Se miró al espejo, satisfecha del trabajo que había logrado en ella, solo una hora le había tomado darle color a sus mejillas y un poco de vida a sus ojos, lo cuales parecían aceitunas agrias a la vista de cualquier observador. Se despidió con un tierno beso en la mejilla de su adorado tesoro, un niño introvertido y taciturno que prefería jugar a las muñecas a escondidas de su madre porque sabía que si esta lo descubría una segunda vez , la golpiza sería mayor y los gritos se elevarían hasta escucharse en todo el miserable barrio.

La mujer salió envuelta en la costosa chaqueta que tantas cuotas le había costado pagar y los dobles turnos que debió tomar. Su amiga de trabajo la esperaba abrazada al fornido hombre de mirada seca, quien estaba ansioso para que esa noche terminara en un Motel de mala muerte junto a esas dos chicas de veinte y algo años. Bailaron en el antro, coquetearon como si su vida dependiera de ello, rieron de trivialidades y bebieron cerveza barata.

En un momento de todo el holocausto, Josefina recordó al padre de su hijo, diez años mayor y con una familia en Cerro Navia, recordó los besos y promesas de anochecer, las suaves caricias en su mejilla y los incomprensibles moretones que aparecían, su rasposa barba de tres días y el aliento a cerveza de dos días. Lloró sentada con la música alta, lloró con humo de cigarro y parejas hablándose al oído, lloró de impotencia y de amor, lloró porque no tenía de qué reír y blasfemó su suerte a su Dios, quien le dio la espalda cuando esta caía en un pozo, con amigos y unos pocos billetes.

Fin.

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