Fue como despertar en un mundo en el que nada tenía importancia. Estábamos en un restaurante chino un sábado a mediodía, y mi chico me contaba cosas del trabajo.

– Entonces le dejamos la mesa y prometimos volver a buscarla la mañana siguiente – iba diciendo. Llevábamos juntos dos años.
Asentí.
– El lunes pasado me acosté con Bruno – dije, sin más, metiéndome un trozo de cerdo agridulce en la boca.
Su ceño se frunció levemente mientras intentaba comprender el cambio de rumbo de la conversación.
– ¿Bruno? ¿El del bar? – Bruno trabajaba en un bar al que los dos solíamos ir a menudo.
– Sí.
– ¿Es una broma?
Vio la certeza en mis ojos y pareció comprender con cierto retraso.
– Pero… – dijo. Su mirada se apartó de mí con una rapidez espasmódica, pero nada más se movió.
– ¿Era la primera vez? – dijo, mirando las manchas del suelo.
– Sí. – dije dejando de masticar. – Pero lo hicimos dos veces. – añadí. No quería andarme con medias verdades.
– ¿Usasteis condón?
– Sí.
Sergio no conseguía comprender pero se mantenía sereno.
– Está bien, es cosa tuya – contestó finalmente.
– No significó nada. Llevamos tiempo juntos y te quiero. Suponía que estaba bien contártelo. – Me sentía tan indiferente que no me reconocía a mí misma.
– ¿Te gustó? – preguntó el hombre con el que había compartido los mejores momentos de mi vida.
– Sí. Aunque me gusta más contigo. – dije. Era verdad.
– Está bien. ¿Le comiste la polla?
– Sí.
– ¿Y te gustó?
– Sí. Era más delgada que la tuya. Me cabía mejor en la boca.
– ¿Él te comió a ti?
– No le dejé. No me siento cómoda.
– Lo sé.
Esperaba que sus manos rompieran y retorcieran la servilleta de papel hasta hacer pequeñas espirales dispersas por la mesa, como hacía cuando estaba nervioso. Sin embargo no se inmutó. Sus manos descansaban tranquilas a ambos costados del plato. Al cabo de unos segundos, sus hermosos ojos verdes se alzaron hacia mí y retomó la conversación en el lugar donde la habíamos dejado:
– Como te decía, dejamos allí la mesa, y nos dijeron que al día siguiente estaría lista, así que prometimos estar allí a primera hora.
– ¿No quieres preguntar nada más? – dije.
– Creo que no.
– Está bien.
Seguimos masticando un rato en silencio.
– Pues yo sí estoy triste – no pude evitar decir. Mi indiferencia empezaba a hacer aguas ante la fortaleza de la suya.
– ¿Triste por qué?
– Por lo de Bruno.
– ¿No te corriste?
– Sólo la primera vez. Pero no es eso. Siempre creí que existía algo así como un príncipe azul, ya sabes, alguien que podría satisfacer todas mis necesidades y con quien poder compartirlo todo.
– ¿Y en qué posición?
– ¿En qué posición qué?
– Que en qué posición te corriste.
– ¿Qué importa eso?
– Dijiste que querías compartirlo todo.
– El perrito. Yo estaba a cuatro patas y él me cogía por detrás. Pero, bueno, resulta que creía que ese príncipe eras tú y ahora me vienes con eso de que esto es cosa mía y de que no quieres tener nada que ver, y ni siquiera te has mostrado ni un poco dolido…
– ¿Ahora me estás riñendo tú a mí? ¿Soy yo el que se ha acostado con otro?
– ¿Entonces admites que habría algo por lo que reñirme?
– Oh, esto es exasperante.
– Me dices que te da igual y que es cosa mía pero ahora insinúas que habría que reñirme por algo. ¿Entonces he hecho mal?
– Déjalo estar, ¿vale? Puedes hacer lo que quieras.
– ¿Sabes? – continué. Me sentía dolida – Su polla era larga y morada. Se mantenía erecta incluso después de correrse. Tiene un buen cuerpo y una sonrisa preciosa.
– Escucha nena… – me estremecí.- ¿Quieres más cerdo agridulce o nos marchamos?
– No, no más cerdo. Y menos agridulce. – Me giré y busqué con los ojos al camarero. – ¿La cuenta, por favor?
Poco después salíamos de allí, cogidos de la mano, y no pude evitar sentirme traicionada.

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