La tribulación de Don Mauro

La tribulación de Don Mauro

Maquiavel Czoc

12/06/2017

Mauricio González de Yébenes firmaba los talones con alargadas letras flamígeras de entre las que despuntaba, como la aguja de una catedral, ese «de» que tanto le había costado acomodar entre el González paterno y el pueblo de su pobre madre. A Don Mauro, como todos le llamaban por el soleado barrio, no se le conocía oficio a pesar de estar en edad de doblar el espinazo o de regalar su indudable talento en pos de la visibilidad. Prefería darle rienda suelta a su verbo en las terrazas de la avenida, compartiendo mesa de aluminio junto con alguna viuda más o menos adinerada a quien su médico le había encomendado salir a caminar. Mientras burbujeaba su agua tónica él iba comiendo almendras tostadas y retransmitiendo para doña Carmen, o Aurelia o Maria de las Mercedes, lo que no alcanzaban a ver más allá del velo de sus cataratas. Don Mauro vestía siempre ropa de esport y alpargatas color verde pistacho. Aunque joven, sabía muchas cosas, como la manera de colocar el pañuelo en el bolsillo de la americana, sin alardes, dejando emerger un elegante pico. También sabía diferenciar por sus colas y por su vuelo las golondrinas de los vencejos. Sabía de heráldica, de dinastías y de coloridos escándalos. Y también sabía disimular las caricias casuales bajo la mesa, encuentros de manos, yemas sobre pliegues, en los que podía leer, como si fuera braille, la sentencia de su pensión no contributiva. Entre intercambios de cortesías e invitaciones para merendar le llevaba casi toda la mañana recorrer kilómetro y medio de paseo. Cuando finalmente alcanzaba la estatua del ilustre pintor se daba la vuelta y emprendía el regreso a casa, devorando con agilidad aquellas baldosas cuadriculadas, con sus rosas y grises que le recordaban al chocolate suizo que probara una vez en Gstaad. Ya caída la noche, bajo las carcomidas vigas de su buhardilla solía llamar a su madre para que ella le pusiera al corriente de sus dolores y nuevas palpitaciones. Desde el interior de una camiseta blanca sin mangas y calzando zapatillas bordadas asentía indignado por lo mal que estaba la sanidad.

Los lunes por la mañana era el primero en salir del banco tras haber rubricado su sustento semanal. Con suerte conseguía estirarlo hasta la partida de bridge de los jueves, en el casino militar. Los fines de semana los solía dedicar a la reflexión y al ayuno, no tanto por convicción como por carestía de lo más básico. Pero cuando era temporada de carreras se refrenaba en su derroche de bienes y talentos, pues nada le gustaba más que ir a presenciar los galopes enfurecidos, el desfile de pamelas, los apretones de manos diestras y los botones de los blazers guiñándole al sol. Uno de esos domingos en que se dejaba ver por el hipódromo, hacia el final de la jornada, se le acercó una desconocida. Él rasgaba con una sonrisa desprendida el inútil resguardo de su apuesta. Ella cruzó con pasitos de paloma el trecho de césped que separaba el graderío de las cuadras. “Casémonos, Mauro.” Fue lo primero que le dijo después de plantarle dos besos con aroma a vermú a ras de cada mejilla. No le extrañó tanto que aquella señora, pequeña, nervuda, con los labios pintados sin atisbos de temblor, le propusiera en matrimonio como la familiaridad con la que había sido abordado. Si la fama le precedía, la propuesta era en vano.

Don Mauro le explicó con felino aplomo que con gusto la desposaría, si no fuera porque llevaba tiempo preparando su entrada en el seminario. Ella se alisó una arruga del vestido, sonriendo sin mirarle a los ojos. Le dio la razón, le dijo que en su opinión algún día vería la luz y se caería del caballo. Pero que ella no recordaba haberle formulado una pregunta. Le dio una fecha, justo en siete días. Le habló de un convite selecto y de un lugar a la altura de la ocasión. «Ya está todo arreglado». Por un momento Mauricio González palideció. «¿Y si no nos casamos?» Aquella mujer extraña, de mirada afilada, le tomó suavemente con ambas manos y le prometió que en ese caso le diría a todas las demás quién era él en realidad. El hipódromo olía a humedad y a tierra que sabe que va a ser sacudida por una tormenta de verano. «¿Y quién soy yo?», preguntó genuinamente intrigado. «Eso está por ver». Aquella desconocida se marchó tras entregarle una tarjeta de bodas amarillenta. Leyó su propio nombre junto a la palabra enlace. Entre el Yébenes y el González caracoleaba el preciado “de”. Además figuraba un número de teléfono de los de antes, sin prefijo, sobre el que se podía leer: «Desideria Manjón»

Aquello le torció el gesto durante toda la semana, cosa que su hipnotista interpretó como señal de que por fin la terapia estaba avanzando. El lunes su garabato de tinta no consiguió alzar el vuelo, y la firma se remansó como agua estancada. El martes, cosa rara, se le atragantó un anacardo. El miércoles descubrió con irritación que le impacientaba el roce de las páginas de su «historia abreviada de los monjes navegantes y San Brandán». El jueves soñó que sus dientes eran de cera, y se desprendían al calor del sol. El viernes, desesperado, llegó a pensar en invitarla a pasear por un parque cercano, conocido por su paso elevado sobre las vías. Quizás pudiera representar un giro desafortunado y precipitar uno de esos choques que tienen lugar tan a menudo entre aves y trenes, cerca de la estación del Norte. El sábado, vencido por el insomnio, alquiló un frac y se colgó al pecho su querida insignia de infanzón.

Las nupcias se celebraron en la capilla del Hospital Clínico, ante un par de voluntarios casi tan ancianos como la novia, una enfermera en cuya tarjeta identificativa Mauro creyó leer «Oncología» y una joven doctora que intentaba sin éxito silenciar el sonido de su busca. Desideria lloró de alegría toda la ceremonia, con el ramo bien agarrado y Don Mauro a su lado. Llegado el momento Mauricio la besó en la frente. Todos los lunes desde el día en que ella se marchó, Don Mauro se vestía de negro, compraba un ramo de peonías, y emprendía el camino hacia una menuda lápida que le esperaba junto a la ermita del santo.

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