LA ISLA ESMERALDA

Pedro Crespo observó, en blanco y negro, su propia cara y su gesto de siempre, un punto desafiante, que se reflejaba en la ventanilla de la pequeña avioneta que viajaba en plena noche a su destino desconocido. Mientras pensaba reprodujo para sí, en el cristal, la misma extraña mirada, con la que había recibido, hacía dos días, el insólito encargo de su director, en el laboratorio del Hospital del Norte, el mejor centro de investigación endocrino- científica del país.

Al parecer sólo en Isla Esmeralda se encontraba la solución a tantos años de estudio, y la respuesta a tantas horas de microscopio. Había llegado el momento de ir a por esa planta, tan poderosa, al lugar donde se producía.

Nueve horas de vuelo en el enorme Airbus A300 hasta llegar a la gran ciudad de El Salvador, en Centro América, le dejaron el cuerpo descompuesto y los huesos doloridos. Y ahora, tras un rápido trasbordo, un destartalado aeroplano que volaba en la oscuridad de la noche, en medio de un ruido propio de su vieja maquinaria, probablemente muy agotada ya, le tenía ensordecido.

Los pies congelados de frío y la falta de abrigo le hicieron creer que, de repente, había cambiado de estación del año y el invierno había entrado en esa avioneta y en sus huesos. Quizá también en su vida.

Todo había sucedido tan rápido que le costaba ordenar el recuerdo de sus últimos días. En concreto del último mes. En ese tiempo su relación con Ana se había roto por completo, y también, en ese mismo mes un cambio radical de vida se le ponía en frete en forma de viaje y distancia.

Ana, su pareja desde hacía diez años, le había confesado que su entrega al laboratorio y su fría bata blanca, habían dejado su relación y sus sentimientos hacia él igual de blancos y fríos. Esa confesión, que él preveía hacía tiempo, y la ruptura posterior, le hicieron ver que ahora, sin ataduras sentimentales, a sus 45 años, podía ofrecerse candidato a viajar a aquella lejana isla, y tratar de encontrar, no sólo lo que tanto precisaba su laboratorio y la ciencia, sino su propia vida de investigador.

Ana tenía razón. Se habían convertido, con el paso del tiempo, en compañeros de piso. Compartían nevera y habitación pero muy pocos momentos juntos. Sus aficiones e intereses, que parecían superpuestos, ya no coincidían, y sus horarios se fueron haciendo incompatibles, forzados quizá, por la huida de cada uno de ellos hacia su parcela de interés. Ella su despacho de abogada, él su laboratorio y sus tubos de ensayo. Él sus compañeros científicos, ella sus litigios y los juzgados. Ella sus mañanas en los tribunales, él su horario nocturno, cuando mejor se analizaban sus vegetales, y sus regresos a casa de madrugada.

Se había centrado demasiado en el estudio de esa planta tan particular y al análisis de sus enormes propiedades. A esa obsesión había sacrificado todo. Ahora lo veía, a Ana también. Aunque realmente ella nunca compartiera su pasión por la ciencia ni su curiosidad, se sentía egoísta y responsable de haber dejado escapara a aquella mujer a la que no podía reprocharle nada. Le dolía aceptar, definitivamente, que esa relación había terminado por su culpa.

Los colores rojizos del nuevo día empezaron a iluminar el pequeño artilugio en el que volaba y un ronco altavoz, que le costó entender, lo devolvió a la realidad, comunicando a los pocos pasajeros del bimotor, que Isla Esmeralda aparecería inmediatamente por la ventana del lado derecho de sus asientos.

Ese pequeño y ya misterioso trozo de tierra verde, que efectivamente enmarcaba ahora su ventanilla, tan abarcable en su totalidad desde el aire, no podía tener otro nombre. Esmeralda era la descripción más simple y acertada de ese lugar. Esmeralda definía su color y también el de la clorofila que había venido a buscar. Única en el mundo y base para la medicación que con ella se podría preparar.

Al fin, tantos años de estudio estaban a punto de aterrizar con él en una polvorienta y solitaria pista aquella mañana. Tuvo la sensación, durante el viaje, de que su pasado y su huída hacia adelante se iban clavando en su espalda. El crujir del tren de aterrizaje de la vieja avioneta lo colocó en la realidad. Aquí y ahora. Tierra.

El aeropuerto parecía de juguete. Un minúsculo edificio albergaba la entrada y salida de los pocos pasajeros que transitaban por allí durante la semana, para conectar con la capital y con el mundo. Y es que la isla estaba muy poco habitada, casi por descubrir y, prácticamente por asfaltar, como observaría muy pronto.

Al entrar en la sencilla sala de recepción, leyó su nombre: “Doctor Crespo”, escrito en una pizarrilla que sostenía una mujer, bajita, delgada, más bien joven y muy atractiva. Trataba de iniciar una sonrisa excusando lo innecesario de esa pizarra, que sujetaba, para identificar al prácticamente único pasajero de aspecto europeo que salía de aquel vuelo.

-Bienvenido, doctor. Soy Preta Moreno. “Doctora” Preta Moreno”. Bienvenido a Isla Esmeralda.

-Encantado de verla en persona, doctora. Aquí estamos ya.

– ¿Tuvo un buen “viahe”?

-Largo y cansado, no la engañaré.

-“Sierto. Hise una ves ese viahe y no lo he repetido nunca máh ni creo que lo vuelva a realisar… Bien, recoha su equipahe y noh volvemo a ve, ahora mihmito, en este lugar. Primero iremoh a su hotel y de caminito le propondré el plang que pensé”.

-Bien. Aquí nos veremos, pues.

La miró alejarse con unos andares bamboleantes, exagerados, enmarcados en lo ajustado de su falda de tubo, que absorbieron su mirada aún sin querer, y dejaron su boca medio abierta.

Hubiera sido un error de la naturaleza –pensó caminando junto a ella, ya en el exterior del minúsculo aeropuerto- que esta mujer tuviera otro nombre. Su piel tan morena, sus densos cabellos de carbón, cortados a la altura de los hombros, haciendo de telón a un generoso escote de una camiseta también negra, y el exotismo de sus labios, granates, oscuros, le sugirieron ese chistoso pensamiento que, por absurdo, a él mismo le hizo sonreír, al recordar que “preta” significa “negra” en portugués. “Doctora Preta Moreno. Negrura de mujer, ésta. Negro sobre negro”- se dijo-. Esa sonrisa provocó en ella un gesto de extrañeza. Lo disimuló apuntando con su llavero hacia el coche. Éste, situado frente a una oxidada señal que lucía una casi invisible P blanca, respondió guiñando su chispa de luz.

Llevaba la maleta mediana, del conjunto de tres que compró con Ana antes del viaje a Nueva York, el verano anterior. Decidió que, la ropa a usar en un país tropical, no precisaba de la más grande y la pequeña era demasiado pequeña. Menos mal que lo hizo así, porque al abrirle ella el maletero del coche, vio que apenas quedaba lugar para nada. Sacos de abono y de tierra vegetal, macetas de barro y todo tipo de utensilios de jardinería, se disponían de manera desordenada en ese lugar, y dejaban un pequeño hueco, que aprovechó encajando su equipaje antes de cerrar con un golpe seco ese baúl y lograr así no hacer caso a las disculpas de ella sobre su dejadez y falta de previsión.

En cuanto salieron de aquel edificio, las gafas de sol de Pedro Crespo se empañaron de golpe, lo que indicaba la brusquedad del cambio de temperatura exterior y la humedad reinante en el ambiente. Al levantar la vista hacia todo aquello que de repente le rodeaba comprendió, embelesado, el acierto de su viaje. La frondosidad, la exuberante vegetación que ya vislumbró desde el avión, le hicieron ver que, ciertamente, la clorofila, tan deseada, se había afincado en aquel lugar y que el color verde debió de nacer en esa isla. Tuvo la sensación de llegar a un gran invernadero, en el que la humedad, se hacía patente. Al mismo tiempo, el aire le entraba por la nariz con un frescor desconocido.

La conversación se inició en seguida, ya en el coche, y fluyó con naturalidad al tiempo que la mujer conducía por aquella rudimentaria carretera, sin pintura en el asfalto y sin límites claros a ambos lados de la vía.

Qué difícil debe ser conducir sin referencias en el piso -pensó -mientras admiraba la facilidad con la que ella lo hacía. Ojeaba el retrovisor con cierto despecho, como retando al posible vehículo que siguiera detrás, al tiempo que un coqueto mechón de pelo negro le tapaba medio ojo derecho, que el aire de la ventana agitaba sensualmente.

Bosques de palmeras hacían las delicias de los loritos, que se cruzaban frente a él, chillando, en bandadas juguetonas, que le recordaron las veces que los veía volando, tan desubicados, en su ciudad. Pensó que este si era su hábitat y su auténtico escenario.

Ella le explicó, a modo de bienvenida, que la isla no tenía mucha población y la que había estaba muy diseminada en tan pequeño territorio, muy deficientemente comunicado. La mayor fuente de ingresos del lugar se limitaba a un antiguo balneario – le aclaró- construido frente a una larga y desierta playa, hacia el norte, que disponía de tan sólo veinte habitaciones, casi siempre ocupadas por jubilados alemanes que, cargados de libros y sobrantes de tiempo, nunca salían del lugar.

Su acento tan musical, las “ces” convertidas en “eses” y las preguntas intercaladas en su explicación –“¿tu sabes?, ¿viste?”- eran tan acariciantes y sensuales, que escucharla hablar era como oír una cumbia cantada a capela.

No quería caer en la fácil comparación, pero era inevitable sentir la emoción de esta mujer interesándose tanto por su trabajo y recordar la falta de interés de Ana por todo lo suyo. Ciertamente había un punto de vanidad en su ego. ¿Cómo ocultarlo?. Pero pensaba que su labor de investigación ya se merecía un reconocimiento y de repente, lo estaba recibiendo de manera generosa.

Le propuso alojarse ahí, dado que las plantaciones, que él seguro querría ver, y el centro de estudios vegetales donde ella trabajaba, se encontraban muy cerca de esa particular residencia.

Él la escuchaba tratando de mostrar interés en su explicación, si bien quiso ir centrando el tema que le urgía abordar y por el que se encontraba allí.

-Cuando recibimos su carta, doctora, y el detalle de sus investigaciones, quedamos tan impresionados con sus descubrimientos acerca del alga Wakame y el Arame Cochoyuyo y las propiedades de la gran cantidad de clorofila que encierra, que inmediatamente entendimos su petición de ayuda y soporte por nuestra parte.

El hospital del Norte trabajaba celosamente en sintetizar todo aquello que la vegetación de Isla Esmeralda fabricaba por sí misma. La posibilidad de reducir su uso a unas dosis razonables, en forma de píldoras para el consumo humano, podía ser revolucionaria en el tratamiento de algunas enfermedades.

-Efectivamente, doctor. Y cómo también declaró vos “resién”, lo leí el mes pasado, esa clorofila, que “ofrese” la planta, “desacelera” el curso de “siertas enfermedade dehenerativah” e incluso puede considerarse muy eficaz “potensiando dietah de adelgazamiento”. Es por eso que les “solisité” su visita a nuestra isla”.

La doctora tenía previsto- ya se lo anunció- enseñarle alguna plantación que- según le explicaba- era tan densa y casi espontánea que le dejaría impresionado. El crecimiento del alga era tan abundante que resultaría fácil redirigirla a un cultivo adecuado. Pero tal cosa no sería posible sin una aportación dineraria importante y la consiguiente reorganización de una posible producción ordenada. Era bastante evidente que de este proyecto podría existir un beneficio para ambos, tanto en lo económico, como en el reconocimiento internacional de su labor científica.

– “Deberíamoh” tratarnos de tú, doctor. Creo que “estamoh destinaos” a “establecer” entre “nosotroh sierta confiansa” .

-Se lo quería proponer…¡ Perdón!…te lo quería proponer yo también…

El error provocó unas risas espontáneas que se confundieron con el brinco que dio el coche al superar un bache en la carretera. Adelantaron a tres ciclistas, mal señalizados, que trasladaban paquetes atados con cuerdas y bolsas de plástico colgadas de los manillares de unas muy viejas bicicletas y siguieron charlando de su obsesionante asunto. Tal era el deseo de ambos por poner en práctica el motivo de su encuentro, que esa improvisada reunión de trabajo inicial se fue haciendo charla amistosa y planes en común, rota ya, totalmente, la pequeña distancia inicial.

Por la derecha les adelantó una pequeña moto que trasportaba toda una familia. El padre conduciendo, un niño delante, en el manillar, una niña detrás en el porta equipajes, y la madre, con pañuelo en la cabeza, para no despeinarse, en el centro. Un prodigio de equilibrio, que sólo desvió un instante la conversación, de ella por acostumbrada y de él por sorprendido.

-Hay que ahorrar en todo. ¿No viste?

-Ya veo, ya.

Preta, extrovertida, siguió su relato con esa voz musical de mujer tropical, un poco nasal, hablándole de su total dedicación a la planta, a su estudio, y lamentando, no sin cierta coquetería, que ello absorbiera todo su tiempo y que nada más que ese proyecto llenaba su vida y – ladeando ligeramente su cabeza y languideciendo su mirada – también su corazón.

Excusarse de que se estaba sincerando demasiado, cosa de lo que siempre se arrepentía, la hizo ruborizarse ligeramente y al doctor Crespo, que empezaba ya a ser Pedro en la conversación, le pareció vislumbrar en ella cierta falta de aire, al convertir en una respiración profunda lo que empezó siendo un suspiro, que enseguida contuvo. Cuando lo hizo depositó graciosamente la palma de su mano derecha sobre su bien dotado escote, tan moreno y brillante, gesto que él aprovechó para mirar y admirarlo, con un mal disimulo.

De nuevo el recuerdo de Ana y lo que le provocaba, o mejor, había dejado de provocarle, le golpeó, al ver en Preta y en su cuerpo el cuerpo de mujer que hacía tiempo deseaba. Se sentía culpable de sus propios pensamientos pero le resultaba imposible dejar de establecer guiños a la comparación que por lo menos, le servían para atarle más al lugar y tranquilizar su conciencia y sus dudas. Sin duda se estaba enamorando y eso debía ser un flechazo. Nunca antes había sentido esa sensación y la estaba reconociendo como real.

La doctora sabía que el alga Wakame, tal como siguió comentando con entusiasmo y con gran conocimiento, ajena a las tribulaciones del doctor, se estaba convirtiendo en Europa en un alimento de máxima demanda en centros de alimentación dietética y medicinas paralelas, especializados en productos naturales. Por su parte Crespo había escrito ya numerosos artículos sobre el tema en la revista”QUE COMEMOS, NATURALEZA Y VIDA”. Fue gracias a ello que Preta Moreno lo contactó y pudo dirigirle sus cartas, sus estudios y su petición de colaboración.

Las investigaciones del científico habían demostrado que la gran cantidad de clorofila que almacena en sus pequeñas ramas ese alga, es de tal amplio espectro beneficioso, que una toma adecuada, ingerida diariamente, podría depurar al organismo de los efectos perniciosos y cancerígenos presentes en los conservantes de las carnes y frutos secos. También neutralizaba el mal olor corporal, la halitosis y hasta el olor de pies. Convertir dosis de ese vegetal en píldoras supondría un gran adelanto científico y, cómo no, un buen negocio para los laboratorios del hospital donde trabajaba Crespo.

Aunque sabía que en Isla Esmeralda le esperaba un gran trabajo y que escuchar atentamente a esa joven experta era un comienzo básico para el éxito de su proyecto, el entusiasmo y el apasionamiento de la doctora Moreno, Preta ya para sus adentros, y la pasión que depositaba en sus explicaciones, estaba consiguiendo que sus palabras fueran perdiendo volumen en sus oídos y en ese extraño silencio sólo fuera capaz de contemplar sus labios, que él leía, moviéndose sonrientes y entusiasmados, al pronunciar, con dos “oes” tan redondas y el hermoso gesto risueño de la “i” , la palabra clave y tan repetida desde su reciente encuentro; “clorofila”.

-¡Qué diferentes tonalidades de verdes! Un pintor llenaría su paleta de matices.

-Es “sierto”. Un día de estos te mostraré las obras de un artista de aquí mismito, de la isla. Están expuestas, en la “munisipalidad”. Verás que “asertaste” con eso de los colores.”

La joven que con veintitrés años llegó de El Salvador a la isla para completar su doctorado, centrado en la alimentación y la influencia de los vegetales en el organismo, le confesó que ya no pudo abandonar aquel lugar, que la había atrapado, convirtiéndola ya en una treintañera y casi en una planta más de aquel jardín, ajena a la civilización ordenada y a la ciudad. Verla hablar, entusiasmada, mezclando su experiencia vital con los detalles técnicos del proyecto que iniciarían juntos, lo estaba hipnotizando. Observar esa perfecta combinación de ciencia, sabiduría y sensibilidad lo tenía fascinado.

En ese trayecto entre el aeropuerto y la pequeña población de Santa Clara, capital de la isla, Pedro Crespo, no sólo se enamoró del entorno natural y de tan soñada vegetación en el que se acababa de sumergir. Empezó a barruntar la posibilidad de encauzar sus días futuros detrás de la prodigiosa alga Wakame y de esa mujer que estaba entrando en su alma cual flechazo infantil. En esos pensamientos estaba cuando palpó su cartera y extrajo de la misma el billete de vuelta a su país. Sonrió al leerlo y comprobar que no figuraba en el mismo ninguna fecha de regreso. Su corazón se aceleraba por segundos. Sin entender cómo, el objetivo final de su vida estaba explotando frente a sus ojos, allí mismo. La posibilidad de un nuevo comienzo se estaba abriendo frente a él, por poco que ella, como parecía ser, no tuviera más proyecto emocional que la planta milagrosa. El compartía esa misma emoción. La planta era, para ambos, su razón de ser.

-Sólo Tim coarta mi total libertad. Me supone una “obligasióng” y una atadura –le confesó suspirando y pensativa-. Si no fuera por … -se interrumpió – …es básico en mi vida y también en el laboratorio. Me debo a él pero… me ata demasiado.

Pedro Crespo entendió que su imaginación había volado excesivamente rápido y había establecido un vínculo entre ella, sus sentimientos y la pasión por la profesión, creyéndose un candidato a entrar en su vida, de tanto que se acercaban sus intereses. Pero en esa vida había-cómo no iba a haberlo- un Tim, y él había ido demasiado lejos en sus sueños románticos, quizá por la necesidad que tenía de llenar su existencia de afecto y comprensión… Que iluso si pensaba que era tan fácil y que él era tan…único.

-Quisiera enseñarte mi laboratorio, antes de ir a tu hotel…balneario. Nos pilla de camino. Te harás un poco la idea de lo que llevo entre manos. “Conoseráh” a mis compañeros…”

-Estupendo. Eso si que es ir al grano. ¿Cuánta gente trabajáis en él?

-Somos – abriendo los dedos de su mano – “sinco” contándome a mi.

En la radio del coche sonaba música americana, que la locutora anunciaba en ese cálido castellano centroamericano, pero pronunciando en un perfecto inglés los títulos de las canciones. Es la misma música que se oye en casa –pensó Pedro-. Qué cerca quedan todas las distancias cuando, tan lejos, escuchamos en cualquier parte del mundo las mismas canciones.

Intentó disimular cómo la existencia de Tim había apagado en él un llamita que apenas había ardido, pero que su veloz pensamiento le hizo creer que podía prender. Nuestra imaginación y fantasías vuelan, a veces, más rápidas que nosotros y la realidad. Él no quiso hacer más preguntas y ambos dejaron que la música en la radio llenara el silencio.

Llevaban unos cuarenta minutos de trayecto cuando apareció una señal a la derecha, partiendo de la misma carretera, indicando: “Laboratorios Wakame”.

Una hilera de palmeras, cómo no, terminaba en una edificación, muy blanca con el aspecto de una vieja mansión colonial rehabilitada

Preta anunció:

-Ahí es. El edificio era una antigua mansión colonial. Conseguimos una subvención estatal para rehabilitarla

¡¡Premio!! – se dijo al acertar en sus pensamientos golpeándose la pierna para sorpresa de ella – y añadió:

-Precioso edificio y curioso el nombre del laboratorio.

-Si. Pensamos que así definíamos a nuestro protagonista desde el primer momento. Wakame…

No pudo acabar de explicarlo. De repente, un enorme mastín se acercó galopando hacia ellos, saliendo de una pequeña caseta, como de juguete, que estaba instalada en la parte boscosa de detrás del edificio. El perrazo, de color beige, tan ágil y trotón, se abalanzó, sobre Preta, con un profundo ladrido, casi de tos masculina, que ella agradeció y correspondió con gritos de saludo a modo de:

-¡Tim, mi Tim!!! Me has echado de menos, ¿verdad ? ¡Bonito!

Palmeó al animal haciendo un ruido seco y hueco en el lomo y las costillas. El perro, alzado y con las patas delanteras sobre sus hombros, tratando de lamerle la cara, se diría que le superaba un palmo en altura.

Y a él:

-Llevo dos días sin pasar por el laboratorio y no lo puede soportar. Es un gran perro y un gran compañero-rascándole la inmensa cabeza- . Tan grande y tan “dósil”. Aquí, un poco aislados, nos dan mucha “seguridá” “su presencia” y sus ladridos de alerta.

-¡Y su tamaño…!

-Exacto, y su tamaño. Entremos. Te presentaré a mis compañeros. Te “complacerá” y queda tranquilo que no son tan efusivos como Tim.

Ese recibimiento propició un ambiente cómico y desenfadado entre el grupo de jóvenes científicos que observaban la escena desde las ventanas de la planta baja, mientras que Pedro Crespo, tropezando con el revoltoso perro, aún se reía de él mismo y de sus negras fantasías, con respecto a su posible futuro con Preta Moreno.

Conocer a Tim y su característica animal le hizo regocijarse por dentro. Eso disipaba su creencia de una competencia masculina en el mundo de ella y le abría, de nuevo, un horizonte de sueños y fantasías.

Después de la cordial visita al laboratorio, ella le propuso llevarle a su hotel, donde, seguro, desearía descansar del viaje y del ajetreo del primer contacto con la isla .

-Mañana te recogeré a las…9:00 en la recepción, ¿te va bien?

-Quedemos en el comedor. Te podrías tomar un café o incluso desayunar mientras me explicas el plan para el día. ¿Te parece?

-Me gusta desayunar en mi casa, pero sí, te acepto ese café. ¡Ah! te escribo mi teléfono en este papel. Llámame cuando te despiertes y yo calcularé llegar en…¿media hora?. ¡Qué mala letra tengo!

-¿Eso es un siete?

-Si,si. Je, je. Ya te digo que …ni yo los entiendo a veces.

Se bajó del coche, desencajó su maleta del baúl y se encaminó hacia la recepción, si bien, al no oír el motor en marcha, se volvió hacia ella, observando, complacido, que lo miraba entrar en el edificio. Se despidió con la mano libre y ella lo hizo también, con un sonriente adiós , levantando graciosamente la cabeza.

Ya en la tranquilidad de su residencia y en su habitación, reviviendo los momentos de ese día, como si de un “déjà vu” se tratara, pero al revés, o sea hacia el futuro, vio abrirse un camino frente a él y descubrió como lo iba a ordenar. Podría trabajar allí mismo, procesar el Wakame y su verde extracto, que enviaría al laboratorio europeo, sin necesidad de abandonar la isla ni, sobre todo, a esa mujer.

De todas formas ella no había manifestado, en ningún momento, ni el más pequeño gesto de acercamiento hacia él. Sus carencias y sus necesidades de atención y cariño habían circulado tan libremente por dentro de su ser que lo más probable es que todas las fantasía que se estaba construyendo no fueran más que eso, fantasías. Al final le aportarían más dolor y le reafirmarían su necesidad, difícil de entender para él mismo, de castigarse inútilmente.

DE repente la imagen de Ana lo asaltó como si formara parte de un lejano pasado y temió enlazar un nuevo desengaño en su vida. No se lo podía permitir. Empujado por un súbito impulso, saltó de la cama y rebuscó en el bolsillo de su camisa. Ahí estaba el papel que contenía el teléfono de Preta. Con el tiempo de preguntaría porqué lo hizo y con qué intención pero la llamó.

Solo dos timbrazos y se puso:

-¿Si?

-Preta…soy Pedro…sólo quiero agradecerte tu acogida…y buen recibimiento…ha sido un día especial…en realidad…te llamo porque…te quería decir que…

-Pedro…estoy deseando que llegue mañana…

Una parálisis muscular le dejó sin respuesta. No supo articular palabra

-Esto…si, buenas noches , Preta.

-Adiós Pedro. Que descanses. Buenas noches.

Se dejó caer de espaldas en la cama, con el teléfono sobre su pecho.

Ahora si se atrevió a imaginar que era posible entrar en una senda de entendimiento y proyecto común con ella, en diferentes facetas de una vida. Lo veía claro.

Escuchó campanas en su interior y latidos como golpes de bombos, aunque sentía los oídos como tapados. Esa visión de un futuro posible lo iluminó y llenó de esperanza. Se abandonó a disfrutar, recordando la dulce y morena charlatana, planeando sus días venideros. Sonrió, aún oyéndola hablar, tenía sus notas resonando en su cabeza y sus andares rebotando en su imaginación. Respiró profundamente, soltó el aire muy despacio y descansó mientras se acomodaba en el respaldo de su cama. Muy cansado, al apagar la luz y abandonarse al sueño, se preguntó cómo había podido Preta Moreno, desde ese mismo día, robarle el corazón y, probablemente, su futuro. Ese futuro lo anunciaba una frase que sonaba a música celestial en esa noche: Estoy deseando que llegue mañana.

Jmr 17-11-16

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS