El último verano juntos

A los seis años nos juramos amor eterno bajo los columpios. Nuestra amistad fue la única inmutable hasta que cumplí catorce. Durante la infancia y pre adolescencia ambos tuvimos otros amigos y amigas a pesar de lo cual había unos cuantos placeres que sólo compartíamos entre nosotros: jugar a componer canciones con su Casio blanco de ritmos programados y más adelante tocando la guitarra -ella incondicional de Michael Jackson y yo de Madonna-, leer juntos algo de “Elige tu propia aventura” o “Fábulas y poemas” -su soneto favorito era “La rosa milagrosa” y el mío “El cangrejo y el lobo”-. Raquel se moría por vestir unos vaqueros y odiaba esos ridículos vestidos de muñequita que le hacía vestir su madre, a veces nos cambiábamos la ropa; ella reía de felicidad por llevar pantalones y yo disfrutaba de lo inapropiado de llevar un vestido de florecitas rosas y una camiseta en la cabeza a modo de peluca. Ella me confesaba que quería venir a la rambla a jugar con mis amigos pero ellos la rechazaban por ser una chica. Yo quería ser parte de su grupo de amigas y me aceptaron sin brechas, al menos hasta que llegaron las hormonas, los pechos, el vello corporal y los novios celosos… entonces sólo nos tuvimos el uno al otro como único amigo y confidente. Aún no lo sabíamos, -o no sabíamos que lo sabíamos-, pero no nos unía el amor sino la forma de amar.

El verano en que yo cumplí catorce habíamos dejado atrás el colegio y nuestros caminos se iban a separar, pero aún desconocíamos cuánto. Una calurosa tarde de mediados de agosto nos fuimos a la rambla a dar una vuelta como muchas otras veces con nuestros libros y un walkman. Estuvimos un buen rato inmersos en nuestro mundo multicolor en un recoveco sombreado, apartados de la senda principal. Antes de emprender la vuelta Raquel quiso hacer pipí entre la maleza y se alejó unos metros. Gritó como nunca la había escuchado antes.

Me acerqué y la vi de pie, aterrada, con el orín cayendo por su pierna.

-Mira,- dijo señalando algo oscuro entre la espesura.

Pude ver que era un perro enorme, allí tirado.

-¿Está muerto?- lloraba.

-Creo que sí.

Lo miré bien y su pecho arañaba el aire.

-¡No! Aún respira.

Me incliné sobre él. Sus patas querían salir corriendo. No le respondían. Lo acaricié para calmarlo. Quiso morderme pero aparté la mano. Se le escapó un gemido sin fuerzas. Me había manchado de adherencias negruzcas y blancas. Algunas se movían. Eran gusanos. Larvas de insectos que salían de su cráneo abierto. No era capaz de asimilar la crueldad de seguir vivo en ese estado. Le dije a Raquel que me acercara una piedra grande, no lo podíamos dejar así.

Con las manos llenas de sangre, el corazón manchado de barro y arrastrando el alma atada a los pies emprendimos la vuelta a casa. Nos dejamos los libros y el walkman olvidados en el oscuro rincón y ninguno quiso volver para recuperarlos .

Después del suceso el tiempo empezó a volar, nuestros caminos se separaron y perdimos para siempre aquella dorada intimidad.

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