Conozco el frío de los barrotes del sitio dónde habito. Los conozco desde hace tiempo. No los veo, pero mi lengua los lame, los recorre una y otra vez a lo largo del día. Cuando hay visitas, la mayoría de mis compañeros se alteran. Yo, me pego a estas rejas de hierro, a este abrazo helado. Es mi forma de decir, aquí estoy, sin ningún ladrido, sin poder ver nada. Acerco mi trufa a ellos cuando sé que es la hora de la comida, la del paseo. Qué curioso que ese frío sea el anuncio del calor que viene luego.

Cada milímetro del canil dónde estoy lo conozco al dedillo. He aprendido estos meses a recorrerlo sin miedo. Las paredes son de cal, lo sabe mi cuerpo al apoyarse en ellas. Tienen algunos desconchones. Éstos, pellizcan mi piel al apoyarme en ella. El suelo,es de baldosa, frío. En verano, me estiro encima de él como si estuviese dormido. Siento su frescor entonces. En invierno, apenas toco las baldosas. Me acurrucó en mi cama. Me enroscó. Mis paseos en esa estación van desde mi cama al bebedero, al cacharro de la comida. Luego, vuelta de nuevo a mi lecho. Algunos días, suena el canto de las gotas de lluvia en la ventana. Esa melodía, si es muy constante, anuncia que no habrá paseo afuera.

Mis cuidadoras son la parte humana que me acompaña en esta época de mi vida. Sus voces son dulces. Me arropan. Me abrazan sólo con oírlas. El tono de ellas es una manta que, te cubre cuando sientes frío. Me dicen palabras agradables.Me lavan, me peinan, me acarician, me pasean. De esta forma siento menos la soledad. Ellas y mi amigo Rufus hacen que mi destierro sea menos doloroso.

¡Ah Rufus! Perdón, me he olvidado deciros quien es. El es mi compañero de canil. Conozco cada trocito de su cuerpo. Es menudo. Su pelo cuando lo lamo es suave, corto. Sus orejas son puntiagudas, tiro de ellas para jugar. Cuando me distraigo ó me quedo dormido él es mi alarma. Con su ladrido, me indica que está pasando algo. Los distintos tonos me señalan si viene la comida, si hay alguien que se acerca ó si quiere llamar mi atención para jugar. Rufus tiene sólo tres patas. Lo sé porque cuando jugamos a mordernos ó nos echamos el uno sobre el otro, siento su muñón. También lo sé por el sonido de sus pisadas.

Salta y salta de felicidad a menudo. Es una alegría coja. Coja por esa ausencia de pata, por esa falta de familia. Por lo demás, él siempre está contento.

El sol, sus rayos , entran por la ventana. Con mi cuerpo, busco el lugar mejor dónde recibirlos, el lugar exacto . Al sentirlos, en mi piel se despiertan recuerdos felices anteriores. Yo tenía un verdadero hogar.

Es en ese momento tan cálido cuando recuerdo épocas anteriores. Rememoro las manos que me acariciaban, sus gestos, las sonrisas al verme, sus voces, sus rostros. Formábamos una familia. Yo era parte de ella. Dentro de mí, sigue clavada la imagen del pequeño de la casa. Me tiraba a menudo una pelota, yo iba presuroso a buscarla. Eran nuestros juegos, nuestros paseos, nuestras siestas en el sofá, siempre los dos juntos. Poco a poco, mis ojos dejaron de ver. Conocía la casa, todos sus rincones, sus alrededores, sus olores, sus voces. Nadie de la familia pareció darse cuenta de mi falta de vista. Un día,al salir de paseo, los ruidos se hicieron estridentes. Eran parecidos al sonido del aparato que utilizaba mi dueño cuando colgaba aquellos rectángulos en la pared de la casa. Ruidos por todas partes. Voces chillonas. Mi cuerpo chocó con algo metálico, grande, un aparato gigantesco gélido. Ladré asustado, no sabía qué era aquello. La voz humana familiar me dijo que no pasaba nada, que había obras en la calle. Casi muerdo a una persona que se acercó a mí en ese momento. Di vueltas y vueltas desesperado sin poder encontrar un referente. Me sentí perdido.

Ese fue mi final. Ellos se dieron cuenta que ya no veía. Me llevaron a la perrera. Les dijeron que no podían hacerse cargo de un perro ciego. Sentí desvanecerse su fragancia acompañada de sus pasos. Una puerta se cerró tras de ellos. Nunca más volvieron.

Ese día, mi primer día aquí, estuve quieto, paralizado. Percibí al entrar como varios olores se acercaban a mí. Yo temblaba. Daban vueltas alrededor de mi cuerpo. Me olisqueaban. Entre ellos, uno me dijo con un lametón: “me caes bien”. No lo supe entonces, era Rufus. Sonaron voces humanas en ese momento. Escuché decir que él sería un buen compañero para mí. No tendría problemas conmigo. A continuación mellevaron por un lugar estrecho, alargado, mi cuerpo se chocaba con las paredes al andar. Desde ese pasillo entramos en el que iba a ser desde ese momento mi hogar. Fue la primera vez que sentí los barrotes. Ellos se han convertido en el compañero de mis días. La recompensa a cambio de mi ceguera.

Oigo ladridos ahora. Suenan fuertes. Vienen de los demás caniles. Rufus se ha puesto a ladrar alborotado también. ¿Será la hora de la comida? Me parece muy pronto. Pego mi hocico en los barrotes esperando. Me doy la vuelta, me acerco a él. Le olisqueo, él me da un lametón cómo respuesta. Intuyo que algo pasa diferente. En el olor de su cuerpo hay excitación. Hay algo más: esperanza.

Rufus, nunca pierde la fe de que aparezca alguien y se lo lleve de allí. Yo no tengo ninguna. ¿Cómo puedo tener alguna si he fallado a mi familia?

Oigo los pasos de mi amigo, él se ha colocado en la puerta. Allí, se ha quedado quieto. Yo, me quedo en mi rincón esperando alguna señal de él. Se oye el sonido de la barra de metal al descorrerse, al abrirse. Es un sonido chillón. Suenan pasos y voces humanas que entran.Rufus, se acerca a mí, pega su cuerpo al mío. Está callado. Los dos juntos esperamos sin saber el qué.

Una de las voces la reconozco, es una de mis cuidadoras. La otra, no la he oído antes. Suena dulce. Los pasos de ellas se van aproximando hasta dónde estamos. Siguen hablando. Están agachadas a nuestro lado. Siento su cálido aliento.

Mi piel siente el dibujo de unas manos que empiezan a acariciarme. No son de mi cuidadora, son manos diferentes que avanzan por mi pelo con precaución, despacio, con ese lenguaje que tienen al hablar los dedos. Me dicen que no tenga miedo, que no me van a hacer nada malo. Rufus mueve su rabo contento. El movimiento de su cola trae frescor ami cara. Yo sigo inmóvil dejándome acariciar , sintiendo algo que perdí hace mucho.

Las manos de la cuidadora ponen en mi cuello un collar. El cuero me rodea, me aprisiona. Quieto, me dejo hacer. Las manos extrañas no paran de acariciarme, de hablarme, de decirme que bueno soy. Rufus se ha apartado de mi lado. Escucho el ruido tintineante de una correa que se arrastra por el suelo. En mi collar noto ahora el peso de una cadena. Siento que esa correa se estira, alguien coge de ella. Tira suavemente de mí. Avanzo muy despacio. A mi lado siento a Rufus también. Le huelo. Su olor me dice : “confía”.

Nuestros pasos van juntos. A nuestro lado, percibo la presencia de la extraña. Nos lleva con las correas. Delante de nosotros suenan los pasos de la cuidadora. Recorremos el pasillo. Nos acompañan los ladridos de los demás. Algunos nos dicen adiós. Otros , llevarme a mí también. Hay gruñidos de algún enfado y aullidos de tristeza.

Rufus va contento. Yo me pego al andar a él. Me gusta esta sensación. Es distinta a las que he tenido hasta ahora. Las voces humanas se despiden. Se abre una puerta y se cierra detrás de nosotros. Seguimos avanzando. El sol está tan cerca, casi puedo tocarlo, lo siento por todas partes. Su calor. Ya no siento frío. Acerco mi hocico a mi compañero , a la nueva presencia humana. Siento la palabra hogar.

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