Colocó el mantel con verdadero primor.

Lo lanzó al aire, sujetándolo con mimo con los dedos por dos de sus esquinas, para que flotara por encima de la mesa. No queriendo dejar nada al azar, una vez que perdió el vuelo, lo acarició con la palma de la mano, para impedir cualquier arruga.

Cuchillo y tenedor escoltan cada plato. Los vasos de cristal, algunos ya mellados por el tiempo y la penuria, terminaron de cerrar el sagrado espacio de cada comensal.

No había servilletas. El tiempo las había raído.

Cuatro sillas, incluida la suya, a escasos centímetros de la mesa, invitaban a celebrar su cumpleaños.

Por último, tomó tres fotografías: la de su marido y sus dos padres, y las colocó encima de cada plato.

Se sentó, encendió una vela y rezó antes de cenar.

Afuera otras personas más jóvenes, a las que su familia cedió sus respiradores, seguían viviendo gracias a ellos.

A pesar de todo, aún se puede confiar en la especie humana.

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