ALIVIO DEL DOLOR

ALIVIO DEL DOLOR

Brian López

01/05/2020

Sus lágrimas lo evidenciaban, sus
pensamientos recurrentes impregnados de tristeza eran cada vez más
frecuentes, intensos y no desaparecían tan rápido como ocurría al
principio; entonces comprendió que el límite de lo aceptable había
llegado. Aquella situación de frustrante insatisfacción no podía
continuar dándose como si hubiese sido el sueño de su vida por el
simple hecho de no salir de su zona de confort.

No tenía mucho, sólo tres piezas de
ropa y un par de zapatos, lo cual ayudó a que el impulso de poner a
salvo su corazón de una relación que podría compararse con una
barca en la que navegan dos personas pero sólo rema una, fuese lo
suficientemente fuerte como para levantarse de la cama y guardar sus
escasas pertenencias en la bolsa de plástico blanca que había
conseguido en su última visita al supermercado.

La gata gris callejera a la que solía
alimentar a través de la ventana no le quitaba la vista de encima.
Sus ojos enormes de un color verde pardo seguían incesantemente sus
movimientos de un lado al otro. Era notable su nerviosismo. Con todo
ya listo para irse y no volver, no paraba de caminar en todas las
direcciones dentro de aquel minúsculo apartamento cada vez que se
acercaba a la puerta y el temor de un futuro inmediato incierto hacía
que se replegase. No sabía a dónde iba a ir, dónde iba a conseguir
dinero, ni si conseguiría comida. Se había dado cuenta que lo que
parecía una liberación era otra prisión. Era como si hiciese lo
que hiciese y estuviese donde estuviese, una condena que desconocía
le privaba siempre de ser libre. No aspiraba a comerse el mundo, pero
al menos quería ser lo que los demás eran, a tener lo que los demás
parecían tener: una vida, nada más.

Entonces esa angustia que no le
permitía ver luz por ningún lado, que lejos que darle aire se lo
robaba, hizo que mirase donde mirase sólo viese muros a su
alrededor, unos muros tan altos que ni siquiera podría escalar en un
millón de años.

De repente un repaso mental de su vida
le abordó la mente de manera sorpresiva, haciéndole descubrir que
nunca había sido feliz, que el drama formaba parte de su día a día
de un modo inherente como el brillo en el sol. Entonces, pudo ver con
claridad que el cambio debía ir más allá de una simple huída
hacia algún lugar impreciso.

Desde fuera de la ventana, como si la
gata que aún seguía observando sus movimientos hubiese escuchado
sus pensamientos, maulló y llamó su atención. Consiguió distraer
por unos segundos a esa persona atormentada, quien tras buscar y
darle de comer una lata de atún con la que alimentar a Bola –nombre
que le había puesto a aquella gata callejera–, pudo sentir como si
la solución estuviese en el aire que corría fuera del apartamento.

Encontró una misteriosa paz en la
brisa que rozó su cara, de modo que decidió pasar al exterior y
quedarse un poco en la escalera de emergencia por la que Bola se
movía ágil por la fachada del edificio. Cuando parecía que había
hallado un estado de calma que nunca antes había sentido –al menos
que ella recordase–, se giró hacia la gata, inspiró
profundamente, cerró los ojos, y dejó caer su cuerpo al vacío para
encontrar la paz en los brazos de la muerte.

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