Un día en la vida de mis abuelos maternos» Versión enmendada.

Un día en la vida de mis abuelos maternos» Versión enmendada.

Benjamin Millán

02/05/2020

Tu abuelo Cayetano siempre se hizo acompañar por uno o varios perros. Perros criollos, resistentes, inteligentes como para ser adiestrados en las labores de la ganadería.

Para entonces, él andaba con Celaje y Corbata que ya habían dejado de cuidar y amamantar sus primeros cinco cachorros.

Aquella madrugada, Cayetano, a oscuras, se tiró de la cama. Minutos después hice lo mismo y fui para la cocina a colar café. ÉL sacaba del establo el alazán; yo sabía que cabalgaría hasta la finca de Arcadio Remedios, al sur del pueblo, para montear y traer al matadero un torete recién comprado.

Lista ya su cabalgadura, le alcancé la jícara con café. Tomó. Con un gesto indicó que me apartara, y moviéndose ágil y preciso, cayó a horcajadas sobre la montura del alazán. Sin erguirse aún, terciaba y aflojaba las riendas y esquivaba las ramas más bajas del almendro para salir al camino sin decir palabra, acompañado de sus perros.

–¡Cuídese, Cayetano! — Le grité.

Horas después, al filo de las doce del día, tu abuelo entraba al patio. Me asomé. Ya había sacado del establo el caballo bayo, le tiró la sudadera todavía húmeda del lomo del alazán;  lo ensilló en un santiamén y salió al galope, esta vez sin los perros, sin decir palabra, dejándome preocupada.

Tuve que esperar a la mañana siguiente para escuchar de su boca lo sucedido el día anterior.

“Salí y mantuve el caballo al trote hasta llegar al lugar, adentrándome en lo profundo de la propiedad, donde suponía iba a encontrar al torete.

“Antes de iniciar la búsqueda, aseguré el cabo de la cuerda del lazo a la cabeza del fuste de la montura, dándole un ajustón. No tardé en localizar al torete. Allí estaba, al final de uno de los campos de caguaso*, ya invadidos por el matorral de marabú.

”Presioné los ijares del animal y aflojé las riendas en dirección al torete para que Celaje y Corbata iniciaran su trabajo; inmediatamente giré hacia fuera, mientras los perros sacaban el perseguido al terreno despoblado de la llanura donde los estaba esperando.

“Pronto, justo en mi dirección, apareció el torete, huyendo de la pareja que lo escoltaba por ambos flancos. Lo esperaba haciendo florear, en círculos sobre mi cabeza, la cuerda. Al liberarla oportunamente, apalancándome en los estribos y sujetando las riendas de manera firme para frenar al caballo, el lazo cayó sobre la cabeza del torete, enredado en sus tarros, todavía frágiles. Por esta causa el animal se vio obligado a parar en seco, y por la resistencia del alazán, que había clavado sus patas delanteras en el suelo pardo y polvoriento del camino, mientras sus patas traseras se abrían para contrarrestar la fuerza del torete en su embestida. Ya era mío.

“Los perros habían hecho lo suyo. Teníamos que desandar el camino que tracé, al que se sumaba la parada en el Paso del Brujo, abrevadero natural de los animales.

“Cuando los perros sintieron el momento de la partida, se aprestaron: Corbata fue la primera en salir, siempre lo hacía; Celaje, por su parte, me dejó arrear el torete por delante para situarse en la retaguardia.

“El recorrido iba a buen ritmo. Corbata mantenía la delantera pero solo a unos pocos metros. Al llegar al Paso del Brujo, cruzó a la otra orilla sin detenerse. El torete tampoco se detuvo y me vi obligado a soltar las riendas del alazán para sobrepasar rápidamente las aguas del charco. Y casi pisándole los cascos al caballo, a punto de alcanzar la orilla, Celaje fue atacado brutalmente por un caimán.

“El ruido del paso de la perra y el de las bestias, sacaron del letargo a la hambrienta fiera. Sus fauces se abrieron y cerraron rompiendo violentamente la cabeza de Celaje. No hubo ladridos, ni se escucharon sonidos quejumbrosos, pero sí el chapaleteo de la agresión y los estertores del perro. El agua se teñía de rojo mientras Celaje era arrastrado al fondo del charco.

“Detuve la marcha. Corbata, rabiosa, ladraba. Caminé junto a ella por la orilla del río hasta encontrar y marcar el primer recodo oscuro y revuelto como posible guarida del caimán.

“Había que seguir andando. Corbata no me siguió; sabía que regresaría.

“Llegué al matadero, dejé el torete en el establo más seguro. Sabes el resto”.

–Sí, que regresaste a la casa y cambiaste de montura, y te fuiste sin decir palabra.

—Palabras antes de tiempo solo sirven para alarmar, Francisca.

Aquella misma tarde, tu abuelo, acompañado por Corbata, apareció en el centro del pueblo, arrastrando desde su montura al caimán: el mismo que hacía meses horrorizaba a campesinos y pescadores de la zona.

Durante el arrastre del caimán, los muchachos se iban sumando al remolque con la algarabía que provocaba la novedad; también los mayores fueron a presenciar el espectáculo y a discutir el tamaño y el peso del reptil. Así ha llegado a nuestros días la versión de que “el caimán, acuchillado por Cayetano en el lecho del rio, fue sacado por una yunta de bueyes”.

Lo cierto es que, aquella tarde, tu abuelo empleó tres cubetas de agua para quitarse la suciedad del cuerpo, el limo del río y la peste del caimán. Apenas probó bocado, se echó en la cama como cuando algo le apremiaba, listo para salir.

Fue una noche oscura, de truenos, relámpagos, de viento fuerte que partió muchas ramas del almendro. Los cinco cachorros se movían nerviosos alrededor de Corbata, al pie de la ventana de nuestro cuarto. Desde allí la perra no dejó de aullarle a la Luna, mientras, Cayetano, en su larga vigilia, interpretaba el lamento de la perra desde la soledad de su oficio de hombre, hecho a golpes, sin presunción. Y no se culpaba por la pérdida. Sabía que a él mismo las dentelladas de la vida lo hacían pedazos; pedazos que iba recomponiendo a diario y que dejaban las marcas cicatrizantes en su estatura, como huellas en el camino, sin otra opción que levantarse y seguir adelante: única manera de vencer.

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