A causa de mi ritmo de vida bonaerense, yo era siempre el primero en llegar a los restaurantes y cafeterías de la localidad. En San Justo o Parque Chacabuco, ya me había hecho de mis cafeterías predilectas donde el hecho de llegar y pedir “lo de siempre” era motivo de un orgullo nostálgico, ese que se habla en el idioma de la complicidad entre un cliente y un mozo cuando la habitualidad y la costumbre se materializan en un café con dos medialunas sobre la mesa más próxima a la ventana. Así se siente uno cuando practica los ritos que confirman el mito.
Un jueves cinco de marzo fue mi primera mañana de exploración, reboté en más de una cafetería donde apenas si estaban acomodando las mesas y recibiendo mercadería. Todos continuaban con su tarea a mi alrededor como si yo fuera un fantasma foráneo. Y probablemente lo era, no solo por mi comportamiento sino porque es imposible no ser reconocido como turista en una pequeña ciudad donde todos saben sus nombres, más por sentido de comunidad que por baja densidad poblacional.
“Mesón de la Plaza” fue entonces el primer y único lugar que me sirvió un café americano, que no pudo ser cortado debido a un faltante de leche que el encargado de la barra justificó con “es que esto es un restaurante, no es cafetería, en realidad no servimos desayunos”. Eso es algo que aprendí tras dos semanas en el país, cada cual tiene su especialidad y uno debe saber dónde encontrar cada cosa.
Cercana a la puerta de calle estaba la mesa que elegí, bañada en parte por la luz del sol de las 8 de la mañana que otorgaba un contraste marcado entre el ocre del papel y la tinta negra de los párrafos de mi segunda edición de “Los Pasos Perdidos”. El ejemplar lo había comprado el día anterior a un anciano coleccionista que, como es normal por esos pagos, transformó el living de su casa en un comercio, en este caso, en una librería.
Mi primera visita a la casa de Orestes López Cruz y su compañera María, fue durante el mediodía del miércoles 4 de marzo, yo miraba los libros tímidamente desde la vereda cuando María se percató de la situación y me invitó a pasar. Entré pidiendo permiso, Orestes estaba sentado en su computadora de un gris amarillento, probablemente atendiendo las ventas en línea. En la sala living/librería apenas entrabamos los tres, había una mesa que cumplía la función de escritorio, cubierta con algunos libros, papeles, folletos y billetes de colección; las paredes, por su parte, estaban escudadas por estanterías y aparadores plenos de libros y otros documentos antiguos de un valor que no sabría calcular.
Sobre uno de los muebles de la sala, divisé rápidamente un libro sobre Camilo Cienfuegos que venía rastreando desde la capital y cuando Orestes me dijo que valía 8 cucs, se lo pedí inmediatamente. En las anteriores ciudades que visité, me habian pedido hasta cuatro veces más ese valor, “se abusan porque hay mucho turismo” me dijo “pero lo viste con ojo de halcón, ni yo recordaba que estaba ahí”. Ese mediodía conversamos poco, pero los breves minutos que pasé en el local sievieron para intercambiar la información mínima de presentación entre él y yo. Antes de despedirme me dijo “si quieres puedes pasar esta tarde alrededor de las cinco, yo cierro el local desde las dos a las cuatro y media, para entonces te puedo buscar más libros de Camilo y el Che, también tengo muchos ejemplares originales de la revolución, puedes venir a conversar y tomar café, es gratis”. Más allá de que mi condición de argentino siempre trajo acarreada una hospitalidad mayor a la habitual para con cualquier otro turista, Orestes ya había percibido en mí un particular interés por sus libros pero especialmente por el contenido de los mismos. Sin dudarlo acepté el café, y él replicó que ese tipo de invitación no la hacía a cualquiera, sino “solo a quienes verdaderamente la merezcan”, descubrí en esa frase disfrazada de elogio, una mano hermana extendida, la invitación a recorrer la profundidad histórica bajo la superficie polvorienta de esos pocos metros cuadrados donde se apilaba un patrimonio cultural envidiable. Le dije que entonces iba a llevar algo para compartir con el café y me lo negó rotundamente, quizás no quería cargarme con ningún tipo de compromiso. Intenté explicar que en mi país, es costumbre no llegar con las manos vacías a ninguna casa donde uno es invitado, aún así refutó “yo ya no como ni bebo, estoy viejo y solo me dedico a esto”. Acepté momentáneamente esa sentencia.
Al salir, caminé apenas unos metros en dirección a mi hospedaje, cuando Orestes asomó por la puerta de su casa y apuntó con el dedo al libro que me estaba llevando, “ese libro” me dijo, “ese es un libro de uso ¿me entiende?”, le sonreí asintiendo con la cabeza, a pesar de que me habló con seriedad, cómplice pero con seriedad, e interpreté en ese último consejo la transferencia de un deber, una responsabilidad intrínseca a la posesión de ese enorme libro de colección.
Almorcé en un restaurante céntrico y más tarde aproveché la ventaja que otorgan las vacaciones, esa de poder dormir la siesta o tomar mate en la terraza. Llegadas las cuatro y media de la tarde, empecé a caminar las pocas cuadras que separaban mi hospedaje del hogar librería. Caminé con la misma sensación de felicidad que me ocupa cuando visito a mis abuelas en Buenos Aires. Apenas me aparecí en la puerta (siempre abierta) de Orestes y María, dije: “les traigo un regalo”, y es que yo no iba a soportar llegar con las manos vacías, así que encontré algo mejor, llevé conmigo tres billetes de la República Argentina para que se sumen a la colección: “este es Manuel Belgrano, uno de nuestros próceres más importantes, creador de la bandera nacional, este es el General Don José de San Martín, libertador de mi patria”, “y otras más” agregó Orestes, así entre los dos completamos su acotación hablando de Chile y Perú, “y estas son las Islas Malvinas, cuya soberanía lamentablemente perdimos a manos de los ingleses”. Completé la descripción de los billetes y luego de agradecerme, Orestes sacó una moneda que estaba dentro de uno de sus aparadores “este es mi regalo, una moneda nacional con la cara de Camilo, salió de circulación hace años, puedes limpiarla con una goma de borrar y volverá a brillar como nueva, es de níquel”. Para entonces María ya había servido tres tazas pequeñas y así se sumó el café a todo aquello que ya estábamos compartiendo.
La mesa y los sillones de la sala estaban ahora cubiertos de más y más libros, Orestes me explicó que durante la tarde, se dedicó a “dar vuelta” las bibliotecas para facilitar el acceso a los ejemplares más interesantes sobre la revolución, sus héroes y mártires y los exponentes más reconocidos de la literatura, poesía y pensamiento cubano. Me confesó que esos libros los mantenía escondidos al fondo de las estanterías porque a pesar de que están ahí para ser vendidos, él es celoso de su colección y realmente no quiere hacerlo, pero que reconoció en mí un interés genuino “se nota que te interesa y tienes conocimiento del material, además de espíritu revolucionario, por eso saqué todos estos libros de su escondite, yo ya estoy viejo, tengo 76 años y estoy enfermo ¿para qué voy a seguir guardando esto?”. Al escuchar eso, sentí que dejaba de ser un turista, para pasar a ser su nieto por un rato. “Entonces, ¿qué te interesaría que busquemos?” Indagó mientras María me alentaba a tomar el café antes de que se enfriara. Pedí por Carpentier, Lezama Lima, Cienfuegos y El Che, y esos nombres despertaron en Orestes la alegría y satisfacción también reconocibles en un profesor ante la respuesta correcta de un alumno. Los libros se apilaban en cantidades sobre cualquier superficie plana de la sala, me alcanzaban uno tras otro al mismo tiempo que me explicaban el año de las ediciones, la cantidad de ejemplares por tirada, antologías, obras completas, novelas, ensayos, etc etc.
Con ganas de llevarme todo, pero limitado por cuestiones de equipaje y presupuesto, terminé eligiendo tres libros. María me invitó a lavarme las manos, ya que la empresa de revolver antiguedades implica cubrirse un poco con los pormenores del paso del tiempo y los objetos cuando se coleccionan, así que terminada esa tarea, fue momento de despedirme. Prometí volver antes de abandonar la ciudad, Orestes dijo que seguiría buscando buenos libros para recibirme entonces y selló nuestra nueva amistad diciendo “me alegra que puedas llevarte estos libros, los escondo para no venderlos pero ya no tiene sentido, estoy viejo y enfermo, tengo cáncer de próstata ¿sabes? no tiene sentido quedarme con todo esto”.
Yo no supe qué responder, solamente asentí en silencio y espero que él haya podido interpretar en mi mirada el orgullo que sentí al haberme sido confiada una pequeña parte de esa colección para hacerla trascender.
Desde esa tarde, recorrí la ciudad siempre acompañado por uno de esos libros, sin la necesidad de presentarme a horario en ninguna parte, leía un poco en la plaza central, otro poco antes de dormir y un capítulo más mientras tomaba mate en la terraza del hospedaje.
Hasta esa mañana del cinco de marzo en la que me dispuse buscar una cafetería donde desayunar, y encontré la mesa bañada por el sol de las ocho de la mañana en el restaurante “Mesón de la Plaza”.
Las páginas de mi libro rejuvenecidas por el sol se tornaron contemporáneas y en ese rincón de Sancti Espiritus yo pasaba desapercibido como un fantasma foráneo.
Entonces, leí una descripción exacta de mi actualidad, la de un hombre solitario sin nada que hacer en lo inmediato, “desconcertado por la posibilidad de dialogar conmigo mismo” me dijo el libro, sumergido donde quiera que esté en mi desorden mental, “el desorden de la partida presurosa, era todavía presencia de la ausente” me explicó Carpentier, y fue entonces que descubrí por primera vez la genialidad de su literatura, capaz de desplegar la más frondosa descripción, pero a la vez resumirla en una sola oración dentro del párrafo, capaz de contener el todo en la parte.
Desde aquella mañana ya no soy el fantasma foráneo tomando café en un restaurante vacío, el “buen día, hermano” del encargado de la barra de Mesón de la Plaza, viene siempre acompañado de un “¿lo de siempre?”, como en San Justo, como en Parque Chacabuco, y entonces yo asiento cómplice con la cabeza, como quien vive una vida que tiene mucho de lo de siempre, como quien está seguro de que el libro que carga es “un libro de uso” ¿Me entienden?
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