Aprobado general

Aprobado general

Julio SR

26/03/2020

Estos días de encierro y soledad he abierto un cajón de la memoria que guarda una historia que nunca ocupará las portadas de los periódicos del mundo ni justificará estados de alarma ni medidas excepcionales. Esta historia habla de dos enfermedades. La primera era hasta hace menos de un mes, el verdadero drama de las últimas décadas, ahora que la ciencia la ha destapado. La segunda es invisible y silenciosa y se lleva muchas vidas desde que el hombre se empezó a hacer preguntas que no encontraban respuesta.

La historia la conservo a pedazos como quien guarda fotografías antiguas en una caja de galletas. Ocurrió hará unos veinte años, cuando aún iba al instituto. Aquel año tuvimos tres profesores distintos de matemáticas en un solo curso. Creo que fue en tercero de secundaria. El primero era nuestro tutor. No consigo recordar su nombre pero conservo desde entonces en mi memoria , como si hubiese estado en aquel pupitre ayer sentado, que a mitad de curso y en una de sus clases magistrales nos anunció que iba a faltar unos días y que tendríamos un sustituto. Nadie imaginó en ese momento a pesar de sus memorables accesos de tos y su forma suicida de fumar que el motivo de su baja médica era tan grave como para obligarle a dejar este mundo de forma tan imprevista. Murió de cáncer de garganta a las pocas semanas. Entonces casi todos habíamos vivido de cerca alguna de esas injusticias del destino que van apagando la vida de la gente de esa forma tan despiadada, y pudimos encajar el golpe con entereza y seguir con nuestras vidas con la estúpida sensación de alivio porque aquella vez no se tratase de alguien con el que compartiésemos algo más que un encerado y un libro de matemáticas.

Nos enteramos de que la cosa era seria poco después de su última clase, gracias a la indiscreción de la que entonces era jefa de estudios que nos advirtió que tendríamos sustituto hasta el final del curso y que probablemente el profe no saldría de aquella.

Pocos días después de tan funesta revelación, tomó posesión de su plaza de interino el sustituto, cuyo nombre por otra flaqueza de mi memoria tampoco recuerdo, creo que era Jesús. Nuestro joven opositor tardo poco en adaptarse y en conectar con los alumnos más destacados y laboriosos de la clase entre los que, huelga decir, yo no me encontraba. En aquella época eran otras mis inquietudes, si es que las tenía. Lo que si es seguro es que estaba peleado con el mundo como le suele suceder a los chavales a esa edad. En mi caso recuerdo que era poco amigo de asistir a las clases que me suponían más del mínimo esfuerzo, pues era más fácil aguantar la frustración de no seguir las explicaciones del profesor achacándola a mi absentismo, que admitir que no las comprendía. Así es que con el pasar de las semanas y cuando ya parecía que la novedad ya no era tal, un día en el que quién sabe porque casualidad del destino sí asistí a clase, sucedió lo que nadie nunca hubiera podido imaginar.

No sé si fue mucho o poco después de recibir la noticia de que nuestro tutor ya no volvería nunca, pero recuerdo que debíamos empezar nuestra clase de matemáticas a primera hora de la mañana y que ya llevábamos veinte minutos de espera. Como seguro imaginaréis, los más alborotadores ya estaban deseando saber si se daba por suspendida la clase y podían salir pitando hacia alguna cafetería o a holgazanear por el patio o por la plaza de San Pablo. Fue entonces cuando llego nuestro compañero Marcos, cuya ausencia nadie había notado, con el rostro pálido y los ojos hinchados, y casi no le alcanzó la voz para contarnos que alguien se había arrojado desde un noveno piso en un edificio a un par de manzanas de su casa y que cuando llegó la ambulancia ya era tarde.

Tampoco tengo claro después de tantos años, quién de entre compañeras tuvo la mala fortuna de bromear con la posibilidad de que fuera nuestro sustituto, que no soportando a una clase de ineptos como la nuestra se había tirado por la ventana. Seguro que ella recordará siempre el momento en que la jefa de estudios nos vino a anunciar lo que nadie pudo asimilar hasta varias horas después cuando las noticias regionales tornaron en real lo que nos pareció una broma macabra: Jesús se había precipitado por la ventada del edificio en el que más tarde supimos quevivía su novia.

Recuerdo que entonces yo era delegado de clase y que asumí que debía asistir junto al subdelegado – ese empollón que fabricaba los mejores apuntes que jamás tuve entre mis manos en toda mi dilatada vida académica – en representación de la clase, al funeral que se celebró al día siguiente en la iglesia de la plaza del Carmen, en el barrio de las Delicias. Recuerdo ese olor y ese aire pesado que empapaba el ambiente y lo hacía irrespirable y que las palabras que arrojaba el cura de turno no eran palabras sino un especie de tétrica banda sonora de aquella triste ceremonia de incomprensión e impotencia. Porque recuerdo que lo más frustrante no era que hubiera decidido lo que decidió sino el no saber que sufrimientos le empujaron por esa ventana. Eso nos hacía vulnerables porque nos mostraba a todos los allí presentes que aquello era un salida, la última de las salidas, pero una salida al fin y al cabo.

Ahora en la soledad de este encierro, pienso que tal vez esa sea la razón por la que se silencian estas tragedias, condenando a esa pobre gente que las vive de cerca, a no poder hablar de ellas dejando respirar la herida para que pueda curar. Esa enfermedad que no llena periódicos es mucho más demoledora que cualquier otra, porque deja, además, familias enteras de muertos en vida, anónimos, que necesitan gritar al mundo que no pudieron hacer nada, y que el viento les conteste que no son culpables.

Se llegaron a decir barbaridades en las semanas que siguieron a aquel día. Circulaba por el instituto la leyenda de que aquella plaza estaba maldita y que todo el que la ocupase corría peligro de muerte. La verdad es que paso más de un mes hasta que una profesora del departamento, no sé si por arrestos o por bemoles, trato de impartir lo que quedaba de materia para ese curso. Aquel año hubo aprobado general, pero nunca lo recordaremos por eso.

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