Sus manos frías terminaron por causarle miedo; el olor a muerte en ellas resultaba escandaloso y nefasto. Su olfato saturado y sus ojos increíblemente dilatados no podían ocultar su angustia. Los demonios en su interior se regocijaban y lo que aún quedaba de su humanidad, ardía triste y dolorosamente.

A cada minuto transcurrido sus facciones parecían menos humanas. Ya no era el hombre altivo y orgulloso que transmitía seguridad en cada paso, autoridad en cada palabra y ecuanimidad en todos sus actos. Su voz se había resquebrajado y no podía encontrar el tono ni el matiz adecuado, incluso su dicción empezaba a causarle problemas. Las frases que emitía empezaban a perder el sentido y eran cada vez menos entendibles.

Su cuerpo también estaba sufriendo las consecuencias de aquel monstruoso acto. Su rostro, antes fino y lozano, se marchitaba continuamente; su piel mostraba incontables arrugas que, a un ritmo vertiginoso, se agrupaban para darle un aspecto sombrío, oscuro, casi cadavérico.

De igual manera su columna vertebral se resentía; la posición erguida le causaba un dolor agudo, de tal manera que la única forma de disminuir el sufrimiento era encorvarse, hasta un punto tal, que resultaba difícil mantener la posición vertical. Los huesos de sus extremidades parecían alargarse originándole dolores inusitados. El aliento le quemaba la garganta y respirar le costaba sudor y lágrimas.

En su mente atormentada transcurrían una y otra vez aquellas terribles escenas: Él, en ese bosque, estrangulando sin piedad a su víctima, mientras ésta yacía en un charco de lodo, agonizante; suplicándole piedad con la mirada, que era su única forma de expresión. Él imperturbable, con la idea de que sólo estaba sacrificando a un animal enfermo, creyendo firmemente que hacía lo mejor y lo más humano, pensando que si no era recompensado al menos sería comprendido.

Sin embargo, su conciencia perdió el control y llegó en momento en que empezó a disfrutar de su horrorífica tarea. Fue entonces cuando una fuerza incontenible se apoderó de su voluntad y su función pasó de ser un simple verdugo a la de un temible demonio, pues no le bastó estrangular a su víctima, sino que hizo lo más terrible que cualquier ser humano podría haber hecho: tomó entre sus manos a su recién estrangulada víctima y con una fuerza extraña y sobrehumana lo desmembró usando sus propias manos, abrió la cavidad torácica y arrancó malévolamente aquel pequeño y tierno corazón, para después devorarlo bestialmente, poseído por una tórrida y desenfrenada hambre.

Ahora el destino le cobraba venganza. Él, sentado sobre su cama, más inhumano que nunca, con sus fauces todavía ensangrentadas, solo podía encontrar un pequeño resquicio de lucidez, para ver, como última voluntad y como última imagen de este mundo, la única pertenencia que había conservado de su víctima: aquel par de zapatitos azules, colocados sobre el buró, que por alguna razón que ya no recordaba, se habían manchado de lodo.

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