Me gusta su camisa beis, cuidadosamente abotonada hasta el cuello, al cual cubre por entero; las mangas largas, finas, aferradas a la piel hasta el final de las muñecas, fruncidas, no dejando escapar un milímetro del blanco pálido que ha de ocultarse. A pesar de lo que pueda parecer, la tela es liviana, tiene un aire vaporoso a la vez que pétreo, parado en el tiempo, como sus manos dispuestas sobre el regazo. Una falda hasta los pies, verde y aterciopelada permite ver la punta de unos zapatos cuadrados, marrones de piel, la hebilla metálica se distingue en uno de ellos, cubierta de polvo, como si hiciera años que no se movieron. Las manos, níveas y hieráticas, sin gesto perceptible. Sé que si las moviera sería para levantarse y marcharse. Pero algo la retiene. El cabello, un recogido de varios siglos atrás, es sobrio y muestra la discreción requerida, de aquel entonces, en su sexo. Miro su rostro. Mi respiración se corta, no deseo seguir mirando aquella aberración que me niego a aceptar, y sin embargo, me atrae el horror que experimento.

Su rostro no existe. Es una cara borrada. La piel lisa y tersa recuerda a la piel que recubre la frente de una niña. ¿Qué le ocurrió a la joven para que su rostro dejara de existir?

De repente se me ocurre que si no tiene una nariz que aspire el oxígeno no podrá respirar. Si no respira, no vivirá.

De inmediato el cuerpo se balancea hacia un lado y se desmorona despacio, con elegancia, hasta dar contra el suelo de lleno. Muerta.

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