El cielo resplandecía, el sol atravesaba mi ventana, yo, seguía dormido. Viernes a las 3 de la tarde y mis párpados se negaban a separarse por el tierno arrullo que regalan las almohadas después de una larga noche de borrachera. Descubro que mi celular sigue tocando la estridente música de fenomenoide (que llevo usando de tono de desde hace más de dos años). Logro incorporarme de nuevo al mundo real y camino a tientas en un cuarto lleno de ropa tirada y basura putrefacta; mientras me frotó los ojos con las palmas haciendo movimientos torpes, oscilantes y sin resultados, pues no logran adaptarse al sol de la tarde; choco un par de ocasiones y casi caigo de bruces en el piso, la cabeza no deja de darme vueltas intentando encontrar ese mugroso aparatejo que me arranco de los brazos de Morfeo. Por fin después de un par de minutos lo encuentro en el abrigo que tenia puesta la noche anterior y alcanzo a contestar poco antes de que se cortara el tono. Era mi amigo Chema, quien al parecer intento comunicarse conmigo toda la mañana por su colérico tono de voz. Apenas alcanzo a escucharlo y poco me importa lo que dice. Sus sollozos y quejas se paran hasta que se da cuenta del trágico estado en el que me encuentro, por lo que solo conviene en decirme -paso por ti en dos horas cabrón y espero que ya estés listo- hago memoria de la noche pasada intentando recordar para que debería de estar listo. Después de salir de ese lúgubre espacio al que llamo “mi cuarto”, enjuagarme la cara y tomarme lo que parece ser una cerveza caliente, me doy cuenta que debo prepararme, conseguir dinero y avisar en mi hogar que en menos de dos horas debo partir camino a la playa más cercana.

En ese momento comprendo que estoy metido en un tremendo lio, pues además de contar con menos de 200 pesos, ser yo el incitador a marcharnos ese día y sentirme “orgullosamente podrido”, sabía que en casa no estarían contentos con mi actitud de la noche pasada por lo cual no querrán darme más que un buen sermón. Así que vuelvo lo más rápido que puedo a mi cuarto, tiro más de la mitad de la bebida rancia en el escusado, me desnudo en pocos segundos, entro a la regadera, abro solo el grifo del agua fría y me meto de un salto esperando mitigar los rastros de los excesos de la noche anterior.

Después de varios minutos acicalándome intentando, lucir lo mejor posible, logro una apariencia aceptable para presentarme en medio de la comida familiar y azotarlos con mis peticiones (dinero, comida, chanclas, toallas e incluso un traje de baño). Al fin gracias a la presencia de algunos cuantos mirones chismosos, optan por cumplir mis exigencias para evitar estar en boca de los dulces extraños que merodean en mi casa, lo único que faltaba era esperar a que pasaran por mí.

Solo transcurren unos cuantos minutos para escuchar de nuevo ese ruidito molesto que me acompaña a todos lados desde hace casi medio lustro y oir de nuevo la voz de mi amigo (ya menos molesto) diciéndome que salga para irnos.

Entro al coche de la manera menos atlética del mundo, aviento mi escueta mochila en el maletero y me preparo para soportar las insoportables horas sentado en los pequeños asientos que ofrece su Gol 2013.

Me encuentro aplastado, siento vívidamente el poder de la gravedad jalándome contra el suelo e insulto mentalmente a la manzana que golpeo de lleno la cabeza de Isaac Newton. Lo escucho balbucear algo sobre tener que pasar por nuestro inseparable compañero de jarra. Atormentado por el hecho de tener que estar mas tiempo apiñado en el coche le ruego pasar por un gatorade y algunas coronitas heladas, después de algunos minutos escuchando mis suplicas accede parándose en el 7 eleven mas próximo, me bajo entusiasmado porque el viaje comienza a tomar forma y los estragos sufridos en el cuerpo han sido mitigados en buena medida.

Al llegar a casa de nuestro camarada Julio, quien cabe mencionar formo parte del trío que fraguó el plan de largarse de la ciudad; nos hace una trastada obligándonos a esperarlo afuera de su casa por varios minutos, tocando a su ventana, llamándole por teléfono y criticando su desfachatez de no contestar. La espera no fue del todo mala porque contábamos con bebidas dispuestas para devolvernos a la vida y puedo hablar con su hermano para pedirle unas gafas de sol, no sin antes presumirle del viaje que nos espera y burlarme de él por tener que quedarse en casa haciendo tareas.

Luego de un airado reclamo y ya con todo lo necesario partimos camino a Veracruz con el coche lleno de cervezas y botanas dispuestas para aguantar las largas horas que nos esperan apretujados en el auto.

Sólo nos toma 7 horas y más de 10 paradas en los oxxos, restaurantes y pequeños cubículos de olores repugnantes con escenas bizarra a los que algunos se atreven a llamar «baños» para llegar a nuestro destino.

Llegamos.

Entramos al centro de Tecolutla, que está lleno de transeúntes y enseguida nos vemos rodeados por cientos de nativos y puestos coloridos que nos abrazan desde afuera del coche, como cuando se reúnen decenas de hormigas al rededor de una presa enorme. Sabemos que todo va a mejorar al cruzar esa oleada de gente y vernos frente a la oscuridad de la playa. Por fin después de tantos pesares nos damos cuenta que valió la pena el viaje, que todo sacrificio tiene recompensa, así que nos damos a la tarea de buscar donde refugiarnos esa noche. Tras preguntar en más de una decena de hoteles recordamos que es semana santa, que mínimo ese día no encontraríamos hospedaje en las cercanías.

Con el animo decaído por la incertidumbre de la noche, discutimos nuestras opciones y optamos por no desanimarnos así que buscamos estacionamiento, aparcamos el coche y salimos para encontrarnos con una gran fiesta a orillas de la playa (no cabe duda que Dios cuida a los desamparados). Mientras guardábamos nuestras cosas, asegurando los objetos de valor para poder continuar con nuestra travesía y comenzar a fiestear, se nos acercan un par de señores cargando un machete. La sangre se me congeló al ver a esos hombres mal encarados llegando a nuestro encuentro. Trato de guardar la compostura y aparentar sobriedad pero el miedo aunado con el alcohol en mi cuerpo me producen una expresión aterradora, pues al verme dicen –tranquilo joven, solo venimos a cobrar el estacionamiento- señalo al dueño del coche intentando producir alguna palabra que los satisfaga pero mi cuerpo sigue inmóvil por el miedo que me produjo ver el arma que sostenían como un bastón de mediados de siglo XX.

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