Queríamos hacer muchos viajes con nuestro coche pero no daba para largos recorridos y nos conformábamos con ir desde Bilbao a Gijón, desde Bilbao a Zarauz, desde Bilbao a Santurce… hasta que intentamos llegar a Tarifa. Se nos estropeó pasado Despeñaperros.

“Hay que pedir una pieza y tardará unos cuantos días”, nos dijo el mecánico del único taller del pueblo al que llegamos.

-¿Qué hacemos con el equipaje? ¿Cómo volvemos? ¿Dejamos el coche? ¿Nos lo llevamos con una grúa?

Manuel era el de las preguntas y yo buscaba las respuestas.

-Llamaremos a un taxi y nos iremos con el equipaje a un hostal hasta que lo arreglen.

El mecánico, que también era el único taxista del pueblo, dijo que no tenían ni hostal ni posada pero que Carmen a veces alquilaba una habitación.

Cuando llegamos resultó que la habitación estaba ocupada por un viajante de productos de peluquería.

El taxista-mecánico nos dejó allí porque tenía que llevar a Fernando, el de la Justa, al médico de la capital. El único teléfono del pueblo estaba en la gasolinera, cuyo dueño resulto ser también el mecánico-taxista. Carmen nos hizo el favor de quedarse con el equipaje mientras íbamos a preguntar a otro vecino que también alquilaba habitación.

Le dimos al llamador de la puerta varias veces.

-¡Juan, Juan!, gritamos, al unísono.

Salió la vecina de al lado.

-¿Qué quieren Vds.?, lo dijo enfadada (era la hora de la siesta)

Le explicamos.

-No, Juan no está. Ha ido a la ciudad a ver a su hija que ha parido gemelos.

Sin darnos opción a más, cerró la ventana y bajó la persiana hasta no dejar una sola rendija.

Había un parque cerca y unos bancos. Bebimos agua de la fuente y buscamos la sombra del único árbol.

-¡Tú y tus manías de Tarifa! Ya te dije que el coche no estaba para estos viajes y menos con este calor.

Sí, me había empeñado en ir a Tarifa, “al sur, a cierta puerta, a cierta esquina”. Allí vivía el que fue mi primer amor pero no podía decírselo porque ni yo misma sabía de manera consciente que buscaba a mi gran amor ahora que éste se me quedaba pequeño.

En ese viaje inacabado se rompió el coche y ya no se pudo recuperar.

Era un Seat 850, de color marrón, cuatro puertas. Cuando lo compré ya tenía hechos diez mil kilómetros.

Ahora el nuevo apenas sale del garaje. Todavía le guardo fidelidad.

A Jorge Luis Borges.

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