Hotel Saturno – El niño prodigio

Hotel Saturno – El niño prodigio

El Hotel Saturno es un lugar al que la gente acude para conseguir más tiempo. No obstante, el único precio del tiempo es el propio tiempo.

Esta es una de las historias que ocurren ahí.

Ramón Agüero fue un chico prodigio, así que parecía de sentido común que su hijo Ramón Agüero también fuera un chico prodigio. Los chicos (y chicas) prodigio vienen de todas las formas y colores. Algunos son transversalmente prodigiosos. Sus talentos se extendían en varias direcciones y abarcaban distintas ramificaciones de lo que viene a ser el arte de existir. Otros, sin embargo, tenían una competencia concreta, en la que destacaban por encima de todos, a menudo a costa de otras destrezas más importantes. Algunos chicos prodigio lo eran por la dedicación de sus padres, que podía ir ligada o no a la presencia de algún talento específico.

Ramón Agüero era un chico prodigio de esa última clase. Así que parecía de sentido común que ese fuera el caso de su hijo Ramón Agüero.

Había empezado a jugar al ajedrez a los seis años. No destacó inmediatamente en esta disciplina, pero su padre, que había sido en su juventud un prodigio del ajedrez, se encargó de corregirlo.

Para él, era algo que hacía porque su padre le desafiaba y le provocaba. Apelaba a su orgullo en lugar de su obediencia. Ramón simplemente disfrutaba el tiempo que pasaba con su padre. Le gustaba ver la forma en que ciertas emociones afloraban en él, las cuales normalmente estaban embotelladas bajo un antifaz de hosco estoicismo.

Luego vino el divorcio.

Isabel, la madre de Ramón, era del parecer que su marido, aparte del ajedrez, era diestro en pocos ámbitos de la vida. Por ejemplo, carecía de la habilidad de hacer feliz a su mujer.

Isabel no tardó a conocer a otro hombre y empezar una relación que le llevó al centro de la ciudad. La necesidad de que Ramón estuviera cerca de su madre, limitó significativamente las horas de custodia que les quedaban juntos.

El padre de Ramón no pareció luchar demasiado por cambiar aquello. Para él, la fuerza de carácter consistía en resistir con entereza los golpes que asestaba la vida, en lugar de procurar evitarlos.

Ramón cambió de colegio y actividades. Para Isabel, cuando su pequeño sacó sus primeros suspensos, el ajedrez dejó de ser una prioridad. De alguna forma, su fallido matrimonio había ensuciado su noción del juego, convirtiéndolo en algo que asociaba al fracaso.

Pero Ramón no iba a dejar que Ramoncín dejara el ajedrez. Los horarios laborales de Isabel hacían que el responsable de ir a buscar a Ramón al colegio fuera su padre. Eso les daba una hora juntos al día.

No era tiempo suficiente. Por suerte existía el Hotel Saturno.

Había siete hoteles de cronosuspensión en el área metropolitana de Barcelona. El Hotel Saturno era el único del Baix Llobregat (además de ser el más barato). Estaba construido en un antiguo caserío modernista, construido a finales del siglo XIX, con una torre cuadrada, coronada con un techo cónico de tejas vidriadas verdes.

En recepción, siempre había una larga cola de clientes que esperaban su turno para ocupar una habitación. Cualquier hotel de cronosuspensión sacaba mucho más rendimiento por habitaciones que cualquier otro tipo de alojamiento. La mayoría de los clientes sentados en los sofás de cuero gastado estaban pendientes de sus teléfonos, pues una vez dentro de las habitaciones su acceso a la red quedaría restringido. Ramón veía en los rostros de los otros inquilinos una cierta desesperación. Una colección de personas perdidas, impacientes por estirar su tiempo con una urgencia sucia y secreta. Cronoadictos.

Ramón, padre e hijo, atraían ocasionales miradas por parte de otros clientes. Aunque fuera su padre, la imagen de un adulto entrando en una habitación a solas con un niño era algo que generaba cierta suspicacia.

Ramón padre solía contratar la tarifa básica. Cinco minutos reales (u oficiales, no había un consenso todavía sobre la terminología, al fin y al cabo la tecnología era algo bastante nuevo en el contexto civil) a una escala temporal de 1:40, lo cual les daba tres horas y cera de veinte minutos diarios para practicar el ajedrez.

Tras el pasillo de baldosas blancas y negras, que asemejaban el suelo a un tablero de ajedrez, se accedía a las habitaciones a través de puertas estancas y ovaladas de acero inoxidable. Se abrían con manivelas, que a Ramón le recordaban a pequeñas pero pesadas ruedas de volante. A un par de palmos por encima de la manivela, había una aldaba. Un pesado anillo sujeto entre los fieros dientes de un barbudo rostro de bronce. La puerta se cerraba con un chasquido y las luces no se encendían hasta que la puerta no estuviera sellada.

El interior de las habitaciones del hotel Saturno eran como una cámara frigorífica. Paredes de acero, suelo de acero, techo de acero. Había un surtido de alfombras turcas sobre el suelo y un radiador para combatir el frío. La estancia contaba con un escritorio, una mesilla de noche y una cama. La mesilla de noche tenía casi tantos años como el edificio del hotel pero sin su elegancia. A padre e hijo les recordaba a un mueble que podrían haber tenido sus respectivas abuelas. La cama y el escritorio eran de diseño escandinavo y madera pálida.

Ramón y Ramón se sentaban frente a frente. Colocaban el tablero sobre el escritorio y luego colocaban las piezas encima, una a una. Tras las primeras partidas se convirtió en una rutina que ejecutaban en silencio. Al cabo de los meses esa pequeña coreografía cotidiana adquirió tintes ritualísticos.

Después de decidir con una moneda al aire quien jugaría con qué fichas, la partida empezaba. Cuando acababa, empezaba la siguiente. Jugaban tantas veces como las tres horas y cerca de veinte minutos les permitía. Ramón padre ganaba siempre.

Ramón hijo estaba encantado con aquella rutina. Podía pasar tiempo con su padre, a pesar de que su conciencia no era todo lo silenciosa que hubiera deseado. Lo hacía a espaldas de su madre y sabía que si algún día se enterara, la cosa no acabaría bien para nadie.

Sin embargo, el cansancio de vivir días de veintisiete horas y cerca de veinte minutos empezó a sedimentarse en su cuerpo y mente. Los días se alargaban y la llegada de la noche se sentía como una línea de meta huyendo de un maratonista.

Ramón dedicaba una fracción del tiempo que pasaban juntos en asegurarse que hiciera los deberes y estudiara. Todo ello formaba parte de su plan para que volviera a competir.

No solían hablar mucho. Ramón siempre había sido taciturno, y ya fuera por contagio genético o cultural, Ramón hijo también tendía al silencio. Ese sosiego estaba remarcado por el murmuro del generador, que alimentaba el consumo eléctrico de la habitación. El juego era su vía de comunicación, componiendo un código morse sin reglas con el repiqueteo de las piezas sobre el tablero. Tap. Tap, tap. Taptap.

El plan tardó en dar sus frutos. Ramón no ganaba torneos y eso le hacía sentir inadecuado. No podía olvidar los esfuerzos de su padre por convertirle en un niño prodigio. Ramón padre intentaba disimular su frustración, pero Ramón hijo veía a través de su máscara de estoicismo como si fuera papel mojado.

Desafortunadamente, lo único que podían hacer era practicar, practicar y practicar.

Cuando cumplieron un año de rutina, habiendo visto que Ramón no había ganado ningún campeonato, Ramón cambió su tarifa por una compresión de 1:60. Los cinco minutos se convertirían en cinco horas en el interior de la habitación.

Durante esas cinco horas que sólo eran para ellos dos, padre e hijo jugaban al ajedrez. Una y otra vez, una y otra vez, partida tras partida. A veces, sus conversaciones en aquella lengua única que sólo ellos compartían, se volvían más agresivas: Taptaptap. Taptaptap. Otras veces hoscas: Tap. Tap. Tap.

Ramón intentaba disimular que ese tiempo extra le estaba consumiendo. Debía ocultar ante su madre que estaba viviendo días de veintinueve horas. También se lo ocultaba a amigos y profesores, pues el precio de tener un secreto es que había que guardarlo. Su ambición de contentar a su padre le estaba costando cerca de dos meses adicionales al año.

Ese tiempo juntos empezó a dejar de ser divertido y pasó a convertirse en una obligación más. Algo que pendía de su horizonte como un nubarrón.

El joven Ramón ansiaba librarse de ese bagaje temporal, que pesaba más cada día que pasaba. La única forma de escapar de ello era practicar. Mejorar. Ganar.

Así que Ramón empezó a jugar al ajedrez en el patio en sus tiempos libres. Le pidió a su madre apuntarse al club de ajedrez los fines de semana. Perseguía a sus amigos para jugar…

Con el tiempo, la persistencia de los Ramones empezó a dar frutos. A Ramón casi le estalló el pecho de alegría la primera vez que ganó a su padre.

Empezó a ganar sistemáticamente una de cada diez partidas. Luego dos de cada diez, tres de cada diez… Estaba muy atento a ese cómputo, ya que se había convertido en su medida hacia la libertad.

Cuando Ramón cumplió doce años (que en realidad eran más bien trece, lo cual le empezaba a acercar peligrosamente a la adolescencia) Ramón ganaba a su padre seis de cada diez partidas.

El joven Ramón tenía la sensación de que cada partida que le ganaba a su padre parecía consumirle. Su aspecto había desmejorado. Se le veía delgado, pálido e incluso asilvestrado. Había dejado de preocuparse por su aspecto. El aire que tenía de genio excéntrico se estaba desvaneciendo, dando paso al porte de un hombre demente. Su expresión era a menudo lejana y a Ramón le recordaba a las miradas perdidas de los mendigos.

Extrañamente, esa sensación de compasión se mezclaba con el rencor. Ramón estaba empezando a odiar a Ramón. Sus visitas al Hotel Saturno ya no se sentían como una forma de ganar tiempo si no como una forma de perderlo. Su padre sólo parecía preocupado por el ajedrez. Sus conversaciones eran parcas y ejemplarizantes. No parecía importarle sus tribulaciones, siempre y cuando sacara buenas notas y ganara al ajedrez.

Y ganaba. Vaya si ganaba. Los trofeos de torneos brotaron tímidamente de sus estanterías y ninguno de ellos parecía aportarle ninguna satisfacción.

Ramón sintió que su padre estaba usando el amor que su hijo sentía por él para moldearle. Proyectar sus sueños y ambiciones en su hijo para convertirle en una versión mejor de sí mismo.

Ese pensamiento se agarró a su mente como una garrapata, alimentándose de su frustración, creciendo día a día.

El juego había devorado su vida. Dedicaba cada oportunidad que tenía para practicar el ajedrez. Buscaba nuevos contrincantes de forma constante. Jugaba partidas online y contra ordenadores. Ganar se convirtió en su meta en la vida. Sentía que vencer a su padre al ajedrez era la única forma de liberarse de esa habitación de paredes de acero y alfombras turcas. Si cada partida perdida le consumía, era sólo cuestión de ganarle todas las veces posibles.

Cuando cumplió catorce años (que eran más bien quince) su voz empezó a cambiar junto a sus ambiciones. Parecía que podía llegar a ser un gran campeón, pero él esperaba otras cosas de la vida. Sentía que su infancia se estaba derramando por aquellas paredes con olor a productos de limpieza. Quería recuperar su vida.

Hubiera sido más fácil hablar con Isabel. Contarle lo que había ocurrido a sus espaldas todos estos años. Romper el hábito. Pero se sentía un traidor. Sabía que haría daño a ambos y que limitaría sus movimientos durante los próximos años.

Intentó abordar el tema con su padre, con toda la sinceridad posible. Pero Ramón era como una pared. La noción de que no quisiera seguir jugando le resultaba alienígena.

Discutieron, como iba ocurriendo cada vez más entre ellos. Discutían de aquella forma en la que Ramón padre se escudaba tras un muro de tozudez e intransigencia y Ramón hijo reaccionaba con rebeldía y frustración.

Ramón hijo hizo una apuesta con su padre. Si conseguía ganarle diez partidas seguidas, sus escapadas al hotel Saturno acabarían. Ramón aceptó el desafío.

No se inmutó cuando perdió la primera partida, ni la segunda. Sonrió un poco al perder la tercera y comentó cómo su estilo de juego se había vuelto más agresivo. Cuando perdió la quinta, comentó que sus maniobras eran menos retorcidas, más prácticas.

Cuando perdió la décima simplemente se cayó. Ramón pareció notar una chispa de orgullo. Acto seguido, ese brillo en sus ojos desapareció y volvió a adoptar su habitual tono inexpresivo, con sus finos labios apretados en una mueca de ligero reproche.

Ramón anunció que ya no quería competir más. Estaba harto del ajedrez. Harto de ganar. Harto de su padre y de aquel hotel. Ambos se enfadaron e incluso se gritaron, lo cual iba en contra del carácter de padre e hijo.

Se despidieron con frialdad y Ramón no volvió a ver a Ramón.

La siguiente noticia que tuvo de él, llegó meses después.

Ramón había muerto.

Cáncer.

Jamás mencionó el tema durante sus partidas de ajedrez en el hotel Saturno. Podía haberlo intuido, si hubiera querido. Pero no quiso. De alguna forma sentía que había cumplido sus responsabilidades de hijo con entregarle aquel tiempo juntos.

Ramón lloró durante lo que parecieron días. Le confesó a su madre su secreto. Las partidas a sus espaldas y las horas robadas al día. Se sentía responsable. Culpable. Ese tiempo de más podrían haber contribuido a su muerte. Tiempo que el cáncer ganaba y tiempo que él perdía.

Isabel recibió las noticias con calma.

Ramón vio la decepción, el dolor de la traición. Comprensión. Al fin y al cabo su padre había muerto.

El funeral fue triste. Todos lo son, pero aquel fue especialmente triste por la poca gente que vino. El único de sus amigos que vino fue Arturo.

Arturo era lo más parecido a un amigo que Ramón tuvo jamás. También era un antiguo campeón de ajedrez, que había llevado su vida profesional a un destino más propicio. Arturo, tras darle el pésame a Ramón, le dijo lo mucho que le había hablado de él a lo largo de los años, de lo orgulloso que estaba.

Ramón discrepaba. Su padre era incapaz de mostrar orgullo. Lo único que pareció importarle era el ajedrez. Era consciente de que sus palabras eran injustas, antes, durante y después de pronunciarlas. Pero Ramón estaba enfadado con su padre.

-Ramón nunca fue bueno con las palabras. No es bueno decir nada malo de los muertos pero así es…era. El único lugar en el que era alguien, era entre esos sesenta y cuatro cuadrados. Me contó lo de vuestras partidas. Si le hubieras conocido como yo sabrías lo que eso significaba para él- Dijo Arturo.

-Él quería una fotocopia, no un hijo. Sólo le importaba que estudiara y que fuera un campeón – dijo Ramón, sin poder contener el resentimiento.

-Estás muy equivocado. A lo largo de los años fue perdiendo amigos por su carácter. No era un hombre fácil. Pero el hecho de que la mayoría de sus amigos fueran ajedrecistas no es porque estuviera obsesionado con el juego…era lo único que sabía hacer. Se expresaba mejor moviendo piezas sobre el tablero que usando palabras.

-Y quería que yo siguiera su camino. Que fuera un campeón. Un niño prodigio como él. No pararía hasta conseguirlo, hasta convertirme en él. Un tipo raro que no sabe nada de la vida.

-Él no quería que fueras como él ¿Sabes lo que me solía decir cuando nos veíamos?

-¿El qué?- preguntó Ramón.

-Me dijo que ojalá nunca ganaras ningún torneo.

Eso irritó sobremanera al joven Ramón ¿Deseaba que fracasara? ¿Le obligaba a seguir sus pasos y encima no quería que lo consiguiera? ¿Después de todo aquello?

-¿Entonces…?- Balbuceó. Su frustración no le permitían expresarse con la elocuencia deseada.

– Le gustaba que ganaras. Le hacía sentir orgulloso, pero le preocupaba quedarse sin una excusa para pasar tiempo contigo. Ya te digo, tu padre era un tipo peculiar. Un genio del ajedrez y un desastre en todo lo demás.

Ramón tragó saliva y la realidad le se solidificó en su pecho, convirtiéndose en algo pesado y frío.

Todo ese tiempo, todas aquellas partidas, todas las horas pasadas en aquel hotel…él no quería que fuera un niño prodigio. Le había dado igual si ganaba o perdía. Y Ramón lo había usado para apartarle de él. Había usado lo único que su padre tenía para alejarse.

Para Ramón, Ramón había sido un desastre de persona. Un idiota. Ojalá lo hubiera sabido… Ojalá le hubiera dicho que no necesitaba ninguna excusa para pasar tiempo juntos.

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