríe de sus torpes intentos por encontrar algo comestible y que sus genuflexiones para intentar mirar en sus recovecos más íntimos, son inmerecidas hacia un aparato que no le demuestra ninguna consideración –ahora recuerda el chiste, ¿en qué se parece un refrigerador cubano a un coco?,en que ambos solo contienen agua –ni siquiera puede reírse, no tiene ganas ni energía, entonces se congratula por la venganza de que en un rato más, el viejo refrigerador recibirá su castigo cuando corten la corriente eléctrica y se muera por unas horas, sangrando gota a gota su deshielo, siente un nuevo retortijón y llena un gran vaso de vidrio, el agua turbia sabe a tierra –tal vez me quite el hambre –se dice –y lo apura de un desmesurado trago,hasta el fondo.

Se mete en la ducha, la misma agua turbia, de olor terroso y color carmelita claro, cae sobre su enjuto cuerpo de ciclista desnutrido, tiene suerte de ser joven y que la neuropatía no lo visite todavía, cierra los ojos y deja que el agua le pegue en la cara y ruede por su cuello sudoroso, donde la gran nuez de Adán sube y baja como un promontorio, en las convulsiones de la imaginación de tragar comidas prohibidas, no puede evitar pensar en su obsesión de las comidas profundas, en los almuerzos de los domingos en familia, aquellos que odiaba por aburridos y que solo disfrutaba por su abuela, por la gracia de sus cansados movimientos en la cocina y claro, por el arroz con pollo, ahora se muere por comerse un plato, pero ya no está la abuela, menos el arroz y mucho menos el pollo, es como si una maldición hubiera caído sobre las cocinas cubanas, privándolas de las abuelas y de las comidas, una maldición coreada con consignas y banderas rojas importadas, una brujería tan potente que las viandas, las carnes y los postres huyeronde la isla, en un período que alguna vez denominaron especial, tal vez por eso mismo del abandono, cuando la comida se mudó para siempre a noventa millas.

Se frota el pelo con una diminuta astillita de jabón, mientras se cepilla los dientes con un mutilado y viejo cepillo de cerdas alocadas como un mar de tallos de yerba, cubiertos con la amarga espuma del jabón, que le quema las encías –el jabón, el champúy la pasta de dientes también se mudaron de la isla –se frota con violencia el magro cuerpo con un estropajo hasta dejarlo áspero y rojo –pobre pero limpio decía la abuela –después se viste con unos shortshechos de un viejo pantalón de mezclilla, el pullover de segunda mano –donación de los colegas españoles –y se calza los tenis, también heredados de un buen samaritano en otra parte del mundo, donde sí hay comidas profundas, se bebe un buchito de café mezclado –conlos omnipresentes chícharos, sustitutos de las comidas profundas –recién hecho por su tía, rechazando la exquisitez de un duro mendrugo de pan repleto de harina de boniato –déjaselo a Chichi –le dice a la tía –apelando a la conciencia de los desesperados –y toma su pesada bicicleta para pedalear los agónicos veinte kilómetros de cada sábado, en busca de la leche que alimentará a los niños y viejos de la familia durante la semana, suspira, le hubiera encantado un buen tazón de café con leche, unas tostadas con mantequilla y quizás un par de huevos fritos –si sigue así, soñando puras estupideces, se volverá loco –se dice –se sube al artefacto chino y comienza la carrera que pone a prueba sus ligeros músculos,de tendones duros como cuerdas, mientras prepara su mente para la larga subida de ese tramo demasiado largo de la carretera de Palmira.

Hace todo el trayecto de ida de una tirada, como un campeón de ruta, demasiado flaco y desconsoladamente ridículo, a una velocidad que desgasta sus músculos y su corazón, el cual late como caballo desbocado durante el ascenso, golpeando frenéticamente su garganta, como un martillo neumático,el regreso parece una carrera de auto relevos, se pasa la posta a sí mismo en cada parada del viaje, cargado con todo el peso extra de cuarenta litros de leche, más un par de jabas llenas de frijoles y de viandas, el corazón ahora late con la prisa del gozo, aunque el estómago ruja por el hambre y los músculos sufran por el esfuerzo, una sonrisa de satisfacción eleva sus pómulos que danzan en el rostro enjuto, bebe de un tirón un litro de agua turbia, el cual crea una sonajera en su barriga, chocando con las paredes de su estómago a cada movimiento y engañando un poco sus tripas repletas de nada, enfila por la entrada de la ciudad soñando inevitablemente con plátanos fritos, una paella, un congrí, unas masas de puerco y se le inunda la boca…una cervecita fría…por Dios…

La rutina del sábado, termina en un mar de sudor en el patio de la casa, la leche no se cortó a pesar del infierno desatado por el sol, afortunadamente el fantasma de la neuropatía periféricapor avitaminosis no le ataca las piernas todavía y puede pedalear como un campeón los más de cuarenta kilómetros en la pesada bicicleta, que se convierte en plomo cada vez que se acerca un poco más de regreso a casa. Al llegar está exhausto, se sienta en un taburete y bebe otro litro más de agua fría, combatiendo la deshidratación y engañando el hambre, algo exquisito huele en la cocina, la tía adquiere la enorme dimensión de la abuela, moviéndose como reina en ese predio, sus ojos hundidos y obsesos se asoman a la ventana, tratando de pillar una gráfica infidencia de comida profunda, las aletas de la nariz se dilatan, una inspiración de deportista de alto rendimiento intenta captar los olores suculentos a especias,desaparecidas también en la mudanza, percibe el olor a cebolla, a ajo, a comino, todo un poco caramelizado tal vez, algo reverbera en una sartén y trémulo, siente que ha llegado la hora de una comida de veras, profunda, monumental, atrevida, su tía lo ve pegado a la ventana, vigilante, espía, con la ansiedad del hambre bailando en el rostro, la boca hecha agua, inundada de saliva, el montículo de la nuez en el flaco cuello, subiendo y bajando al ritmo de las oleadas de olores de ensueño.

La tía le sonríe y ese sencillo gesto le dice muchas cosas, le promete esa comida profunda, vasta quizás, se siente desfallecer de contento, penetra entonces en la cocina inmensa de la abuela, llena de recuerdos de otra época, la mesa ya está dispuesta en el comedor, los olores arrastran a todos hacia el templo de la adoración de los alimentos, una ilusión flota en el aire, los rostros alegres muestran esperanza, los espera un banquete de los sentidos, las fuentes avanzan en un sueño, repletas de manjares del pasado, manjares prohibidos en un presente extraño, arroces brillantes por la grasa, carnes olorosas y rostizadas, viandas de texturas milagrosas, dulzores, un arcoíris de frutas de temporada, panes crujientes, cremas espesas, aromáticos cafés, vida, sueños, familia.

Pestañea y despierta nuevamente, los pesados párpados se apartan como un grueso telón cansado, su vida transcurre en saltos de sueños y dolorosas realidades, tal vez hasta padece una epilepsia no diagnosticada, está pegado a las persianas de la cocina como una lapa hambrienta, amarrado al olor que emana del fogón y que arde como un infierno, bajo la negrura de calderos ancestrales, que extrañan alimentos poderosos y que ahora cuecen tristes sucedáneos, no se atreve a cruzar el umbral de la cocina, antes de niño, siempre hurtaba algún que otro plátano tachino o un puñado de chicharritas de la fritanga de los domingos y la abuela fingía perseguirlo con la espumadera, ahora ya no se acerca al antiguo templo, teme arrasar con lo que sea comestible y privar de alimento a la familia –con énfasis en los viejos y los niños –aunque solo sean comidas simples, de esas superficiales que solo entretienen a un estómago lloroso y engañado.

La tía levanta su cabeza blanca –se parece tanto a la abuela –y lo mira con sus ojos de metal líquido, que parece que se escurren lánguidamente entre los portones de sus párpados cansados, rodando en la tristeza de la pérdida, intenta una mueca por sonrisa y lo alienta a traspasar el templo de los manjares olvidados, requiere ayuda –le dice –para poner la mesa y trasladar los alimentos, se asoma y ya la mesa está poblada de chiquillos ansiosos y adultos hambrientos que no dicen nada, sus tripas se retuercen por la urgencia del olor a cebollino y en un tácito engaño se ve masticando un jugoso filete, amenizado con una cascada de papas fritas,en otra vida. Carga las ligeras fuentes, engañosas como el especial período, comienza el frugal banquete de porciones medidas –la única comida profunda de ese día de domingo –cierra los ojos y se dispone a perder la conciencia en un nuevo sueño de ricuras, mastica con cuidado el mate arroz blanco, pegajoso por la falta de grasa, remedando el brillante arroz con pollo azafranado, saborea el escuálido y tierno platanito verde hervido, sustituto del fufú de plátanos maduros con chicharrones o de las yucas con mojo, se deleita con un pequeño huevo, frito en generosa agua, cubierto con una salsa de averigua, receta de la tía –quien demuestra ser una verdadera heroína y cocinera de campaña –compuesta por agua, azúcar quemada, un toque de vinagre casero y restos de hojas de cebolla –mastica con parsimonia, evitando el apremiante deseo y la necesidad de tragar aprisa a cucharadas llenas, intentado extender en lo posible el pobre entrenamiento de sus músculos masticatorios, engulle hasta el último y diminuto grano de arroz que pegado al plato se niega a ser comido, lo toma con la yema de su dedo índice y lo deposita en su lengua, como si no pudiera dejar vivo a ningún testigo de comida tan profunda, después bebe con fruición un gran vaso de agua fría y turbia, soñando con una helada cerveza, extrañando incluso el recuerdo de la pobre ración del Polinesio, pasa su lengua por sus labios para rescatar la menor pizca de sabor y abre los ojos, mira agradecido a su tía –es la comida más rica que he comido en mucho tiempo –le dice –y entonces pequeñas lágrimas se agolpan en sus ojos, entorpeciéndose unas a otras antes de caer en salobreshileras continuas, el espíritu de la abuela vuela por sobre ellos, acaban de tener el privilegio de degustar una comida tan profunda como la sobrevivencia, mañana será otro día y la pesada bicicleta china, fundida a su cuerpo como un exoesqueleto, requerirá de sus músculos magros y sus tendones tensos como cuerdas, las banderas y las consignas seguirán su curso, él aplaudirá asqueado de sí mismo, soñando despierto con un escape, con un viaje y entonces pedaleará hasta su próxima comida.

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