Estimados lectores: Esta vez tengo el agrado de darles a conocer una historia que publiqué tiempo atrás en un compendio al cual he llamado: Cuentos Nortinos, la de hoy se titula: EL HUGOKENDA.y comienza así:

Recuerdo que cuando era niño, cada vez que mis hermanos o yo nos portábamos mal, nuestros padres nos amenazaban diciéndonos que si no les obedecíamos y continuábamos con nuestras malas conductas, entonces aparecería un peculiar personaje: Un anciano de aspecto miserable y temible, que portaba un viejo saco a sus espaldas, nos aseguraban que en dicho saco él se encargaba de llevarse a los «niños malos». Aquella amenaza surtía efecto, ya que en nuestras mentes infantiles la imagen que nos presentaban la relacionábamos de inmediato con la de un conocido vagabundo que por aquella época recorría las calles de nuestro pueblo , portando precisamente un saco en su espalda y un palo que utilizaba a modo de bastón. Aquel hombre, de edad indefinida y voz plañidera era conocido en nuestro pueblo como El Hugokenda. Aún conservo en mi memoria la imagen de aquel extraño vagabundo de cabellos rojizos y ojos muy azules, al cual siempre veíamos desde lejos, ya que su presencia nos infundía mucho miedo, tanto que cuando lo divisábamos y le escuchábamos pidiendo limosna o lo que fuera, arrancábamos como almas que se las lleva el diablo y nos escondíamos de él.

Ya, cuando crecimos y nos convertimos en muchachos traviesos y con ganas de acometer aventuras, el tal Hugokenda dejó de darnos miedo, pues comprendimos que aquel anciano que recorría incansablemente las polvorientas calles de nuestro pueblo era completamente inofensivo y portaba su saco solo para ir guardando en él, las cosas que la gente, por lástima le regalaba y con las cuales él subsistía.

De un día para otro al Hugokenda no se le vio más por el pueblo, pero fue entonces que comenzó a circular una extraña leyenda popular: Muchos aseguraban que pese a haber fallecido en un incendio, algunos habían oído su voz, pidiendo limosna como él lo hacía, otros aseguraban haberlo visto desde lejos acompañado por su fiel perro negro, el cual con sus aullidos producía escalofríos en aquellos incrédulos. La historia del Hugokenda se convirtió en uno de aquellos tantos mitos populares que las gentes simples y los más viejos suelen contar a los más jóvenes asegurando su veracidad.

Yo me había convertido ya, en un joven adolescente, incrédulo y no me tragaba aquellas historias tan disparatadas, pero, al igual que mis hermanos y amigos nos llamaba mucho la atención un viejo muro de adobes, en donde la gente dejaba jarrones con flores y ofrendas, allí se había instalado una de aquellas «animitas» como se las llama y en ella alguien se encargaba de mantener siempre algunas velas encendidas y una caja metálica atada a un pilar con una cadena, en donde la gente piadosa solía depositar algunas monedas. Mi abuela comentaba que aquella animita era milagrosa y mi abuelo se reía, pero me aseguraba que todos aquellos que escuchaban al espíritu del Hugokenda, pidiendo limosnas debían de echar en la urna un par de monedas, pues de lo contrario, el espíritu del vagabundo jamás los dejaría en paz. Aquello me parecía curioso, pero una noche en donde me había juntado con unos amigos, al regresar a casa me pareció escuchar aquella voz que mi cerebro guardaba aún en mi memoria. Puede que haya sido solo mi imaginación, que me jugó una mala pasada, lo cierto fue que quedé algo inquieto y días después le pregunté a mi querido Tío Juan, acerca de como había muerto aquel conocido vagabundo. Mi tío era un hombre muy aventurero y solía recorrer por lugares muy alejados, ya sea en las serranías o en el desierto que rodea a mi ciudad, su obsesión era, encontrar un » entierro», o sea algún tesoro o riqueza escondida, él creía en todas esas fábulas que se cuentan entre los mineros y tenía la habilidad de hacernos pasar una velada entretenida cada vez que nos relataba sus inverosímiles historias.

Fue él quien me contó la extraña historia del Hugokenda.

_ Ahí, en donde está ese muro, allí, murió el Hugokenda_ Me dijo.

_Pero tío…¿Usted conoció bien a ese tal Hugokenda? Pregunté.

_ ¡Pues claro que sí! Al Hugokenda lo conocí de joven, él no fue siempre un viejo vagabundo como ustedes lo recuerdan…Él era un gringo, tenía buena pinta, era alto, rubio y de ojos muy azules, se llamaba, en realidad Hugo Kendall, era geólogo y llegó a estas tierras con la idea de aprovechar sus conocimientos de minería y hacer fortuna como tantos otros.Había estudiado en una importante universidad de su país y le gustaba recorrer por los cerros recogiendo toda clase de piedras y minerales. por un tiempo estuvo empleado en una importante empresa minera de la región, allí se llevaba muy bien con todos los demás empleados, pese a que no hablaba muy bien el español, lo cual lo hacía ser el blanco de las tallas y bromas de todos, pero él tenía muy buen caracter y se reía de todo, aunque la mayor parte de las veces no entendía nada de lo que hacía reír a los otros.

Al «Gringo Kendall» le gustaba compartir con sus compañeros de trabajo, pero no le gustaba mucho la cerveza sino que su trago preferido era el «fuerte» como le llamaban al whisky, que en aquellos tiempos era muy escaso y caro, pero él se las arreglaba para tener siempre un par de botellas en su pieza, cuando se ponía a beber no había nadie que lo parara y al final terminaba siempre hablando solo en inglés y ahí nadie le entendía.

Logró reunir un buen capital y entonces decidió independizarse y así fue como durante ese tiempo se le veía siempre solo, recorriendo los cerros de los alrededores en busca de algún yacimiento ya sea de cobre u otro metal valioso.

Puede ser que aquellas largas exposiciones al ardiente sol del desierto y las muchas horas de soledad en esas serranías, le hayan afectado el cerebro, pues fue por esa época cuando al «Gringo» se le declaró la epilepsia y también comenzó a tener alucinaciones.

Un día, después de permanecer más de tres meses alejado de la ciudad, bajó de los cerros y comenzó a contar una extraña historia: Decía que en una de sus correrías por los cerros se había encontrado con un viejo minero, un hombre extraño que vestía de manera anticuada, el cual se encontraba muy enfermo y postrado en su lecho y a punto de morir, a su lado se encontraba un perro de abundante pelaje de color negro, el cual gruía amenazadoramente, impidiendo que él se le acercara. El viejo abrió sus ojos y cuando «El Gringo» trató de ayudarle ya era demasiado tarde, antes de morir, aquel viejo le mostró un trozo de mineral. Era una pepita de oro enorme, la cual tenía algo de cuarzo a su alrededor, con su voz entrecortada el viejo aquel le alcanzó a decir que recibiera aquel trozo de mineral, que era parte de un gran filón que él había descubierto, solo le rogaba que se hiciera cargo de su perro y que si lo hacía, éste, le conduciría hasta el lugar en donde se encontraba aquella rica veta.

_ El viejou morir en mis brazos…Mi enterrarlo ahí mismou y colocando una cruz de palou sobre ella…Mi quedar con perrou y venir al pueblou para preparar todou.

Así contaba El Gringo hablando en su jerga particular relatando a sus compañeros de borracheras lo que le había sucedido, muchos se reían de él y le seguían la corriente solo para que les invitara a más tragos, pero cuando El Gringo extrajo de entre sus ropas aquella piedra dorada, muchos le creyeron y así fue como en los días siguientes, el pueblo de despobló ya que no fueron pocos los que comenzaron a recorrer los cerros buscando la tumba del viejo minero, ya que pensaban que cerca debería de estar el rico filón dorado.

Con el correr de los días, como nadie encontró nada, muchos se convencieron de que El Gringo no estaba en sus cabales y que aquella historia era producto de sus alucinaciones y que aquella piedra…Bueno, ¡Quizás de donde la había sacado!

El Gringo Kendall ya no tenía dinero, pues se lo había gastado todo en sus correrías por los cerros y también en sus contantes borracheras en las tabernas, tampoco le daban trabajo ya que pensaban que no estaba bien de su cabeza y así al pobre hombre se le veía de taberna en taberna, contando su historia siempre acompañado de aquel perro de pelaje oscuro.

Pero hubo alguien que si le creyó: Fue un comerciante de origen árabe, quien se había instalado en la ciudad recientemente con un bazar, él después de escuchar su historia con atención, no solo se convenció de que aquello podía ser cierto, sino que además lo acogió en su casa y trató de ayudarle para que dejara de beber. El hombre, cuyo nombre era Sulemón estaba dispuesto a invertir en aquella aventura y fue así, como adquirió el equipamiento necesario : Herramientas y provisiones, además de un par de mulas para acometer aquella quimera y así, durante los dos años siguientes, ambos se empeñaron en recorrer aquellos cerros, teniendo como guía a aquel perro, pero sin lograr ningún resultado positivo.Es verdad que en ocasiones pudieron encontrar alguna veta, pero ésta después de poco tiempo se agotaba sin producir lo que se había invertido en explotarla. Don Sulemón, que como comerciante había tenido algún éxito, comenzó a arruinarse con su aventura de minero, su negocio comenzó a tener deudas, las cuales ya no podía pagar, pero lo peor para él fue cuando se enteró que su única y hermosa hija Fátima estaba embarazada, él sospechaba que la muchacha y el apuesto Gringo tenían algo, pero no esperaba un desenlace así, Lamentablemente aquel hombre, al cual el comerciante había ayudado tanto, le respondió mal y antes de que se le encarara, el Gringo se largó…O sea » se echo el pollo» como se dice. En aquel tiempo y más aún entre la gente decente, era muy mal visto que una mujer se embarazara fuera del matrimonio y para aquel padre, aquello era una deshonra, más aún cuando ya se encontraba al borde de la quiebra. Fue demasiado para él y tanto, que cayó en una profunda depresión, finalmente acabó quitándose la vida y dejando a su mujer y a su hija en la miseria. En cuanto al Gringo Kendall, nadie supo más de él, durante mucho tiempo.(Estimados amigos: Dejo por ahora hasta aquí esta historia y espero terminarla en una próxima entrega). Tito Fabio.

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