Día del Libro Confinado

Día del Libro Confinado

Carmen F. Peña

23/04/2020

Hoy es primer día del libro de nuestras vidas en que no podemos salir a comprar un libro como manda la tradición, tradición que se globaliza y se mezcla y ahora todos regalamos un libro y una rosa y sabemos que San Jordi mató un dragón. El día del libro me recuerda siempre que es el santo de mi hermano Jorge y en mi familia los santos aún se felicitan aunque no se celebren.

La primera vez que vi rosas y libros inundando una rambla fue en Tarragona, en aquella época trabajaba en distintas ciudades y allí me tocó el mes de Abril. Nos hospedábamos en el Hotel Lauria y trabajábamos en el Puerto, así que La Rambla era un precioso paseo obligado y aquel día me escapé a recorrerlo a la hora de comer. Me compré La Inevitable Levedad del Ser, que ya no tengo pero me dejó algunos recuerdos convertidos en sentimientos básicos. Todavía no me interesaba demasiado la Novela, mi infancia se limitaba, además de los cuentos, al ensayo y la poesía y sólo me asomé alguna vez a las hojas de papel fino de algunas obras completas.

Los libros no fueron tesoros para mí hasta casi alcanzar la treintena, tesoros que al llegar a los cincuenta empecé a regalar a vecinos, asociaciones o bibliotecas para quedarme con los justos, esos de los que no me puedo aún desprender. Entre ellos uno de los dos que nos entregó el tío de mi madre, Jorge Guillén. Le visitamos en Málaga cuando regresó a España, Cántico, lo tengo delante, el que dedicó a mis abuelos Antonio Guillén y Mercedes Anaya, pues el que dedicó a mis padres lo tienen ellos todavía felizmente. Creo que tenía doce o trece años y conocer a un señor que había escrito tantos poemas en letra tan pequeña y en un libro tan gordo me impresionó muchísimo.

Cuando llega el día del libro me doy cuenta de que es primavera y me traslado a mi primera juventud, rebuscando en la Feria del Libro Usado y de Ocasión en el Paseo de Recoletos, puedo oler el papel, oír y oler el agua que riega los parterres y sentir fresco en una yo delgada y poco abrigada para el mes de Abril. Siempre podía comprarme algo por poco dinero y el primer libro que me compré fue Nada, aunque había leído la novela, pues mi padre tenía uno de esos libros encuadernados en piel con la firma de Carmen Laforet en la portada grabada en dorado, junto a los que tenía la firma de Sakespeare y Galdós. Copié la C de la firma de la portada que aún recuerdo en el salón de aquella casa cuando firmo, pero desde los catorce años tuve el mío propio, el primer Premio Nadal que leí cada primavera durante años y que aún releo a veces.

La primera vez que fui a la Feria del Libro en El Retiro siendo adulta me llevaron en silla de ruedas. Me acababan de operar y debía hacer reposo, así que me fueron a buscar y me desembarcaron allí y me condujeron por el Parque de mi infancia y me regalaron una buena edición de Por el Camino de Swan. Al parecer me conocían más que yo pues a pesar de ese yo apresurado sabían que amo la lentitud. Fue una mañana preciosa, la mañana de Proust, la mañana en que mis amigos me hicieron sentir tan importante como para conducirme y obsequiarme con ese tomo que sí conservo.

No tengo joyas, salvo unas perlas de mi abuela Mercedes y una carta bordada de mi abuela Dona, pero tengo una primera edición de Diario de un Cazador, el único libro que no está cogiendo polvo y pelos de perros y gatos en las estanterías de nuestra pequeña vivienda, lo tengo en una armario y llevo toda la vida de mi hijo diciéndole que ese libro es una joya editorial; en la sobrecubierta amarilla además de sobrios textos con el título, el nombre completo de Delibes y el de la Editorial Destino, hay un sello con un delfín. Por cierto de mi tercera abuela tengo joyas en la memoria, todos los cuentos que me contó y algunos los recogió José María Guelbenzu en Cuentos de Tradición Oral, una joya donde, como en los cuentos de mi abuela, Hansel y Gretel se convierten en Pepito y Juanita.

Hoy siempre tengo un libro nuevo, pendiente de lectura, como tengo siempre algo en la despensa, para que no me falte. También me rodean algunos libros que debo estudiar, el que leo por las noches en la mesilla, los libros de Belén Gopegui juntos y llenos de separadores con anotaciones y algunos tesoros más y recuerdos de libros, algunos en los que entré como quien se adentra en un terreno misterioso y desconocido -Las mil y una noches-, otros que me hicieron sentir importante al leerlos -El Espectador- o que pintorreé para disgusto de mi hermano mayor, como los cuentos de mi madre Mercedes de Matonkikí de Elena Fortún.

A veces echo de menos los libros que cada vez que he visitado a mi tía en Bélgica le he llevado, porque le regalo los que me han gustado más, muchos dedicados por amigos o por mi marido y “rededicados” a ella. Los libros importantes que presté y no me devolvieron ya no me duelen, sigo prestando libros como no he dejado de andar porque me haya caído alguna vez. Incluso le he regalado una novela de José María Guelbenzu , a quien tanto debo sin que tal vez lo sepa y fue mi tutor tres años en la antigua Escuela de Letras. La primera vez que pedí libros prestados fue a mi amigo Gabriel Vidal, le acababa de conocer, yo empezaba a dar clases extra escolares de inglés en un par de colegios y él tenía algunos libros de pedagogía porque había estudiado Magisterio. Se lo agradecí mucho, espero habérselo dicho cuando se los devolví en medio de una juventud convulsa.

Mi marido me descubrió que leer novelas no era perder el tiempo si no ganarlo y descubrí por terceros a Joseph Conrad o a Dashiell Hammett, esos libros que formaban parte de sus cosas cuando aún no se confundían sus cosas y las mías con las nuestras. Y la única gripe que he tenido en mi vida me tuvo en la cama tres días y gracias a ella leí La Montaña Mágica y de nuevo la lentitud me pareció apasionante.

He empezado a escribir mis propios libros, son aún como trozos de papel hilvanados que van planteando un patrón y sueño con poder dedicarle horas enteras a elegir las telas, empezar con las pruebas y comenzar a coser y rectificar hasta que la pieza quede perfecta para pasar a la plancha.

Hay quien sueña con viajar, tener dinero, reunirse, yo sólo sueño con vivir muchos años y conservar la vista y que la mente no se me nuble tampoco para poder escribir y seguir siempre leyendo y como Salgari recorrer el mundo y mostrarlo desde mi sillón y para mí el mundo es la vida y sus recuerdos como para otros es cruzar océanos. Como casi siempre el Día del Libro acaba de empezar a llover.

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