Me fui a dormir una siesta, una simple siesta. No era algo peligroso. Lo hago desde hace años. Los médicos dijeron hace poco que estaba perfecta que tenía un corazón de menos de cuarenta… ¿Qué pasó? Me despierto, me levanto y, como siempre, camino hacia el baño, me miro al espejo y no me veo. Mi reflejo no aparece. Intento limpiarlo, no entiendo qué pasa. Vuelvo a la cama y ahí me veo. Parece que solo yo creo que me desperté. No sentí ningún tipo de dolor ni advertencia, pero evidentemente estoy muerta o eso parece. Se me ocurrió una gran estupidez: intenté meterme en mi cuerpo. No hace falta que lo diga, pero hacerlo no fue nada útil. Pienso que es evidente, como dije, pero quizá no lo sea. ¿Y si es un sueño? Sé bien que no soy una niña, con setenta y ocho años todos pensaran que fue algo natural, pero yo estaba bien; salí de cosas peores que de una siesta. Si es que pasó lo que creo. Estoy parada frente a mi cama mirándome, o mirando lo que yo era. ¿Quién va a encontrarme? Mi marido, supongo. Me siento a los pies de la cama, me angustia pensar que el único viaje que hice en mi vida fue una aburrida y corta luna de miel a 200 kilómetros de casa. Tuve una vida tan correcta que no tiene sentido ni que la cuente. Me casé a los diecinueve años con el chico bueno y trabajador que me aconsejaron mis padres, tuve una hija y tres nietos. No estudié nada, siempre viví del trabajo de mi esposo, no tuve amantes, ni enemigos. Nunca hice ridiculeces, me vestí siempre como una señora común, nunca me subí a una moto ni a un avión. Las fiestas en las que participé fueron cumpleaños de la familia, cenas de Navidad y brindis de fin de año, mi boda, la boda de mi hija y sus quince. ¡Mierda! Ni siquiera tengo una mejor amiga, y si la tuviera: ¿Qué le contaría? Que cocí un botón de un pantalón o que jamás se me quemó la comida. Le podría hablar de cuando fui al médico, o cuando el verdulero me hizo un descuento porque soy su vecina de toda la vida.

Recuerdo a mi hija llorando en la cama furiosa cuando rompió con su primer novio, yo no sé lo que se siente romper una relación. Me acabo de dar cuenta, en el caso de estar muerta, que ni siquiera voy a ser viuda. Es macabro pensarlo, pero me hace reír. El dolor más fuerte de mi vida fue cuando perdí a mis padres. No tuve hermanos, así que tampoco me arriesgué a perderlos. Qué triste que lo más excitante de mi vida haya sido cuando me extirparon un tumor a los cuarenta y nueve, o la vesícula a los treinta. No pinté nada, no esculpí, ni escribí nada, lo único que puedo decir que es mi creación ha sido Sabrina, mi hija, y ni si quiera es sólo mía. Vi todas las telenovelas que pude, eso sí. Nunca estuve borracha, no me tatué, no probé ninguna droga (salvo alguna que me haya recetado el doctor), nunca fumé, no fui a bailar, no tuve miedo de que descubrieran algo terrible de mí; no estuve detenida ni presa, ni hubo riesgos de que lo estuviera. ¿Qué hice todo este tiempo? ¿Qué hice hasta los setenta y ocho? ¿Voy a despertar? ¿Es un sueño? ¿Realmente he muerto? -Irma, tiene que acompañarme. Llegó la hora…

Relato seleccionado por revista literaria mexicana «Literaturalmente» 2020

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