EL TIO MANUEL

(Inspirado en un hecho real)

El tío Manuel no temía a la muerte.

­-Yo ya morí una vez y por lo tanto vivo de regalo-decía-. Mi vida es una propina.

Su primera muerte ocurrió el mes de agosto de 1938. Manuel Badía – el tío Manuel- vivía en la Pobla de Bellver, un pueblo de montaña de la provincia de Lérida. El murmullo del río Segre era la banda sonora permanente de aquel lugar, siempre fresco en ese mes, con los tejados de pizarra brillando al sol y esa luz tan deslumbrante del verano en las tierras de altura.

Tenía 28 años recién cumplidos y se había librado de ir a luchar al frente en aquella guerra entre hermanos que lo manchaba todo. El caso es que cuando llamaron a filas a los mozos del pueblo, la Nuria, su mujer, estaba embarazada; al ser sobrina de don Lorenzo, el cura, éste usó bien influencias, súplicas y ruegos en el estamento militar, consiguiendo evitar que reclutaran al muchacho. Manuel, además, era el maestro de la pequeña escuela y se argumentó, también, la contrariedad que supondría dejar a los veinte niños del pueblo sin enseñanza.

Había aprovechado bien sus estudios de magisterio en Barcelona, donde lo recogió la tía Engracia,hermana de su madre,que se había mudado a la ciudad, después de bien casarse con un señorito, el mayor de la familia Bosch. Éste, ya colocado en la empresa familiar, se enamoró de ella, durante un veraneo en la Puebla, donde la familia pasaba tres meses cada año. Al llegar septiembre le pidió seguir sus relaciones formalmentepara poder casarse enseguida e irse a vivir a la capital.Allí, y en esa familia, Manuel fue feliz. Engracia y el heredero Bosch lo cuidaban y mimaban como a un hijo y él estudiaba y aprovechaba bien el tiempo, con la ilusión puesta en sus futuros alumnos. Tenía realmente vocación de maestro.

Con 20 años regresó al pueblo, ya para quedarse, en aquelatrevido autobús de línea, con el que había subido una vez al mes durante los últimos tres años de estudio en la escuela de magisterio. En su ascensión semanalelvehículo sorteaba precipicios y congostos con tal habilidad. Su experto conductor transmitía tal seguridad al pasaje que incluso, en cada subida hacia casa, se había echado una cabezadita arrullado por el traqueteo de aquel enorme cajón de lata rodante, de la que despertaba casi en la plaza mayor, donde tenía su paradael monstruo metálico. Llevaba su título de maestro en la cartera de piel que le había comprado la tía Engracia, como regalo de fin de estudios, y llegaba dispuesto a enseñar todo lo que había aprendido.

Tío Manuel podía hablar de todo. De las estrellas, las constelaciones, los animales, las aves y sus tipos. De las plantas y de todos los bichos. Coleópteros, arácnidos,ciempiés, hormigas gigantes y diminutas. Explicaba lo que conocía con gran naturalidad y transparencia. Le gustaba saber y aquello que no sabía del todo lo intuía y relataba también,con tal lógica, que se hacía imposible dudar de sus enseñanzas y de la veracidad de sus conocimientos.

¡Cuántas anécdotas llenaban su vida!. Una vida vivida dos veces, como siempre gustaba de recordar.

Don Lorenzo, ya sacerdote, había conseguido de sus superioresser enviado al pueblo a vivir con su hermana menor Encarna, la que un día sería suegra de Manuel. Viuda y al cuidado desu única hija , la Nuria ,precisaba ayuda, consuelo y una buena dirección espiritual. Así lo argumentó el joven cura en su petición de destino y parece ser que por esta razón ablandó el corazón al obispado – suponiendo a la institución con esavíscera -. El cura se acomodó en la pequeña yconfortable casa. De esta maneralos tres crearon lo más parecido a una familia convencional.

Manuel y Nuria se parecían físicamente. Morenos de pelo y de piel, aunque él más rizado y rebelde y ella liso y brillante, eran alegres y sonreían traviesamente, a ellos mismos y a todo el mundo. Eran dos niños divertidos y juguetones, si bienlas gafitas redondas de concha de Manuel le daban un aire más serio e intelectual. A él le encantaba escuchar a Nuriacanturrear las cancioncillas que imitaba desu madre. A ella le encandilaba que, sentados en el pedrusco de la plaza, él le leyera los tebeos que le compraba su padre el domingo. Le escuchaba atenta yse reía al ver cómo se le movía ese hoyito que tenía debajo de la barbilla al relatarle, tan serio, lo que ocurría en las viñetas, cambiando las voces de los personajes de la historieta según el caso. Él hacía ver que se ofendía con sus burlas inocentes. Vivían en un juego permanente. Quizá ya se amaran, sin saberlo, cuando los dos críos corrían y se perseguían al salir de la escuela. Se persiguieron jugando al avión, al pilla pilla y a la gallinita ciega. Se persiguieron, mientras crecían,en el baile de los domingos, y prometieron mutuamente no perseguirse más y vivir juntos en la última carta que se cruzaron, la que se escribieron antes de la llegada definitiva de Manuel al pueblo.

Don Lorenzo los casó,convirtiéndose en lo más parecido a un yerno.En aquella familia, enriquecida ahora con el maestro, los momentos de tertulia se llenaban de interesantes conversaciones sobre lo sagrado, por el oficio del cura, y lo humano, por el del maestro.Asílascharlas las llevaba cada uno de los dos hombres de la casa alterreno que tan bien dominaban, haciendo de ellas un agradable pasatiempo.

Yodeseaba que mi madre me mandara a casa de su hermano, el tío Manuel, para que me aclarara alguna lección de matemáticas que ella, pobre,era incapaz de solventar, esperando que me propusieran quedarme a cenar con ellos y disfrutar de aquellas agradables sobremesas.

– Se ha hecho tarde. Come algo con nosotros, una verdurita, y ya luego te vas. –¡Qué regalo para mí!

El bizcocho, que Nuria hacía de maravilla y siempre tenía de postre, era tan rico como la conversación que fluía mientras dábamos cuenta de él.

El tío Manueleraun gran conversador, ycuando hablaba de su primera muerte yo no me cansaba de escucharle explicar esa historia que, como él decía, le había hecho vivir la vida de una manera repetida. Lo cierto es queDon Lorenzo,su casi suegro, siempre atribuyó ese episodio a que Dios, en su infinita bondad y caprichoso a veces,no le había querido recibir todavía a su vera.

Fue en el trascurso de esa misma felicidad familiar cotidiana cuando estallaron los hechos que llevarían al tío Manuel a su primera muerte.

Parece ser que los paseos del tío Manuel con don Lorenzo , envueltos en charlas algunas veces coincidentes y otras no tanto, empezaron a ser comentados por algunos grupos de hombres cercanos al alcalde, que veían con malos ojos esa curiosa y peculiar relación de parentesco y de ideas. Tampoco les favoreció la asunción paulatina de cierto poder e influencia popular. Eran tiempos difíciles en los que una habladuría, un chisme o una maledicencia ponían en riesgo las relaciones de amistad entre los vecinos y, en el peor de los casos, la propia vida.

En aquellos días se mezclabanlos sobresaltos de un crimen explicado en susurros o los medios secretos de tropas que avanzaban o retrocedían en un lejano frente de guerra. Desavenencias sospechas y desencuentros acababan, a veces, en una extraña denuncia y en el peor de los casos en una cuneta cualquiera.

La mala fortuna entró una noche en la familia. Estaban disfrutando de aquella tertulia posterior a la cena, entre el sencillo clericalismo de don Lorenzo y la cultura popular del tíoManuel. De pronto la conversación fue interrumpida por unos golpes violentos en la puerta de la casa. Un grupo de tres hombres, con prisas en sus movimientos, malcarados y a gritos, irrumpieron en el comedor, tirando las sillas a patadas, dando órdenes y escupiendo en el suelo. Con ropas gastadas y boinas negras, iban sucios y mal afeitados, con olor a sangre a sudor y a odio. Ninguna cara conocida. Ningún nombre propio que pronunciar. Nadie a quien preguntar. Sólo empujones.

– ¡¡Tú, maestro, con nosotros. Tú, cura, calladito y a rezar!!.

Fuera, en la oscuridad de la calle, subidos a un camión descubierto, había cinco hombres más apiñados cómo ganado, atados de manos, sentados en el piso de hierro de la plataforma trasera. Manuel, tan a oscuras,no identificó a ninguno. No eran del pueblo, seguro, y estaban asustados como él. Lo subieron sin atarlo tras levantarlo en volandas, como si fuera un saco.En el asiento del conductor esperaban tres sombras oscuras, armadas, con los fusiles encima de sus piernas, según pudo ver al pasar junto a la ventana. Los que lo habían sacado de su casa se subieron a un coche negro, que aguardaba detrás del camión, con el motor en marcha y las luces apagadas.

Los dos vehículos enfilaron a toda velocidad hacia la salida del pueblo y tomaron un camino de tierra lleno de baches, que los hacía saltar, en la caja del camión, a él y a los otros cinco, ingrávidos, cual marionetas de cartón. Nadie habló entre elloshasta que el auto paró en un pequeño descampado, rodeado de un círculo de pinos muy altos. En ese momento algunos de los hombres que eran obligados a bajar bruscamente, preguntaron, ya a voces, qué estaba pasando, mientras los que llevaban fusiles los alineaban uno al lado de otro a empujones y les cortaban las cuerdas.

– ¡¡Ahora lo sabréis!!- les gritaron.

El tío Manuel comprendió que aquello era el final.

-Al menos no me ha dado tiempo de sufrir-se dijo mientras recordaba un padre nuestro–

-¡¡Fuego!!

Fue la única voz que resonó, como un trueno, en aquel desaguisado y torpe desorden.

Después silencio.

Se hizo el día. Una luz blanca y poderosamente intensa, en una mezcla de granates estrellados, martirizaba los párpados de Manuel y los calentaba,al tiempo que pedía a su cuerpo un esfuerzo por atrapar su propiaconsciencia, tan disipada en ese momento. Con lentitud y sigilo hizo un levísimo esfuerzo por respirar. Comprobó con atención que entraba aire en sus pulmones. Aún con los ojos cerrados, trató de reconocerse escudriñándose muy lentamente y descubrir que se estaba despertando. En seguida, como si viera una sola fotografía, formada por cientos de escenas superpuestas, recordó todo lo vivido antes de ese profundo sueño que le embotaba. Movió la lengua y al pasarla por los labios comprendió que no estaba muerto. Como un fogonazo, aún sin abrir los ojos, le estalló aquel grito de ¡“fuego”! en la memoria y fue capaz de recordar cómo sus piernas se volvieron de cera caliente, en aquel mismo instante, y comoun sopor extraordinario le había hundidoen una siesta repentina, sin control, como la que sufre un cuerpo emborrachado que ya nose soporta en pie. Dedujo que debió perder la conciencia.Su cerebro se había desconectado en el momento de máximo terror y todo él se había desplomado, al tiempo que aquellos otros desgraciados caíana su lado, heridos de fuego y de muerte.

En efecto. Cinco hombres, cinco cadáveres ensangrentados, se apilaban allí, a su lado, abrazados, inmóviles y ya fríos, formando una extraña pirámide de cuerpos de la que fue surgiendo el tío Manuel arrastrándose bajo la misma, teñido de sangre que no era suya y absolutamente vivo.

Se santiguó varias veces, los tocó uno a uno con respeto y cierto temor, gateando, como tratando de despertarlos pero sin convicción alguna. Se puso en pie y los miró a todos. Dio unos pasos hacia atrás, sin perderlos de vista mientras retrocedía. Poco a poco se fue volviendo, muy despacio. Buscó el sendero y empezó a caminar, mirando al suelo, primero lentamente pero alargando cada vez más el paso, hasta que el andar se convirtió en trote y después en veloz carrera, al tiempo que se atragantaba con su propia respiración, sus lágrimas y su jadeo.Corría como hipnotizado, tropezando, por el camino de tierra que, cómo observó, aún mostraba las roderas del siniestro camión que lo había traído la noche anterior. Aquel que le arrancó de ese pueblo, ahora frente a él,que ibacreciendo de tamaño ante sus ojos al irse acercando, mientras gritaba tosía y sollozaba:

-¡¡Estoy vivo, estoy vivo!!-, una letanía que marcaba el ritmo de su andar y los latidos de su corazón.

Serían las siete de la mañana cuando, aminorando sus pasos, se introdujo de puntillas en el pueblo, tratando de no hacer ruido con sus pisadas. Bordeando las paredes de las primeras casas, con la espalda en ellas, se acercó sigilosamente a la suya. La tercera de la derecha, entrando por la calle principal. Se asomó despacito a la ventana, por miedo a que hubiera algún indeseable allí dentro. La escena había quedado paralizada en la noche anterior. Todo estaba igual. Cuando se lo llevaronaquellafamilia sólo pudo sentarse y llorar. Así estaban. Dormidos en sus sillas, cómo si formaran parte de un cuadro, probablemente agotados de angustia y de impotencia.

-Estoy vivo-, susurró asomando la cabeza a la ventana, desde fuera.

-Estoy vivo-, repitió rascando el postigo.

-¡Estoy vivo!-, ya más alto, golpeando el cristal con su anillo.

La Nuria, que lo oyó, se movió levemente y recompuso su postura plegada sobre sus brazos cruzados encima de la mesa y la cabeza entre ellos. Parecía un trapo allí abandonado, sin doblar. Abrió un ojo, luego el otro, y se frotó los dos con las palmas abiertas, incrédula, las mejillas manchadas de lágrimas secas y de mugre y de terror.

-¡¡Manuel!! -.Y de un brinco salió a la puerta atropellándose y abrazando a aquel fantasma ensangrentado quelloraba como un niño y sólo sabía decir, babeando de emoción: “estoy vivo, estoy vivo”.

Don Lorenzo y Encarna se levantaron de un salto de su letargo, y al ver lo que estaba ocurriendo frente a ellos también se abrazaron en un segundo plano.No eran capaces de preguntar ni entender qué ocurría. Sólo atinaron a cerrar rápidamente cortinas, postigos y cerrojos y sumarse a Nuria y Manuel en un nudo de brazos cuellos y besos,sin pronunciar palabra alguna. La escena de hipos y caricias se explicaba sola. Se besaban todos ybesaban a Manuel en la frente, en las mejillas, en las sienes, en el pelo y en las manos, manchadas de barro y de sangre ajena.

Aquel suceso finalizó así. La guerra acabaría pocos meses después de aquel episodio. Nadie quería saber más acerca de esa noche.Ni en la familia ni en el pueblo.

Pasados unos años y con la distancia del tiempotranscurrido, que todo lo enfría,le pregunté a mi tío, en mis visitas a verleal pueblo dónde ya siempre vivió como maestro, quién debió organizar tal matanza y por qué, pero él contestaba:

-Qué más da. Yo resucité para empezar de nuevo aquella mañana. Ni quise entonces ni quiero pensar hoy en nada más. Vive conmigo y no pienses tú tampoco.

Y repetía su cantinela:“Yo vivo de regalo. Mi vida es una propina. No temo a la muerte porque ya he muerto una vez. Tengo esa fortuna y ya siempre la tendré”.

El tío Manuel vivió muchos años. Tantosque aquellos que lo conocimos e incluso él mismo, llegamos a pensar que nunca se iría de este mundo. Una tarde de verano, sentado a la sombra de la gran higuera, que cubría el pequeño jardín de su casa de la Pobla de Bellver , lo encontramos dormido para siempre , con una serena expresión de paz y una hermosa sonrisa. La sonrisa, agradecida a la vida, de aquel hombre que vivió su última hora por segunda vez.

Jmrc 30-06-17

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