La biografía inconclusa de Eln (La infancia)

La biografía inconclusa de Eln (La infancia)

 La biografía inconclusa de Eln 

Primera parte

 La infancia 

Luego empezó a hablarme de un caso en el que tuve que actuar. 

—¿En el que usó la ginebra como arma?
“El Interrogador” supo controlar su sorpresa
al saber que el desconocido entrevistador sabía del asunto de Eln. 

—Exactamente. 

—¿Y qué le dijo ella de ese crimen? 

—No fue un crimen, fue un trabajo. 

1

La vida de Eln no fue para nada sencilla. Empezando por su infancia. De quién se decía era su padre, mejor ni hablar. Del odio que le profirió la madre hasta nos cuesta escribir.
Por esas y otras desgracias, la vida de Eln no fue para nada sencilla. Transcurrió su infancia en un pueblo pequeño, si es que se podía llamar pueblo a ese villorrio insignificante. Ocho cuadras de largo por tres de ancho. En cada cuadra cuatro o cinco ranchos, no más. Cada casa un rancho, verdaderas taperas, para describirlos con propiedad. Dos viejos a la puerta todo el día, de los que nadie sabía si estaban vivos o muertos. Momificados, era posible, resecados por el viento salino que venía del río próximo que por algo llevaba el nombre de “Salado”. Viento salado, agua salada, tierra salobre a inútil que se extendía por varias leguas a la vera del pueblo, hacia el naciente. Al fondo, donde el cielo echaba unos humores grises y violáceos que dibujaban figuras espiraladas, estaban los cascos de tres estancias que lindaban una con otra y que envolvían al pueblo en un abrazo asfixiante.
Allí los terratenientes vivían como reyes servidos por puesteros y sirvientas, las más de las veces las propias esposas de los puesteros, pobres mujeres que nada podían hacer contra los atropellos de sus patrones que se aprovechaban de ellas; mujeres temerosas de perder sus serviles trabajos y que no se animaban a protestar cuando los mandones las manoseaban o abusaban de ellas. Nadie les echaría mano porque ellos eran los dueños de todo.
Eln era uno de los pocos que en el pueblo sabía escribir y sabía leer. Y lo hacía muy bien a pesar de que nunca había ido a la escuela. La que había, donde concurrían no más de diez alumnos que cursaban grados distintos, era un viejo, pero bonito edificio de la década del cuarenta, con tejas criollas y amplias paredes de cuarenta que volvían al edificio fresco en verano pero helado en invierno.
La escuela estaba rodeada de un amplio parque donde los diez alumnos jugaban toda clase de juegos que ellos mismos inventaban.
Eln solía quedarse del lado de afuera del alambrado que rodeaba la escuela. Cualquiera hubiera jurado que observaba, a través de los rombos del tejido de acero liviano, el juego de los otros niños que no le prestaban ninguna atención. En realidad su mente no estaba ahí, de ninguna manera.
Dedicaba ese tiempo a resolver mentalmente difíciles multiplicaciones y divisiones (y tal vez ese ejercicio repetido durante mucho tiempo lo preparó para el juego de ajedrez), operaciones que fue complicando cada vez más hasta que descubrió por un camino propio el álgebra, la geometría, la lógica, la probabilidad, los conjuntos, la matemática aplicada. Todo en su pequeña cabeza que no inspiraba a nadie a creer en su genio.
Cada tanto alguna mano larga, bruto alambrador o peón de alguna de las tres estancias, le propinaba un golpazo en la cabeza y reía desfachatado diciendo que el sonido revelaba que “allí dentro no hay más que un nido de pajaritos muertos”. Eln detestaba cuando eso ocurría, pero nada podía hacer contra la fuerza bruta de esos tipos.

Por entonces nada hacía predecir que moriría de tan extraño modo. Muy por el contrario. Verlo caminar con ese andar entre cojo y cansado hacía suponer a los pueblerinos que nunca ese muchachito endeble podría llegar muy lejos. Sin embargo, él imaginaba viajes legendarios. Barcos a vela, autos movidos por motores alimentados con combustibles extraordinarios, aviones a velocidades maravillosas. Alguien le preguntó alguna vez de dónde sacaba esas ideas. Nunca escucharon sus explicaciones.
Quien más quien menos atribuía todas esas fantasías al delirio que provocaba el calor. El calor intenso hacía delirar a la gente y él no podía ser la excepción. Era el momento en el que, de todos los pozos ciegos a cielo abierto, subía un perfume húmedo y hediondo que agusanaba lo que penetraba.
Era cuando llegaba el verano y el mismo vaho del río invadía las ocho cuadras de frente y las tres de fondo compitiendo con las emanaciones inmundas de los pozos ciegos. Hasta los viejos momificados que pasaban sus días de pie a la puerta de sus taperas, empezaban a delirar y hablaban de acontecimientos de los que nadie tenía memoria. Chismes, infidelidades, asesinatos, envidias, miserias pueblerinas de las que todos preferían ni hablar.

2

¿Toda esa imaginación de qué podían servirle en ese pueblo que padecía una modorra perenne? De nada. Salvo las prostitutas que una vez al mes llegaban de un pueblo lindero a atender las ansias de los peones rurales, los capangas y los propietarios, nadie se interesaba en esos que consideraban delirios de un raquítico atacado por la inmundicia de los pozos ciegos.
Las prostitutas atendían sus relatos con entusiasmo; salvo esos pocos momentos en que Eln las divertía con sus invenciones, la vida de ellas era miserable. No solo por la poca moneda que podían juntar en esos villorrios empobrecidos por la usura de los terratenientes y los comerciantes. Si no porque eran tratadas peor que las siervas que los señores feudales usaban para sus satisfacciones cuando los usurpadores se apropiaron de la primera patria.
Los ricos del pueblo habían diseñado un mecanismo perverso para no pagarles a las prostitutas luego de disfrutar a cada una de ellas. Y el mecanismo no se reducía a no pagarles con un pretexto pueril, sino a exigirles servicios que por lo general las mujeres no estaban dispuestas a brindar. Pero como la negativa resultaba en un calabozo de un metro y medio por un metro y medio y dos de alto, sin ventilación en el que había que competir rudamente con ratones y cucarachas del tamaño de los ratones que celebraban la presencia de un humano a quien martirizar. Ahí podían permanecer hasta una semana casi sin agua y sin comida, salvo un mendrugo de pan duro, esperando que el juez de paz (siempre se preguntaban como ese desgraciado podía llamarse juez de paz), decidiera su castigo, el que podía oscilar entre un mes de arresto o varios meses de servicios gratuitos para los mandamases del pueblo, servicios que más de las veces terminaba con la muchacha muerta por una golpiza o un ahorcamiento.

El estrangulamiento de esas jóvenes mujeres era más habitual que la lluvia, por esos lados. Cuanto más joven, más satisfactoria resultaba esa muerte. Ver morir a una de las jóvenes rameras entre las manos de un mastodonte que la triplicaba en peso y tenía la fuerza de varios hombres por los duros trabajos de la vida rural, era un goce que no se podía comparar con nada. La vidriosa mirada del asesino y el rostro hinchado de las muchachas adquiriendo ese color remolacho en la piel, hasta cierto estallido de venas y arterias pequeñas que dejaban salir la sangre ligera por la boca, la nariz, los ojos, era un espectáculo conmovedor. El hombre que había matado de ese modo a una prostituta creía haber entrado en el limbo de los placeres extraordinarios que feudos e inquisiciones habían reservado solo para los miembros de una casta muy privilegiada.
No había nada de que arrepentirse, no había remordimiento alguno. Luego de matar de tal manera, de eyacular el crimen, de vaciar su esperma y su odio, podían los hombres refugiarse en los burdeles con sus amantes o regresar campechanos y satisfechos al hogar para acariciar a sus esposas, a sus hijos o nietos (porque los había quienes eran abuelos) con tal ternura que movía a las lágrimas a quienes observaran tan familiar escena amorosa, pero ignoraban esos crímenes.
Después de todo, ¿a quién podría preocuparle el destino de esas muchachas? No tenían familia, y si la tenían, habían sido expulsadas de ellas. Eran verdaderas huérfanas arrojadas a una vida miserable y lastimosa.
Tal vez esa condición de huérfanos hermanaba a Eln con aquellas mujeres. De alguna manera él era también un huérfano que solo buscaba escapar de los abusos mientras la madre, que vaciaba su mirada de todo sentimiento, apenas atinaba a sonreír estupidizada mientras el hombrón se aprovechaba del pequeño y debilucho Eln.

3

Eln, a pesar de ser un niño, conocía el procedimiento al que se sometía a las mujeres. Ellas llegaban al pueblo en grupo de tres o cuatro muchachas. Eran todas jóvenes, muy jóvenes. ¿Niñas? Eln no sabía apreciar la diferencia entre una joven adolescente y una niña sometida a aquella lastimosa vida. No era ignorancia. No se trataba de indiferencia. Simplemente, no sabía como diferenciar a una de otra. Era un muchacho en un villorrio insignificante en el que la juventud era tan rara como la buena fortuna salvo para los estancieros.
Se las veía llegar caminando por la calle terrosa que iba del camino principal al pueblo. El primero que daba el aviso era un puestero que tenía su rancho pegado a la ruta para controlar quien iba y quien venía. El aviso llegaba hasta el último hombre. Todos comenzaban a excitarse y hacían cabriolas, gestos obscenos y escenas de ridículos pugilatos para dirimir quien sería el primero que saborearía la fresca entrepierna de alguna de esas mujeres.
El rumor sobre la edad de las desgraciadas corría de boca en boca. El puestero le confesaba a su esposa que muchas de aquellas muchachas apenas habían dejado de ser niñas. Y eso se asociaba a la menarca, que por haberse producido no hacía adultas a las niñas que veían florecer el vello pubiano y el botón mamario como una pequeña ciruela de suave color morado.
La mujer del puestero, que era la sirvienta del patrón, mencionaba a la patrona de aquella promiscuidad imperdonable que las muchachas traían entre sus piernas de carnes todavía firmes. La patrona dudaba si decirle a su esposo de aquella llegada del grupete de jóvenes prostitutas. Sabía que después de eso, su marido se escabulliría con algún pretexto en busca de esas muchachas que los servían como ellos creían que se merecían. Nada de frígidas y recoletas señoras echando rezos a la virgen y que ejercían como virtud cristiana la anorgasmia.
El estanciero informaba al comisario y este al Juez de Paz que disponía ciertos cuidados para que aquellos servicios se supieran hacer en forma y lugar adecuado. Luego que todos hubieran pasado por la litera en el que las muchachas satisfacían los deseos amatorios de peones y conchabados (porque era reglar permitir alguna satisfacción a los más explotados), se las invitaba a brindar placeres a los más acomodados que se ocultaban en propiedades alejadas del villorrio, aquellas que no podían frecuentar ni los asalariados ni las esposas sin la segura autorización de los propietarios.
Era allí donde se producía cada tanto uno de esos asesinatos que luego eran el cuchicheo de todos.
El maíz creció muchas veces abonado por esos jóvenes y femeninos cadáveres sepultados en profundos pozos cavados al efecto. Y eso alimentaba el rumor de que los cantos que se oían en las noches más serenas, salían de los penachos de las altas plantas de maíz y que eran los lamentos de las muertas que solo clamaban por una tumba digna en la que Dios pudiera reposar su mirada más no fuera una vez, y darles la tranquilidad del perdón que, de seguro, ellas se sentían merecedoras porque al fin y al cabo, no habían elegido aquella vida, sino que el destino las había empujado a tan miserable condición.

4

No más al verlas llegar daban lástima. Iban por la calle llevando a cuestas el peso de la hipocresía pueblerina. Mucha carroña en todo eso. A cada paso un ave negra les picaba la espalda. Ni de cuervo ni de pequeño buitre se trataba. Era un ave rara en la zona, de pico encorvado, alas enormes, plumas como púas entre negro y azul, muy oscuro el color. Las mismas aves que cuando encontraban la oportunidad escarbaban las tripas de los muertos removiendo las superficiales tumbas del cementerio del pueblo y se llevaban en sus amplios buches los restos de los padres o los hijos de un pueblerino que no encontraba consuelo cuando sabía de la profanación.
Por eso a las prostitutas se las enterraba en medio de los latifundios, en tumbas muy profundas, para que sus pudriciones no fueran rescatadas por esas malditas aves que se divertían arrojando los colgajos en medio de las calles para que ratas y cucarachas se hicieran su festín compitiendo a dentelladas furiosas con las hediondas comadrejas.
Nadie puede asegurar que Eln supiera por entonces de esas muertes, si lo supo años después cuando hacía mucho tiempo que había abandonado el villorrio o, del algún modo que nos está vedado conocer, supo de todo ello.
Eln nunca posó su sexo en el de algunas de esas muchachas; entre ellos no había nada sexuado, Eln era asexuado por entonces. Ni siquiera era un misterio para él, era una ausencia que no daba dolor ni angustia. De lo que se trataba con las muchachas era comprensión entre huérfanos abusados día a día, él por un padre que lo detestaba sin que pudiera explicárselo y ellas por los machos que les consumían sus jugos vitales como las sanguijuelas chupan la sangre de los desprevenidos. Pero Eln entre tanta pena supo conservar su esencia; ellas, en cambio, solo les quedó la cáscara ajada de la piel.
No se trataba, cuando se encontraban, de lamentar. Eln lo sabía, debía hablarles de sus fantasías que las muchachas tomaban con alegría casi infantil, como debería haber sido si sus madres alguna vez les contaron un cuento de esos con que los niños echan sueños de niños.
Viajes, vuelo, apariciones y desapariciones y hasta cierta vez que intentó explicarles el juego del ajedrez. ¿Y de dónde ese muchacho insignificante había aprendido aquel juego feudal de reyes, reinas y ejércitos de siervos que morían en su ataque al rey enemigo?
Eln conservó ese secreto como si valiera la pena hacerlo. Las muchachas observaban los movimientos de los trebejos embobados como si Eln en realidad les estuviera revelando el secreto de la piedra filosofal capaz de darles el elixir de la vida eterna, transformar la mugre en oro e invitarlas a pasar las bucólicas horas de la eternidad luego de una atroz muerte, en compañía de Nicolás Flamel –a quien descubrió por accidente en un antiguo libro olvidado– quien les alegraría la inmortalidad con sus fascinantes grimorios rescatados de una hoguera a la que una horda de brutos los había arrojado temerosos de magias y misterios.
¿Qué quién era después de todo ese tal Flamel? ¿Qué nombre era ese que nunca antes habían oído pronunciar? ¿Acaso ese fulano también jugaría con esos pequeños muñecos que Eln llamaba cariñosamente por su nombre?
Eln, con ese modo de renguera a cuestas, con ese andar fatigado de quien tiene siempre que andar subiendo un plano inclinado que lo lleva a ningún lado, les explicó quién era el tal Flamel una tarde de cielo quebradizo.
Las muchachas rieron cómplices creyendo que el tal Flamel debería ser bizco y desprovisto de toda gracias. Eso les sugería ese nombre y no había modo de que Eln pudiera convencerlas de otra cosa.
Es que ellas habían conocido tanto hombre, tenido encima tantos hombres, al intendente, a su segundo, al delegado municipal, al terrateniente, al alcahuete del terrateniente, al cura y al monaguillo, al peón agraciado y al peón desgraciado, que creían que sabían todo de los hombres. Y cómo no habían de creerlo así, si apenas niñas el mismo padre a muchas de ellas las botó de la casa antes de fugarse para desentenderse de la chorrera de hijos que los perseguía a todos lados llorando a moco tendido, padres que empujaron a las muchachas al lupanar del pueblo a vender el cuerpo para luego gastarse ese dinero en peores vicios hasta desaparecer para siempre de sus vidas. Si tu padre, el primer hombre te hace eso, qué te quedará por esperar de los otros.
Así que llevadas de este razonamiento, las mujeres estaban convencidas de que ningún hombre llevaría por nombre Flamel si no era bizco y de rostro fruncido como el mismísimo repollo. Una abominación o un engendro, qué más daba.
Aberenjenado el color de la piel, reventoso de tinte morado porque la sangre que fluye de mala manera pone morado el rostro del desgraciado que se amorcilla al primer imprevisto. Así lo creían las mujeres que aguardaban a los hombres que venían con sus monedas a alquilar la entrepierna por el turgente esperma y la ansiosa eyaculación que ellas se encargaban de atender valiéndose de mañas mujeriles que servían para poner a salvo sus entrañas.
Eln nunca se dio por vencido en su educativa tarea. Él no era un hombre en el sentido en que las mujeres lo comprendían, hasta podría haber sido tratado como el homúnculo de Paracelso, porque como aquel ser misterioso, que no era hombre, sino maña de la magia, también Eln así lo parecía con su leve renguera, con su rara sabiduría matemática y el misterioso don de la lectura y la escritura no habiendo sido alumno en ningún lado ni aprendido de ningún maestro. También Eln, como el homúnculo de Paracelso, se volvió contra su progenitor y huyó de la casa para no regresar jamás.
Era hombre, por su puesto que lo era, respondía a la anatomía del varón, sin duda. Pero se trataba más una manera de la inocencia, un giro de la virtud. Y como a él el sexo no le interesaba para nada, trataba de que su docente insistencia les proveyera a las mujeres otra clase de satisfacción.

5

Flamel era un hombre letrado para su época y en cualquier época un letrado es alguien que necesariamente debe ser importante. Así lo creía Eln. Un letrado es un erudito, una persona de vasta cultura, un sabedor de cosas que el común de los mortales ni sospecha que existan.
Nadie en el pueblo podía compararse a Flamel, tampoco se encontraría alguien que lo pretendiera. Ni el propio Eln lo pensaría.
Aquí y allá se imponía la rutina del villorrio, su abatimiento misógino que cada tanto se cobraba la vida de alguna de las jóvenes prostitutas, las gallinas degolladas para engordar pucheros y atender sacrificios paganos antes de las fiestas patronales (en las que se sacaba a pasear una figura de madera que se quería hacer pasar por la Santa Madre aunque no podía saberse bien de quién se trataba), y el echarse rezos sin entender bien el significado de cada imploración. Eso y las tareas rurales era todo lo sucedía en el pueblo que se aletargaba sin sobresaltos. Lo único que alteraba ese ciclo perenne de brutalidad y aburrimiento era la llegada de las muchachas.
A ellas, Eln, buscaba explicar ese misterio del grimorio alquímico que obtuvo Flamel tal vez de un contrabando esotérico, con el mismo entusiasmo con que años después buscaría explicación a los misterios del juego de Capablanca y Alekhine, sin imaginar que la famosa partida que jugó con el hombre al que llamaban “El Interrogador”, sería su pasaporte a la muerte en medio de horribles convulsiones.
A decir verdad, ni a los viejos que esperaban el paso de la muerte por sus corazones fumando chala en el hueco de un hueso de vaca que habían tallado especialmente para usar de pipa, les interesaba algo de la vida del tal Flamel. Y si a esos ancianos a la puerta de sus casas momificados con la sal del río les importaba nada ese cuento, menos les podía interesar a las jóvenes prostitutas que visitaban el villorrio. Reían y mucho cuando de él escuchan hablar. Eran risas que brotaban con la misma ingenuidad de un calvinista desafiando los poderes de Roma, y que alborotaban el relato del escuálido joven; eran risas sanas, ingenuas, refrescantes. El sonido de esas risas Eln no lo olvidaría nunca.
Entonces, no abrumado, pero despreciado en sus intenciones, solo le quedaba volver a la historia de los trebejos del juego de ajedrez, a sus perfectos movimientos en un tablero bicolor con sesenta y cuatro cuadrados distribuidos a ocho por lado. Ese juego que emboba a las muchachas que sucumbían sus misterios sin que Eln nunca se pudiera explicar semejante comportamiento.
Muchos años después Dixi no se cansaría de repetirle aquellos versos torre homérica, ligero /

caballo, armada reina, rey postrero, / oblicuo alfil y peones agresores. Y Eln le devolvería con una sonrisa ingenua como la de las prostitutas, el recitado de aquellos versos de Borges.
Pero no todo era esto y aquello sin importancia en el villorrio para Eln. Muchos sospechaban de su manera de andar, de hablar. Desconfiaban de cómo aprendió a leer y escribir sin ir a la escuela, sus historias fabulosas de viajes a lugares exóticos y cometas rondando la tierra con intenciones aniquiladoras; trayendo al villorrio a letrados que inventaban elixires mágicos que prometían eternidad y juventud para quienes lo bebiesen; echando a andar a seres diminutos que luego se volvían contra sus progenitores; siempre rodeado de esas jóvenes prostitutas que gastaban las suelas de sus pordioseros zapatos caminando de pueblo en pueblo entre tierra reseca y escaso ripio, prostitutas a las que no les tocaba ni un cabello, como si fueran merecedoras de todos sus cuidados, halagos y respetos y no mujerzuelas para el disfrute y el homicidio sin castigo.
Había quienes despreciaban a Eln por todo ello y quienes, incluso, llegaron a odiarlo, ¡porque odiar es tan sencillo! Puede ejercerse sin reflexión, sin mayores razones. El odio une más que el amor, es una ligazón potente porque no necesita mayores explicaciones. Existe, se acumula en los tejidos, brota hasta por el último poro y suele ser devastador. En un pueblo que permanecía encerrado en sí mismo dentro de un invisible capullo en el que maduraba una monstruosa crisálida, el odio era la suma de todas las oscuridades.
No era un misterio para nadie que Eln despertaba ese sentimiento en algunos pueblerinos y en especial de los propios. Se decía en voz baja, se comentaba en las sobremesas cuando la borrachera soltaba las lenguas de los comensales, que Eln era hijo de una desgracia, de un patético suceso del que todos sabían, pero que no deseaban hablar. Todas eran habladurías, chismes que entraban en la carne de Eln, siendo duros y fríos como los escalpelos de los destripadores.
Los chismes adquirían vida propia, iban y venían de una calle a otra, entraban en las casas, se metían en las alcobas, entre las sábanas de las literas, hurgaban las intimidades, desvanecían los buenos sentimientos y maduraban las maldades hasta hacerlas un fruto brilloso y apetecible. Con tal impunidad gobernaban a los pueblerinos llenos de envidias y prejuicios que fue ley, sentencia y castigo, todo al mismo tiempo.
A ese odio Eln sucumbió largo tiempo, lo que hizo tan difícil y espantosa su infancia hasta que huyó la última noche cuando se lo dio por muerto ahogado en el Salado luego de la brutal paliza que le propinó el bruto. Huyó en condición de sombra sin volver la vista atrás, por si acaso el tiempo de la fuga fuera apenas un único momento de salvación que no podía dejarse pasar. Así dejó para siempre ese lugar lleno de infortunios. Huyó con su dolor a cuestas, con su ajedrez, con Flamel a flor de labios y su piedra filosofal y un muñeco parodiando un homúnculo sin vida. Pero esa es historia que se dirá más adelante.
Nunca pudo saber cuál fue el destino de sus hermanos ni siquiera el día en que reapareció Briseida en su vida. Tal vez fue mejor la ignorancia.

6

El odio que sentían por Eln había sido cultivado desde el inicio de la gestación. El odio primigenio fue el materno. El del hombre, que no era el verdadero padre, sino el padrastro, se transfirió de la mujer a su naturaleza. O estaba en ella y solo necesitó una palanca vital que lo echara andar como una siniestra maquinaria.
De ella nadie repetía el nombre, era palabra prohibida. No se la mencionaba, solo se hacía una solapada referencia para asociarla a una inmundicia o a una perversión. Era “ella” así nombrada, arrastrando la letra “e” a lo orillero. O “esa” la “mal parida”, la malvada prostituta de la Biblia quien, por la disputa por la maternidad de un niño con otra mujer (la verdadera madre), desafió al Rey Salomón proponiendo que el recién nacido fuera dividido en dos partes por su pesada espada. “Ni a mí ni a ti, partidlo”1, le propuso a Salomón, como si se tratara de un trozo de pan o una libra de carne de cordero.
Por ese recuerdo las viejas del pueblo se santiguaban entre burlescos ademanes y las jóvenes reían sospechosas de saber de los secretos de esa mujer abominada.
Ella vivía con hijos y marido en las afuera del villorrio, en una tapera, donde el cielo caía a destajo sobre la tierra. La tierra se alargaba hacia las orillas del río y se apelmazaba hasta hacerse dura como piedra. Varios zancudos daban picotazos a los terrones oscuros para luego, frustrados, caminar en dirección al río como si fueran pisando sobre brazas ardientes. A saltitos, y a cada saltito un sonido que les salía del pecho combo como un silbido agudo.
Eln vivió en ese rancho hasta que escapó. En realidad no en el rancho. En él se le permitió pernoctar hasta la edad de siete años. Llegado al séptimo año de vida, la magia del número siete esquivó a Eln. Para muchos sería el número entre el cielo y la tierra, pero para Eln fue el de la expulsión.
Cumplidos los siete años de edad, la madre y su marido le prohibieron la entrada.
Ella lo miró de arriba a abajo y le dijo:
—Ya está grande para dormir con los otros críos.
Eln asintió porque no le cabía otra respuesta más que la obediencia.
—Conozco a los de tu clase por la mirada –agregó.
Eln no pudo encontrar en la suya, al mirarse al espejo, nada que le diese una pista de lo que quiso decirle su madre entonces.
Desde ese momento hasta su huida durmió a la intemperie, pegado a la puerta de entrada a metro de distancia de una ventana que permanecía cubierta con una mugrienta cortina roja, bajo un modesto alero que no servía para cubrirlo del todo del rocío y menos de la helada en los crudos inviernos de la pampa. Todas las noches el Salado le arrimaba sus fantasmas que él temió hasta que se acostumbró a sus presencias.
Fosforescencias salinas, susurros de una espuma sin paz alguna, toque de la piedra con las antiguas raíces, eso azuzaba los miedos del muchacho hasta que el abandono lo curtió como a la corteza de un árbol joven.

7

En invierno la ventisca helada y unos pocos pajarracos que tiritaban entre las escarchas de los charcos que el río dejaba en su retirada. Esa fue toda la compañía invernal que Eln gozó desde que fue arrojado de la tapera.
En verano el mosquerío. Moscas pequeñas del tamaño de una peca y grandes y verdes que en las tórridas tardes eran las únicas capaces de alterar la languidez de los viejos moribundos. Y las cotorras, se las podía ver revolotear alrededor de sus interminables nidos que pendían de los altos árboles momentos antes de que un lanzallamas gigante las redujera a pequeñas cenizas chillonas. Si Eln conocía el odio, las cotorras más que ningún otro animal en la región sabía cuán destructivo podía ser ese sentimiento. A donde se fuera se escuchaban acusaciones en su contra. Que comían los retoños de los frutales, que deshacían las mazorcas de los maizales, que devoraban las plantaciones a su paso. Luego llegó el fuego y comenzó a quemarlas mientras chillaban entre las llamaradas, mutando de sus naturales colores a los apagados tonos de los encenizados.
Eln se había acostumbrado a toda sus penas, cargaba con sus penurias hasta con indiferencia. Les llevaba del mismo modo que alguien lleva a un pelele a la feria para sacarle un provecho con sus boberías. Era una manera de acostumbrarse a no ser amado.
Porque ¿qué era todo lo que Eln deseaba? Que lo amaran. No podía decir en palabras cuán importante era para un niño ser amado. Por entonces, el miedo y la desazón le atenazaban la lengua y no lo dejaban decir de sus deseos. Hasta se sintió responsable de tanto rechazo. Era enclenque, parecía rengo, llevaba siempre una postura fatigosa de quien anda cargando un gran peso sobre sus espaldas. Se escondía en rincones oscuros donde ningún otro podía leer. ¡Leer! Se preguntaba la madre a viva voz cómo era posible que un niño que nunca había concurrido a la escuela supiera escribir y leer. ¿De dónde había obtenido esa facultad negada a tantos hombres y mujeres que dedicaban su vida a las tareas rurales y nacían y morían analfabetos?
Eso, aseguró una vieja en una tertulia entre chismosas, únicamente podía ser atributos del demonio, puesto que el engendro de ese niño había resultado del encuentro con el mismísimo demonio. La perversión lo engendró, así dijo la mujer, y de esto Eln no supo hasta que Briseida reapareció en su vida. Él la obligó a hacerle esa y otras revelaciones.

8

Demonios. Demonios. Dioses. Dioses.
Dios y demonio, uno es el otro al mismo tiempo. Cambian de máscara para engañar a los incrédulos que van detrás de ellos a todas partes echando rezos e incienso mientras reparten estampitas de santurrones que prometen toda clase de eternidades. Amor eterno. Salud eterna. Dinero eterno. ¡Amor! ¡Salud! ¡Dinero! La eternidad en un monedero de piel de condenados.
Gritan sus ofertas subidos a unas calaveras que sirven de coturno, y tras la máscara de la tragedia diaria lloran sus lágrimas de sangre sin consuelo. Seguidores de espectros que van por el perdón de sus pecados hasta los promontorios de los pequeños altares repartidos en los cuatro puntos cardinales.
Los espera estoico el Gauchito Gil apeado en la hondonada de las tierras bajas del Salado, vestido de rojo-rojo. Espantador de la mala muerte, Gauchito de rojo-rojo pendiendo de un pie hasta el degüello. “Recé por ti” dijo esa muchacha que caminaba en la noche sin rumbo conocido mirando al Gauchito que no le dio respuesta.
Nadie la salvó de los demonios. Seres antropomorfos que aparecían por ahí y por allá, oliendo a alcohol y oliendo a tabacos. ¿Reptaban o caminaban? Cómo decirlo.
¿Hay peor demonio que el hombre mismo?
Después de todo, ¿quién dice que no sea un hombre, no tu demonio, el que te pasa la lengua por el cuerpo? 2
En los pueblos pequeños hay grandes y minúsculos demonios. Deambulan en manada desnudos los pecadores lujuriosos, iracundos, soberbios, envidiosos, avarientos, perezosos, comedores compulsivos, insaciables que devoran la joven carne humana de las niñas.
Los demonios en manada suelen ser los peores. Salen de noche.
Era noche en el campo. Se dijo. Era negra la noche y no había luna. También se dijo. La muchacha no sabía a dónde se había marchado la luna. Pocas estrellas que apenas si alumbraban. “¿Y la luna?” Se preguntaba.
En todos lados un humito surgía de la greda. La humedad del Salado ascendía en espiral y hacía una nube que cabía en una mirada.
Los viejos tomaban mate dulce en las puertas de sus casas. Se los podía ver a la distancia. Un viejo y una vieja. Otro viejo y otra vieja. Muchas viejas riendo de algo y fumando cigarro de chala. No hablaban, nunca lo hacían. La ausencia de las lunas los volvía espectrales.
La muchacha caminaba buscando la luz de la luna tras un inmenso arbusto que escondía el baldío que se extendía hasta la orilla del río. Se dijo. La humedad que salía de la greda se enroscaba en sus piernas. El arbusto era más alto que ella, como una cabeza o dos, así de alto era. Antes de buscar la luz de la luna por detrás del inmenso arbusto volteó para mirar a los viejos, volteó por costumbre, pero los viejos habían desaparecido, no quedaba de ellos nada, ni un rastro de olor, ni una arruga extraviada, ni el episodio de una mirada perdida. Esto también fue dicho.
Tocó una hoja del arbusto y luego tocó una rama. Quiso sentir la intensidad áspera de la hoja y una mano la tomó del cuello. Esto se dijo. Otra la jaló del cabello. Otra le tomó las suyas y una inmensa se metió en su entrepierna. Una lengua se metió en su boca, otra le lamió los pezones, otra bajó hasta sus muslos. Cerró los ojos, no hubo lucha, ¿contra qué lucharía? Cada mordida creyó la devorarían. Seres diabólicos en manada, desnudos pecadores lujuriosos, iracundos, comedores compulsivos, insaciables, devorando la joven carne de la niña. Todo esto también se dijo.
Luego creció la historia. Las voces hicieron crecer la historia. Que quedó tendida tras el inmenso arbusto, que era pura baba y sangre y mucho esperma donde la tocaran. Al alba la recogió un peón que la llevó a la casa donde vivía con unos viejos, según le dijeron.
“¿Quién era el peón?” Nada de preguntas, fue la respuesta. Entonces no se preguntó más.
Nadie lloró al verla. Las viejas afirmaron “¿A qué salió de noche, sino a buscar lujuria? Allí encontró al demonio. Pendeja calenturienta. La que busca, encuentra”.
—Es que ya tuvo la primera sangre y con ella… –dijo una vieja que escupió un tabaco negro de su boca negra.
—Es el olor lo que trae a los machos, ¿no ve al caballo seguir el tufo de la yegua? –La vieja afirmó lo que para ella era una verdad irrefutable.
—Ese olor altera a los hombres que se vuelven demonios. Si no hay hembra ya se sabe lo que buscan –se persignó varias veces y besó los dedos en cruz.
—No hay peor demonio que un hombre alzado –la otra vieja también se persignó.
Demonios en manada todavía en su útero. Una y otra vez dentro del cuerpo. Una y otra vez. Todo desgarro. Baba. Sangre. Esperma.
¿No era mejor morir la misma noche? Las viejas se echaron a reír a carcajadas.

9

De esa violación en manada, se dijo, nació Eln. Eln lo supo por Briseida quien lo supo por las viejas. Por lo menos así le aseguró a su hermano. Ella no quería decirlo, pero él la obligó.
—¿Y por qué Eln? ¿Por qué ese nombre? –preguntó Eln ahogando el llanto.
Pero Briseida no lo sabía. Ella quedó de frente a la ventana esquivando la mirada del hombre.
—¿Por eso me odió?
—Por eso ella te odió desde que te llevó dentro.
—Me hubiera abortado –dijo Eln.
—¡Pecado! ¡Pecado! El aborto no es permitido. Solo Dios da y quita.
“¿Dios da y quita?”, pensó Eln que debió reír, pero no pudo.
—¿Dios da y quita? El macho me molía a palo, me hacía lo que quería.
—Por ahí no era Dios, era el Demonio. Él lo hacía en nombre de ella.
—En el nombre de la madre.
—En el nombre de la madre.
—¡Dios da y quita! En todas mis costillas tuve fisuras, otras me las rompió y soldaron deformadas.
—Lo sé. Lo vi, lo vimos todos. Cuando él nos llevaba al corral y nos dejaba en el estercolero. Sabíamos que venía la golpiza. Yo temblaba de miedo, gritaba “¡los chanchos! ¡Los chanchos!” inmensos cerdos repugnantes, temblaba porque creía que iban a devorarnos. Todos temblábamos de miedo.
—Una noche me dejó por muerto.
—Después escapaste.
—Escapé. No quería morir.
—¿No era mejor morir esa noche?
—¿Dios no da y quita? Aquí estoy –dijo Eln.
Su aspecto era diferente al de aquel muchacho enclenque.
—¿Sabés cuánto duele un hueso roto? –preguntó a Briseida quien no quería dejar de mirar hacia la ventana.
—No. –En verdad no lo sabía.
Eln tocó su cabeza, puso su mano en el parietal derecho. Le hizo una seña a Briseida para que posara su mano en el lugar que le indicaba.
—¡Tocá! ¡Tocá! –gritó–. Poné tu mano aquí, donde te digo. –Ella posó su mano con delicadeza–. Tengo el cráneo hundido, de un golpe con el rebenque.
Briseida retiró su mano.
—Nos escapamos todos. Ninguno de nosotros volvió al pueblo –mintió avergonzada.
—¿Todavía ves a los hermanos?
—¡No! Nadie sabe que tengo hermanos. Ya los habrían matado a todos. –Briseida no contó la verdad sobre la suerte de los otros tres hermanos.
—¿Y a mí cómo me encontraste?
Briseida sonrió. ¿Qué era lo que Black Road no podría hallar? Pero Eln no tenía la menor idea quien era ese demonio del Camino Negro. “No hay peor demonio que el hombre”.
Briseida evitó el comentario. Volvió a esa noche. Insistió “¿no era mejor morir la misma noche?”
—¿Todos? –preguntó Eln.
—Todos –respondió ella.
Entonces debió morir ¿cuántas veces? Porque las noches para Eln siempre fueron más o menos iguales. Desde que las podía recordar y las podía recordar a todas desde cierta edad hasta que fue expulsado de la tapera.
Tal vez Briseida no, porque a ella solo le tocaba el estercolero cuando ciertas golpizas en ciertas madrugadas. No todas.
Si ella hubiera permanecido junto a él, también hubiera notado lo diferente que suenan los golpes en las noches de odio.
En las noches odiosas el ruido de los huesos rotos suena distinto. La fisura de la carne suena diferente. Cambia el olor de la sangre y el olor del miedo sudando bajo la ropa sucia que se empapa y se pega al cuerpo. Es el olor del borracho el que domina cualquier perfume. No es el vaho de alcohol que sale de la boca. El aliento podrido. Es la dimensión de otro olor. El olor del borracho sale de los poros y se espesa en la piel como una baba etílica; se hace pastoso, junta mugre y hormonas y atrae a las moscas verdes y grandes que captan a distancia cómo se le pudre el alma al vicioso. La mosca disuelve los tejidos para degustarlos y luego los regurgita, abre una llaga justo donde la conciencia y cava hondo hasta donde debe depositar sus huevos. Nacerán esas larvas duras e invencibles que van macerando el delirio hasta volverlo una palpable pulpa espesa.

10

Cuando el borracho lo alzaba del cogote para llevarlo donde le daría la golpiza, Eln quedaba sumido en una rara parálisis. El hombre se volvía gigante. Él más enclenque de lo que realmente era.
Pensaba que debía pedir perdón. Pero Eln no sabía pedir perdón. Tampoco sabía por qué pedir perdón, pero lo hubiera hecho de buena gana si hubiese podido comprender cuál había sido el pecado que había enfurecido al borracho. La lengua se le abarquillaba y los labios entumecían. No cabía en su boca una sola palabra, ni siquiera una pequeña sílaba que diera la señal de que deseaba pedir perdón por lo que hubiera hecho.
El lugar en donde lo abusaba el borracho era siempre el mismo, era el altar de los martirios. Detrás del chiquero, oculto por unas chapas que cerraban el corral para que los cerdos no escaparan en dirección al río en busca de qué comer.
Desde la tapera solo se podían ver las chapas y no lo que ocurriera detrás de ella.
No precisaba preguntar a Briseida si recordaba lo siniestro de ese paisaje. Ninguno de los hermanos podría haberlo olvidado.
El chiquero, la mierda, los animales alterados, las chapas oxidadas aferradas a un travesaño de madera sin cepillar y a medio pudrir, las cotorras gritando desesperadamente ardiendo tras el fuego de los magníficos lanzallamas, el viento contra el agua, los gritos del borracho apretados bajo la lengua adormilada. ¿Cuál de los infiernos del Dante era ese que le tocaba a Eln?
Eln tenía presente cada noche y todas las heridas en orden cronológico. ¿Debería quitarse la ropa y mostrarle a Briseida las ulceraciones que lucía por todo el cuerpo como siniestras condecoraciones de aquellas palizas? Recordaba el momento exacto en que las produjo el borracho, el momento de cada una de ella, y a través de ellas podía contar la historia de su flagelación. ¿Debería hacerlo? ¿Serviría?
Briseida permanecía de espaldas mirando a la ventana que daba al patio interno. Ella no parecía dispuesta a escuchar nada de aquello. No estaba para su consuelo, sino para salvar su propio pellejo.
Eln se colocó detrás de la mujer en dirección a la misma ventana que ella miraba. Se cruzó de brazos, cerró los ojos, hizo un chasquido con los labios y recordó.
Primero fue la palabra. “Puto”. Antes del golpe fue la palabra. “Puto”. Los niños repetían esa palabra del mismo modo que usaban sus gomeras para apedrear gorriones a los que pocas veces acertaban. Puto de aquí y puto de allá. Como quien dice esto o aquello, vengo o me voy. Abundaban putos y carajos por donde ellos iban, caían de sus bocas a su paso sin mayores consecuencias.
Pero en la boca del borracho sonaba diferente. En él, “puto” hedía. Ni mierda ni pendejo ni carajo. Lo que hedía en su boca era la palabra “puto”.
Abrió los ojos y miró la nuca de Briseida. ¿Debía preguntarle cómo se llamaba el borracho? No recordaba el nombre o tal vez prefería no hacerlo. Briseida sí lo recordaba y no lo pronunciaba porque sospecha que a Eln eso lo podía, le cambiaba el gesto y le inyectaba los ojos de sangre, aunque él no pudiera apreciar su metamorfosis.
El borracho podía llamarse Juan, Pedro, Sebastián o no tener nombre, no haberlo tenido nunca. Cómo se llamó era intrascendente. Seguramente –ese era su anhelo– el tipo ya habría caído muerto en el chiquero y habría sido devorado por los cerdos gigantes que no podían dejar de engullir todo lo que sus hocicos rescataban de la basura arrojada al estercolero. No sabía del bidón de nafta y el fósforo Fragata raspando en la cajita de cartón.
Él no deseaba recordar el nombre del tipejo porque estaba seguro de que si lo hacía lo repetiría a cada instante hasta su muerte, ese nombre lo seguiría como el perro callejero que persigue a todos lados a quien se le arrime y busca lamer con su asquerosa lengua las manos del desprevenido samaritano. Recordar siempre era volver a los golpes y por ellos prefería una amnesia que le aliviara los dolores que aún lo perturbaban.

11

Pero las viejas recordaban bien esas palizas. Y ellas, aun siendo sordas, no podían dejar de escuchar la palabrota “puto”, repetida tantas veces, tantas noches que hasta les resultaba extraño cuando, en las noches más oscuras, no se dejaba oír el insulto de la boca del bruto mientras molía a palos a Eln donde se acumulaba la mierda del chiquero.
—Mire, yo le diría cómo era el tipo. –Comentaba una doña a un extraño que años después de todos esos sucesos se interesó en la historia de Eln y quería saber el aspecto del padrastro del muchacho1. Era un hombre de aspecto siniestro a quien le caían los homicidios de la boca como si nada.
—Pero ha pasado tanto año que mi recuerdo de esa cara se me ha ido borrando como todas las cosas. Por ahí era de piel oscura, pero el sol suele hacer eso con la piel de algunos hombres, sobre todo si trabajan en el campo todo el día y aquí está lleno de hombres que trabajan al sol todos los días. ¡De qué va a vivir el paisano si no es del trabajo en el campo! Así que yo no recuerdo, pero me sospecho que tenía piel oscura. Y ojos debería tener como todo cristiano. Tal vez juntos, algo demasiado juntos, apretados contra la nariz, como vizcacheando todo el tiempo pa’ un lado o pal otro, como si tuviera escopeta a tiro para darle al animal a la carrera. Tal vez. Y nariz habría de tener le dije que los ojos la apretaban bien en el medio de la cara y salía larga y gorda para adelante y por encima de unos labios color bordó. ¿Sería el tabaco? Acá el tabaco es malo y da tinte a los labios, pero el moradito es más propio de los borrachos. Del cigarro los labios quedan marrones como los dedos y las uñas. Color feo mire, color tierra o de otra cosa, pero como me enseñaron a no decir ciertas cosas no se las refiero. Feo color, aseguro, muy feo.
Eso sí, habría de tener labios gruesos porque los finitos son de mujeres. Los hombres tienen labios gruesos de decir porquería. Yo las escucho todas las noches. Ahí va ese que busca la yegua del Aparicio que es mansa y acostumbrada. Mire los labios. ¡No va a creer que tiene esa boca de rezar el Padrenuestro! Qué va. Asqueroso. Tiene esa boca y mire como ríe mientras usté escribe, no sé qué cosa.
Boca grande, le dije, dientes podridos. Acá los dientes se pudren de nada. ¿Será el agua? Usté que viene de fuera, debería saber que el agua pudre los dientes y enferma el estómago y luego le da la diarrea. El agua no se toma aquí, se toma el patero que prepara la monja del pueblo o que dicen que fue monja porque todos saben que entra más de uno bajo esos hábitos.
Ella hace el vino patero y el carretero trae el agua de un pozo, acá dos kilómetros después del río al norte que es agua buena. Mucho pozo ciego sabe. Nadie cuida nada. Yo me crie con agua de pozo y acá estoy vieja aunque con poca memoria.
¿Qué más sé del hombre? Nada. Sé más de la mujer –y eso excitó la curiosidad del desconocido entrevistador–. Pobrecita –dijo la vieja y se persignó varias veces–. Acá salir de noche no se acostumbra. Menos la mujer sola porque la mujer si anda sola, tienta. El hombre se tienta fácil cuando ve sola a la mujer de noche donde no debe de estar. Porque yo siempre digo que la mujer debe de andar por donde debe, no por cualquier camino. El hombre va por donde le da la gana. Lleva verijero y alguno pistola o escopeta. La mujer solo lleva la falda y la entrepierna debe de andar caliente porque la carne joven siempre está calientita. Alguna ni calzón lleva porque no tiene. Entonces, ¿qué quiere qué le diga? Si el hombre ve la mujer sola en la noche y si la noche se presta porque no hay luna y el calor sube del río empapando la ropa que se pega al cuerpo mostrando los atributos, entonces pasa lo que tiene que pasar porque Dios así lo dispuso. ¿Sabe cuántos guachos hay aquí nacidos de esos amoríos forzados? Mire –dijo y señaló en cualquier dirección–, yo le podría hablar de muchos. No de los míos que son hijos de padre legítimo. Yo no tuve otro hombre y aunque no me enamoré nunca porque eso de enamorarse es asunto de mujeres ligeras, le di familia y él nos dio vida dura, pobre, pero digna.
Pero el de esa mujer, ¡pobrecita! –volvió a persignarse– no debió andar donde los muchachos iban a hacer cosas de hombres ahí justo por donde el chiquero se oculta tras los chapones. Para eso los chapones altos donde el arbusto crece más allá y hace creer a la mujer desprevenida que la luz que brilla es luz de luna o de casa que se ve a lo lejos por el otro lado del río.
Pero no es luz de luna, mire. Es el brillo del ojo del diablo que espera porque, como le dije, si la mujer anda sola donde no debe, llama al diablo.
Yo estaba con otras viejas tomando mate dulce porque el amargo duele a la noche, ¿sabe? Yo fui la primera en ver a la muchacha. Llevaba vestido blanco, llevaba. Llevaba el cabello suelto, llevaba. Vestido blanco llevaba e iba descalza. Subía el humito que sale del barrial. Es un vaho cortito pero muy pegajoso. Se pega al cuerpo que pega la ropa y marca las formas. Aquí se dice “pueden más dos tetas que dos carretas”. Y no exagero. Para nada. Así que hasta una vieja medio ciega le veía las tetas. Las tetas jóvenes salen de frente y el pezón se agranda. Ya le dije lo de las carretas. Y estas eran jóvenes, duras. Yo no quiero ser grosera, mire, pero nosotras las llevamos ni sabe cómo de flácidas que nos han quedado.
Yo vi al mulato Ascensión o creo que era el Ascensión, la noche engaña fácil a mi edad, creo vi salir de la barranquita del río con la sonrisa blanca o negra, no recuerdo bien porque la noche engaña. Yo creo que la luz era ese brillo, pero vi la baba y la lengua que le colgaba. Atrás salieron los otros. Era varios. Mucho hombre alzado peor que jauría de perro. No vimos más. Nos fuimos pa’ dentro con las viejas a jugar al basigón. Puro poroto y carozo de durazno, nada de plata. La plata enferma a la gente.
A la mañana el Alfredo encontró a la muchacha. Eso se dijo. ¡Pobrecita! Estaba como sangrada de la entrepierna. La cosa era un espanto… un espanto… Un pegote, sangre y jugo de guasca, barro mezclado. Así se dijo porque yo le he visto.
No sé quién la lavó ni quién le dio ropa porque la suya estaba hecha jirones, si el Alfredo la llevaba y trataba de no mirar mirando pa’lotro lado, pobre el Alfredo que era ya padre y casi abuelo la llevaba como a una muerta.
Nadie habló del asunto. ¿Para qué? ¿Quién no ha sido violada alguna vez? Amigo, vecino, marido, pariente. Cuando el hombre se calienta mi’hijo no hay donde esconderse, no hay mujer que se respete ni parentesco que te salve.
Y al cabo del tiempo que Dios dispuso salió es niño que daba pena. Raquítico, mire, raquítico como enfermado de nacimiento. Poca cosa. Si hasta nadie creía que viviría. Pero vivió y ahí anduvo y de cada paliza salía un poco más tullido hasta que le dio esa renguera por la que nadie le preguntaba porque sabía de donde se la había agarrado.
Hasta que un día el tipo ese atrás del chiquero donde tiran toda la mierda del pueblo, le dio tanta paliza que lo dimos por muerto. Le juro que lo dimos por muerto porque no se lo vio más ni aquí ni allá ni en ningún lado. Dijeron que se ahogó, pero vaya a saber uno la verdad, yo creo que se lo comieron los chanchos.
Qué manera de morir, me dije yo. Porque a las chicas que mueren en los campos las entierran donde el maíz, bien abajito, bien abajito. ¡Qué te van a encontrar! Si de seguro la planta se chupa la muerta y no deja nada. ¡Qué vas a encontrar ahí abajo! Pero del chico me dije que tal vez el tipo lo habrá tirado a los cerdos para que se lo coman. ¿Qué podía durar con semejantes animales de cuatrocientos kilos o por ahí quinientos para fatura? ¡Sabe que fácil es hacer desaparecer un cadáver! ¿Y el de uno así de flaquito, huesito apenas duro y casi nada de carne? Yo estaba segura de que se lo habían comido los chanchos. Por eso no le recé nunca. De qué sirve rezar a la mierda de un cerdo.

12

Eln nunca pudo encontrar la manera de evitar volver sobre la figura del bruto aquel. El recuerdo empezaba con una atroz jaqueca. Le diagnosticaron tempranamente “migraña”, pero él sabía que no se trataba de ninguna migraña.
Odiaba al “padrastro”.
“Padrastro” era una palabra que no le salía de la boca. Cuando la quería pronunciar, regurgitaba cada sílaba y cada sílaba hedía a verdadera mierda.
Eln sabía que cada tanto la golpiza salía de los recuerdos de la mala infancia y llegaban a él para acosarlo siendo un hombre. Se había acostumbrado a vivir con ese malestar periódico y con sus arcadas y sus migrañas. Solo el ajedrez aliviaba esos dolores, y Dixi. Dixi lo aliviaba de esos tormentos. Eln amó a Dixi como no amó a ninguna otra persona.
No faltó oportunidad para reprocharse no haber vuelto al pueblo para ajustar cuentas con el tipo. Debió castrarlo, debió cortarle el pene, y luego debió hacerlo desfilar por el pueblo con los pantalones caídos y manchados de sangre. Ese hubiera sido un merecido castigo y un sincero alivio. Si la mala palabra “padrastro” se unía a “eunuco”, tal vez hubiera hallado algo de consuelo a sus penurias y remedio a sus jaquecas.
Esa cuchilla que afiló durante tanto tiempo no supo de la sangre del perverso.
Sonaba en su memoria la voz entrecortada del borracho quien, mientras le pegaba con una gruesa vara verde de sauce, repetía “puto”, “puto”, “puto”. Era lo único que decía. A cada insulto, un golpe. Nunca otra palabra. Ni “mierda”, ni “pendejo”, ni “te voy a matar”. Solo esa palabra, “puto”.
Debió volver para matar al tipo. ¡Claro que debió volver!
Como le diría Dixi, alguna vez “preferible ponerse colorado una vez que verde veinte años”.
“¿Matar a la madre?”, le preguntó Briseida durante una conversación que les dio a ambos cierto alivio.
No a ella, matar a la madre no imaginó nunca. Sí, preguntarle por qué dejó que el tipo lo golpeara hasta hartarse. Y no solo golpearlo. Reprocharle que ella compartiera las risotadas del borracho sobre asuntos que no movían a risa a ninguna persona con algún sentimiento.
Cuando él reía, a Eln le parecía que necesitaba vomitar, como si en vez de escuchar esa risotada alevosa la tragara como trozos de bosta de vaca; como si se tratara de redonda bosta apestosa que le entraba por la boca, bajaba por su pequeño esófago que se estremecía buscando una acalasia salvadora, hasta el estómago donde al llegar pastosa y hedionda provocaba la contracción violenta del estómago y, seguido a ese espasmo doloroso, buscaba a través del vómito alivianar su sufrimiento.
Las veces que quiso hablarle a su madre antes de la última paliza y que huyera del pueblo, ella lo empujaba para que se alejara como si fuera un animal sarnoso. No quería reprocharle nada, solo quería decirle que la quería, tal vez hasta decirle que deseaba abrazarla. Pero apenas se aproximaba a la mujer, ella comenzaba un griterío que terminaba por traer al hombre que lo sacaba del rancho tomándolo del cuello y arrastrándolo hasta el final del chiquero detrás de los grandes chapones oxidados. Luego solo se escuchaba “puto”, “puto”, “puto”, y el ruido de la vara verde de sauce golpeando al esmirriado muchacho.
—¡Fuera mierda! –gritaba la madre mientras lo empujaba–. ¡No le quiero a mi lado! ¡Fuera! ¡Me duele la tripa cuando se me acerca! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Y luego empezaba a delirar sobre el brillo lujurioso del demonio en la noche, sin que mediara conjuro posible que la sacara de esa condición histérica, preámbulo de una nueva paliza.
“Mala suerte la mía” pensó Eln en más de una oportunidad siendo niño y siendo hombre. Pero no fue un asunto de mala o buena suerte. Hijo nacido de una mujer violada era como sembrar maíz, algo habitual. Eln no era la excepción. También lo era abortar cuando la mujer quedaba preñada por atropello o por placer clandestino. Abortar era pecado, pero era uno que se repetía sin esperar mayor condena que un matrimonio arreglado o un lupanar barato donde servir a los varones ansiosos de sexo barato.
Echar a los chanchos tanto el maíz como los restos de un aborto, era cosa de costumbre. Los chanchos devoraban todo lo que se le echara en el estercolero, luego de su pantagruélica voracidad no quedaba ninguna evidencia de que ocurrió esto o aquello. Los cerdos eran los mejores custodios de los secretos de familia del villorrio.

13

Quien conocía la historia familiar era Briseida. Solo ella supo del destino de la madre y del bruto que los paliceaba. ¿Por qué volvió, ya mujer, de visita al villorrio de su nacimiento?
Tal vez escapando de algo, como supusieron algunos. Tal vez para esconder algo valioso. Era un lugar donde nadie andaría husmeando sobre los motivos de su presencia. O tal vez buscando explicaciones al pasado común de los hermanos que la vida había dispersado. La decisión del reencuentro de Briseida con Eln pudo ser el motivo que la impulsó a regresar al villorrio.
En un pueblo sin jóvenes, la mayoría había emigrado a la ciudad, recibir esa visita resultaba agradable. Las viejas pueblerinas disfrutaban alabando las formas femeninas que había adquirido aquella gurrumina que soportó estoicamente al padrastro hasta ese día en que todos creyeron que Eln había muerto producto de una golpiza feroz y huyó llevándose con ella a todos sus hermanos.
Briseida era bella, muy bella, no muy alta, de figura delicada, busto no grande, pero perfecto, caderas anchas en la justa medida, piernas torneadas que se unían a la cadera de manera sensual. Cabellos rizados castaños oscuros, el mismo color de su madre. Nadie sabía quién fue realmente su padre; todos descartaban que el bruto de las palizas porque a él ninguno de los hijos se le parecían.
Solo Briseida podía responder a Eln por qué no lo abortó su madre. Lo habló con la vieja de la que nadie sabía la edad. A esa mujer cada pueblerino le atribuía un don diferente, lo que dio lugar a encendidas discusiones entre los lugareños. Magia, brujería, don divino, falsas virtudes que la pequeñez del pueblo agrandaba hasta hacer irreconocible la verdad de los hechos en que todos decían la vieja había participado. Todos menos ella, quien nunca hablaba de sí misma echando un manto de secretos sobre su propia vida, como si hablar de todo lo pasado significara faltar a un deber sagrado, una obligación que había cultivado durante los incontables años de su vida.
La vieja vivía en el primer rancho de la primera calle frente al altarcito de la virgen. Sentada en la vieja silla de mimbre reseco, pasaba sus horas observando quien se persignaba y quien no al pasar delante de la imagen de la madre del Cristo del villorrio, un Cristo ennegrecido por el paso del tiempo, al que nadie limpiaba desde hacía años.
Contabilizar quienes se persignaban y quienes no parecía un pasatiempo absurdo, pero luego le pasaba el dato al cura que daba la misa cada quince días y que en sus sermones se ocupaba de reprochar a cada vecino su pobre sentido religioso. La humillación de los fieles era un placer que a la vieja la llenaba de emociones.
No adorar a la madre de Dios era un pecado tan o más difícil de perdonar que muchos otros que los parroquianos cometían a veces de puro brutos y otras de puro infieles.
Briseida no tuvo trabajo en dar con la vieja a la que recordaba así sentada cargando casi la misma joroba desde entonces.
Su aspecto no había cambiado casi en nada de cuando la había visto por última vez antes de huir del pueblo. Recordaba esa mirada a través de la espesa catarata, la misma que se posaba sobre su cuerpo y que a medida que se acercaba a ella adquiría la aspereza de una protuberancia tumorosa que auscultaba sus formas juveniles con verdadera impudicia.
—¡Quién te ha visto y quién te ve! –exclamó la vieja lo que hizo sonrojar a Briseida como si hubiera sido descubierta en alguna falta.
—Hasta tu olor sigue siendo el mismo. Recuerdo ese olor que trajiste al nacer porque aunque yo no estuve en el parto, tu olor salió del rancho y llegó a todos lados. Nadie sabe del perfume de la gente como yo, el olor que se trae al nacer no cambia nunca.
Briseida suspiró animada, luego tocó sus manos, que parecían talladas por su aspecto reseco y terroso. Algo dijo que la vieja no oyó o hizo como si no la hubiera oído.
—¿Y qué te trae por aquí luego de tanto tiempo pasado?
La muchacha le dijo que andaba queriendo saber algunas verdades.
—¿Y para qué si se puede saber?
Pero no podía explicarlo.
—Quiero saber de mi hermano –se justificó–, le ando buscando, pero hasta tengo temor de que haya muerto.
—¿Eln? ¿El cojito que parecía siempre subir la cuesta?
—A él me refiero.
No le gustó para nada ese modo de describir al hermano. Pero no se atrevió a expresar su disgusto.
—Si hubiera muerto me habría enterado. Aquí de los muertos se sabe todo. ¿Y qué andás queriendo saber? ¿No será para saber por qué tu madre tuvo ese hijo, verdad?
—Más o menos.
—Yo no calumnio con mi lengua, no le hago maldad al prójimo, ni le llevo desgracia a mi vecino. ¿Por qué iba de hablar de ese asunto con una mocosa como vos?
—Porque es como que me falta un pedazo acá –se tocó el pecho con las dos manos–. Estaba creída que Eln murió después de la paliza, comido por los chanchos, pero estaba equivocada.
—Los chanchos debieron comerlo de antes, cuando era feto.
Briseida se sintió ofendida. ¿Un aborto por destino para su hermano?
—¿Mi madre quiso abortarlo? –preguntó arrastrando las palabras.
La vieja sonrió con desparpajo.
—Tu madre no quiso abortar. Mujer idiota.
—¿Idiota vieja? ¿Por qué le dice idiota?
—Porque se echó ese engendro encima. El aborto debió hacerlo ella misma, y si no se animó debió pagarle a “La Alta Graciela”, la del níspero que daba frutos del tamaño de una naranja. Esa era buena abortera.
—¿Ella misma hacerse un aborto? Pero ¿cómo? –Briseida estaba espantada por aquella afirmación.
—¿No sabe de eso? No es nada nuevo, m’hija –dijo–, cuántas lo habrán hecho con el cabo del perejil bien adentrado donde espera el feto mejor suerte. O con la aguja de tejer. Perejil o aguja de tejer, cualquier cosa bien puntuda, y hay que escarbar hasta encontrar. Luego es como cagar, en cuclillas, lo mismo que cagar. Así era la cosa, pero en vez de en la letrina, en el chiquero, así los chanchos se comen el feto o los trocitos que salen y no queda nada que ver. Los chanchos no hablan de esas cosas, son más discretos que los hombres. Solo comen y guarrean como erutando.
—Era mejor pedirle a “La Alta Graciela” si, como usted dice, era buena haciendo el aborto.
—Mejor, sí. Ella sabía de ciencia, “hay que levantar muchas veces el tacho bien cargado, el de lavar la ropa”, decía antes de que le dieras la plata para el asunto. Pero había que hacerlo muchas veces para provocar el sangrado. Si sangraba te hacía el trabajo limpito, una cucharita filosa y al chiquero y si te he visto ni me acuerdo. Discreta como ninguna la “Alta Graciela”. Nunca se le conoció comentario de mujer alguna.
—¿Levantar peso para que se desprendiera el feto era su ciencia?
—Claro. ¿Por qué pone cara de asco, m’hijita? Levantar peso hasta que salga abundante sangre. Si se desprende después es cosita de nada. Luego te hacía tomar, no sé qué de potasio. Alguna hemorragia a veces se presentaba. Lo malo siempre encuentra oportunidad.
Si abundaba la sangre que no dejaba de salir por la entrepierna, la cosa se podía poner fea. ¿Viste nena morir a una mujer por el desangre? Alguna china murió desangrada porque el hombre la dejó abandonada. Es que a los hombres no se le puede confiar nada y menos una mujer sangrando. Pura bulla, siempre pendencieros, pero a la hora de servir no sirven para nada. Enseguida tiemblan como hoja al viento o les agarra el rezo “porque yo no mato al niño por nacer”, y lloran por los rincones y hacen cómo si lo que la mujer lleva en la panza fuera del espíritu santo y no de alguno de esos borregos calenturientos.
Otra a la que le anduvo mal fue la del lote quince, una bolita que no dejó de trabajar la chacra hasta que se murió podrida. Una infección que nada pudieron hacer en el hospital donde la llevó un paisano porque el marido no quiso saber nada con ayudarla. El tipo la condenó por el aborto. Le hacía un hijo todos los días, si tenía como quince colgados de las tetas, pobre bolita, siempre sola trabajando como animal con un hijo a la espalda, uno en la teta y otro prendido a la pollera llorando a moco tendido. Los hombres condenan rápido cuando se trata de una. Y eso si antes no te muelen a palos porque no le pediste permiso o no hiciste lo que ellos mandaron. Destino de mujer.
—¿Esa mujer de la que me habla se murió de una infección?
—Podrida, yo digo que podrida. Echaba olor por la cosa. Otras comadres me mandaron llamar porque querían que le haga milagro, pero cuando se abrió de piernas casi me voy al piso como borracha del olor de la pudrición. “Muy tarde” les dije a las comadres. “Está toda podrida”. Y así murió retorciéndose de dolor, delirando.
—Vaya manera de morirse.
—Mirá m’hijita, de algo hay que morirse, nadie queda pa’ semilla. Por algo Dios hace estas cosas. Yo no me meto con Dios porque él solo sabe por qué hace lo que hace.
—Tal vez por esas desgracias mamá no se animó a abortar.
La vieja lanzó una risotada.
—¡Mamá! ¡Mamá! Madre fue la mía. Madre fue la Ernestina que tuvo como diez hijos y a todos crio cristianos. Esa que te tuvo a vos y a los otros… qué sé yo cómo decirle.
Eso de que no quiso el aborto, ¡más habrán querido! Pero no se animó. Eso creo yo. No se animó a meterse la aguja de tejer y darle para matar al coso. Plata no tenía ni una moneda, estaba más pobre que una laucha, y “La Alta Graciela” no trabajaba gratis. No se hizo rica, pero tenía su buena platita. Además “La Alta Graciela” siempre decía “¿Te diste el gusto? Ahora pagá el disgusto”.
Rio la vieja mostrando los pocos y podridos dientes que adornaban la encía negra de mascar tabaco.
—Si tu madre decía que estaba preñada de la paliza que la daría el padre, tu abuelo, el Pardo, iba a abortar lo que no tuviera. Hasta por los ojos iba a abortar la zorra. El Pardo era muy bravo, tipo derecho, serio y callado como ningún otro. El Pardo no quería ni oír hablar de aborto, si hubiese sido por él, “La Alta Graciela” habría salido carpiendo del pueblo. No la quería, decía que era mala mujer vividora de la ignorancia de las chinas. También se dijo que alguien le habló al Pardo del asunto, pero nunca se supo quién fue ni qué le dijo. Chismes, de seguro. Aquí corre mucho chisme.
La vieja tosió esas toses secas que salen de lo profundo de los pulmones envejecidos. Miró a Briseida con la resignación de alguien que está a punto de hacer una revelación trascendente.
—Voy a decirte la verdad mi’jita –tocó varias veces con su largo dedo índice el pecho de la muchacha–. Mejor hubiera abortado porque nadie supo quien era el padre de tu hermano. ¡Ni ella lo supo! Creé lo que te digo.
Tu hermanastro, pa’ decirlo como Dios manda, era hijo de alguno y por eso fue de nadie. ¡Eso se dijo! Cuando la mujer anda entre hombres no hay modo de saber del padre. Tampoco te creas que el tuyo era el mismo que el de los otros borregos que te alzaste cuando huiste del rancho. Te lo digo pa’ que no busques donde no hay, mucho macho pasó por esa cama. Después dijeron que por eso Dios les mandó puro castigo a todos.
Por eso fue que tu mama se juntó con el tipo ese que la molía a palos diciendo que era “su” marido. ¡Marido, ese bruto! Matrimonio de desgracia, mejor muerta que así casada. Ella quería marido, aunque fuera un animal malo y sucio para que el Pardo no la dejara tullida para siempre y la echara del pueblo; y él, alguien que lo sirviera como una esclava, como se sirve al patrón de la estancia… La ropa limpia, la comida caliente… darle el gusto al tipo cuando anduviera alzado… ya sabe. Si te hacías respetar la naturaleza te dabas por contenta, porque los hombres tienen siempre ideas asquerosas, antinaturales. Mirá si cuando no tienen mujer se meten en el chiquero. Inmundos. Yo los veo, ahí van dos o tres y hasta cuatro, hule grande para evitar la mierda en la ropa y garrote para amansar a la hembra que se vuelve viciosa. Yo veo a la chancha que después anda enviciada buscando a la peonada queriendo frotarse con alguno y todos ríen como idiotas y la azotan para que la hembra se aleje, pero el animal no entiende por qué la han enviciado. Asquerosos. Los hombres son asquerosos.
Briseida no supo qué decir, nunca había escuchado de tal cosa.
—Veo tu cara. La veo. Es cosa de hombres y así hay que tomarlo. Después de todo, m’hija, el hombre es capaz de cualquier cosa, sépalo bien y ande con cuidado.
—Qué asco. Horrible.
—Como el infierno. ¿Cuándo el hombre no hizo cosas del demonio? Caín mató a Abel y eran hermanos. Judas vendió a Cristo y era el hijo de Dios. Es la naturaleza del hombre ser dañino.
También horrible es estar llena de críos y sola. Más vale una golpiza cada tanto que andar guacha llena de hijos. Más vale soportar un tipo alzado que te preñe cada tanto y no diez brutos desesperados violándote uno después del otro como se dijo le pasó a “tu madre”.
—¿Y por qué no lo dejó por ahí después de parirlo? Quizás a una yerma le viniera bien criarlo como si fuera propio…
—En este pueblo no se puede andar con esas cosas. Todos ven todo, todos saben todo. Mirá que yo estaba en la puerta de casa tomando mate dulce con las viejas de la basiga y vi al Ascensión, creo que era el mulato porque la noche engaña, salir de la noche y llevarse a la muchacha como el diablo. El mulato dijo que yo mentía, pero yo lo vi o creo que lo vi, pero él nunca supo que yo lo vi y por eso yo di testimonio al comisario. “Yo lo vi con estos ojos” le dije, y eso que era ladino como diablo, siempre mirando pa’todos lados pa’ ver si alguien lo estaba mirando. Pero el mulato Ascensión siempre negó todo. Hijo e’puta, encima mentiroso. Dijo que yo mentía y el que mentía era él. Los negros siempre son de mentir tupido.
La vieja se tomó un respiro para seguir diciendo:
—No sé cómo hacen las chismosas en este pueblo. Parece que están en la cama con una cuando hacés la cosa con el marido o con el que está de paso, porque una a veces quiere darse un gusto con un gaucho de paso. Pero con ellas no se puede.
Mirá la historia de esa que se embarazó de uno, pero se casó con otro y le hizo creer que el crío era de él, hasta que alguien le llevó el chimento y terminó muerta una noche de un disparo por la espalda. El tipo dijo que estaba cazando carpincho y que ella se puso delante de la escopeta. “Una desgracia”, dijo, pero no le caía una lágrima al desgraciado. Dicen que él le dijo “teneme la lámpara y alumbrame pa’ allá, donde el carpincho” le dijo, y ahí nomás, cuando se dio vuelta, le disparó “por accidente”, le disparó por la espalda. La arrancó la espalda que se la sacó por el pecho. Y diez días después murió el chico “ahogado por el vómito o por tanto llanto por la ausencia de la madre, que le dio un vómito” mientras dormía y se le fue a los pulmoncitos. En este pueblo hay cosas que no se pueden ni pensar.
—¿Y la policía no investigó nada?
—¡La policía! Mirá que sos graciosa, nena. Las cosas que decís. La policía…

14

—¿Por qué le dieron de nombre Eln? –le preguntó a la vieja que parecía dormitar fatigada por su propio relato. Tenía los ojos entrecerrados y por el espacio que quedaba entre los párpados se podía apreciar la pulposa catarata que neblineaba el color celeste de la pupila cuya forma no era la de un círculo perfecto.
La vieja alzó la cabeza y miró a Briseida con curiosidad. De su juncoso y arrugado cuello sonaron las cervicales como un cascabel óseo. El raspado del hueso contra el hueso llamó la atención de Briseida quien nunca había escuchado un sonido semejante.
La vieja pidió que la muchacha repitiera la pregunta.
—Pregunté por qué le dieron de nombre Eln.
—¿Eln?
—Sí, ¿por qué mi madre lo bautizó con el nombre de Eln?
—¿Bautizó? Qué iba a ser bautizo ese infeliz. Esa mujer no era devota. ¡Qué iba a ser! Y no iba a la iglesia nunca. El cura se lo reprochaba cuando la veía que no era a menudo. Si estaba el bruto con ella, el cura pasaba de lado sin pronunciar palabra. Dios protege de muchas cosas menos de una golpiza de un bruto y borracho que no le interesa Dios porque cree que va a vivir para siempre.
—¿Y el nombre?
—No lo sé. ¿Por qué habría de saberlo yo?
—¿No dicen que usted sabe todo lo que ocurrió en el pueblo?
—Dicen muchas cosas los que no tienen nada que hacer. ¿Usted sabe m’hija cómo le gusta a la gente hablar cuando está de balde?
Para mí ese nombre no existe. Yo no recuerdo que le llamaran Eln. Tal vez se me olvidó porque soy vieja, pero no lo recuerdo. ¿No serán las iniciales del nombre?
—No lo sé. La madre le decía Eln.
—Pero el bruto le decía “puto”. ¿Sabías vos que el bruto le pegaba porque creía que era puto?
—Sería. No lo sabía –Briseida trató de disimular su disgusto–. “Puto” le gritaba mientras lo molía a rebencazos. Nunca le decía Eln. Le decía “puto” mientras le daba con la vara verde de un sauce que todavía está cerquita de lo que queda de aquel chiquero. Siempre lo llamaba “puto”, nunca lo llamaba de otro modo. Pero… ¿Quién soy yo para saber del nombre del desgraciadito? ¿Y a mí que me importa si era invertido? Algo había porque nunca tocaba a las putas que venían de vez en cuando a calmar a la paisanada. Y eso que andaba con ellas de aquí para allá.
Que era algo jorobadito lo sé y puedo jurarlo por la virgen, También que era algo renguito, pero eso le quedó de una de las palizas que le dio el bruto. Lo rebenqueó hasta rajarle el culo y con el mango del talero creo que le hundió la cabeza de un solo golpe. Pero nunca supe ni me interesó saber por qué le llamaban “Eln”. No te puedo ayudar muchacha con el asunto del nombre.

15

Desde que Eln desapareció del pueblo, al igual que sus otros hermanos, nadie más se preocupó de todos ellos. De Eln corrió la voz de que había sido comido por los cerdos. De Briseida, el comentario de que la chica había arreado a los hermanos y escapado en un camión que iba para el puerto. La madre y el bruto quedaron en el villorrio, pero ella ya no tuvo más hijos.
—¿Es cierto que ella le prendió fuego? –preguntó Briseida esperando una respuesta afirmativa.
La vieja sonrió maliciosa.
—¿Oliste la carne humana chamusqueándose al fuego? –Briseida sintió deseos de vomitar.
—No es como la de vaca o de lechón. Para nada. Es otro olor, si lo sabré yo que huelo cualquier perfume a la distancia que sea. ¿No te olí cuando venías?
—Eso dijo.
—Llevo en las puntas de mis dedos el olor del fulano quemándose. Cada tanto los llevo a mi nariz y huelo la carne cocinada del tipo. Mientras se quemaba no profirió ni un grito, ni un lamento. Un verdadero bruto. Ella lo roció con nafta. O gasoil, no recuerdo. Usó un envase que había cortado al medio y lo llenó de nafta. Era una botella grande cortada al medio. O bidón, tal vez, de esos del “Randal” que usan para matar los yuyos.
Él estaba de pie a la vera del chiquero, como tratando de mirar detrás de los chapones. Tal vez se acordaba de cuando garroteaba a Eln, de cómo disfrutaba esa paliza contra el hijo de la manada, la mirada perdida, buscando algo inasible en la oscuridad de la noche hacia las orillas del Salado. Desde que los críos huyeron el tipo quedó como suspendido, flotando entre el chiquero y la tapera apenas rozado por el viento sur. ¿Esperaba algo que no se podía ni imaginar? Quien lo sabe.
Cada tanto rondaba por ese lado, y cuando por fin se detenía ante las chapas las rascaba con las uñas negras y duras que tenían el aspecto de pezuñas. Parecía atacado de la melancolía del que va a morir pronto, pero no sabe bien cuándo Dios lo manda a buscar.
Alguien le dijo a la mujer algo del tipo algo que se comentaba en voz baja en tertulias de viejas jugando a la basiga. Nunca en mesa de hombres porque los hombres no hablan de sus cosas, temen ser descubiertos y castigados. Le dijo como que no solo le daba paliza al chico. Que aprovechaba la ocasión. Eso se dijo. Aunque nadie nunca quiso dar testimonio. Aquí sobre desgracia y falta testigo.
Briseida parecía demudada al escuchar el relato de la vieja, pero no se animaba a preguntar.
La vieja recordaba haberla visto salir de la tapera con el mismo desánimo acostumbrado. Arrastraba los pies como si le pesara el cuerpo. Llevaba la mugre a cuesta porque hacía meses que no se lavaba ni la geta.
Caminó lento hasta el bruto. Fue donde él estaba paradito, mirando las chapas, quieto como ensimismado; lo zamarreó de un brazo, con fuerza. Algo dijo, pero no se escuchó qué.
La vieja no supo si porque lo zamarreó o porque le dijo algo que le causó disgusto, el bruto se puso como loco y le metió un cachetazo que la tiró al piso. Luego pasó la lengua por los labios y algo le dijo y a ella se le encendió la cara pero más los ojos. Estaba llena de rabia como no se la había visto nunca.
Luego él le dijo “andate” pero sin insulto. No le dijo “andate puta”, ni “andate mierda”, ni “andate yegua”. Solo “andate”. Una sola vez le dijo “andate”, no le gritó (no hizo falta) y ella se fue por donde había venido.
El bruto volvió a la misma posición, mirando a los chapones. Los chanchos estaban paralizados porque los animales captaban lo que sucedía. Nacieron para ser carneados, así que sabían bien cuando la muerte empezaba a dar tumbos alrededor de un desgraciado.
La vieja llamó a la Tonia, vecina que tenía rancho casi pegado al de ella. “Vení que va a ver teatro” le dijo y la Tonia llegó a su lado y se sentó en la misma silla en la que Briseida en ese momento apoyaba sus manos. Luego la acomodó como si estuviera en el teatro. Sentada, Tonia, esperó mirando la espalda del bruto que seguía los ojos fijos en los chapones, mientras la vieja atendió a la puerta del rancho para saber que hacía la doña.
—Juro que yo escuché que le decían “dale, dale, acabala de una vez con ese hijo de puta”. –Así le confesó a Briseida–. ¿Qué quién era la persona que aconsejaba a la mujer? Nunca lo supo y tampoco se interesó por saberlo.
—¿Voz de hombre o de mujer? –preguntó Briseida.
—Voz, nomá –dijo la vieja–. ¿Importa? A veces las voces se parecen entre sí, fuera de hombre, fuera de hembra, daba lo mismo al caso.
No importaba aquello de la voz. Era una pregunta que surgió solo por decir algo.
La vieja le aseguró que alguien le daba consejo a la mujer, y que escuchó decir “es hora, qué mierda, es hora” y luego “¿hasta cuándo, hasta cuándo?”.
La mujer salió del rancho como si fuera a tirar basura a los chanchos, arrastrando los pies en la tierra que estaba bien seca porque no llovía hacía muchas semanas. No tenía ni gesto en la cara. No expresaba ningún sentimiento, el rostro vacío como de costumbre, la mirada perdida buscando la espalda del bruto como si allí fuera a leer una noticia estampada en la hoja de un diario viejo.
Llevaba el frasco. Olía la nafta, de ese olor la vieja estaba segura porque no había olor que le escapara a su nariz. Olió la nafta. Se dijo con alegría “por fin”. Insistió “¡por fin!”
El ruidito que salía de algún lugar de la pollera, era del fósforo en su cajita de cartón.
La vieja se abandonó al silencio. Briseida se mantuvo expectante. Por un momento creyó sentir el singular olor de la muerte incinerando a un hombre tal como le dijo la vieja. Un olor único, estridente y espeso.
—¿Y entonces? –preguntó Briseida.
—Entonces llegó donde el bruto y le echó la nafta por la cabeza. Raro bautismo ese. ¿Vos sabés que el tipo ni se dio vuelta? Se quedó mansito, de pie, mirando siempre donde las chapas, esperando el final de toda aquella mierda.
El ruido del fósforo raspando la lija sonó como un canto áspero y contundente y el hombre se encendió como una tea. Se dejaba ver la osamenta de la tea de colores rojos y naranjas en la inmensidad de la noche campesina. Por el misterio de un remolino salido de la misma tierra, el fuego se alzó varios metros hacia el cielo e iluminó hasta la orilla del río con fuerza. Se vio el espejo negro del barro brillar de ese color que viraba del naranja al rojo, tanto como en la celebración de la virgen, cuando salía la deforme estatua de madera a pasear por el pueblo para que los fieles se arrodillaran a su paso implorando perdón por sus pecados. Luego fue el humo óseo que salió del hueso de la cabeza.
El hombre se desplomó chamuscado. Un montículo de carne ardiendo con fuerza propia.
Briseida quería saber qué fue de la mujer, su madre. Pero la vieja, a partir de ese momento, no volvió a hablar. Ni toda la desesperación de la muchacha la sustrajo del silencio. No hubo ruego que le devolviera el habla a la vieja.

16

Para conocer la historia de la madre había que saber descubrir la verdad donde no se la esperaba.
Quien apreciara el villorrio a la distancia no hallaría ninguna perturbación significativa en su paisaje. Desde cierta perspectiva la verdad parecía estar al alcance de la mano. Pero esa no era una valoración del todo correcta. Ciertas habilidades, cierta perspicacia eran indispensables para atravesar esa apariencia dócil del paisaje humano y alcanzar la naturaleza real de los comportamientos de aquellos pueblerinos.
El paisaje sabía cómo engañar a los observadores desprevenidos. Resultaba a la vista tan ancho como ajeno, surgía de un espejismo terrenal. Era una formación descolorida de ranchos y personas que se confundían unos con otras, pero que al mismo tiempo eran tales para cuáles. Eso solía llevar a la confusión a algunos observadores ocasionales.
En medio de esa geografía rala siempre aparecía una voz que repetía una historia. No eran ni dos ni tres historias, era una sola. Paisaje, voz, historia. Esa era la simbiosis que permitía distinguir lo verdadero de lo falso. Si no se sabía apreciar debidamente, no se aprendería a oír. Así de simple era el asunto. Así que era tan importante el ojo como el oído.
A Briseida eso le llevó un tiempo. A veces veía lo que debía ver, pero no escuchaba más que ruido. Otras, las menos, escuchaba las verdaderas palabras, pero el paisaje se apretaba sobre sí mismo hasta volverse oscuro e indescifrable. Cuando eso ocurría, un agujero negro en la conciencia arrastraba hacia la ciénaga de la ceguera trascendental todo razonamiento.
El tiempo que le llevó el aprendizaje no fue ni mucho ni poco. Y eso que tiempo no le sobraba. Si la encontraban ahí, ahí la matarían, como le habían prometido.
¿Cómo definir la duración de ese instante revelador? Una turgencia del tiempo y una simplificación del espacio. Por donde se abultaba el tiempo, el espacio se apocopaba para que entraran las palabras justas. Luego las palabras hacían lo suyo. Daban sentido a todo eso.
Las palabras estaban en boca de las viejas. Podían ser tomadas con verdaderas revelaciones. Una u otra vieja, todas se parecían. Las mismas arrugas, las mismas calvas, las mismas jorobas. Pero no las mismas palabras, esas variaban.
“¿Qué pasó con mi madre?” Preguntó Briseida como si tuviera alguna necesidad de saber de ella. Y eso las viejas se lo hicieron notar. Desconfiaban de la muchacha. Si el que hubiese retornado al pueblo y preguntado fuera Eln, ellas habrían tenido mayor confianza. Pero Briseida tenía el aspecto de una muchacha que escondía lo suyo.
—¿Y por qué has vuelto? –una vieja que era otra no se ahorró la pregunta.
—Busco a mi hermano.
—¿Aquí? Si estuvo en la tripa del chancho de seguro lo ha cagado ya hace mucho.
Las viejas rieron descaradamente. Sentada cada una en su silla de mimbre, se hamacaron al mismo tiempo haciendo chillar las maderas de las sillas y sin dejar de reír ni por un momento.
A Briseida la humorada le resultó repugnante.
—Él no murió esa noche. Lo presiento.
Dijo algo que las viejas sabían desde un principio. Esa no era ninguna revelación.
—Te preguntamos por qué has vuelto. Sabemos más nosotras de tu hermano que vos de tus secretos.
—Vengo a esconderme –dijo sincerando lo que las viejas ya sabían.
—Nadie gusta morir sin saber su origen. ¿A una muchacha como vos qué le puede importar su origen?
A penas la vieja pronunció esas palabras, Briseida insistió con su pregunta: “¿Qué pasó con mi madre?”
La vieja podría haberle confesado que cuando todavía el hombre era una mezcla de tejidos y fuego, ella se echó a correr hacia donde la noche se presentaba como una ruda formación oscura y que entonces lloró de un modo que nunca había sido oído antes. La oscuridad era un abismo al revés; angosta la entrada al precipicio y ancha la base que se extendía en círculos concéntricos que desaparecían todo lo que tocara la superficie. Al mezclarse la oscuridad con el llanto de la mujer surgió esa canción inolvidable de la que pocas o casi ninguna vieja quería hablar. Luego de eso, la mujer se desvaneció en varios trozos de sombra.
A la vista, del cuerpo carbonizado, sobrevivió un ojo que quedó mirando siempre en la dirección del abismo, donde la mujer se esfumó en la negritud de la madrugada. Tal vez la perseguía porque era lo que se merecía por asesina.
Alguien dijo que meses después la vieron deambulando por el monte más próximo al Salado y en alguna oportunidad en dirección a la vieja y abandonada estación del ferrocarril. El monte era de árboles no demasiado grandes, pero sí muy juntos unos con otros. Los cuises solían incursionar en ese pequeño y abigarrado bosque en cuyo centro se acumulaba un agua que poco a poco se fue haciendo laguna. Los cuises sabían disfrutar del fresco de la laguna y de la sombra de los árboles que impedían que el sol calentara la tierra.
Allí se la vio, dijeron, muy desmejorada. Poca carne y todo hueso, raquítica y enfermiza, balbuceando unas palabras que no se podían entender. Tal vez fuera esa canción que nació de la mezcla de la noche y sus chapurreos.
Una vieja hizo este comentario:
—Era ella, de seguro era ella. Yo le supe del modo de mirar quien era. –Nadie le preguntó por la canción. Tal vez la vieja, sorda, no la habría escuchado.
Dijo que fue una tarde noche, el momento en que el sol no termina de ocultarse y la luna de exhibirse. Es una intersección entre el día y la noche que suele liberar ciertos humores que adquieren formas y tonalidades multicolores. Cerca del Salado, esos humores surgían a veces con violencia hasta treparse a las nubes que solían formarse sobre la superficie del agua turbia.
El pueblo quedaba a la espalda de la aparición. Los montes que habían crecido libremente, se iban tornando una mancha indescifrable a medida que la noche avanzaba. Así dejaban por horas sus apariencias verdosas y adquirían una tonalidad mortuoria. La vieja insistió que ella apareció como estampada en ese lienzo del crepúsculo extendido. Luego desapareció.
De la canción no supo o no quiso hacer ningún comentario.
Otra vieja dejó su sospecha sobre qué podría haber cantado la mujer. Carraspeó para entonar el garguero. Luego cantó con voz ronca: “Hay un reguero de huesos, Llorona, que alguna vez fueron tú. Llorona descuartizada, hay un reguero de huesos”2.
Briseida sintió que el corazón se le iba por la boca. Las viejas rieron antes de recordar la historia. Sus risas se tornaron hiénidas.
Lo que sigue es lo que Briseida creyó que se dijo:
“La mujer volvió al lugar donde fuera virgen, entonces apenas una muchacha caminando a la luz de la luna. La misma luna, tras el inmenso arbusto que había crecido desproporcionadamente y que ya no solo escondía el próximo baldío extendido hasta la orilla del río, sino al mismo río que quedaba inmerso entre las hojas. La misma humedad que salía de la misma greda apestosa y que se enroscaba en sus piernas como una raíz perversa que la aferró al instante.
Quizás como aquella vez, acarició una hoja del arbusto y luego la rama donde nacía la hoja.
Una mano la tomó del cuello. Otra mano la jaló del cabello. Otra le tomó las suyas y una inmensa se metió en su entrepierna. Como entonces, una lengua se metió en su boca, otra lengua le lamió los pezones, otra lengua bajó hasta sus muslos. Pero esa vez no cerró los ojos, aunque tampoco hubo lucha.
Cada mordida le cortó la carne. Una dentellada le devoró su lengua, otras los pezones (primero uno y después el otro), otra rompió la sínfisis del pubis que se astilló al golpe de un rebenque que la penetró alevoso. Quizás cerró los ojos cuando vio el machete o tal vez lo esperó del mismo modo que se espera un alivio en la desgracia.
¿Qué si aquello que decían no era una atrocidad? Una vieja abandonó el balanceó de su silla. Las otras dos la imitaron.
¿Y qué creía ella que pasaba con las otras muchachas, las jóvenes prostitutas sembradas en fragmentos en las extensas haciendas de los terratenientes?
Eran las mismas manos, las mismas lenguas, los mismos machetes que acabaron con su madre. Y podrían haber sido los mismos que quisieron echar cuentas con su hermano. ¿O el bruto era solo bruto y todo lo que hizo fue pura animalada?
El odio contra el muchacho no era solo el producto de un alma trastornada o el repudio al engendro nacido de una mujer violada por una manada.”
Los secretos nunca deben ser perturbados, ese fue el consejo que las viejas le dieron a Briseida.

17

Desde la ruta el camino al pueblo parecía no tener fin. Si alguien se hubiese detenido a observar el camino desde su nacimiento, habría visto la pequeña silueta de Briseida recortarse contra el cielo. Más atrás, donde realmente comenzaba el villorrio, a la derecha, desde la perspectiva de ese hipotético observador, se podía apreciar el altarcito de la Virgen en el que algunos pobladores, en especial sus viejas, se detenían a echarse un rezo implorando deseos que nunca serían respondidos.
Briseida iba de prisa. No parecía huir, pero si tener apuro por dejar el pueblo atrás. Ese peso que sentía sobre sus espaldas eran las miradas de las viejas que se habían ocupado de espantarla con sus atroces relatos sobre violaciones en manadas y asesinatos de muchachas que no pudieron tener peor destino que haber llegado a ese caserío a atender a los calenturientos.
Esa imagen de Briseida abandonando al pueblo no difería demasiado de aquella otra, cuando huyó cargando los críos.
Para ella el tiempo parecía transcurrir de un modo diferente. Conservaba cierto aspecto adolescente, su imagen sugería una reminiscencia de lo pasado, pero al mismo tiempo, su manera femenina, algo erótica y fecunda, inquietaba a los espíritus más temerosos del pueblo. No faltó quien encontró demasiados parecidos con su madre muerta y otros, algo delirantes, tal vez por la soledad, por el hambre o por los licores baratos que se producían en los mismos ranchos de siempre, creyeron ver a la madre revivida, surgiendo de los fragmentos diseminados cuando su descuartizamiento.
Pero el pasado era pasado, y lo que fue no vuelve. En esa oportunidad iba descargada, apenas un pequeño bolso con unas mudas de ropa y nada más. Los interrogantes con los que llegó al pueblo los llevaba con ella nuevamente y esos pesarían lo que sus angustias. Algunas verdades, en cambio, pesaban más que un muerto sobre la conciencia, y lo que no le fue revelado ya no lo sería nunca más.
Sentía en su cuerpo el mismo sudor que supo tener cuando escapó, siendo algo más que una niña. La ropa se adhería a su cuerpo y delineaba sus curvas con sensualidad. El sol menguaba, el viento se resecaba a cada rato y la humedad que solía llegar del río no alcanzaba a superior la orilla porque el calor de la tierra reseca la absorbía rápidamente. La vegetación amarilleaba por la falta de agua.
Una de las tres viejas más viejas del pueblo, sonrió viendo a Briseida alejarse. Estaba sentada en la galería de un rancho a unos cincuenta metros de la entrada del pueblo. Una pequeña luz de una vela, casi consumida por completo, la alumbraba de modo tenebroso. En las profundas arrugas de la piel de su rostro, las sombras se enroscaban e iban tejiendo una mantilla negra que ocultaba casi por completo sus rasgos. La mantilla que entretejían las sombras, era señal de sumisión y respeto a los secretos pueblerinos y con esos, sabía la vieja por vieja, no había que entrometerse. “A qué revolver mierda vieja”, repetía cuando alguien quería saber algo que no debía saber. Y aunque a Briseida se le confió ciertas respuestas, fueron a medias y muchos detalles no fueron revelados.
La vieja vestía una ropa que no se podía definir si era para hombre o para mujer. Parecían harapos que fueron unidos pacientemente y por momentos trataban de simular un vestido y en otros un mameluco de trabajo. Los retazos eran todos oscuros y estaban tan mugrientos que resultaba imposible decir qué podrían haber lucido cuando eran nuevos o, al menos, limpios.
A pesar de su casi completa ceguera, por un pequeño círculo en la pupila que las cataratas no habían invadido aún, veía a Briseida marchar como lo había hecho aquella lejana noche. Ella recordaba cómo vio a huir a la muchacha con sus pequeños hermanos, arrastrarlos en la fuga con desesperación, corrida del temor de sufrir la misma suerte que su desgraciado hermano.
La vieja contaba los pasos que daba la muchacha en dirección a la ruta tal como había hecho en aquella oportunidad.
La escena no le parecía demasiado diferente a la de la primera huida, pero en verdad no era la misma.
De lejos, Briseida parecía una mujer encantadora, una invitación al amor juvenil, se la mirase por donde la mirase. En cambio, cuando su primera huida, el aspecto era el de una prófuga desgarbada y desalineada. Con el niño más pequeño en brazos y arrastrando a los demás críos detrás suyos, a los que ordenaba a los gritos que apuraran sus pasos, invitaba a compararla con aquellos prófugos del desierto cuando Moisés sacó a su pueblo de Egipto y los llevó hacia la tierra prometida. Ella gritaba y los niños lloraban, los mocos chorreando de la nariz, las lágrimas corriendo por las mejillas, histéricos y hambreados, peregrinos que invitaban a la misericordia.
Junto a la vieja casi ciega se sentó otra, de aspecto ruin, quien también se dedicó a observar la partida de Briseida. Ella cascabeleaba unos huesitos gastados en el bolsillo de su roñoso delantal. Mientras los huesitos chocaban unos contra otros, murmuraba un salmo que la primera vieja le había escuchado cantar en más de una oportunidad.
En ese instante las dos viejas sintieron profunda tristeza. Toda la vida en silencio, soportando como cualquiera de las otras mujeres periódicas golpizas de los maridos borrachos, las avivadas de los comerciantes, las renuncias de los puesteros, los caprichos de los hacendados, y se arrepintieron de no haberle confiado a la muchacha todas las verdades. Pero Briseida ya estaba demasiado lejos como para llamarla, para que ella pudiera escuchar las vocecitas de las viejas que apenas se oían no más allá de un metro de distancia donde caían sus palabras como aves muertas.
Briseida, de todos modos, no les habría prestado atención. A medida que se acercaba a la ruta donde un automóvil debería pasar a buscarla para llevarla a Buenos Aires para encontrarse con Blacrrod, se daba casi por satisfecha. Lo más importante para ella fue encontrar un lugar y un modo de llegar al pueblo sin ser vista, en donde su desquiciado amante podría esconderse de la cacería a la que era sometido de parte de la “Banda de Los Comisarios”.
La segunda razón, y no por segunda de menor importancia, es que había recordado muchos episodios de la vida de Eln que la ayudarían a encontrar a ese hermano que jamás la dejaría librada a su suerte. Ella sabía, por razones que no conocía ninguna otra persona, cuán fiel podía ser Eln cuando se proponía defender una causa que creía justa. Así se había comportado con las jóvenes prostitutas a las que trató como a verdaderas hermanas, incluso brindándoles más atenciones que a ella misma.
Briseida sospechaba que muchas de las palizas que recibió Eln no se debieron a su condición de bastardo. Tal vez la madre lo despreciara por haber sido el resultado de aquella supuesta violación en manada. Pero estaba convencida de que el bruto lo aporreaba a matar, por la peligrosa relación que unía a Eln con las prostitutas, relación que hizo que muchos en el villorrio terminaran temiendo que no fueran las mujeres, sino ese desgarbado y jorobado jovencito, quien rebelara las atrocidades que se cometían en los lupanares semi clandestinos del pueblo. Sospechaba que eran los terratenientes los que brindaban total impunidad al animal de su padrastro porque jamás la policía intentó detener esos martirios a los que sometía al joven indefenso, martirios de los que todo el pueblo estaba al tanto.
Pero Briseida no supo hasta que se encontró con su hermano cómo fue que sobrevivió a la paliza y huyó del pueblo esa fatídica noche.

18

¿Cómo cae el machete cuando cae? Eln vio muchas veces descuartizar un animal en los corrales del pueblo. Sabía cómo caía el machete cuando estaba listo para el descuartizamiento.
Esa noche tuvo la sospecha del machete. Tal vez vio su filo nuevo, reluciente, el mismo filo que miraba la carne de otros antes de cortarla, por el borde brillante de la larga hoja de acero alemán.
Luego del trozar la carne, lavar la sangre no resultaba complicado. El bruto lo hacía con facilidad. Iba hasta el río y en la orilla permanecía un buen rato frotando la hoja con un viejo trapo, el que mojaba en las aguas del Salado. Una pequeña mácula roja se quedaba en una ola, y luego se disolvía al paso de la correntada. A los segundos no quedaba nada de la mancha que había perdido su condición degradada por las aguas turbias del río.
Lo más complicado era juntar los pedazos. Había que saber ser meticuloso.
Para eso el bruto usaba una horquilla y un carro que prestaba los servicios de una carretilla, porque hacía tiempo que no disponía de una. La última que el bruto tuvo se pudrió bajo la lluvia y fue ponerle cierto peso encima para que se desfondara al momento. La abandonó a un lado del rancho y fabricó un carro con el que iba y venía cargando siempre cosas inútiles. Salvo las noches de algún descuartizamiento, cuando en el carro disponía una bolsa de arpillera y dentro de ella un plástico donde se envasan las semillas, para que los desmembrados no fueran dejando su pastosa huella delatora hasta el lugar del enterramiento.
Eln supo que esa noche recibiría otra paliza. Lo supo porque apreció las miradas de los parroquianos cuando conversaba de nada con una de las muchachas llegadas al pueblo.
Ella tenía su vestido azul, estaba preciosa, y el cabello le caía sobre los hombros. El rostro era infantil, y si se la miraba a la distancia solo parecía una muchacha que estaba jugando a las visitas. A pesar de que Eln no sabía el nombre (nunca se lo habría preguntado), la trataba como a una que conocía desde siempre.
La muchacha tenía cita con uno de los hacendados. Eln no sabía, porque era un niño después de todo, quién era el que se encargaba de conseguir niñas para los pervertidos del pueblo.
La cita de la muchacha era con un viejo que había despachado a toda la familia de vacaciones a muchos cientos de kilómetros de distancia de su lujosa vivienda.
“No tiene ni quince años”. Así se dijo. Eln estaba muy seguro que la chica no tenía ni quince años. Tal vez solo tuviera catorce o incluso trece, como él, que los había cumplido no hacía mucho. De su edad estaba seguro porque era el sexto año en que vivía bajo el destartalado alero del rancho a donde había sido exiliado cuando cumplió los siete años de edad. Seis marcas indicaban con seguridad el tiempo que había transcurrido desde que fuera expulsado. Para Eln, todo se dividía en dos etapas, antes y después de ser expulsado de la tapera. “Antes de E” y “Después de E”, eran las dos etapas en que hasta entonces se dividía su corta vida.
Algunos dijeron en voz baja que la muchacha le entregó a Eln un papel en el que vaya a saberse que estaba escrito. Que quiso ocultar la entrega, pero que no pudo escapar a la vigilancia de las viejas del pueblo. Las tres viejas se regocijaban al descubrir qué inocentes podía ser esas niñas prostitutas tratando de mandar mensajes que nunca llegarían a destino.
Pero otros negaron esa afirmación que hicieron las viejas. “Solo le tomó la mano a Eln”, dijeron.
Esa versión provocó cierta disputa entre los pobladores, pero la discusión no llegó a mayores, salvo por los gritos de algunos exaltados.
Los más alterados preguntaron si eso no era suficiente pecado que una prostituta le tomara la mano. ¿Para qué le habría tomado la mano a ese “¡pendejo!?, gritó un hombre que estaba enfurecido con la noticia, aunque nadie comprendía realmente el porqué de tanto enojo. Agregó también a los gritos, todos ustedes saben quien era Eln. No solo quien, sino “qué era”. Lo último lo dijo con toda mala leche.
“Puto, puto, puto”. Se oyó como un coro por la noche. ¿O acaso no escuchaban todos cuando el bruto lo aporreaba, que le gritaba “puto”? No una, sino muchas veces, para que todos los oyeran, mientras le daba su merecido con la larga, robusta y verde vara de un sauce que el bruto mismo había cortado de una gruesa rama que pasaba por encima de su roñosa cabeza. ¿O acaso no sabían lo que ocurría tras los altos chapones que cerraban el chiquero entre el bruto y el desgraciado luego de las palizas?
Insistieron, ¿Para qué una pequeña y mentirosa prostituta, porque todas las prostitutas eran mentirosas, tuvieran la edad que tuvieran –al menos así pensaban los varones del pueblo–, habría de tomar la mano de un afeminado, escuálido y jorobado mocoso, sino para darle un peligroso mensaje, un aviso de dónde y con quién pasaría esa última noche? Ella quería delatar al cliente, Eln era su cómplice y esa era la promesa de futuros escándalos.
El villorrio tenía un convencimiento, había que impedir que los escándalos prosperaran. Los escándalos eran malos para los negocios y la vida familiar. No había que alterar la paz de las familias con las componendas entre un detestable “puto” y unas pequeñas “putas” y cuyas familias habían sido las primeras en desentenderse de sus propias hijas, y peor aún, las primeras en sacar partido de la venta del cuerpo de las muchachas.

19

Eln estaba bajo el alero del rancho. La puerta de la tapera permanecía cerrada. Por la ventana que daba a la galería no se veía luz. Fue como si, de repente, la casucha se hubiera vaciado de toda humanidad.
Desde ese mugriento lugar lo vio al bruto venir por la ribera del río y no le cupo duda de lo que iba a ocurrir.
El río cristalizaba la noche en su pequeña marea. Se dejaba ver bajo el dominio de la luna que destilaba una luz blanca. En un árbol respiraba el último viento que había agotado su humedad antes de tocar la tierra. Luego la quietud sonó una alarma larga. El paisaje adquirió la solemnidad de lo inevitable.
A medida que el padrastro se acercaba el instinto a Eln le exigía que huyera, pero el muchacho estaba paralizado.
El bruto devoró la distancia que los separaba, raspaban sus pies el pedregullo y dando zancadas llegó hasta el niño que no atinaba a mirar a ningún lado. Lo tomó del cuello y lo alzó por los aires. Sus pequeños pies se agitaban buscando el piso que había quedado demasiado lejos. Tomado del pescuezo lo llevó hasta los fondos del chiquero.
Los chapones que cerraban el corral crecieron en altura y oscuridad. No permitían ver lo que ocurría detrás de ellos.
El bruto buscó la rama para azotar al niño. Hubo un ruido salvaje a sangre suelta.
La robusta rama del viejo sauce estaba donde la dejó después de la última golpiza. La vara tenía la empuñadura negra y el extremo final rojo de sangre. Un pequeño colgajo de piel que quedó pegado luego de la última azotaina, pendía de la punta de la vara. Eln podía verlo oscilar de un lado al otro en un triste pendular que daba miedo.
El bruto dejó caer a Eln para asir la vara. La tomó con fuerza. Eln cayó como cae un ave antes de su muerte, sobre la tierra seca, sobre la mierda seca, donde unas ratas trozaban a dentelladas pedazos de otras ratas en un ritual caníbal.
Los ojos rojos de las ratas se posaron en el cuerpo del muchacho, midieron su contextura, olfatearon el sabor de la carne y el gusto de todos sus fluidos. Sonó el primer varillazo y las ratas huyeron. Sonó a piedra el latigazo sobre la escasa carne de la breve espalda. Sonó a piedra el látigo verde, sonó a espinas contra la carne, a diente verde devorando el pellejo.
Eln se cubrió como tanto pudo. La sangre que brotó de su cabeza le llegó a la boca. Saborear la propia sangre fermenta en la lengua un gusto inolvidable. Es iracundo. Es espeso. Es acechante y venenoso. Y él la tragó para inocularla en el torrente propio de su memoria.
Luego cesó el martirio de los golpes. La noche se llenó de tembladerales. Sombras hostiles en un larvario de martirios envolvieron la escena para que no se viera. Tres viejas miraban desde la punta de sus dedos alargados como serpientes negras. Uñas de sal y la piel curtida.
¿Pudo gritar el niño, pudo gritar? La voz indecisa no es voz, es apenas lamento. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Por la tierra estercolada, el llanto, la agonía en el aire del sacrificado. El sexo roto como una vasija rota. Eln quedó sobre la mierda seca. Los enormes cerdos se amontonaron excitados del otro lado de la cerca, relamiéndose. De ese lado del chiquero las vísceras se prometían tiernas y tibias. Estiraban sus hocicos peludos tratando de oler la joven muerte de Eln. Los chillidos caían gota a gota y desaparecían como espinas que se entierran en la mugre.
El corazón de Eln palpitaba del pecho a la garganta. No tenía claridad de razonamiento, pero sus cinco sentidos trataban de despabilarlo de la paliza. Oyó al bruto alejarse en dirección al rancho. Entonces recordó el enorme machete que esperaba a su dueño para la última faena.
Aturullado empezó a arrastrarse. Quiso mirar en dirección al río, pero la noche era demasiado espesa. Las ratas volvieron de sus escondrijos para observar al niño reptar torpemente, pero no se animaron a acercarse demasiado. Temían que las sorprendiese a ellas el varillazo feroz con el que el bruto machucaba a golpes la pequeña humanidad de Eln. Uno solo de esos golpes las mataría al instante y eso que eran ratas robustas capaces de enfrentar en manada a cualquiera de las comadrejas que merodeaban hambrientas sus nidos ribereños.
El bruto llegó al rancho y esperó a la puerta de la tapera. Era posible que ni él supiera por qué se detuvo. Pero lo hizo y pareció hablarse a sí mismo. Que voy. Que lo trozo. Que lo tiro a los cerdos. ¿Qué haré con la cabeza? Se preguntaba. Luego debió buscar el machete donde lo había dejado, pero no lo hizo. El filo del machete se impacientaba y hedía un dolor que luego brillaba de lado a lado. Tenebroso esperaba su momento mientras el hombre insistía con ese asunto consigo mismo como si fuera un burócrata especulando con algún formulario y no un matón obediente. De pie ante la puerta, se despreocupó de Eln, a quien dejó creyéndolo medio muerto.
Ya voy. Ya lo trozo. Ya lo tiro a los cerdos. Se prometía y prometía a los dioses lugareños de la pederastia. Pero no lo hacía. No se trataba de misericordia lo suyo, era más bien una intriga del que va a matar y alarga el momento de la ejecución, tal vez aturdido por los sentimientos que le provocaba el homicidio premeditado contra el propio hijastro.
Eln sobrevivía a su manera; por las magulladuras cruzó un escalofrío que le mojó la piel de sudor helado. El corazón en la boca, trémulo de miedo, se arrastró un breve trecho que no lo ponía a salvo del bruto. Lo hizo sin saber que el tipo todavía permanecía enfrascado en esa discusión consigo mismo ante la impaciencia del machete.
—¡Mujer! ¡Mujer! –gritó el hombre ante la puerta del rancho. La noche a sus espaldas se hizo más lejana y oscura.
La mujer no le respondió. ¿Estaba ella en la tapera esperando que el bruto terminara su sacrificio? No. La mujer se había alejado del rancho muchas horas antes de comenzar el sacrificio. No lo hizo por remordimiento. Lo hizo porque temía que el bruto le exigiera a ella poner fin a la faena trozando a su propio hijo para arrojarlo luego a los cerdos. Consideraba que esa no estaba entre sus obligaciones. El silencio que llegó del rancho se hizo largo y viscoso.
No volvió a llamarla. No parecía angustiado por la ausencia de respuesta a su llamado. Pareció resignado. Echó un salivazo que la tierra seca desapareció al instante. Luego miró a un lado y otro buscando unos ruidos que no se podían decir de dónde llegaban.
Si era capaz de pensar en algo, no lo demostraba. Tal vez, antes de cometer un crimen, otros brutos se comparten del mismo modo, expectantes con su homicidio a mano, esperando algo que los demás no podemos comprender por qué no se nos ocurriría nunca asesinar al hijo de nuestra esposa ni a ninguna otra persona. Pero para un verdugo como ese, postergar un crimen por un simple capricho, por un entretenimiento nacido en la vacilación de espíritu, en la confusión del ánimo o en la propia estupidez del individuo, no serviría como justificativo para los señores terratenientes que poco o nada tenían de sentimentales. Ellos no sabían dudar. Si había que encargar un crimen se lo encargaba. Y si había que matar por propia mano se mataba. Después de todo, pensaban, la muerte de las jóvenes prostitutas era una cuestión de menor valía, una transacción comercial con el final de un juvenil cuerpo descartado. Nada que les quitara el sueño.
Entre los amplios maizales y a prudente profundidad no había secreto que no se pudiera ocultar. ¿Quién tendría autoridad para escarbar esas tumbas anónimas? ¿El Juez? ¡Si ellos designan al Juez a quien le pagan! ¿Al policía? ¡Si ellos designan al policía para que los proteja! Nadie como ellos para cuidar nombre y fortuna. Los títulos de propiedad son su verdadera familiar y en ellos coagula todo lo que consideran valioso en la vida. Una joven prostituta no valía nada, ni un dolor de cabeza.
A Eln, el tiempo que duró la ausencia del bruto le dio un respiro para recuperar algunas fuerzas. Debió haber sido la providencia que hizo que la oscuridad se pronunciara hasta casi desaparecer toda luz del lado del pueblo que iba hacia el camino que desembocaba en la ruta. Hasta la luz de la luna se ausentó en esa porción de las tierras próximas al corral y solo algunas estrellas muy lejanas alumbraban pobremente los alrededores del chiquero en el que los cerdos desesperaban. Ellos, por el rabo del ojo, vieron a Briseida huir cargando a todos los críos que aterrados se aferraron a ella con desesperación. El bruto, en cambio, no se enteró de la fuga de la muchacha y los niños, tomó el machete y abandonó ese limbo en el que parecía sumergido.
Al mismo tiempo que su hermana escapaba para ponerse a salvo, Eln, como pudo, se arrastró hasta guarecerse en un arbusto en el que quedó confundido entre sus ramas cargadas de oscuridades. Ni los cerdos, expectantes con un ojo de lo que hacía el bruto, y con el otro de la fuga de Briseida cargada de críos, se percataron que el muchacho se alejaba reptando en la oscuridad hasta la frondosa lila en la que se ocultó.
Del arbusto al río a donde Eln quería dirigirse, había veinte escasos metros de distancia. En cualquier otra circunstancias, veinte metros de un punto a otro no son nada, o casi nada. Una distancia a la que bastaría una tranquila corrida para cubrir. ¿Cuántas veces había recorrido Eln ese trecho despreocupadamente? Para ir a pescar o pasar el rato sin tener en qué preocuparse. Muchas.
Sin embargo, en esa noche, para Eln, esos pocos metros de distancia entre el arbusto y el río tenían una dimensión desconocida. Era la distancia entre la vida y la muerte que jamás puede ser insignificante.
Abandonó la protección del arbusto. No volvió la vista atrás. Si el machete caía sobre él que fuera así, sin aviso, sin verlo venir. Que cayera. Que amputara. Que matara. Sin un ruego. Sin un ¡ay! Sin un ¡Dios mío! Que fuera lo que tenía que ser.
Se arrastró lentamente. No pudo quitarse esa lentitud; se movía como si llevara sobre sus espaldas a uno de esos cerdos que chillaban voraces al descubrir que el bruto llegaba machete en mano.
No es habitual ese cambio en el transcurrir del tiempo, pero ocurre. Porque no siempre el tiempo transcurre de la misma manera para todos los seres vivos.
A veces lo hace tan rápido que una persona siendo niño, puede verse ya vieja y al borde de la sepultura. En cambio, en otras oportunidades, el tiempo se lentifica. Y no solo el tiempo. Materia y movimiento transcurren en una dimensión extravagante, lentamente, como si toda fuerza gravitacional desapareciera de golpe. Así le ocurrió a Eln que, a pesar de ello, no se desesperó.
Descubrió que llegó al río cuando tocó sus aguas. Su presencia alborotó al raterío. De las bocas de innumerables cuevas asomaron sus hocicos ratas hambrientas que una falange de comadrejas mantenía a raya.
El olor hediondo de las comadrejas despabiló a Eln. Cuando tanteó el agua con la punta de sus dedos, oyó claramente los pasos del bruto en dirección a donde él estaba desparramado. El bruto gritó “puto, puto, puto”. Era la voz de la muerte la que llamaba.
El bruto golpeaba con la hoja del machete la palma de su mano. Eln escuchó con claridad el choque del metal contra la mano. También el roce de la suela de sus zapatones en la tierra seca. Eran ruidos cada vez más cercanos. “Puto, puto, puto” y el machete chocando contra la palma de la mano.
Llegó a donde creía haber dejado tendido al muchacho, pero Eln no estaba en ese lugar. Buscó en dirección al norte y luego al sur. No lo podía encontrar. Luego miró en dirección al este y al oeste. Eln había desaparecido.
Gritó de odio. Su boca se llenó de saliva podrida como ocurría cada vez que gritaba enfurecido. Pasta, cueva, gangrena, pústulas. Ese era el grito. Dejó caer el machete y se tomó la cabeza con ambas manos. Donde cayó el machete quedó una marca de verdugos.
Un pequeño sonido a fuga se repitió varias veces por donde empezaba el camino hacia la ruta. Quedó un rastro de mocos y de lágrimas, pero al bruto solo le importaba dónde podía haberse ocultado Eln.
Entonces el agua sonó a río roto. El bruto oyó que algo se zambulló en la orilla. No podía ser otro que Eln, tratando de huir de él atravesando el río.
El ruido de un peso hundiéndose en el agua le dio la serenidad que necesitaba. No se propuso recuperar al niño de las aguas del río.
Los que se alteraron fueron los cerdos. Motivados por una gula pantagruélica, chillaban enfurecidos porque se sentían privados del banquete.
¿Por qué el bruto no se metió en ella agua para rescatar a Eln y acabar con su vida por propia mano?
Conocedor del Salado, sabía que en el cauce del río se abrían largos túneles de varios kilómetros de largo. Eran verdaderos agujeros negros submarinos. Todo lo que a ellos se acercaba era succionado con inusitada fuerza de la que nadie podía sustraerse por más esfuerzos que se hiciera. Así para improvisados nadadores, como para expertos y fornidos.
Las personas que cometieron el error de zambullirse al río en las noches calurosas para refrescarse, nunca habían podido escapar de esa succión mortal. Dos o tres días después, sus cadáveres aparecían flotando corriente abajo, hinchados del agua barrosa, y comidos sus partes más blandas por los peces. Eran espantos flotantes, sin labios, sin lenguas, sin ojos, sin narices, sin mejillas ni orejas.
Ese insignificante “puto” se convenció, no tenía posibilidad de sobrevivir en el Salado. Solo cabía sentarse a esperar que su cuerpecito apareciera flotando a dos o tres kilómetros de distancia del villorrio, casi comido por las carpas y los demás peces de la fauna del río. De Eln quedaría apenas la estampa de una pudrición infantil. Si hasta supuso que sería la gracia de los terratenientes que disfrutaban con morbosos entretenimientos.
No lamentaba haber perdido la oportunidad de acabar él mismo con Eln, pero sí que los cerdos no tuvieran qué comer esa noche. Nadie comería esa noche, era lo menos que podía hacer por esos animalotes que lo miraban desconsolados.
Confió en la voluntad del Salado para matar gente imprudente y retornó al rancho que permanecía vacío. En dos o tres días el cadáver mordisqueado de Eln dejaría a los terratenientes satisfechos con su trabajo.

20

A la fuga de Briseida el hombre le restó toda importancia.
El bruto solo lo inquietaba deshacerse de Eln, pero qué hacer con su hermana no estaba entre sus preocupaciones. A los demás críos de quienes nadie aseguraba su paternidad –incluso él mismo las tenía en dudas–, no los extrañaría. Cuanto más lejos, mejor. ¿Que qué diría la mujer? No le importaba ni un poco así. Después de todo, la llamó antes de salir machete en manos a descuartizar al niño, pero ella se había ausentado vaya a saber para qué.
Muerto Eln, se convenció de que nada mejor que Briseida huyera llevándose a todos los mocosos. Hay asuntos que debían resolverse sin contemplaciones. Unos a machetazos y otros como Dios mande.
Era como retorcer el cogote a una gallina. De una buena vez y con todas las ganas. Nada de apretar un tantito y soltar porque eso hace que el animal se ponga malo y sepa a coágulo y no a carne.
Muerto Eln, ausente la muchacha y todos los críos, las cosas tendían a simplificarse y con ello sus preocupaciones. Ya vería qué hacer con la mujer si otro no se encargaba del asunto. De ella no esperaba nada, ni bueno ni malo.
Su único asunto pendiente era la aparición del cadáver de Eln. Se dijo “hay que saber esperar”. Hasta entonces se sentaría bajo el pobre alero del rancho a esperar que el río devolviera al muertito masticado por los peces.
Siempre que aparecía un cadáver el pueblo se alborotaba, así sabría de la aparición. No precisaba andar preguntando nada. El cotorreo de las viejas le daría la noticia. Era como la fiesta de la patrona, la gente salía en procesión al río a ver los despojos del ahogado.
Si el muerto era un conocido, había cierto respeto, pero si era un forastero, era una fiesta. Por los extraños no había nada de que preocuparse, nadie tiraría la bronca por semejante conducta.
Del interior del rancho sacó una vieja silla que acomodó bajo el alero. Luego, una damajuana de tinto y un jarro de hojalata. Se acomodó como quien va a hacer una siestita luego de una mamúa.
Se dijo que alguien mandó a preguntarle si el muchacho tenía en sus manos un papel que le habría dado la pequeña prostituta. Pero el bruto solo tuvo ojos para la paliza. Quien fue con esa pregunta volvió con otra “¿lo revisaste, bruto?”, se dice que le dijo. Pero el tipo no estaba para revisiones, estaba para azotarlo y luego trocearlo. Pero ya se sabía donde interesaba que no hubo carneo. “¿Y entonces?”
Había que esperar que el río lo regurgitara. “Menuda espera”, dijeron. O dicen que dijeron. “¿Y si no aparece?” Dicen que preguntaron.
Lo que el río traga, el río devuelve. Así había ocurrido siempre. Así que el bruto no perdió la compostura ni le entró preocupación. Todo era saber esperar.
Alguien preguntó por Briseida, porque “esa chica tampoco es de fiar”, se dijo con malicia. La noticia de su fuga llevándose a los purretes cayó de mala manera donde siempre se esperan solo buenas noticias. Pero el bruto esa fuga la tomó como una buena noticia. “¿Y alguien te preguntó tu opinión?” Tal vez le preguntaron. Pues no, nadie se lo preguntó. ¿A quién podía interesarle la opinión de un bruto? A nadie.
Y estaba pendiente el asunto de la mujer. “De las mujeres nunca hay que fiarse”, se dijo. “Las mujeres son una calamidad”. También se dijo. Había que arreglar ese asunto, se exigió. Pero el bruto mandó decir que de eso él no se ocuparía. “Veremos”, le respondieron. Cuando los amos decían “veremos”, nada bueno podía esperarse.
El primer día en que el cadáver de Eln no apareció nadie mostró preocupación. En el segundo ya hubo alguna expectativa. Corrió por el pueblo el comentario. “¿Apareció el muertito?” Un cabeceo leve significaba “no”.
Los mensajeros no lo dejaban dormir. Iban y venían con preguntas. “¿Y?” Y el bruto no tenía respuesta.
Pasó el tercero, pasó el cuarto y llegó el quinto día. Quedaba solo especular. ¿Habrá quedado el cadáver enredado en las muchas líneas de pesca que se atascaban en piedras sembradas en el fondo del río o troncos que la corriente arrastraba? “Eso nos preguntamos”, dicen que le dijeron. Pero el bruto no respondió porque no lo sabía.
Al quinto día dejó la silla debajo del alero. No se había movido de ese lugar ni para ir a mear. La damajuana vacía le sirvió de mingitorio.
Se fue donde el chiquero mirando en dirección al río. Dicen que así permaneció varios días. Pero no uno, ni dos o tres. Muchos días, aunque nadie se ocupó de llevar la cuenta. ¿Para qué? Dijo una vieja que permaneció a la puerta de su rancho esperando el desenlace.
Un día de esos salió de la casa en dirección al río la mujer con su bidón de nafta. Fue luego que discutieron (o quizás ni discutieron, se gritaron de brutos, difícil saberlo). Él la echó porque distraía la espera del cadáver del niño. Él aguardaba un muerto y le aparecía esa loca desfigurada. Ella volvió donde él, le arrojó la nafta y le prendó fuego.
El tipo así se mantuvo sin decir ¡ay! Ni quejarse una vez. Tal vez prefirió el fuego a lo que le esperaba a manos de los patrones.
Ella se fue por donde vino y pasó lo que se supo, aunque todos se ahorraron los comentarios. Hay cosas de las que mejorar ni hablar. Alguien habrá juntados sus pedazos. Siempre hay un desgraciado para un roto.
¿Y Eln? Lo dieron por muerto aunque no encontraron su cadáver. La muchacha que dicen le dio la nota (cosa que nadie pudo demostrar) floreció en un maizal meses después, cuando la cosecha, como muchas otras.

21

La sequía comenzó sin aviso. Una seca de aquellas, como nunca. El río se evaporó casi por completo. Sus vapores se extendieron por días y el pueblo se volvió mohoso. Estaba rancio de cabo a rabo.
Apenas un hilo de agua fue lo que quedó del río y el agua escaseó tanto como el buen humor.
Los que se asomaron al cauce seco del río fueron muchos. Algunos por incrédulos, otros por ansiosos. Los más porque no tenían más que hacer.
El olor del barro seco invadió las tierras que supieron rodear el río. Era de esperar que algún hueso del cadáver de Eln apareciera, u otro que también sabría ser bien apreciado.
Muchos esperaron el feliz acontecimiento. Pero eso no ocurrió. Ni con la osamenta de Eln ni con la de algún otro.
Alguien, algo mamado, a la mesa del bar, dijo por darse dique “yo se los dije”. Siempre hay charlatanes que se adjudican la justa razón e inesperado éxito. Nadie le dio mayor importancia al comentario. No había borracho del que no se supieran sus virtudes y defectos. Y de ese podrían decirse muchas cosas, pero no que era un hombre razonable y mucho menos sabio.
Los vecinos estaban muy convencidos que los muertos bien muertos estaban y ninguna lengua cocida a vino les iba a echar en cara sus falsas expectativas.
Especularon. Eln bien podría haberse desintegrado durante todo ese tiempo antes de la sequía. Huesos insignificantes de un renguito despreciable. Nada de lo que el río y su fauna no pudieran ocuparse.
De la muchacha dijeron que no había nada que temer. Ella había huido para no regresar. Quien abandonaba el pueblo cargando críos como si fueran propios no habría de arriesgarse a volver sabiendo los peligros que podían esperarla. No volvería.
Casi todos se dieron por satisfechos con el acontecimiento de la seca del río que debió revelar el misterio de todos sus muertos. Río disecado, huesos desintegrados, muchacha ausente para siempre.
Las que siempre se mantuvieron al margen de la festiva procesión fueron las tres viejas más viejas. Esas que podían ver a través de las yemas de sus dedos no solo asuntos del presente, sino del oscuro pasado y el enigmático futuro.
Las tres viejas se negaron a aceptar las conclusiones a las que el gentío arribaba por no molestarse en discernir lo verdadero de lo falso. Ellas no daban por cerrado el círculo del destino malogrado. No siempre el destino se completa tal y como fue escrito y eso, a la larga, decían, solía tener sus consecuencias. “Todo se puede evitar menos las consecuencias.” Vieja sentencia no siempre cabalmente comprendida.
Insistían en su escepticismo porque lo que para ellas resultaba una verdad evidente, para los demás pueblerinos era apenas divagues de tres viejas incapaces de aceptar que no siempre la verdad estaba de su lado.
La más vieja habló casi por última vez del asunto. Dijo, “lo que fue escrito por la mano del Señor no lo borra ningún hombre, ni por más rico ni por más bruto que sea”. “Es palabra verdadera” murmuraron a coro las otras viejas, quienes también se llamaron a silencio. Quien quiera creer que crea.
Porque era sabido por todos, y las viejas se ocuparon de recordarlo luego por otros asuntos, que las utopías pertenecen a los hombres, pero la última palabra siempre la tiene Dios. Y había que admitir, aunque eso enfureciera a los terratenientes, que la verdadera suerte que corrió Eln nadie la sabría, salvo que Dios decidiera revelarla. ¿Y por qué Dios les haría saber a esa piara de vagos, borrachos y ricachones obscenos cuál fue el verdadero destino del pequeño jorobado?
Luego del tiempo de la jarana, la duda quedó establecida. ¿Eln sobrevivió? Y si eso hubiera ocurrido, ¿cómo se explicaría? ¿Suerte? ¿Milagro? ¿Inteligencia?
Los vecinos no lo sabrían, ni siquiera los más interesados que eran los terratenientes que aún temían que el pequeño granuja hubiera sobrevivido aferrado a ese miserable papelito en el que la pequeña prostituta habría estampado los nombres de sus violadores.
Los pocos que así lo presintieron, y en esto las viejas eran las más meritorias, tuvieron razón. Eln salvó su vida. Algo de suerte, algo de milagro, algo de inteligencia.
Ocurrió del siguiente modo:
Una vez que Eln entró al río y sintió que la corriente lo llevaba en dirección a uno de los túneles que devoraban a las personas para regurgitar sus cuerpos semi devorados por los peces varios kilómetros río abajo, se aferró a una raíz que salía de la tierra y se hundía en el agua más de un metro. Eso fue suerte. Suerte que el árbol creciera a la vera del río.
Que la raíz se hundiera un metro o más en el agua y fuera fuerte para sostener a Eln, que era pequeño, pero que el agua arrastraba con fuerza, eso se podía considerar milagroso. Por esa milagrosa raíz el árbol saciaba su sed y Eln salvó su vida.
Dejar apenas la nariz fuera del agua para respirar fue inteligente. Ni el más agudo observador en esa noche cerrada hubiera distinguido la punta de una nariz infantil en la superficie inquieta del agua del río.
Eln esperó por varias horas, así aferrado y sumergido. Se acalambró, pero soportó el dolor con verdadera voluntad de sobrevivir. Era pequeño y enclenque, pero fue heroico.
Entumecido, cuando ya no se oyó ningún ruido vital, salió del agua arrastrándose tal una perca trepadora. Por la orilla reptó en dirección aguas arriba hasta dar con la intersección con la ruta, que pasaba por encima del río a tres metros de altura a través de un viejo puente de concreto.
Una vez en la ruta, caminó hacia la más próxima de las urbes. Treinta kilómetros separaban al villorrio de la pequeña ciudad de las luces de neón.
Caminar esos treinta kilómetros en su condición fue una verdadera proeza.

22

La huida de Briseida fue bien diferente.
Por el camino no había ni una brisa de viento, así que la luz no llegaba de ningún lado. Estaba detenida en los pocos y lejanos lugares donde surgía. Quedaba prisionera de la oscuridad. Para más, la luna y las estrellas casi habían desaparecido. Quedaban solo algunos ladridos de perros cimarrones tan acobardados como la propia Briseida. Los perros chúcaros no se animaban a abandonar sus refugios e ir a husmear esa rara presencia al no poder distinguir de qué se trataba el bulto que huía en dirección a la ruta provincial.
Los únicos que celebraban el momento eran los cuises que chapoteaban en los zanjones, donde el agua se acumulaba luego de cada lluvia y no llegaba nunca a evaporarse por completo.
Luego de caminar ese tiempo que se le hizo interminable, Briseida llegó a la ruta. Estaba agotada, no le quedaba ni voluntad para alzar su mano para hacer señal a los camiones que pasaban a toda velocidad.
Volvió la vista atrás. No fuera que el bruto se le apareciera de repente y no tuviera tiempo ni de echar un rezo antes de que ese maldito machete se hiciera cargo de todos ellos. Pero el hombre estaba demasiado lejos especulando sobre el destino de Eln, a quien había perdido de vista.
Un hombre que conducía una camioneta Ford F-100 y que venía de campos cercanos, divisó a la muchacha con los críos a cuestas. Se detuvo donde el grupo que formaban la muchacha y los niños.
Bajo el vidrio de la ventanilla de la puerta del lado del asiento del acompañante para poder hablar con ella. El hombre vio que los niños estaban profundamente dormidos.
—¿Qué le anda pasando, joven, a esta ahora de la noche en la ruta con esos niños pequeños?
Briseida se acercó para no andarse a los gritos.
—Debo ir a la ciudad –explicó la muchacha.
—¿Acá? –el hombre señaló en dirección a la próxima, a poco más de treinta kilómetros.
—A Buenos Aires.
El hombre no hizo ningún gesto, como si supiera de la necesidad de esa muchacha cargada de críos.
—¿Pasa algo grave? –Porque debía ser grave el problema que la muchacha o alguno de los niños sufría para exponerse en la ruta a esa hora de la noche.
El gesto de Briseida le dio a entender al hombre que sí, que era un problema serio, pero del que prefería no dar explicaciones. De todos modos el hombre no se las iba a pedir.
—La puedo llevar hasta aquí, al parador –le dijo–. Allí conozco quienes van a Buenos Aires y son gente de fiar. De seguro está un amigo muy confiable.
—Se lo agradecería de corazón.
—Suba entonces.
Briseida subió primero a dos de los niños y luego lo hizo ella cargando al más pequeño. Los cuatro estaban amontonados dando calor unos a otros. La cercanía del cálido cuerpo de Briseida daba a los niños una justa sensación serenidad.
El hombre comprobó que la puerta del lado de la muchacha estuviera trabada. Le faltaba la desgracia de un accidente, que la muchacha cayera a la ruta con el crío en brazos. Cuando se convenció de que la puerta estaba bien asegurada, puso en marcha la camioneta y avanzó a una velocidad moderada.
No habló durante un largo trayecto del viaje. No quería decir lo que pensaba. Tampoco Briseida quería hacerlo. ¿Qué pensamientos podría tener un hombre que recoge en una ruta sin ninguna iluminación, en un paraje desolado, a una muchacha poco más que una adolescente, con tres niños en brazos? ¿Qué podría llegar a decir esa muchacha que nunca podría ser la madre de esos niños y que parecía una prófuga huyendo de una desgracia insoportable?

23

El hombre era un cincuentón. Algo delgado pero fornido. No sacaba la vista del camino y rara vez giraba para mirar a Briseida quien parecía también querer echarse a dormir.
—Mi nombre es Abundio –necesitó decir algo, se estaba sintiendo demasiado solo.
Briseida reaccionó al instante en que lo oyó hablar. Podía haberle mentido quien era.
—El mío es Briseida.
—No crea que no sé de quién se trata –ese comentario a la muchacha la dejó pasmada–. Su hermano es Eln, he jugado alguna vez una partida de ajedrez contra él. Ese muchacho sí que es inteligente. Dicen que es el único que en todo ese pueblo de retardados sabe leer y escribir, ¿es eso cierto?
—¿Me pregunta si es cierto que en el pueblo son todos algo retardados o por el juego de ajedrez de Eln?
—Por lo del ajedrez, señorita. A ese pueblo voy día por medio. Los conozco a todos mejor que a mi propia familia. No lo hago porque haya tesoros que descubrir, ni paisajes que admirar, lo hago por obligación. Hay un bruto que vende cerdos para chacinado. El tipo es repugnante, pero los cerdos son los mejores alimentados de toda esta parte del Salado.
—Yo no comería esos cerdos –Briseida lo dijo con toda la mala intención. El hombre hizo como si no la hubiera escuchado. Sabía la historia que se contaba de cómo el bruto alimentaba a sus cerdos.
—A veces voy a tomar unos tragos, aunque nunca me emborracho. Usted sabe que ahí borrachos sobran –Briseida prefirió no hacer comentario–. Toco la guitarra en el viejo almacén para pasar el rato. Luego vuelvo a casa con la patrona.
—Cuando se tiene una guitarra a mano todo parece adquirir una belleza diferente.
—Así es. Usted supo decirlo mejor que nadie. Cuido más la guitarra que a la patrona. Una mujer se encuentra de todos modos, pero hay cosas demasiado hermosas como para perderlas.
—Su guitarra, por ejemplo.
—Eso mismo. La guitarra. No soy un ángel, lo reconozco, pero la música siempre me ha sacado mejor que lo que soy.
Luego el hombre se llamó a silencio
—¿De qué huye, quiere decirme?
—¿No dijo que sabe bien quien soy?
—Eso dije –apenas miró a Briseida y volvió la vista al camino.
—Entonces sabrá por qué me voy de este pueblo.
—Esto se acaba pronto. Sé lo que digo, se lo aseguro. Con esto no quiero decirle que no huya. Es más, creo que hace bien. Lo que no creo es que pueda con esos tres chicos. Se la ve a usted todavía muy niña para ser madre de tres críos.
—Los voy a entregar en Buenos Aires.
—¿Los vendió?
—No. Voy a ir a caridad. El cura del pueblo me dijo donde. Fue después que el Padre vio la última paliza.
—Pero esto se acaba pronto. Ya se lo he dicho.
Briseida quedó en ascuas. Estuvo a un tris de preguntarle por detalles, pero el hombre señaló la estación de servicio de la ciudad.
—Llegamos. Apenas nos detengamos, voy a buscar a algún amigo decente que la lleve a Buenos Aires. ¿Quiere leche para los chicos?
—¿Se podrá?
—Lo único que no se puede es volver de la muerte. Yo resuelvo lo de la leche. Espéreme en la camioneta.

24

Alejarse del pueblo para no volver le provocó a Briseida un sentimiento hasta entonces desconocido. Desde ya muy diferente a los que la invadieron mientras huía. Ni hablar de todo lo que sintió hasta entonces conviviendo en esa tapera con el bruto y la madre. A esos dos los aborrecía aunque de manera diferente. Ese era un sentimiento sincero. Sin ninguna duda.
Los maldijo una y otra vez. Pero con maldecir no alcanzaba para nada. ¿Quién puede poner a salvo a otro con solo maldecir? Nadie pone las cosas en su debido lugar blasfemando.
¡Las maldiciones que se habrán echado a correr en el mundo contra desgraciados como ese bruto abusador! Y ni el más mínimo recuerdo ha quedado de quienes fueron sus víctimas. ¿Y acaso una maldición le hubiese evitado a Eln algunas de sus desgracias?
Ninguna maldición lo salvó de ningún castigo. Y no porque Eln no las hubiera pensado una y otra vez, aunque nunca se hubiera atrevido a decirlas. Lo que sí quiso muchas veces decir, pero las palabras se le quedaron en la punta de la lengua, fue que tan solo deseaba que lo quisieran un poco, no demasiado, tanto como se quiere a una mascota a la que se le da de comer, de beber, pero no se la deja pasar el umbral de la puerta de la casa. Ni un tanto más quería Eln para sí que ese modesto sentimiento que no llega a ser amor, porque amor es de una dimensión que ni el bruto ni la madre comprenderían, pero que cada tanto entrega una caricia o una palabra buena. Cada dos o tres golpizas, cualquier perro recibe una caricia de su amo.
Eso era todo lo que deseaba. Nada más. Con eso se hubiera dado por satisfecho y seguiría aun durmiendo bajo el alero apenas cubierto por unos retazos de mugre con los que trataba de atemperar las inclemencias del clima. Dos o tres golpizas y una caricia, no más que eso, ¿era tanto pedir?
Briseida nunca defendió a Eln. Era apenas una muchacha algo mayor que su hermano. No todas las muchachas sienten hervir la sangre cuando alguien de un metro ochenta y tal vez noventa quilos de peso le pega sin piedad detrás de unas chapas roñosas que encubren un chiquero, a un niño que apenas alcanza los veinte kilos de peso y el metro veinte de altura.
Estaba segura de que había nacido para pocas cosas, y estaba totalmente segura que no había nacido para mostrarse valiente. Ni un poco. Nunca.
Ella no sería una heroína porque para ello debía ser valiente, incluso muy valiente. El cura le habló del martirologio de los primeros cristianos. Lo único que logró con sus relatos fue provocarle cólicos que la obligaban a vomitar, apenas el sacerdote se pegaba la vuelta en dirección a la capilla luego de sermonearla.
Cada vez que indagó sobre ese asunto con algunos viejos del pueblo, estos le dijeron que hiciera lo posible por esquivar cualquier propuesta heroica. “De héroe a mártir hay un solo paso”. Esa fue la conclusión a la que la hicieron llegar todos aquellos con quienes habló del tema, salvo el cura, por supuesto, quien siempre alentaba el martirio pero el de los demás.
Además, las mujeres no son enviadas al mundo para ningún acto excepcional. Así le dijo una vieja que dedicó su vida a amasar pan y moler maíz.
Había que conformarse con no ser violada o que si ocurría no fuera demasiado a menudo. También era inteligente encontrar un marido que trajera el pan a la casa y solo la golpeara de vez en cuando.
Briseida jamás expondría su vida por otro. Ni siquiera por Eln. No lo hubiera dicho nunca y por ello no lo dijo. Callar puede ser un escudo convenientemente protector. Eln nunca le pidió que lo defendiera, nunca fue tras de ella a guarecerse del animal que lo molía a palos cuando le placía. Además, Eln, niño inteligente que sabía leer y escribir como por milagro y jugaba al ajedrez de manera extraordinaria, sabía perfectamente que nunca importaba tanto lo que las personas dijeran, sino lo que hacían. Pero él nunca le reprochó a Briseida nada. Así era él de amoroso.
La decisión huir la muchacha la había tomado mucho antes de esa última paliza que el bruto le propinó a su hermano. Y aprovechó los sucesos de esa noche para escapar. Mérito suyo fue que huyó con los más pequeños. A esos, los salvó de un destino similar a Eln, aunque de ellos poco y nada se supo luego que los entregó a los curas de caridad.
Tampoco tendría hijos. Ni heroicidad ni maternidad iban con ella. A veces saber qué no se quiere ser y donde no se desea estar, es tan o más importante que saber qué se quiere hacer y dónde se desea estar.

25

Abundio encontró a su amigo. Emerio era chofer de un camión con acoplado. Abundio le habló de Briseida y los niños.
—¿Sabés lo que me pedís? –le dijo entre extrañado y reprochando.
Le mostró la palma de la mano. ¿Qué podía verse en ella que a Emerio lo convenciera de cargar con cuatro niños –porque miraba a Briseida y no veía otra cosa que una niña–, en viaje a Buenos Aires?
—¿Si me para Gendarmería qué les digo? ¿Y si me para la cana? Esos son peores, vos lo sabés mejor que yo.
Abundio insistió mostrando nuevamente la palma de su mano. El hombre caviló por un rato.
—Espero no estés equivocado.
—Viste mi mano, ya sabés de qué se trata, no puedo desobedecer.
—Y por qué no volvemos al pueblo y arreglamos el asunto. Es más fácil eso que cargar cuatro niños que van a ser entregados a los curas de caridad. Ya sabés lo que pienso de esos curas.
¡Cómo no iba a saber Abundio, qué pensaba su amigo de esos curas! Cómo si él no los hubiera padecido. Pero no había manera de echarse atrás. Si tal cosa hubiera considerado no habría levantado en el camino a la muchacha con los críos. Habría ido directamente al pueblo con su carabina Rubí, calibre 22, y le habría disparado al bruto dos certeros disparos, uno en cada ojo. Luego habría ido por la mujer y también le habría disparado del mismo modo. Él sabía bien qué eran esos infelices. En sus muchas tardes-noches cantando milongas los había visto y los lugareños le contaron entre risas historias espantosas de esos dos desgraciados. Pero sabía mejor que nadie, que ni el bruto, no la mujer eran el verdadero problema y que, su eliminación, eran parte de la mejor solución.
Abundio nunca comprendió de qué reían esos borrachines del boliche. Sus relatos no tenían nada de risibles.
Pero entrometerse en ese asunto le estaba vedado. Resolverlo no estaba por completo en sus manos. Las viejas del pueblo se lo advirtieron. Dijeron que Dios ya había decidido cómo acabarían esos dos y le explicaron en detalle lo que sucedería luego. Abundio no sintió ninguna emoción por esas revelaciones. Sin dejar de dudar sobre la veracidad del porvenir que anunciaban las viejas, les siguió la corriente. Ellas le ordenaron que tomara nota de unas palabras que iban a decirle. Abundio no tenía papel donde escribir, las viejas menos. “Ni para limpiarme el culo, tengo”, le dijo una que luego lanzó una risotada y con ella abundante saliva.
Abundio extrajo una Bic de uno de sus bolsillos y escribió en su mano esas palabras que le dictaron las viejas, y aunque no se conformó con lo dicho por las pitonisas, aceptó no involucrarse.
Sentía simpatía por Eln. Apenas lo conoció sintió paternal afecto por el muchacho y jugó alguna partida de ajedrez quedando maravillado de su inteligencia.
Como Abundio tampoco tuvo una infancia en un lecho de rosas, era comprensible que sintiera afecto por el muchacho.
—Ya estuve en reformatorio mucho tiempo, no voy a ir a la cárcel por esos desgraciados –le dijo a ?Emerio–. Además, todo eso no durará mucho más, todo llega a su fin de alguna manera. Las viejas me dijeron cómo iba a ocurrir y me hicieron escribir lo que ya viste –eran las palabras que Emerio leyó en la palma de la mano de su amigo.
—¿Verdad lo de las viejas? –preguntó Emerio. Abundio se encogió de hombres. ¿Si no era obedecer que le quedaba?
Viejas que habían vivido demasiado viendo la mierda correr por ese pueblo. “¿Qué puede salir de tanta mierda?”pensó Abundio. Lo mismo pensó Emerio.
—Bien –se limitó a decir Emerio.
Eso significaba que aceptaba llevar los niños a Buenos Aires.
Abundio no se lo agradeció. Emerio sabía que siempre se comportaba de ese modo. No le molestaba en lo más mínimo, se conocían desde hacía mucho tiempo y cualquier gesto amistoso estaba de más.

26

Para Emerio era posible comprender el comportamiento de Abundio y disculparlo. Para él no era tan solo un amigo, era un verdadero hermano y en todo lo complacía. Y aunque lo de los niños no lo convencía del todo, aceptó las explicaciones que Abundio le dio.
Antes de emprender el viaje, los niños tomaron la leche. De eso se ocupó Abundio, como le dijo a Briseida.
Con el más pequeño fue difícil porque no había dejado aún el biberón aunque estaba en edad de hacerlo. De todos modos, el hambre pudo más que la maña. No solo hubo leche, Abundio compró facturas que los tres niños y la muchacha comieron con ganas. Luego los tres críos se echaron a dormir como si fuera lo mejor que supieran hacer.
Briseida los cargó hasta el camión de Emerio para emprender el viaje a Buenos Aires.
En el compartimento detrás de los asientos había una cama angosta pero lo suficientemente grande como para ubicar con comodidad a los tres niños. Luego de cubrirlos con unas mantas que le dio Emerio, Briseida se sentó en el asiento del acompañante. Ella también se cubrió con una manta de viaje. No se despidió de Abundio. Abundio tampoco se preocupó de despedirse de ella.
Emerio subió al camión y se acomodó para manejar. Colocó la llave en la cerradura de arranque y el motor rugió con entusiasmo.
Briseida sacó de entre sus ropas una fotografía. Se quedó observándola sin reparar en que Emerio se esforzaba en ver de qué se trataba.
Emerio sospechó que podía ser el retrato de Eln. Pero estaba equivocado. No quedó ningún retrato de Eln de esa época porque a nadie le interesó nunca tomar una fotografía suya. El aspecto de Eln siendo niño solo quedó en la memoria de las viejas y de algún otro vecino. Él mismo, siendo ya un hombre, no podía recordar cómo era su aspecto por entonces.
La foto de Briseida era de tres personas. Emerio no pudo ver más porque ella la guardó nuevamente entre las ropas.
Emerio maniobró saliendo de la estación de servicio para tomar la mano en dirección a Buenos Aires. Por uno de los espejos retrovisores vio a Abundio subir a su camioneta y salir rápidamente en dirección contraria. Hacia el villorrio o más allá.
El viaje no era demasiado largo. Poco menos de doscientos kilómetros lo separaban de la ciudad. Emerio iba al puerto, Briseida donde mejor le quedara para ir en busca de los curas.
27

“Habría cumplido trece años si es que ya no los tenía, cuando desapareció del pueblo”. “O tal vez doce”. “O tal vez catorce”. Hacer consideraciones sobre la edad de Eln fueron especulaciones que algunos parroquianos comenzaron a hacerse. A la disquisición sobre la edad de la muerte del muchacho siguió la del número trece. Las del doce o el catorce fueron rechazados de una.
En las horas de hastío, cuando los hombres no encuentran con qué entretenerse, empiezan a discutir sobre historias falsas o distorsionadas, divagaciones a veces surgidas del alcohol y muchas otras de la ignorancia. También podía tratarse de ideas que escapan del control de las personas y empezaban a adquirir voluntad propia, como si no les importara en lo más mínimo en qué cabeza han sido gestadas. Una idea que abandona la cabeza en la que fue pensada se vuelve oscuro espíritu del aire, capaz de provocar enfermedades y espantosos sueños. Su autonomía es tan vertiginosa como peligrosa.
¿Qué sentido tenía por entonces especular con la posible edad de ese muchachito? ¿No se trataba de un muerto?
Diez a uno los paisanos apostaban que sí lo era. Se dividían en dos bandos. En uno, los que vivían con entusiasmo la creencia de que Eln había sido masticado, digerido y defecado por los cerdos. Los cerdos entraban entonces en la categoría de únicos testigos sobrevivientes de esos sucesos. Merecían más que atenciones. “Deberían dárselas” afirmaban los más fanáticos. Pero de esos cerdos ya se había ocupado la autoridad que supo sacar buen provecho de su venta en el mercado de la ciudad más próxima.
El otro grupo estaba integrado por quienes estaban totalmente seguros que luego de ser tragado por uno de los túneles que yacían en el cauce del río, los peces lo habían devorado por completo y el río apenas había podido regurgitar aguas abajo unas menudencias invisibles a los ojos de los aldeanos. Todos esos fueron los que concurrieron en procesión a la orilla del río disecado cuando la gran seca a esperar el feliz acontecimiento de la aparición de la pequeña osamenta del difunto muchacho.
Las únicas que no adherían a ninguno de los dos bandos eran las viejas que abandonaron toda idea de discutir las conclusiones a las que los otros habían llegado sin fundamento alguno. Las viejas posaban por ser las únicas que sabían la verdad de todos los sucesos. Pero eso fue escuchado en tantas oportunidades que terminó por ser una verdad de perogrullo a la que pocos o casi nadie ya prestaba atención.
Trece años. Una cantidad de años insignificante como para hacer un debate. ¿Qué había con ese número? ¿Qué importancia podía tener para el asunto si había o no cumplido trece años?
De lo que se trataba era del número trece, número de la mala suerte. Que el número trece era un número maldito lo sabían hasta los más ignorantes.
Alguien explicó la relevancia del número trece en los infelices acontecimientos. “El borrego murió ahogado o comido por los cerdos, no importa el cómo. Murió, que es lo que cuenta. Eso ocurrió a los trece años, ni a los doce, ni a los once. Cuando el muchacho tuvo trece años y murió, la chica huyó con los niños. Esos también serán devorados cada uno a la manera más conveniente. Luego el bruto fue quemado vivo y la mujer descuartizada. Si eso no es mala suerte, ya no sabríamos que lo es y que no”. Así dijo y hasta pareció razonable para muchos parroquianos.
Y si la edad fue motivo de debate, lo del nombre lo fue de peleas. ¿Qué nombre era Eln? ¿Era realmente un nombre? ¿O solo las iniciales del nombre? Tal vez fuera un error que a fuerza de ser repetido se creyó verdadero. Podían ser dos y no tres las letras que denominaban al muchacho. Podría haberse llamado EN, o EL, o ER, o ED. Podría tratarse de infinitas combinaciones todas posibles. ¿Y por qué en vez de tres, cuatro letras?
Su nombre pudo bien ser ese o cualquier otro. Las digresiones alcanzaron tal intensidad que nadie supo ya cómo llamarlo y su mención quedó reducida a una referencia apenas bonancible.
El verdadero Eln iba desapareciendo con el correr de los días. Era una manera de ir olvidando el crimen y de paso disimular la complicidad de los aldeanos.
El muchacho real dejaba lugar al antojo de cada uno y resultaba más alto o más bajo, más gordo o delgado, más blanco o más negro, de acuerdo a los pensamientos (y sentimientos) de quien lo imaginara. Eso hubiera hecho imposible a un investigador distinguir lo verdadero de lo falso. ¿Cómo era su rostro? Grande, pequeño, hermoso, horrible. ¿Su cabello? Rubio, castaño, rojizo, negro. ¿Su altura? Alta, mediana, baja, liliputiense. ¿Su manera de andar? Esbelta, desgarbada, simiesca, serpentina ¿Su voz? Humana, ratonesca.
Muy distinto al verdadero Eln. El que salió reptando del río como una perca y caminó siendo niño como peregrino en busca de la tierra prometida. Ese fue el verdadero muchacho.
¿Qué sintió durante ese inacabable trayecto del pueblo a la ciudad? Seguramente sintió hambre. Por supuesto. Pero por sobre todo sintió sed. Una sed intolerable. La sed le hizo perder la noción de lo real.

28

Adulto ya, compartiendo con Dixi un encuentro, recordaba el tormento de la sed que padeció esos días cuando la fuga. Los torturados con la picana sufren esa sed insoportable. Así le dijo Dixi. Eln no lo sabía y no imaginaba la razón de ese padecimiento que dejaba en el cuerpo el paso de la electricidad. Del suyo tenía preciso recuerdo.
No salió del río directo a la ruta. A pesar de estar muy aturdido por la paliza, entumecido por el frío del agua, no había perdido la cordura ni el razonamiento. Si tomaba el camino del pueblo a la ruta, aún a lo lejos, su presencia se haría notar incluso para un espectador distraído. El bruto era de saber vichar a la distancia. Podía reconocer la silueta de cualquier paisano de la zona y enterar a todos de quién iba y quién venía.
Su manera de caminar algo renga y cargando esa curvatura en la espalda que prometía una jorobita que finalmente no se decidió a emerger, lo delataría al momento. Si así ocurría, sabía que el hombre iría por él, machete en mano, a culminar su faena. No podía desperdiciar la oportunidad que el río y el árbol le habían brindado para que sobreviviera.
Así que tomó por un camino muy lateral al de siempre, alejándose en dirección al este, al noreste, para salir a una vieja senda que se abría paso entre arboledas y maizales, paralela a la ruta que atravesaba las estancias perpendicularmente.
Eso alargaría en varios kilómetros la distancia con la ciudad más próxima, pero al mismo tiempo Eln sabía que por ese camino hallaría varios escondrijos donde protegerse cuando necesitara descansar rendido por la fatiga, algo que no tardaría en ocurrir.
Todo el que haya seguido el camino del pueblo a la ciudad tiene que haber visto esos interminables campos en el que crece el maíz y el trigo por hectáreas, y pace el ganado que pudo salvarse de la prisión inmunda de los feedlots. Eran esos campos que Eln debía atravesar para alcanzar la pequeña ciudad de las luces de neón donde esperaba encontrar auxilio.
No eran lugares para que deambulara un niño mal alimentado, a punto de deshidratarse y que había recibido un castigo brutal.
Los niños podían vivir cómodamente en los cascos de las estancias. Ese era un número reducido de niños, todos hijos de los propietarios o los grandes arrendatarios y que disfrutaban del buen pasar de sus familias. La mayoría de los niños, hijos de obreros rurales, vivían en las ranchadas más pobres a algunos kilómetros de los campos en producción o moraban con sus padres en ranchos más o menos decentes, donde el padre era puestero y la madre sirvienta.
Las diferencias de clase en esos poblados eran muy marcadas. Nadie se esforzaba en disimularlas. A las diferencias surgidas de la condición económica se agregaba muchas veces la xenofobia que teñía todas las relaciones sociales.
Los terratenientes ocupaban la cúspide de la pirámide social. Ellos eran los verdaderos dueños de todo. No solo de las vastas extensiones de tierra demarcadas arbitrariamente y de las quienes casi nadie podía explicar cómo las habían adquirido sus propietarios. Los alambrados que demarcaban a su antojo los latifundios, se extendían por kilómetros en todas direcciones y se apropiaban de calles y rutas alternativas que pasaban a ser celosamente custodiadas. Los dueños no solían vivir en las ciudades próximas y mucho menos en los pueblos a los que detestaban por miserables. Vivían en Buenos Aires, en barrios del norte de la ciudad, en fastuosos pisos, donde disfrutaban el dinero que les producía el trabajo ajeno. Renta absoluta, renta relativa, renta. El verbo era “renta”. Renta, renta, renta.
El verdadero dios de los terratenientes se llamaba renta y ¡guay! Que alguien amenazara meterse con ella. De ahí al pozo donde las pequeñas y atrevidas niñas prostitutas iban a parar cada tanto.
Los contratistas se dividían en grupos más o menos parejos. Los había grandes contratistas, mediano y pequeños. A estos últimos le tocaban las peores tierras para trabajar. A veces eran también arrendatarios. Los contratistas importantes arrendaban las mejores tierras y eran llamados para trabajar los mejores campos.
Los de mediano poder se beneficiaban con tierras de mediana fertilidad, y a los de menores recursos las peores, muchas de ellas tan próximas al río que solían quedar bajo las aguas por largos períodos. Entonces todo el trabajo se echaba a perder. Todo el esfuerzo resultaba en balde.
Luego venían los comerciantes. En las ciudades próximas, algunos de cierta importancia cuando se trataba de maquinaria agrícola. En los pueblos, pequeños comerciantes lucrando con almacenes más o menos provistos de mercadería a precios exorbitantes.
Un escalón más abajo ya empezaban a disputar su posición trabajadores de toda condición. Los últimos, un lumpen aje variopinto al que pertenecía el bruto, para todo servicio por pocas monedas.
Eln conocía muy bien esa realidad social que padecía, aunque no sabría hasta adulto las razones de su existencia. Era paria entre los parias. Engendrado luego de una violación de una muchacha que salió a pasear en una noche patética.
Para colmo era el único que sabía leer y escribir, lo que fue un misterio para todo el mundo, y había aprendido el ajedrez sin esclarecerse nunca cómo fue eso posible. Hubo quienes, incluso, sostuvieron que en realidad el muchacho se aprovechaba de la ignorancia de los parroquianos y simulaba jugar ajedrez, un juego del que realmente nadie tenía ni la menor idea. En un lugar donde todos sus habitantes son ciegos, el que afirme que es vidente puede decir lo que le plazca que nadie podrá desmentirlo. Así creían algunos de los que detestaban al pequeño Eln de su supuesta sabiduría.
Eln comenzó su travesía sin demasiado conciencia, pero estaba aterrado. Esa era la palabra que describía su estado de ánimo. No solo estaba aturdido, entumecido por el agua fría, mareado y dolorido. Estaba aterrado. La noche lo oprimía en todo el cuerpo. Caminó en dirección a los primeros campos; todos los ruidos resultaban amenazas. Sin embargo, ratones de campo, cuises, sapos, comadrejas, no tenían hacia él una actitud amenazante. Se limitaban a observarlo. Tal vez sentían curiosidad por su presencia. No solía nadie en las noches andar por esos lugares. Muy de vez en cuando, en los días más claros, pasaba alguien al trote en dirección a un camino o a un silo. Más habitual era la presencia de las grandes máquinas que hacían el trabajo de roturar, sembrar, abonar, fumigar y a su tiempo cosechar. Los puesteros cada tanto y a caballo pasaban controlando para asegurarse que unos crotos no hubieran acampado. Pero no de noche y nunca de a pie.
La silueta de Eln contra la oscuridad resultaba escuálida, famélica, arrastrando un tanto una pierna y cargando en la espalda algo hacía el hombro izquierdo, una deformación que lo encorvaba sin exagerar. Para la fauna del lugar no resultaba tentadora esa presencia. Las arañas huían al sonido del calzado raspando contra la tierra. Los murciélagos silbaban en su vuelo circular, pero no bajaban hasta el muchacho, los ratones se apartaban a su paso, las comadrejas chillaban pero a la distancia.
En algún momento Eln debe haberse desmayado, rendido por la fatiga. Despertó cuando el día clareaba en medio de un barrial.
Unas vacas lo rodeaban sin dejar de observarlo hasta con ceremonia. Era un círculo perfecto alrededor de un centro indescriptible. De lejos podía verse la rara formación de las vacas distribuidas en ese círculo mirando a un punto central. No faltó quien desde los camiones que transitaban por la ruta apreciaran la escena. Podían ver a las vacas, pero no a Eln, que yacía aún sobre el barro sin reunir las fuerzas suficientes para ponerse de pie.
29

—¿No somos todos hijos de Dios?
La señora dijo mirando a Eln tirado en el barrial, completamente sucio, la mitad de su cara hundida en el barro, sin poder aún ponerse de pie.
La mujer apareció entre las vacas que seguían como hipnotizadas, observando al desgraciado caído en el medio del lodo.
La mujer no estaba sola. Un hombre, un par de metros detrás de la ronda de vacas, observaba la situación con fastidio sin alejarse demasiado del caballo en el que había llegado cabalgando. El extraño comportamiento de las vacas dispuestas en una ronda perfecta mirando a no sabía qué, fue lo que trajo su atención y lo decidió a dirigirse al lugar. Atrás de él llegó la mujer en un alazán.
—¡Los cuatreros me tienen podrido! –gritó mirando a Eln–, por mí que se muera ahogado por la bosta de las vacas –el hombre no hacía nada por disimular sus sentimientos hacia Eln.
—¿A dónde quedó tu espíritu cristiano? –dijo la mujer que se apeó del caballo apenas llegó al lugar.
Felisa, ese era su nombre, le reprochó al peón su desprecio por el caído.
—Las vacas son más caritativas que vos. Ninguna lo ha tocado. Lo miran como se mira a un desvalido. Hicieron este círculo para protegerlo.
—Esas vacas tienen la misma inteligencia que mi esposa, que ve un opa y llora como si viera al Cristo en persona.
—¡Desgraciado! –exclamó la mujer–. Si no fuera por ella serías un peón roñoso. Menos mal que vine porque lo hubieras abandonado en medio del barro.
—Es lo que se merece este y todos los cuatreros.
—¡Es un niño! ¿No lo ves?
—¡Bah! Qué niños ni niños. Hijos de vagos y putas. Si es varón, sea hace ladrón, si es mujer, prostituta. A estos pendejos habría que ahogarlos en una palangana apenas nacen. Como a las gatas. Eso habría que hacer.
Felisa abandonó la discusión y se acercó a Eln. Él solo atinaba a mirarla sin intentar hacer nada. Vio al hombre cuando llegó montando en un caballo negro. Al acomodar la bestia creyó ver un caronero de grandes proporciones. Temía que el hombre finalmente fuera por su facón y acabara en un instante lo que el bruto no pudo en toda la noche. Ahí no había río donde sumergirse. Solo barro que apestaba mezclado con bosta. No tenía por donde escapar y estaba tan agotado que descartó por completo ponerse de pie.
Sacando fuerzas de dónde no supo pudo preguntar “¿en dónde estoy?”
—En el cruce de las avenidas viejas, de lado de la que lleva a la ciudad –le dijo la mujer. Eran calles de tierra que solían volverse intransitables los días de lluvia. Eln estaba justamente en la que corría en paralelo a las estancias y a la ruta asfaltada.
El hombre se alejó a las apuradas mientras blasfemaba contra el intruso.
Eln dudaba de la exactitud de la respuesta de la mujer. No tenía conciencia de cuánto había andado desde que salió del río reptando por la orilla. Si lo que esa señora le decía era verdad, había andado más de diez kilómetros como un sonámbulo, porque no recordaba ni cómo ni cuándo llegó hasta ese lugar que no reconocía. Su punto de referencia era la ruta de asfalto, pero ni cuando se incorporó con ayuda de la mujer pudo verla a la distancia.
Eln no podía con su humanidad. Apenas se puso de pie volvió a caer tan solo la mujer dejó de sostenerlo.
Felisa llamó al hombre a los gritos. Le ordenó que fue rápido a buscar una camioneta para llevar al muchacho a la casa. Felisa no estaba segura de si el hombre había escuchado su orden. Podía haberse hecho el sordo como acostumbraba cuando le mandaba un trabajo que no deseaba realizar.
Él creía que ella no podía escucharlo y cuanto más se alejaba más murmuraba entre dientes. Pero Felisa tenía lo que se dice “oído de tísico”. Escuchaba el cuchicheo de los peones incluso cuando estos susurraban para que ella no pudiera escuchar sus reproches o insolencias. De ellas se decían muchas cosas y pocas eran gratas.
—¡Ni se te ocurra llamar a la policía! ¡Te estoy escuchando negro de mierda!
Luego dijo mirando a Eln:
—Es peor que un perro cimarrón, pero sabe quien es el amo aquí.
Ella era el ama de la estancia. Reunía la doble condición de dueña y capataza. Ella misma dirigía todas las labores de la estancia. Usaba ropa de hombre, bombacha, botas de cuero, camisa de trabajo, era de estatura mediana pero de espaldas anchas. Sus manos mostraban fuerza, de esas manos que hacen trabajos rudos desde temprana edad. Sus ojos eran de un color indefinido, pero que armonizaba con el rostro que contrastaba un tanto con el cuerpo. Ya mayor seguían conservando cierta belleza que cualquier forastero apreciaba de inmediato.
Alzó a Eln y lo sostuvo contra su cuerpo.
—¿De dónde saliste? –Eln no respondió–. Bien. Entiendo. Huyendo de algo o de alguien. Bien. Por lo menos decí tu nombre. Eln tomó aire.
—Eln –susurró.
—¿“El” qué?
—Eln.
—¿“E”-“l”-“n”?
—Eln.
—¿Y tu apellido? ¿De qué familia sos?
Con el último aire dijo “no tengo familia”. Luego se desmayó.

30

Habían pasado varias horas desde que regresaron de donde encontraron a Eln.
El sol estaba en el cenit. El mediodía era hasta caluroso. Adentro de la casona, sin embargo, la oscuridad resultaba adecuada y la temperatura agradable.
Felisa bañó a Eln. Vio todas las heridas en su cuerpo, frotó una por una, como si eso fuera a darle algún alivio.
Ella sabía que el muchacho fue azotado en más de una ocasión. Cuando cargó a Eln hasta la camioneta que llegó para recogerlos, vio por el cuello de su rotosa camisa en la espalda el dibujo de las cicatrices propias de los lonjazos. Por eso se hizo cargo del baño. De hacerlo cualquier otro habría salido a contar el chisme por todos lados y en poco tiempo sería la comidilla de toda la villa. Su deseo era que el chisme no trascendiera la hacienda. Si no se vería obligada a lidiar con la policía que se presentaría para ver si podía sacar alguna tajada del asunto. Por los niños escapados se podía pedir una buena suma de dinero.
No se impresionó en lo más mínimo por las que vio en Eln. Hasta pudo comparar con las que lucía ella y que el padre le estampó por todo el cuerpo cada vez que volvía borracho del boliche. Felisa conoció la dimensión de todos los rebenques familiares.
¿Quién no sabía que en toda la región la regla educativa era el azote con rebenque o con ramas verdes de sauces añosos?
Quien no tuviera al menos una cicatriz de una golpiza era porque no había vivido en esas tierras. Todos llevaban “una condecoración”, así se las llamaba como si fuera algo gracioso. “¿Te han condecorado?” Se preguntaban entre amigos cuando eran niños o jóvenes. Ella debió responder “¿Una vez? Tengo decenas de medallas”. Pero siempre prefirió ser recatada con las respuestas. Su manera de ajustar cuentas con ese padre brutal llegó en el momento oportuno como había esperado por años. Fue cuando se desquitó de él y de todos sus padecimientos. Y cómo lo disfrutó.
Eln dormía en una amplia cama de la habitación para huéspedes. Felisa no dejó de observar a Eln mientras dormía. “No tiene nada anormal”, se aseguró. Era correcta su apreciación. Eln no era ni rengo ni jorobado. Lo desfiguraba el desamor que provocaba en él esa curiosa deformidad difícil de definir.
La peonada daba vuelta alrededor de la casona, andaban como los perros alzados interesados en saber quién era ese muchacho y qué haría la patrona con él.
Felisa le dijo al ama de llaves que se ocupara de ese asunto.
—Eva –ese era su nombre– ocupate vos de esos idiotas.
Eva salió a la galería y llamó a los hombres que se agolparon como niños esperando dulces. En medio de todos, el que oficiaba de puestero, el ladero de Felisa.
—La señora ya bañó al muchacho que duerme profundamente. Dormirá de ese modo por un largo tiempo. Ahora quiere que todos dejen de hacer comentarios. ¿Está claro? –Así les habló. Los peones rieron soeces–. Quien diga alguna estupidez se la verá con ella. Y quien le avise a la policía por unos pesos roñosos, no tendrá oportunidad de disfrutar su ganancia. –Todos dejaron de sonreír.
—¿Ella desnudó al muchacho? –preguntó un peón al hombre malhumorado mientras se escapaba de la peonada.
El hombre lo miró como si no fuera más que otro de los perros que iban de aquí para allá.
—¿Y qué? –dijo casi a los gritos–. Lo bañó, lo frotó, lo secó, lo vistió y lo acostó en la cama. Todos sabemos que es lesbiana. A qué con un pendejo famélico. Mejor andá a hacer lo que corresponde.
—Mujer antinatural –dijo el peón y se santiguó.
Felisa escuchó perfectamente la conversación. Claro que la escuchó. “¿No saben que tengo oído de tísico?”, se quejó. Ya se haría cargo de ese peón. También algo le tocaría el otro. Por las dudas.
De niña, mientras el padre le pegaba, le decía, “pégale a la mujer todos los días, ella sabrá por qué lo haces”. Cada tanto recurría a esa sentencia para poner en regla a quienes pasaban por pícaros y quienes por permisivos.
Que una mujer se ocupe de un niño no quiere decir que espera sacar provecho de él. Menos en lo que respecta al sexo. Después de todo, pues sí, Felisa era lesbiana.
“¿Algún problema?” preguntaba ella a quien interrogara sobre su sexualidad. Si era un hombre le hablaba amenazante, “¿cuál es tu problema, machito?” Si el tipo no sabía recular por vanidoso o estúpido, lo invitaba a pelear a mano limpia.
—Si me vencés te dejaré echarte un polvo. –Les decía provocativa. Los tipos sonreían porque se consideraban vencedores de antemano. La “estanciera”, así la llamaban algunos, era una mujer deseable.
Pocas veces Felisa no resultó ganadora y cuando no fue a sí, los tipos quedaron tan golpeados que no les quedó ningún deseo de estar con esa mujer brutal. “Es capaz de arrancártelo mientras lo tenés adentro”. Aseguraban maliciosos los más viejos que la conocían a Felisa de niña. ¿Exageración? Tal vez, pero ninguno se animó a comprobar la veracidad de esa afirmación.
Eln durmió casi por dos días completos. No hubo forma de despertarlo. Felisa deseaba que comiera algo y luego siguiera durmiendo, pero todo esfuerzo por despertarlo fue inútil.
Eln hacía seis años que no dormía en una cama. De sus trapitos bajo el alero a la intemperie, pasando por las golpizas hasta la última en que se salvó de milagro, esa cama era lo mejor que le había pasado.

31

Despertar puede ser grato o no. En oportunidades despertar puede significar encontrar un obsequio junto a la cama o entre la ropa, algo escondido el presente solo por dar una grata sorpresa. Para el hombre sencillo despertar es volver al trabajo, de madrugada, con frío y también con hambre. Para el rico la oportunidad de seguir holgazaneando. Para la mujer sencilla es no haber dormido una noche entera porque los hijos siempre precisan de la madre. Para la adinerada asomarse semidesnuda a otro cuerpo para no hacer otra cosa que pensar en nada mientras se lame con el tipo como cachorros.
A Eln despertar le hacía daño. Solamente una vez en seis años despertó con el sonido de una armónica y quedó convencido que había muerto. Esa música no podía ser sino el momento en que se abrían para él las puertas del paraíso para que entrara. Pasó la noche en fiebre, tiritando hasta que se durmió o se desmayó. Y luego esa música, que venía de algún lugar no muy distante. Estaba tan feliz que no quiso sino permanecer ahí tirado, con el perro ese que venía cada noche a dormir pegado a su cuerpo y llenarlo de pulgas que lo martirizaban sin piedad. Después de todo, pensó, morirse no había resultado tan malo. ¿Jugarían ajedrez en el cielo? Ese era un asunto que lo inquietaba. Alguien habría, que supiera, como él, de ese juego. Tal vez el homúnculo de Paracelso estuviera en ese exacto lugar para guiarlo en su celestial morada. Flamel debía estar necesariamente entre los privilegiados de Dios.
Esa felicidad no podía durar demasiado. Un varillazo con la rama verde del sauce añoso lo despabiló. El segundo bastonazo fue para el perro que huyó a la carrera aullando de dolor. Luego contó cuatro azotes más. En la cabeza, en la espalda, en su trasero y en las piernas.
La música desapareció al instante. Vio que un muchacho se iba a la carrera en dirección a la salida del pueblo. Pero no podía asegurar que fuera él quien ejecutara la armónica de manera tan bella.
Despertar en lo de Felisa fue muy tranquilizador. La calidez de la cama, su blandura, las sintió como la mejor caricia de los últimos años.
Ella lo observaba con ternura como si lo conociera de siempre. Si hubiese sonado una armónica, ese despertar hubiese sido perfecto.
—¡Vaya que has dormido! –dijo Felisa. Eln se mantuvo en silencio.
Ella señaló un ropero pequeño.
—Ahí hay ropa para que te vistas. Elegí la que quieras.
¿Eso era posible? Vestía como un espantapájaros, un verdadero espantapájaros en medio de los enormes maizales donde yacían las muchachas muertas. Dudó de su despertar. ¿Estaba realmente despierto? Le recordó a aquella mañana del sonido de la armónica de la que terminó convenciéndose de que nunca existió. Fue solo un delirio producto de la fiebre.
Pasó su lengua por los labios. Asomó una arcada desde la boca del estómago. Era el gusto del lodo con bosta. Ese sabor agrio y repugnante le duraría un buen tiempo.
Felisa sabía que Eln desconfiaba de todo lo que veía y oía. Espero al borde de la cama sin dejar de observarlo como quien desea cerciorarse que el otro esté completamente despierto. Luego de un tiempo de silencio volvió a hablarle.
—Acá estás a salvo. Ya hablaremos de quién te lastimó de ese modo. Y si querés te mostraré mis heridas, verás que no somos tan diferentes. –Como era habitual en él, se mantuvo en silencio. Con las únicas personas con las que hablaba libremente eran las jóvenes prostitutas que llegaban al pueblo de vez en cuando.
—Después que te vistas a la cocina, ya está el desayuno. Quiero que comas primero, después hablaremos. Veremos qué hacer contigo.
Eln no estaba en condiciones de decidir nada. Apenas si había recobrado fuerzas para salir de la cama, vestirse como le había dicho esa mujer y luego tratar de encontrar el camino a la cocina.
Era una criatura solitaria que no hallaba el modo de comprobar si todo eso era real.
En un instante antes de vestirse recordó a Briseida y a los hermanos. Pudo ser un olor, un sonido, un color, algo en el ambiente. No sabía por qué, pero estaba seguro de que Briseida había huido con los niños. Muchos años después tendría la certeza de que así había ocurrido realmente mientras él se debatía entre la rama del árbol y el túnel en el cauce del río que luchaba por tragárselo como a un bocado de carne humana.
Salió de la cama no sin esfuerzo. Lo primero que hizo fue observarse a sí mismo. Estaba limpio, no tenía barro, ni bosta, ni costras de mugre y sangre. Se sintió avergonzado. ¿Ella lo habría lavado? ¿Lo habría visto desnudo?
—¡Sí! –gritó Felisa. Su voz sonó fuerte pero indefinida. Se sintió más avergonzado.
Vacilando fue hasta el roperito. Abrió de par en par sus puertas. Había cierta cantidad de ropa pendiendo de unas perchas de madera robusta y lustrada. No toda era de su talla, pero toda le pareció hermosa.
—¡En el primer cajón del ropero tenés calzoncillos y medias! –gritó Felisa, que parecía adivinar sus movimientos.
Buscó la ropa interior y las medias. No usaba calzoncillos desde hacía mucho tiempo. El último que tuvo se lo arrancó el bruto de un tirón. ¿Medias? No recordaba haberlas usado.
Buscó la cocina como le dijo la mujer que hiciera. Era una cocina muy amplia aunque no era lujosa. Baldosa colorada, mármoles blancos, parecida a la del boliche aunque más limpia, mucho más limpia.
Otra mujer le sonrió, apenas lo vio entrar a la cocina. Esa lo invitó a sentarse a la mesa.
Ella echó el café. En una taza blanca. Luego echó la leche en la taza blanca de café negro. Le dijo “¿azúcar?” Echó azúcar con la cucharita y luego removió. Ella llevó el pan a la mesa. También una manteca. Luego un frasco de dulce de color rojo. Untó la manteca en el pan que era blanco. Luego esparció el dulce rojo sobre la manteca blanda. Volvió a sonreír y lo invitó a tomar y comer. Fue en ese momento que Eln quedó convencido que estaba completamente muerto. Solo un ángel podía tratarlo de ese modo. Solo por discreción, por no alterar esa paz celestial, fue que mantuvo su boca ocupada en masticar la esponjosa rodaja de pan untado en manteca blanda y dulce rojo.
Si aparecía el señor Flamel sería un instante perfecto.

32

No era la muerte lo que acontecía. Felisa y el Ama de llaves no eran ángeles.
—La policía vino dos veces a preguntar por un niño perdido –le dijo Felisa luego de varios días y cuando se hallaba bastante repuesto.
Eln no habló.
—Sospechan, pero no saben. Nadie ha reclamado un niño perdido de nombre Eln, si ese es en realidad un nombre.
Eln siguió en completo silencio.
—Sabemos que a kilómetros de aquí se dice en el villorrio que a un niño se lo tragó el río. Otros dicen que lo comieron unos cerdos. ¿Serás vos el ahogado del río o el bocado de los cerdos?
Eln caviló por un instante.
—Usted es una persona muy amable –dijo sin estar muy seguro que eso era lo que se esperaba que dijera.
Felisa sonrió.
—Gracias. –Esperó antes de continuar hablando–. Sabemos que no hubo testigos, así que andan husmeando por acá porque algún alcahuete les fue con el chisme. Nadie se atreverá a entrar en esta casa. No antes de que el juez de paz dé la orden. Conozco al juez de paz. Estoy pensado qué conviene hacer con él mientras consideramos tu situación.
—Usted es una persona muy amable –repitió Eln como si se tratara de un conjuro.
Felisa dijo que todo eso se había transformado en un problema personal. Eln no comprendía de qué le hablaba.
—Vi todas tus cicatrices –Eln se sintió muy avergonzado, mucho más que en ocasiones anteriores.
Él actuaba como si no las tuviera, no las miraba cuando se desnudaba. Si se miraba en el espejo del baño, en el boliche, uno pequeño que pendía de un clavo, él se veía ileso, la piel tersa y suave. Se palpaba el cuerpo entero y sus manos se habían habituado a engañarlo. Las había entrenado muy bien para que no pudieran reconocer ni la más grande de todas las cicatrices.
—Conocí esas palizas. Mi padre solía azotarme de ese modo. Tengo cicatrices en todo el cuerpo. En la cabeza, en el pecho, en la espalda, en los glúteos, en las piernas. Ninguna en la cara. “En la cara no”, decía cuando me azotaba. En la cara no porque se notaría. Tu cara está intacta, pero tu cuerpo, lo he visto.
Eln no sabía qué decir ni qué hacer. Ella no quiso hablar de otro asunto. Pero estaba segura de que al muchacho le había ocurrido lo mismo que a ella. No precisaba oírlo de su boca. Y así como ella nunca hablaba del tema, estaba segura de que el niño no lo haría. Los secretos de familia son la cruz que se lleva para siempre, aunque el condenado no sepa por qué debe cargar con ella toda la vida.
—Si te entrego al juez de Paz, él te devolverá a tus padres. ¿Es tu padre el que te ha pegado de ese modo?
Eln vaciló. Luego dijo:
—No es mi padre.
—¿Quién es ese hijo de puta? –Eln no respondió. Hubiese querido decir “ese hijo de puta, no sé quién es realmente”, pero no estaba seguro de que el bruto no terminara enterándose de que lo llamó de ese modo. Eso le acarrearía una paliza de aquellas, por eso no agregó nada.
—¿Y tu madre? –Eln se encogió de hombros.
Felisa cerró los ojos tratando de pensar en una solución. Eln la imitó. Cerró los ojos y pensó “vayamos allá, los dos y reventémosle la cabeza al hijo de puta ese. He visto que tiene buenas escopetas”. Sería algo muy satisfactorio. Luego nos encargaríamos del juez de paz. “¿Y la madre? ¿Y Briseida? ¿Y los hermanos?” Se interrogó. Todos estarían mejor que él. Seguro que el juez de paz entendería su situación.
Eva entró a la habitación. Felisa estaba abstraída en sus pensamientos.
—Yo oigo las palabras “juez de paz” y siento miedo –dijo la mujer–. ¡Jesús bendito! ¿Quién no sabe qué clase de hombre es ese?
Felisa abrió los ojos. Estaba rabiosa. Eva conocía bien ese rostro cuando montaba en cólera. Sabía lo que Felisa pensaba en ese momento.
Su bella escopeta calibre 12 era suficiente. Debería ir en busca de “ese hijo de puta” que flagelaba al niño y dispararle a la cabeza. Pero no solo a él, también debería hacerlo con la madre. ¿Qué clase de madre permite que a un niño se lo lastime de ese modo? Y eso que no iba a hablar del otro asunto, porque entonces un disparo sería poco, resultaría una manera demasiado buena de morir. Dos disparos, dos muertos. Dos hijos de puta menos. Dos cartuchos más para terminar todo ese asunto. Ni siquiera precisaba la cartuchera. En los bolsillos de la bombacha entraban sin notarse. Uno para el juez de “paz”, y otro para el comisario. ¿Qué más podía hacer? Eva interrumpió esos pensamientos.
—Juan sale para Buenos Aires –dijo.
Felisa abrió los ojos. Eln también.
—¿Entonces?
—Allá hay un joven que tiene amistad con mi familia, él puede ayudarnos.
Felisa tomó aire. Eln la imitó.
—¿Quién es?
—Juega al ajedrez con mi hermano. Un buen muchacho. Lo conozco de sobra.
Eln quedo sorprendido. “De acuerdo, de acuerdo” quería gritar. Alguien que juega al ajedrez debe de ser una maravillosa persona.
—¿Y en qué puede ayudarnos?
Eva se tomó su tiempo para decir esas palabras.
—Tiene muchos contactos.
—Ah. Buenos contactos, gente influyente.
—Exacto.
—¿Y cómo los hizo?
—Como se hacen todos los contactos, vendiendo favores.
Felisa esperó que Eva se explicara.
—Asesora a mucha gente “influyente” –dijo “influyente” pero daba por descontado qué Felisa comprendía a clase de gente se refería–. Es una especie de sabio. Suele encontrar solución a problemas que parecen no tenerla. Lo consultan como se consulta a un oráculo.
Eso no convenció a Felisa. “Un oráculo para gente influyente”. ¿Qué clase de “gente influyente” necesita un “oráculo”? La gente común va a misa y escucha al cura. No busca asesores y menos un “oráculo”, porque no tiene que resolver asuntos complicados ni necesita que le dicten el futuro. Comer, beber, trabajar, pagar deudas, esos son sus problemas. ¿Quién no sabe comer, beber, trabajar o pagar deudas?
La “gente influyente” tiene cajas fuertes llenas de “inconvenientes”, relojes de bolsillo costosísimos, chequeras interminables, amantes a las que regalarles joyas. Necesitan saber del presente pero más del futuro.
—¿“Gente influyente”? –preguntó Felisa. Eln no deseaba que se hablara más del asunto. Estaba dispuesto a ir caminando al encuentro de ese ser extraordinario que jugaba al ajedrez del que habló Eva.
—Delante del niño no voy a agregar detalles.
—De acuerdo. ¿Se puede saber cómo se llama ese amigo de la familia?
—Dixi.
—¿Dixi? ¿Qué clase de nombre es ese?
A Eln ese nombre le sonó como aquella música de la armónica, celestial.
—Es un apodo, no es un nombre. Perdón, no es un apodo, es una certeza.
Felisa no supo qué decir.

33

Emerio manejaba el camión muy distendido. Se sentía a gusto. La ruta estaba bastante despejada, aunque era una hora en que la camionada se disparaba en todas direcciones. Desde que se acabó el tren, los camiones superpoblaban las rutas a las que hacían añicos en poco tiempo.
Briseida miraba por la ventanilla ese desconocido paisaje aunque para nada peculiar. Árboles, casas, árboles, ranchos, árboles, galpones. Era todo lo que se veía. Cada tanto una luz en la puerta de una casa.
El perfume de la muchacha era absolutamente femenino. Eso estimulaba el cerebro de Emerio, quien disfrutaba de ese olor juvenil. Briseida abrazó con fuerza al bebé y empezó a cantar una canción que bien podía ser de cuna.
Mientras Briseida cantaba, Emerio se sintió en otra dimensión. Le cantaba a los niños que no la oían porque dormían profundamente. De todos modos, ella necesitó cantar. Tal vez no cantaba para ellos sino para sí misma. Eso la hacía olvidar sus dolores. No los del cuerpo porque a ella el cuerpo no le dolía. Le dolía el alma, que es un dolor muy diferente. Ella decía que era como si una aguja enorme la traspasara de lado a lado, a la altura del corazón, a veces más arriba, a veces más abajo. Pero siempre en el pecho. Cuando sentía penetrar esa aguja se ahogaba y pensaba que iba a morir. Eln siempre la contradijo en ese punto. Estaba seguro de que morir era la forma de existencia que le había tocado a él, golpe a golpe, varillazo a varillazo detrás de los altos chapones que cerraban el chiquero. Eso era morir un poco todos los días. Lo de ella era angustia del pasado y de lo que podría ser el porvenir. Pero, con razón decía Eln, nunca nadie murió de angustia.
No quiso pensar en Eln. Era hora de olvidar a todos, ¡a todos!
Sacó nuevamente de entre sus ropas la fotografía. Emerio desesperaba por saber quienes estaban retratados en ella, pero Briseida no estaba dispuesta a compartir nada de su intimidad. De lo que estaba seguro Emerio es que no se trataba de una fotografía del hermano muerto. Porque a diferencia de Abundio, él estaba seguro de que el muchacho estaba muerto. El río no perdonaba a quienes caían en las inmediaciones de las bocas de esos interminables túneles que succionaban todo lo que estuviera en esas proximidades.
Miró a la muchacha de reojo. La encontró más bonita que cuando la vio la primera vez. Es que Briseida era sencillamente bonita.
Su voz era demasiado cálida y eso lo reconfortó. No siempre se compartía un viaje con una muchacha tan bonita y que supiera cantar con emoción. Siempre camaradas más o menos borrachos que eructaban dejando ese vaho apestoso del alcohol a medio digerir, tirándose pedos de olores insoportables.
Él no bebía y era bastante educado. Hijo de evangelistas, le exigieron que fuera recatado y bien intencionado. Estaba seguro de que cumplía satisfactoriamente con las obligaciones que sus padres le impusieron, aunque no siempre su manera de cumplirlas encajara del todo en los preceptos religiosos que ellos pregonaban.
Esa muchacha tendría futuro, de eso no tenía duda. Era joven, era linda y era simpática. Sin los niños quedaría librada para hacer lo que se le viniera en ganas.
Abundio debió habérsela quedado, pensó. Abundio era un buen hombre y no de esos que llegan a la casa, se quitan las botas y empiezan a reclamar atenciones de sus esposas. No era esa clase de hombre. Por otra parte, ni estaba casado, “juntado” decía, pero cuando no lo escuchaba la patrona que reclamaba la libreta cada vez que podía.
“Por algo nunca se casó”, de esa decisión siembre sospechó Emerio. Por eso vio a la muchacha y al amigo en la estación de servicio y esa idea cruzó su mente de manera potente. ¿Era acaso una vergüenza la diferencia de edad entre él y la muchacha? No era pecaminoso, para nada y hasta hubiese sido un buen partido para la chica. No estaría huyendo en un camión cargando tres niños a los que debería entregar y olvidar para siempre, hallaría cuidado y consuelo. ¿Amor? ¡Qué me van a hablar de amor!
No era una vergüenza que un hombre mayor tomara a una muchacha tan joven. Los hombres maduros necesitan mujeres jóvenes que le devuelvan algo de la vitalidad juvenil. Y las jóvenes encuentran la oportunidad del sosiego y el amparo con esos hombres ya formados.
Pero ni él ni Abundio habían sido criados para esas licencias. Al menos él permanecía soltero y todavía estaba a tiempo de encontrar una señora de su edad que quisiera compartir la vida hogareña.
¿Pensaba en alguna otra cosa? En el camino, en el largo del día, y un poco en Jesús, pero debió aceptar que el recuerdo de Jesús no fue por amor cristiano, sino por compromiso, por un sí acaso, temeroso de que si todo aquello de las muchachas jóvenes con los hombres maduros no resultaba en algo inconveniente.
La vocecita del padre recitando el sermón comenzó a ganar espacio en su mente y en su espíritu, así que luego de soportar por unos minutos esa reconvención sintió que debía hablar para no dejar arrastrarse a un inoportuno arrepentimiento.
En voz alta, preguntó:
—¿Qué dirección te dio el cura del pueblo donde llevar los niños? –Briseida revolvió sus ropas buscando un papelito que le dio el cura.
Pero Emerio no preguntó porque realmente le interesara saber de la dirección. Preguntó para alejar esos pensamientos de su cabeza.
La última vez que pensó sobre ello hizo un comentario algo desafortunado. Al ver una bella y joven muchacha no debió hablar de ella en términos sensuales. Luego de sus palabras debió despedirse de un buen trabajo que tenía porque sus dueños al escucharlo lo creyeron un pervertido. “Al final no era más que un desgraciado pajero”. Y eso fue lo último que estuvo dispuesto a escuchar porque de mediar un insulto más hubiera tomado a trompadas a esos “cretinos”. Emerio era buen boxeador aprendido en las calles de una zona de los suburbios citadinos.
¿Qué tuvo de malo ese comentario sobre una muchacha que tenía algún vínculo familiar con la patronal? Ella era hermosa, él todavía vital. ¿No dice la biblia “no es bueno que el hombre esté solo?” No fue irrespetuoso, solo galante, por lo menos él así lo consideraba.
Volvió a preguntarse ¿Acaso es una vergüenza apreciar la belleza de una joven?
Al menos él no iba con prostitutas como de seguro hacían esos falsos santurrones. Allí no se tenía en cuenta ni la edad ni la brutalidad. ¿Quién era entonces mejor persona?
Briseida le mostró el papel donde el cura anotó la dirección.
—En Retiro –ella dijo “Retiro” aunque no tenía ni idea dónde quedaba ese domicilio ni qué era “Retiro” exactamente. Nunca antes había salido del pueblo.
Emerio leyó varias veces el papel.
—Esto queda en Florencia Varela, muy lejos de Retiro.
Briseida no tenía ni idea donde quedaba esa localidad.
—Primero iremos al puerto y luego a Varela –Emerio le explicó que debía dejar la mercadería que transportaba en el camión. Luego quedaría libre para llevarla donde los curas de caridad.
—Te vas a quedar en un parador. Gente de confianza. Allí se podrán higienizar y los chicos podrán comer. ¿El bebé? ¿Qué come?
—De todo. Solo necesito un biberón.
Emerio se encogió de hombros. ¿Alguien tendría uno en el parador? Nunca había visto un biberón en ese galpón, pero madres había en todos lados y alguna sabría donde comprar un biberón.
—¿Dónde se consigue un biberón? –Emerio preguntó por si acaso la ignorancia de sus compadres sobre biberones no terminaba jugándole en contra.
—No sé –dijo Briseida–. Mi madre lo tenía entre sus cosas. ¿En un almacén?
—No lo creo. En Buenos Aires los almacenes venden comestibles, no biberones.

34

Emerio podría haber seguido hablando, pero no quiso pasar por pesado. Briseida dormitaba de manera intermitente como si tuviera miedo de que el bebé cayera de sus brazos.
Pronto amanecería y la primera parte del viaje llegaría a su fin. Dejaría a los viajeros en el parador para que allí tomaran un descanso, descargaría la mercadería en un depósito cuya ubicación conocía perfectamente, y luego volvería por Briseida y los niños para ir a Varela donde los curas de caridad.
Si ella le hubiese pedido que se detuviera lo hubiera hecho de buen agrado. Recorrer los kilómetros que faltaban les llevaría poco tiempo y ese sería casi el final del vínculo ocasional que los unía. El viaje a Varela solo sería una repetición de un final con saber a despedido definitiva.
Emerio desarrolló un don muy especial por el que podía especular sobre cualquier asunto de manera indefinida.
En ese momento observaba los numerosos carteles luminosos que distintos comercios lucían e iluminaban la ruta con variopintos colores. Consideró que esas luces multicolores necesariamente deberían contener algún tipo de mensaje, un significado más o menos oculto y que debía descifrar antes de llegar a Retiro. Cada tanto volvía la vista a Briseida que parecía más dormida que antes, pero más aferrada al pequeño niño que producía un pequeño silbidito cuando respiraba.
Esas especulaciones dejaban a Emerio como si se hubiese metido dentro de una botella verde que distorsionaba el color del mundo exterior y las apariencias al pasar la luz por su forma convexa. Se sentía como un pez en la pecera o una mosca dentro de una campana de vidrio.
La realidad se le volvía un mapa en el que caminos desconocidos se cruzaban unos a otros invitándolo a seguir a todos y cada uno. En uno de esos atajos recordó a un joven amigo del que se contaban asuntos memorables.
¿No sería mejor destino para la muchacha ponerlos en contacto? Luego que ella abandonara a los niños al cuidado de los curas de caridad, le hablaría del asunto. Debía meditar muy bien sus palabras. Temía que la muchacha le reprochara su propuesta y gritara ¡Dios mío! ¡Te volviste loco! ¿Soy yo una mercadería de la que solo te interesa desprenderte cuanto antes? Pero no era ese el ánimo de su propuesta. Cuando pensaba en un reproche (en cualquier reproche), solía entrar en un trance excitadísimo. Estar al volante de ese inmenso camión con acoplado y sentirse raramente excitado puede no ser lo más aconsejable. La transpiración empezaba a empapar su espalda, lo que lo disponía de muy mal humor; nada peor que manejar chorreando sudor por la espalda. Luego ese sudor invadiría todo el cuerpo y lo dejaría al borde de un ataque de nervios.
Recordó un ejercicio respiratorio que una vieja clienta le recomendó para esos trances. Se trataba de inspirar bastante aire fresco, por lo que habría un poco la ventanilla de su lado, retener el aire hasta que se enviciara lo suficiente hasta no poder retenerlo en los pulmones, y luego exhalarlo lentamente, como si no fuera aire, sino besos a la hermosa mujer que esperaba ese halago de su parte. “No soplés, besá. ¡Muac! ¡Muac! Beso de labios no de lengua. No resoples como un burro, besá como un verdadero galán”. La vieja imitaba payasesca los besos de un tal “Errol Flynn”, alguien de quien Emerio no tenía noticias hasta que la mujer lo mencionó con emoción.
Mientras hacía ese ejercicio de relajación, Briseida despertó, permaneció inmóvil tal si siguiera durmiendo. Las largas inspiraciones y lentas exhalaciones no le dieron a Briseida justamente una señal tranquilizadora. El tipo le parecía excitado y ese estado de ánimo le dio verdadero temor.
Emerio dejó de repetir esos jadeos y cerró la ventanilla porque la cabina estaba enfriándose demasiado rápido y eso podía resultar muy perjudicial para los niños. Faltaba que alguno enfermara, levantara temperatura y echara a perder los planes de Briseida y la propuesta que tenía para hacerle.
Salió de la botella verde en la que se había sumergido, las luces de neón recobraron su aspecto multicolor y todas las cosas su apariencia.
Briseida lo sorprendió con un comentario. “¿En qué pensaba?” Como no lo tuteó, Emerio comprendió que ella estaba decidida a poner distancia entre él, ella y los niños. O al menos con ella.
No iba a mentirle, tampoco iba a hacerle un largo relato. Su oferta sería muy sencilla.
—Pensaba en su futuro –Emerio tampoco la tuteó aceptando el tono impuesto por la muchacha.
—¡Uf! –exclamó–. No he pensado en ello desde que escapé. ¿Alguna propuesta?
—Sí. Tengo un amigo que tal vez le interese a usted. –A Briseida que la tratara de “usted” le causó algo de gracia.
—¿Por qué habría de interesarme?
—El es joven como usted y también se ha fugado de su hogar. No solo del hogar. También se fugó de la comisaría donde estaba detenido.
—¿Un delincuente? –Emerio creyó que en ese momento terminaba de la peor forma la conversación.
—Algo descarriado. Robo, esas cosas. Nada demasiado serio –mintió.
Briseida no pudo mostrarse desinteresada. ¿Por qué no resultaría como anillo al dedo un descarriado para ella? Meneó la cabeza. Emerio se mantuvo expectante.
—Digo… se me ocurrió mientras usted dormía. Las luces de los carteles luminosos me inspiraron –no mencionó lo de la botella verde en la que se había sentido sumergido–. El colorinche de la cartelería por algo me recordó a este muchachito.
—¿Cómo se llama?
—No lo conozco por el nombre, solo sé su apodo.
—¿Entonces? ¿No era un amigo?
—Sí, lo es. Pero nunca supe su nombre.
—¿Cómo le dicen?
—Blacrrod.
—¿Y eso qué significa?
—Algo así como camino negro o sendero oscuro, me dijo. En Buenos Aires hay un lugar muy conocido. Es el “camino negro”. Una ruta que atraviesa una zona donde hay mucha gente de nuestra condición.
Briseida miró por la ventanilla como si no le interesara el tema. Pero sí le importaba y mucho. Se acomodó en el asiento, observó al bebé que dormía plácidamente, mojó sus delicados labios con su pequeña lengua.
—¿Y cuál es esa condición?
Emerio sonrió. Tiró su cuerpo algo para adelante, para acomodar los huesos de la espalda y se aferró al volante como si tuviera temor de perderlo. Miró por los espejos retrovisores. Primero por el que estaba del lado de Briseida y luego por el suyo.
—Usted y yo no tenemos futuro.
Eran las cinco y media de la mañana.

35

El futuro para la mayoría de las personas siempre es un asunto espinoso. También lo era para Briseida. Trató sin mucho éxito de memorizar algunos sermones del cura del pueblo en los que hablaba del futuro. Ahora que necesitaba esos recuerdos no los tenía o solo tenía fragmentos de ellos que no la ayudaban mucho en sus cavilaciones.
“¿Qué es el futuro?” “¿Qué es la vida?” Así preguntaba el cura mientras se balanceaba delante del altar subido a dos enormes zapatones que le había regalado la comunidad para que pudiera entrar al pueblo cuando los caminos se volvían inmensos lodazales intransitables. Briseida no recordaba que ese curita después de su pregunta diera alguna pista de la respuesta. Los feligreses solo atinaban a reír tontamente porque no alcanzaban a comprender de qué les hablaba el cura. Para la mayoría, y este era el comentario en el boliche, el cura deliraba tal vez intoxicado por ese humo que salía del incensario que llevaba a la misa dentro de un pequeño y arruinado maletín de médico.
Ella podía haberle dicho al cura qué era la vida. No precisaba ninguna anotación para responder esa pregunta. Las respuestas las tenía escritas todas en el pellejo. Bastaría dejar caer su roñoso vestido al piso para que todos leyeran “qué es la vida” en su esmirriado cuerpo. Todo estaba escrito con mayúsculas.
Golpes, abusos, mugre, hambre. Eso tenía impreso en la piel. Y si no era suficiente, también había mocos, meadas en la cama, cerdos espantosos devorando fetos de “La Alta Graciela”. Esa fue su vida. Ni estrellas en el cielo, ni flores en las jarras, ni carne bien asada, ni luciérnagas admirables en las noches primaverales. Si esa vida se proyectaba así, sin más, a su futuro, estaba muerta, aunque respirara y sudara como la mejor de todas.
Se dijo “no más golpes. No más mugre. No más hambre. No más mocos. No más meo. No más cerdos. Ni perro, ni gato, ni siquiera un canario cantando en la mañana”. Debió gritar, ¡déjenme en paz! Pero ante Emerio, se recató.
¿Qué podía hacer Briseida por su futuro? ¿Qué podía estar realmente al alcance de sus posibilidades? Emerio le dijo “usted y yo no tenemos futuro”, pero ella no lo creía así. Él tenía edad y trabajo, casa donde dormir, amigos donde parar. Ella era tan solo una adolescente bien desarrollada, lleno de magullones el cuerpo. Una muchacha que ya había menstruado varias veces, pero que no sabía leer ni escribir. Se consideraba a sí misma “una verdadera burra”. El bruto la interrogaba baboso y echando ese olor pútrido de su aliento mientras reía le preguntaba “¿para qué sirven las burras?”.
Cuando preguntó por qué no iba a la escuela, su madre se negó responder. Solo se encogió de hombros como quien no sabe qué decir o no le importa un bledo lo que le cuestionan.
Luego comprendió que ese silencio decía mucho, como que estaba destinada a cuidar a los hermanos menores y, en el mejor de los casos, a servir de reservorio del esperma de un bruto no muy diferente al que se aprovechaba de su madre y molía a palos a su hermano.
No quería correr el riesgo de perder la oferta que Emerio le estaba haciendo. No tenía muchas opciones y tampoco posibilidad de arrepentirse sin consecuencias. Su vida estaba así, a la deriva, no tenía nada digno que recordar y lo que encuadraba en esas consideraciones directamente las había quitado de su memoria, como hizo con Eln.
Estaba agitada a la espera de la oportunidad de deshacerse de los niños. Ellos le resultaban una carga que no podía llevar más allá de este corto tiempo entre la fuga, el viaje, la espera en el parador y la residencia de los curas. Luego que los entregara en custodia, trataba de convencerse a sí misma, seguramente hallaría algo de tranquilidad como para considerar la oferta de Emerio de la que ya estaba a medio camino de aceptar.
“Camino Negro”. “Camino Negro”. Vaya manera de llamarse. ¿Dijo “blarrod”? O algo similar. Luego le pediría a Emerio le repitiera ese nombre. El sonido de esas letras no tenía para ella ningún significado, tal vez luego lo adquiriría al volver sobre el asunto con el camionero.

36

Era día de semana, en el Acceso Oeste el tráfico avanzaba a paso de hombre. Emerio maldecía a todos los automovilistas. Briseida miraba con asombro ese amontonamiento de autos que no había imaginado nunca. Los niños despertaron y empezaron a reclamar su leche. Los reprendió con tanta dulzura que les hizo creer qué bueno era esperar el desayuno mientras apreciaban el paisaje por la pequeña ventanilla del compartimento. Les dijo algo así como que el verde de los árboles y el barullo de los automóviles sería más estimulante que la leche con azúcar y un esponjoso y sabroso bizcocho llenando sus bocas. Los niños acataron las órdenes de la hermana, seducidos por esa voz edulcorada que sabía mentir como ninguna.
Emerio quería saber cómo se llamaban los niños, pero Briseida no se lo dijo. Y no se lo diría. Faltaba que el tipo se encariñara con ellos y quisiera jugar a padre bondadoso. No había llegado tan lejos para que una sensiblería surgida de la imagen de tres niños fugados una noche de un pueblo ignorado, arruinara sus planes. A esa altura del viaje ya no pensaba como una sencilla adolescente de la pampa más próxima, sino como una harpía que desconfiaba de todos y de todo.
Podía haber inventado nombres cualquiera. José, Pedro, Juan, Antonio. ¿Qué diferencia habría con otros si el hombre no sabía de ninguno? Pero dos de ellos estaban en condiciones de desmentirla al momento, y lo harían si se les daba la oportunidad. Como ella no dio sus nombres, los niños tampoco lo hicieron.
Eran niños, nada más. Para Briseida todos los niños eran más o menos iguales.
Si se los miraba de reojo hasta no se podía establecer seriamente una diferencia entre unos y otros. Los curas de caridad no los querrían porque fueran más altos o más bajos, más gordos o más flacos. Solo querían que fueran niños blancos y rubios, como lo eran sus hermanos.
“Blancos”. Dijo el cura del pueblo mientras tomaba nota en un papel muy blanco también. “Blancos”, aseguró ella como si al cura le importara su opinión. “Rubios”. Ella repitió “rubios”. “¿Qué edad tienen tus hermanos?” preguntó el cura. Tal vez cuatro, tal vez cinco. Hizo un esfuerzo por recordar las edades. “Dos, tiene este” recuerda la dijo señalando al bebé. “¿Y los otros?” Insistió el cura. Dijo “cuatro y cinco” pero solo por poner fin a ese interrogatorio. El cura guardó la blanca hoja en un sobre también blanco, pasó su lengua por el ungüento pegajoso del borde y lo cerró con ganas. “Este sobre les das a los hermanos cuando te reciban.” Cuando el cura se alejaba volvió para preguntar con todo cinismo “¿de dónde salieron tan blancos y tan rubios?” Debió mandarlo a la mierda, pero se contuvo.
Iba a entregar niños sin nombre, sin partida de nacimiento ni documento alguno. Eso al cura no le interesó en lo más mínimo. Nunca preguntó por los documentos ni por los nombres, solo lo hizo por el color de la piel y el de los cabellos.
¿Si el cura no se interesó por el nombre de los niños, por qué habría de hacerlo el camionero? Tal vez por comedido, tal vez por curiosidad. Ser curioso no es un defecto o no lo es grave. O simplemente el hombre no encontraba nada mejor de qué hablar con ella y hablar de los niños resultaba un buen pretexto.
Briseida podía haberle explicado que saber cómo se llamaban o qué edad tenían no ayudaría a hacer lo que tenían que hacer. Emerio no insistió. No estaba en realidad preocupado por los niños y sí por la congestión del tráfico. Tal vez un poco en seguir la conversación con ella y cada tanto echarlo un ojo sin malas intenciones. Briseida se cubría el pecho con el bebé quien husmeaba su seno donde no hallaría leche para amamantarse.
—¿No es grande para buscar la teta? –preguntó Emerio, quien sonó disgustado.
Lo era. Briseida no se molestaba porque el niño hurgueteara bajo su vestido tratando de hallar el pezón para succionar. De todos modos, allí no encontraría nada que le pudiera dar satisfacción.
Sacó de un bolsillo oculto un chupete que le introdujo en la boca al niño. Se hizo un curioso silencio.
—¿Falta mucho? –preguntó Briseida. Emerio movió su cabeza negativamente. El tráfico a esa altura de la autopista era fluido y el camión avanzaba sin contratiempos.

37

Eln no pudo dormir esa noche. Era una noche para hablar, pero no tenía con quien. La luna contemplaba la casona y el viento sonaba como salido de un lejano parlante. Pequeños ruidos surtían efecto entre la perrada que cada tanto ladraba sin convicción.
Eln había perdido casi por completo la habilidad de contar historias como lo hacía con las jóvenes prostitutas con las que departía alegremente. Tal vez la paliza y la proximidad de la muerte lo había dejado encerrado sobre sí mismo. No sentía ningún deseo de hablar de ningún tema.
A Dios gracia no sufría pesadillas. Salvo esa repetida sensación de ser mecido por el agua del río mientras él se sujetaba a esa larga raíz que se sumergía buscando el cauce del Salado, nada de aquella noche alteraba su sueño. El sufrimiento que sentía por todo aquello ocurría cuando estaba bien despierto, con plena conciencia, especialmente cuando recorría cada magulladura, cada cicatriz con sus dedos, había empezado a reconocerlas luego de tanta negación. Ese roce de las yemas de los dedos, con las viejas y nuevas heridas, recreaba en su mente todos los ultrajes.
Felisa notó ese comportamiento casi autista, pero no se lo reprochó. Ella también solía hacerlo. Cada tanto, debía meterse bajo la ducha donde permanecía mucho tiempo frotándose con jabón cada cicatriz en las que todavía podía sentir el manoseo de ese “maldito y asqueroso”. Sonaba la voz patética y oscura que le decía al oído “toma tu hermosa escopeta de dos caños calibre 12 y metele un tiro a cada desgraciado en la cabeza. Perdigón de acero alemán, el mejor. El muchacho te asistirá agradecido”. Era tentadora la voz, proponía un sencillo plan de venganza para ella, para el chico, para muchas otras que florecían año a año en los penachos de las plantas de maíz.
Felisa estaba completamente segura que Eln escuchaba la misma voz y por eso permanecía en silencio. Nadie anda por el mundo diciendo a cuatro vientos que va a cometer un homicidio por venganza. No lo haría. Ni el odio más potente la soltaría la lengua. No andaría por ahí diciendo “vamos, vamos, acabemos con esos hijos de puta. Tomemos la hermosa escopeta de dos caños, calibre 12. Un tiro usted, señora, un tiro yo, señora”. Por esa voz de la venganza, creía Felisa, Eln había dejado de hablar casi por completo y solo dedicaba su tiempo a restregarse las cicatrices como si eso pudiera hacerlas desaparecer. La voz bien podría salir de cada cicatriz, de las de ella o las de él. Las cicatrices en el cuerpo no difieren mucho unas de otras. ¡Las del espíritu suelen ser tan diferentes!
Días después, cuando notó a Eln algo repuesto, pero ensimismado toqueteándose las cicatrices le dijo “es inútil, estarán donde están para siempre. ¿Y las que no se ven? ¿Te vas a encerrar en el baño para tocarte las heridas que no se ven?” Sabía bien de qué hablaba. En más de una oportunidad encerrada en el baño de la estancia, su vulva sangró entre lágrimas luego de frotarla con furia.
Pero Eln no la escuchó o hizo que no la escuchó. Desde que Eva habló de ese hombre que podría ponerlo a salvo del bruto, Eln dejó casi de pensar en sus cicatrices y no lo preocupaba otro asunto que no fuera en quien ella llamó “Dixi”. Eso era lo que realmente lo tenía atrapado. “Dixi” ¿por qué no preguntarle a esa mujer que trajo el nombre “Dixi” en la punta de su lengua y le dejó caer como una promesa?
Se reprochaba no hacer el esfuerzo suficiente para sentir confianza con Eva. Al menos simular simpatía para sostener una conversación sobre su oferta. “¿Dixi se llama ese hombre?” Podría empezar por preguntarle. “¿Qué tal es ese tal Dixi?” Ella era la única que sabía cómo era ese “tal Dixi”, la única que podía decirle cuánto era de alto, de gordo, de lindo o de horrible.
Pero no encontró ni el modo ni el momento oportuno. Felisa no le quitaba el ojo de encima y no lo hacía porque disfrutara controlar al muchachito. Temía que un error devolviera a Eln a los martirios de los que su cuerpo daba un cruel testimonio. Los muchachitos suelen ser descuidados, ingenuos, creer que están salvo de algo cuando en realidad el peligro está pegado a sus espaldas, listo a saltar sobre ellos y devorarlos.
Tampoco confiaba demasiado en su peonada, la que hacía comentarios ridículos sobre Eln, pero que evitaba entrar en conflicto con la patrona porque conocía el pésimo carácter que ella tenía cuando alguien defraudaba sus expectativas. Felisa no disculpaba las groserías ni la traición y había colocado a Eln bajo su custodia. Cualquier atentado contra él lo sería contra ella, pero sería ella la que tomaría revancha y solía ser implacable.
También Eva sintió la necesidad de hablar con el muchacho, pero se contuvo. Felisa no aprobaba que se alimentaran ilusiones al niño hasta que ese misterioso “Dixi” respondiera por sí o por no a la propuesta de Eva. Y antes de cualquier arreglo quería conocer en persona a “Dixi”. Ella se apreciaba como una gran observadora del carácter humano. O él se llegaba hasta la estancia o viajaría con Eva para conocer al misterioso amigo de su ama de llaves antes de confiarle la custodia de Eln.

38

No es fácil que un nombre tan extraño como “Dixi” no sea escuchado y que no se comente de él. “Dixi”, “Dixi”, repetido varias veces, suena a jazz. “Dixi” chillaba demasiado, la “x” adulteraba el sonido y hacía oír ese nombre a la distancia como si se escuchara un saxo soprano.
Indiscreción, poca prudencia, alcahuetería. De todo, algo. Felisa sabía que había demasiados oídos pendientes de cualquier conversación.
“Hijos de puta. Siempre simulan ser sordos”. Tenía razón Felisa. Los hombres fingían no escucharla, pero solo era para esquivar la orden de un trabajo que detestaban.
Abundio no le dio importancia al extraño nombre del que se enteró porque no había otra posibilidad. Tanto alcahuete suelto, tanto oportunista, que alguno iba a terminar arrimándole el dato ya se sabía para quién. Hizo su trabajo tal y como se le ordenó. Anotó en su mano dónde debía presentarse para rendir cuentas. La vieja fue muy clara cuando le dijo “no es asunto tuyo”. No había nada heroico que hacer.
—Los héroes viven poco –le dijo luego de chupar la bombilla con fuerza.
Emerio también leyó con claridad en la mano de su amigo los números y letras allí escritos con la tinta azul de una birome Bic cuando le pidió que llevara a Briseida y los niños a Buenos Aires.
Emerio le restó importancia al día y la hora, pero no al lugar donde Abundio era citado. Era donde “Él” (así preferían llamarlo, como si se tratara de Dios), organizaba las partidas de póquer a la que concurrían todos los que habían hecho alguna fortuna. Ahí no solo se jugaba por dinero.
En una primera conversación “Él” le dijo que había que poner algo de orden en todo aquello. Abundio consintió. Pensaba lo mismo. Borrachos, vagos, charlatanes, inútiles, pedófilos. Nada bueno resultaba para el pueblo de todos esos. Pero “Él” tenía preocupaciones diferentes.
“Me preocupan los idiotas”, le dijo casi sin levantar la vista del diario que estaba leyendo. “Hay que terminar con los idiotas”. Eso fue todo.
La segunda vez que lo mandó llamar le dijo “el problema es el chico. Se mete donde no debe, sabe lo de las mujeres, las putas se lo dijeron”. ¿Le pediría que mate al niño con el que jugaba al ajedrez?
“Él” sabía qué podía ordenar y qué no. Matar al niño no se lo pediría. No había que herir los sentimientos de un hombre de cierta fe religiosa que vivía en concubinato, pero tocaba la guitarra como ninguno.
—¿Matar no es pecado? ¿O solo es pecado si se trata de un niño? –Le preguntó “Él” solo por irritarlo.
—Matar siempre es pecado, pero es ese mi caso. —Respondió.
“Él” no pudo contener su risa.
—¿Qué te hace tan diferente a otros asesinos? ¿Acaso sos un ángel protector de niños?
—No soy un ángel –respondió de mal talante.
Así lo pensaba. Pero tampoco era un demonio. Cada uno sabe lo que es y por qué hace lo que hace. Volvió a interrogarse “¿me pedirá que mate al niño?”
—No –“Él” respondió con absoluta serenidad como si hubiera podido leer su mente–.
Le explicó cómo sería la secuencia, el bruto matará al niño, la mujer matará al bruto y vos a la mujer. Así será todo. El principio y el fin.
Abundio quedó conforme. Se retiró sin demostrar ningún sentimiento. Volvió sobre sus pasos.
—¿Eso es todo? –preguntó.
—Sacá a la chica y los críos del pueblo. Quiere irse a Buenos Aires. Mejor que se vaya. No volverá jamás. No necesitamos otros cadáveres.
—¿Seguro? –“Él” dejó de leer el diario y miró a Abundio directo a los ojos.
—¿Alguna duda o querés matarlos vos?
—No. Pero una muchacha con tres críos… ¿Por qué a ella la salvamos?
—Qué carajo te importa.
—Nada en especial, patrón.
—La piba no es hija de “esa”.
Abundio trató de disimular su sorpresa.
—Si ella se entera quién es el padre, se va a orinar encima.
—¿Y la madre? –Abundio aprovechó la confesión para seguir conociendo.
—Una paraguayita blanca, muy linda. Tendría no sé, ¿trece años cuando parió a la nena? Creo que la llamó Griselda.
—¿Y dónde está la nena esa? –dijo “nena” con mucha mala intención. “Él” hizo como que no interpretó el tono de las palabras de Abundio.
—¿Dónde está? Será algún árbol de esos. Ni idea. El padre se llegó donde papá para decirle que le arregle el asunto. Se puso pesada. Se pudo arreglar de muchos modos, pero el hombre no quería saber nada. Y vos sabés que siempre favor con favor se paga. Papá le arregló el asunto.
—Don Licurgo sabía cómo arreglar problemas
“Él” soltó una carcajada.
—A veces. Papá habló con el Pardo. Le dio unos mangos y algunas promesas. Ahí quedó la piba. No me acuerdo si tenía tres o cuatro años cumplidos. Después nació el bastardo, el hijo del mulato Ascensión.
Abundio cabeceó afirmativamente. No volvió a hacer preguntas. No era prudente.
—¿A dónde va a ir?
—El cura ya arregló donde dejará los niños. Se paga bien por chico blanco. ¿Entendido?
Abundio respondió “entendido”. Giró para marcharse.
—Vos u otro que le siga el rastro a la muchacha. Pero vos asegurate que se vaya del pueblo. La suerte nunca llama dos veces.
“Sí, señor”, fue lo último que Abundio balbuceó.
“Empecemos a poner orden en todo esto. Todo terminará pronto”. Fue lo último que “Él” le dijo para tranquilizarlo. “Todo terminará pronto” fue justamente lo que le dijo a Briseida para darle una certeza que ella no podía suponer.
Tal vez el hombre tuviera razón. Las cosas habían llegado demasiado lejos. Pero si le hubiera pedido que dijera lo que pensaba no lo hubiera hecho. “No soy estúpido” se dijo a sí mismo. Hay asuntos sobre los que nunca conviene darse por enterado.
¿Cómo mataría el bruto al niño? “Lo descuartizará con el machete y se lo dará de cena a sus cerdos”. Donde “La Alta Graciela” se deshacía de sus menudencias. Ese jorobadito enclenque no duraría ni diez minutos entre las mandíbulas de los enormes cerdos que criaba el bruto.
“Ningún fiambre sabe como el que está hecho con la carne de los cerdos del bruto”. Esa era la broma habitual cuando se comía chorizo seco mientras se jugaba a las cartas en el boliche. Luego de morder una rodaja del chorizo, alguien imitaba el llanto de un bebé.
—¿Los fetos lloran? –preguntó un imbécil que saboreaba el fiambre como si fuera carne humana.
—Son personas pequeñas –explicó el bolichero–, deben tener lágrimas.
Todos se echaron a reír. “¡Qué idiotez!” se escuchó. El bolichero se sintió ofendido por el insulto. Luego pensó que fue algo idiota su respuesta.

—Sigan comiendo esa mierda y se volverán todos caníbales –esa fue su precisa venganza–. Aquí todos saben con qué alimenta los cerdos, ese hijo de puta del bruto.
Abundio nunca le dio demasiado crédito a esa historia, pero, por las dudas, nunca comió de esos chorizos. De solo pensarlo sentía náuseas y su intestino se alborotaba como si fuera a pegarle una tremenda diarrea.
¿Y la mujerzuela esa cómo matará al bruto? “Como a las cotorras. Le prenderá fuego”. Se enteró.
Conocía el método. Medio bidón de nafta y una caja de fósforo “Fragata”. Eso era todo. Nada de lanzallamas gigante con el que achicharraban a las cotorras en sus inmensos nidos.
“¿Y la mujer por qué habría de quemar vivo al tipo”? Preguntó por pura curiosidad. La misma vieja que le dictó la cita le dijo “ese no es asunto tuyo”. De acuerdo. Quien menos sabe, menos habla.
¿La mujer cómo sería conveniente asesinarla? Ese sí que era asunto suyo.
La mataría el Ascensión. No podía elegir. Ese negro roñoso que vagaba siempre a la orilla del río y comía basura debía ocuparse de ella. Favor con favor se paga. No tenía opción. El mulato le dio una mano y él cumplió su palabra, pasó seis meses en calabozo y lo salvó de ir a la cárcel. Desde entonces nadie lo molestaba. Más no había. ¿Le parecía poco? Que arreglara el asunto que desde entonces quedó pendiente.
—Yo le debo mis cosas, pero el negro me debe muchos años de buena vida. ¿Sabés lo que le hacen a los negros que van a la cárcel por violar a una chica blanca? –Abundio no quería ni pensarlo.
Se supo que “Él” dijo mientras jugaban una partida de póquer con los otros grandes hacendados “se acabaron las prostitutas en el pueblo. El que quiere coger agarra la camioneta y se va donde el bingo. Ahí está lleno de putas”. No se habló más del asunto.
Todo parecía sencillo hasta que apareció el nombre “Dixi”. Eso fue después de cumplir la orden respecto a Briseida y los niños. Pero con el nombre de “Dixi” llegó la certeza de que el niño había sobrevivido.
—¿No dije yo que el problema son los idiotas? –“Él” no estaba furioso por la noticia. Pero supo antes que Felisa quién era el amigo de su Ama de llaves. Las noticias que tuvo de él no le gustaron.
El más alterado era el Juez de Paz. Llamó a “Él” tantas veces por teléfono hasta que lo hartó.
—¿Qué vamos a hacer con ese pendejo?
— ¿Hay alguna posibilidad de que cierres tu maldita boca alguna vez?
Luego de eso el acobardado juez dejó de llamar. “Él” se arrepintió de maltratarlo, siempre es preferible hacer buenas migas, incluso con un juez de poca monta como ese.
Le mandó decir que se quedara tranquilo. Que él manejaría ese asunto con delicadeza. No era prudente meterse con una banda citadina asesorada por un tipo de nombre “Dixi” por un pendejo que había quedado bastante lisiado de tantas golpizas. No era momento para hacer lo que no se supo hacer correctamente. Siempre se presentarán nuevas oportunidades. Paciencia era todo lo que pedía.
Ordenó a sus hombres que no molestaran a Felisa. Ya llegaría el momento. Una paz provisoria era conveniente. Necesitaba tiempo. Si uno agita el avispero, de seguro será picado por muchas avispas ansiosas de vengar la afrenta contra el hogar común. Felisa podía ser una brutal avispa si se la molestaba a destiempo.
Prometió al jefe de policía que no habría nada de violencia. Su promesa valía tanto como una pompa de jabón. De todos modos, el comisario creyó que aunque la promesa podía ser tan falsa como quien la hacía, estaba bien pasar por un incrédulo que confiaba en la buena voluntad de “Él”.
El jefe de policía aprovechó la relativa paz para cerciorarse si ese desconocido de nombre “Dixi” era el problema con el que debía lidiar el potentado. Le recordó la oferta de sus amigos, y si lo deseaba podía volver a contactar a la banda de sus compadres con los que siempre se podía llegar a un arreglo. Pero que ya sabía lo que pedirían a cambio.
“Él” estuvo a punto de mandarlo a la mierda nuevamente. Como hizo la primera vez cuando fracasó el negocio. Pero estaba prudente ese día y rechazó la oferta sin ponerse nervioso.
—Tu “Banda de los Comisarios”… cómo explicarte, es algo… impresentable. Eso, impresentable –sonó muy despectivo. El comisario sonrió sin hacerse cargo del desprecio.
“Él” ya había tomado una decisión sobre esa oferta. Nada de acuerdos. A sus socios no les interesaba ninguna otra asociación. Arreglar lo de un pobre niño moribundo al que se prometía entregar en custodia a un fulano cuyo nombre sonaba a jazz, era un asunto de poca monta. Fácil lo arreglaría. Dixi, Dixi, el que se presentaba como una sabelotodo, un excéntrico charlatán aficionado al ajedrez, pero que a “Él” le recordaba al latoso latín del bachillerato, ese “podrido” latín con el que lo atormentaban en el colegio de curas de donde hubiera escapado si hubiera podido hacerlo.

39

“Él” siempre supo que el bruto no había acabado con el niño. Qué se le había escapado. Simplemente, se le escapó como el agua entre los dedos. Los fracasos no suelen ser muy complicados. Ocurren por eventos nimios, a veces ridículos, como irse a buscar un hermoso machete muy afilado y quedarse frente a la puerta del rancho papando moscas. Por eso cada vez que le mandó a preguntar “¿dónde está el cadáver?”, respondió “el río se lo tragó, el río se lo tragó”.
El río no traga nada, nada. Lo sabía perfectamente. El río regurgita porque no quiere cadáveres en su cauce. No lo quieren los peces, no lo quieren las mareas. Es así de simple, el río no traga cadáveres nunca.
El día de la gran bajante del río, cuando se quedó sin agua y un barro apestoso fue todo lo que quedó a la vista, la verdad ya no pudo ser negada. Nunca se encontró nada de la osamenta de Eln. No apareció ni el menor rastro del pequeño difunto. Lo dijo “el río no tragó nada, todo lo regurgita”.
Por eso la noticia no lo sorprendió; sí a los pueblerinos que esperaron hasta con angustia la aparición de los restos del Eln. La ausencia de los huesos trajo una profunda desazón en el villorrio. El bruto había fallado en sus obligaciones y no había manera de justificarlo.
El comentario cundió rápidamente. Todo el mundo se confabuló para recriminar el bruto, su ineficacia y a través de esa recriminación, en verdad, poner en tela de juicio sus decisiones. La pregunta fue “¿por qué confió en un energúmeno que la única herramienta que sabía usar para cumplir una orden era una gruesa y verde vara de sauce?”
Pero “Él” no se sintió cuestionado, ¿quién se atrevería a cuestionarlo? Y a esa pregunta la siguió ¿por qué debería dar explicaciones? ¿A quién debería darlas? Más aún, ¿cuándo las dio?
Todo lo que hizo hasta entonces, desde que su padre murió, fue escucharlas y luego tomar decisiones. ¿Alguien se atrevía a cuestionar sus decisiones? Quería saber quién.
“No tienen otra cosa de qué hablar”, dijo casi escéptico, sin otro ánimo más que el de la indiferencia. En años solo a su padre, Don Licurgo, le dio explicaciones, a nadie más. Y tampoco no todas. Siempre hubo cosas que no quiso explicar. ¿Por ejemplo? Porque hizo lo que hizo. Pero más importante, porque no hizo como su padre le explicó. Asfixiarla mientras eyaculaba. ¡Era tan fácil!
La dejó viva y quienes lo conocían, como su padre, sospechó que fue adrede. ¿Qué se podía hacer con un hijo que muchas veces parecía incapaz de oír un buen consejo?
Pero Licurgo murió y desde que murió “Él” era el jefe. Corrección, no el jefe, sino el amo, que no era lo mismo.
Así que preguntó “¿algo cambió para tener que soportar un reclamo?”
¿Qué encomendó a un bruto un homicidio y falló? Podía hasta interrogar a todos los que cuestionaban y decirles “¿quién de ustedes se hubiera ofrecido voluntariamente para el crimen?” Habría comprobado cómo cundía el silencio de la cobardía y luego, más rápido que lento, todos los que en ese momento alzaban la voz cuestionando, hubieran escapado a esconderse detrás de las mugrientas polleras de sus mujeronas. Charlatanes sobraban en todos los pueblos, comentaristas del error ajeno, opinólogos inútiles, pero hombres de acción, esos siempre escaseaban. Y el bruto era un hombre de acción y obediencia.
Sabía muy bien por qué su padre confió en el bruto. Todo se debía a un viejo trato que habían celebrado hacía trece años, cuando nació el niño nueve meses después de que “Él” invitara a la muchacha a su camioneta. Qué ocurrió en ese viaje por el interior de las estancias, en verdad nadie lo supo, y si alguno llegó a saberlo se lo guardó con encomiable celo.
Ella apareció a la mañana siguiente medio muerta y si no fuera porque un peón atinó a pasar por el lugar en el que yacía, de seguro habría muerto. Ese fue el primer imponderable, que un samaritano pasara donde no solía andar nadie. Entonces hubo que cambiar de planes. Porque todo estaba bien hasta que apareció el “buen samaritano” que se condolió de la muchacha a la que creyó muerta hasta que se aproximó a su boca y le sintió la leve respiración que la mantenía viva. Tal vez cinco minutos más tarde y el hombre la hubiera encontrado pero muerta. Comprendió la importancia del tiempo justo. A veces la suerte de las cosas dependen de un minuto más o de uno minuto menos. Incluso en ocasiones, de segundos.
Licurgo, el padre, mandó a las viejas a terminar la tarea, pero las viejas, ¡las viejas!, solo servían para sentarse bajo el alero mugroso y espiar a todos para disfrutar con sus alcahueterías mientras chupaban mate y fumaban sus perfumados cigarritos de chala.
¿Qué le preguntó a Abundio durante una de sus últimas conversaciones? “¿Les tenés confianza a esas viejas?” Sabía bien por qué lo preguntaba. Le dijo “Para mí son un montón de mierda” y aunque no abundó en detalles, Abundio sabía desde cuándo en “Él” había surgido ese resentimiento contra las mujeronas del pueblo.
Fueron las viejas cobardes la que inventaron la “manada del mulato Ascensión”. Porque las viejas cambiaron el color de la piel de la manada. “La noche engaña”, dijeron. Se dijo que no había luna y había. Y si la luna alumbra todo se ve blanco, no se ve negro. Pero las viejas dijeron que no había luna. Recordaba que su padre les preguntó si alguien creería en esa historia.
Las viejas dijeron que era un pueblo de “idiotas” y que los idiotas, por idiotas, creen en cualquier cosa. “Él”, quien se reservó de hablar porque todavía la ira de su padre no se había disipado, corrigió “es un pueblo de cómplices”. Pero Licurgo no estaba tan seguro de la afirmación de las viejas como tampoco de la de su hijo. No creía que ese cuento fuera del todo creíble. ¿Qué negro se iba a meter con una chica blanca? Cada depredador caza en su ámbito. Esa era una ley que ninguno quebraba. De lo contrario la furia se salía de control y ese no era un pueblo para revoluciones.
Años después revisó sus creencias. Tal vez las viejas tuvieran razón de que se trataba de “un pueblo de idiotas”. Entonces se convenció “que había que terminar con los idiotas”.
Fueron las tres viejas las que inculparon al mulato para salvar a los otros. ¿Y el mulato cómo se iba a defender si era apenas un pobre negro abandonado casi desde que nació?
La voz de las viejas era como la voz del oráculo. No importaba si lo que ellas decían era verdad o no. Lo importante era que ellas lo decían y a partir de escucharlas nadie se atrevía a refutar lo que incluso, a veces, resultaba evidente.
Las tres dijeron haberlo visto atacar a la muchacha. Describieron con lujo de detalle la agresión. Luego hablaron de la manada que la atacó por orden de “ese negro de mierda”. Por eso el comisario sentenció “como todo negro, hizo cosa de negro”.
¿Y los cómplices? Las viejas callaron. “Los negros son muy pícaros, saben cómo esconderse de la Justicia”. Pero no era asunto menor dar con los cómplices. Era asunto espinoso. Las viejas callaron. “La noche engaña a estas pobres viejas”. Dijeron.
Todos se convencieron de que ellas sabían un par de cosas que se negaban a decir. ¿Se les permitiría? “¿Por qué no?” dijo Licurgo para hacerles pasar un mal trance a las tres viejas. Las viejas deslizaron en voz baja “no conviene agitar tanto el avispero”, algo que sonó a una amenaza. Licurgo disfrutaba enfurecer a las avispas zarandeando su panal.
El Ascensión fue detenido. Para Licurgo eso era suficiente. Pero el comisario quería que nadie quedara libre. Pasar por justiciero porque “ningún negro de mierda quedará a salvo”. Así era “la ley”, dijo el comisario. Y la ley “¡había que hacerla cumplir aunque fuera a talerazos!» Quería agitar el avispero. Licurgo celebró y las viejas berrearon.
—¿Ustedes no querrán que quedé impune este crimen? –el comisario le preguntó con total cinismo a las viejas porque Licurgo alentó sus argumentos. Pero ellas no respondieron. En ese momento las viejas debieron darle un soberano sopapo porque el comisario sabía muy bien de qué se trataba todo eso.
El mulato fue interrogado no una sino decena de veces hasta que se acabó la paciencia de la policía que suele ser escasa. Ni toda la golpiza que le propinaron en el calabozo le pudo arrancar una confesión y menos un solo nombre. ¡Qué iba a decir el pobre! Si hubiera tenido la capacidad de inculpar a alguien lo hubiera hecho, pero el mulato no sabía como hacerlo. Solo rio del primero al último golpe, rio y rio y rio durante toda la paliza que lo dejó muy maltrecho.
Licurgo pidió clemencia, muy enfáticamente, Dios se haría cargo de todos los pecados del miserable “negro de mierda”. Una temporada en calabozo no sería exagerar el castigo. “Él” pidió que no lo manden a la cárcel. “¿Saben lo que le hacen a los negros que violan a una blanca”, dijo como si él supiera.
“Había que buscar cierto equilibrio”, propuso el Juez de Paz enterado del crimen y el posible castigo. Después de todo, la muchacha no podía eludir responsabilidad. ¿Qué hacía ella vagando medio desnuda esa noche?, preguntó. ¿Para qué llevaba vestidito blanco, de seguro transparente? Si de solo mirarle el trasero uno sabe de lo que sería paz un hombre alzado.
“La mujer que busca, encuentra”. ¡Si las viejas lo dijeron tantas veces! Noche cálida propicia para el sexo. ¿Imprudencia? “¡Por favor!” Exclamó una de las viejas que sonaba como la más incrédula. “Estas pendejas así provocan”. Después no quieren hacerse cargo. “Esto mi época no se veía”.
Los vecinos aceptaron la historia de que se trató de una violación en manada de unos “negros de mierda”. Aceptar esa versión era lo recomendable. Quedó establecido que el Ascensión, tan de pocas luces, de tan de poco razonamiento, fue el que dirigió del viejo puente a la arboleda, a esa banda de rufianes que ya sería “debidamente identificada”. Tiempo al tiempo. Esa fue una promesa sin fundamento de parte del comisario.
Y ahí quedó la cosa. La muchacha se volvió un guiñapo de sentimientos. Casi no volvió a hablar desde entonces. Cuando se manifestó el embarazo se preguntaron por qué no abortó.
¡Pecado! ¡Pecado! Se proclamó a los cuatro vientos. Fue Licurgo quien dijo que agregar una fechoría a otra no mejoraría las cosas. “Lo que Dios da, solo Dios quita”. Y con eso estuvo todo dicho. Fechoría sobre fechoría, nada positivo.
“Él” se preguntó intensamente por qué su padre se oponía a que ella abortara. Era una solución aceptable y “La Alta Graciela” hasta lo haría por poca plata (gratis nunca porque iba contra sus principios), y resolvería el asunto con un simple raspado. (Solo había que saber cómo sonaba el tejido mientras se raspaba, dijo “La Alta Graciela”, suena igual que cuando el Abundio frota la cuerda más grave de la guitarra).
Por otra parte, agregó Licurgo, el Pardo no toleraría un aborto. El aborto era crimen “¡acá y en la China!” gritó enfurecido el Pardo cuando supo del embarazo y de la propuesta de que “La Alta Graciela” acudiera con sus favores.
Bastante que apechugó lo de la violación de su hija por una “manada de negros de mierda”. No llegó a comprender por completo cómo había sido eso de “violación en manada”. Nacería el crío y sería madre. Eso dijo el Pardo y era hombre de una palabra.
—Si se arrima esa hija de puta de “La alta Graciela” le meto un tiro en la cabeza.
El Pardo, en su vida, no amenazó de balde.
La mujer se cuidó muy bien de respetar esa orden.
Fue el magnánimo terrateniente quien le presentó al Pardo, al bruto.
—Este los cuidará a todos –le dijo. Pero el Pardo no supo cuánto había de cierto en ello porque al día siguiente, luego de un pedo de mucha ginebra barata, se murió de un infarto. Cayó en medio de la calle principal y no hubo nada que hacer para salvarlo.
Muerto el Pardo, el bruto quedó a cargo de la casa. Y trece años atrás el bruto eran algo más aplicado y sabía cumplir cualquier orden con esmero.
“Esa mujer” lo fue pudriendo en vida, descomponiéndolo hasta transformarlo en eso que parecía un zombi, casi sin habla, babeando las más de las veces, siempre oculto tras los grandes chapones mugrientos que cerraban el chiquero. Ahora solo quedaba un despojo y un fracaso rotundo.
“¡Es tan fácil matar a un niño!” Exclamó “Él”. Sonó a furiosa recriminación. Era un hombre que hablaba por propia experiencia, no era de esos que hablan por hablar, por darse dique.
Cualquier bruto podía matar a un niño sin inconveniente, pero ese, justo ese bruto, no.
Y antes de que todos volvieran de la decepción por la ausencia del pequeño cadáver, “Él” estaba buscando quién sería capaz de resolver los asuntos pendientes. Por eso llamó a Abundio, fiel, cuidadoso, hasta criterioso.
—Quiero a la mujer, la yegua de la manada, en el viejo galpón del ferrocarril –le ordenó.
—¿Quiere que yo la lleve ahí?
—No quiero que te involucrés con ella.
—Entonces le diré a las viejas que le transmitan su orden. No desobedecería lo que una de las tres viejas le diga.
—Siempre me pregunto por qué les tenés confianza a esas viejas. Ya sabés mi pensamiento, para mí son un montón de mierda vieja.
—No les tengo confianza. No confío ni en mi sombra. La confianza es una licencia, no es segura. Segura es la violencia. El odio es seguro. Se odia o no se odia. El que odio siempre está seguro, el que confía solo se ilusiona. La confianza es voluble.
Por eso a “Él” le gustaba Abundio, porque razonaba.
—Que las viejas le digan entonces.
—¿Día, hora?
—En una semana, antes debo hacer unas diligencias. Poné vos el día, a la hora del anochecer, digamos, veinte horas.
Abundio se reunió con las viejas. El olor del lodo podrido del lecho del río era insoportable. Donde estaban las tres viejas era más potente e irrespirable. Dudó si el olor se debía solo al lecho podrido del río o si las viejas hedían de esa manera.
—“Él” quiere que le digan a la mujer que el próximo miércoles a las ocho de la noche esté en el viejo galpón del ferrocarril.
—Allí estará –respondió una vieja que no dejaba de hurgar su nariz con el dedo índice de su mano derecha–. ¿Ya cargaste el bidón con la nafta?
Abundio no supo qué responder. Prefirió mantenerse callado. “No es asunto tuyo”, esa misma vieja le dijo cuándo preguntó por algo que no era de su incumbencia. Ni el bidón de nafta, ni la caja de fósforos “Fragata” ni la suerte del bruto y la mujer eran de su incumbencia. Su problema era el mulato. Ese era el asunto por el que debía preocuparse.
—¿Saben dónde anda el mulato?
—¿Dónde puede estar metido un comemierda como ese?
“En el pequeño monte, entrando al pueblo”, pensó Abundio, pero no dijo palabra.
—Duerme en la estación abandonada, pero pasa el día cazando cuises. Como cuises, carne negra, amarga. Así caga.
—¿No comiste cuises, vieja? ¡Quién no, aquí! El hambre los vuelve sabrosos.
—Come cuises, lagartijas, víboras. Caga con olor a alimaña, desde acá se huele su mierda. Si tuvieras algo del sentido del olfato, el olor de su mierda te llevaría directo a él.
—Sé que para en el monte.
Las viejas miraron a Abundio con repulsión.
—No somos tus alcahuetas.
—Las mías no, seguro –miró en dirección a la casona de “Él”. Sonrió con total cinismo–. Pero sí de “Él”. –Les dijo sin alzar la voz. Eso era exacto.
—A la noche en la estación, donde era la oficina del jefe. A veces duerme en la vieja sala de espera. Pero ahí van a hacer sus cosas los jóvenes que lo echan a patadas. Él los espía por unas rendijas que hizo en la pared que da al descampado. Es un mirón comemierda.
—Viejas chismosas. Después dicen que no son alcahuetas.
—Saber lo es todo. Por eso venís acá cuando precisás algo.
Eso era muy cierto. Toda la historia del pueblo estaba resumida en esas tres viejas horribles. A ellas les ocurría lo que al personaje de la novela de Oscar Wilde, Dorian Gray. Este, cuanto más tiempo transcurría, más horrible se tornaba su imagen en el óleo. Ellas, cuantas más historias prohibidas del villorrio ocultaban, más nauseabundas se tornaban. Ese olor perturbador no solo provenía del lodo podrido del fondo del río.
Abundio esperaría que anochezca para ir a la vieja estación para hablar con el Ascensión. Hasta entonces bebería unos tragos en el boliche. Si la vieja guitarra estaba todavía pendiendo del mismo clavo de siempre, tal vez tocaría alguna pieza y hasta se daría el gusto de entonar una milonga.
Caminó del rancho de las viejas al del boliche. Una voz que no identificaba, cantaba “Así es la libertad”3 sin afinar una nota. Pudo haber buscado al destemplado cantor para ayudarlo a cantar como se debe, pero las más de las veces corregir a un cantor terminaba en una brutal gresca.

***

Abundio dudaba de muchas cosas y de todas las que ocurría alrededor suyo, ni hablar. Qué no resultaba extraño de todo aquello y muchas veces imposible de explicar.
El que nunca duda no encuentra razones, solo dogmas. Pero el que siempre duda no puede encontrar sus explicaciones. O pasan frente a sus ojos y no puede apreciar lo verdadero de lo teatral.
“Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo”.5 Quién le dijo eso no recordaba. Tampoco por qué.
Entre copa y copa y todos empedados, cualquiera podía arrojar una frase al salón y quien estuviera más sobrio recogerla. Eso hizo, pero si bien recordó las palabras exactas, no quién las dijo.
“No dudes jamás de que te amo”. De solo haberle oído recitar esas palabras, las viejas lo habrían verdugueado sin la menor consideración.
El amor. El amor en el villorrio. El amor y la duda en el villorrio. “¿Amor? Ridículo”. Así pensó Abundio. No había nada amoroso en todo aquello.
Matar un niño a machetazos, quemar vivo a un bruto, desmembrar a una mujer, sepultar una joven prostituta luego de estrangularla. ¿De qué amor se podía hablar?
Pero fueron las viejas las que le dijeron que el amor adquiría a veces unas formas grotescas. El amor de los ricos no es igual al de los pobres, le explicaron. Pero las viejas no se convencieron de que él supiera de qué le hablaban. No existe el amor en estado puro, ni en el mejor de los libros. Desde hacía siglos el amor se había tornado en un acertijo condicionado por el poder de la propiedad privada y en especial del derecho de herencias. Te amaré tanto como me garantices la descendencia y la herencia, y si no, te desecharé como a un trasto inútil ¡Cómo habría Abundio entender de eso! Solo tenía una esposa y una guitarra.
El que es rico ama lo que posee para poder descartarlo cuando le plazca. No ama el objeto, ama la posesión. Ama la posesión de la mercancía por sobre todas las cosas. Ese es su único amor verdadero.
En cambio, el que es pobre y nada posee más que sus desgracias, puede amar de verdad, aunque no es regla. Para él no hay muchos horizontes posibles.
Abundio esperaba que fueran más claras en sus dichos. Las viejas aprovechaban su incredulidad para burlarse de él.
“Él” (en realidad lo llamaron por su nombre porque entonces tenía uno), no quería amarla, eso era una estupidez de adolescente. Tampoco quería poseerla. De ella solo deseaba una parte de su anatomía.
—¿Y si no la poseía a ella, qué era lo que quería?
Quería su virginidad. No para recordarla en su miembro erecto. No para recordar cómo eyaculó dentro de ella. Si no para hablar de ello en la ronda de amigos borrachos. Demostrar que ganó la apuesta y que todos debían pagar peso por peso. Ese era el halago que esperaba.
Se trataba de apropiarse de su virginidad, luego compartirla con los compadres y cobrar lo que se había ganado en buena ley. Disfrutaba más del olor de los pesos que del sexo de la desvirgada.
Eso era lo que realmente los excitaba a todos.
No se trataba tanto de describir el coito, sino de cómo el fin violento de una virginidad mutaba a dinero constante y sonante. Por eso importaba cuánto había sufrido, cuánto sangrado, qué expresión tuvo, cuando acabó dentro de ella. Todo eso valía un buen dinero.
Los jóvenes del pueblo solían apostar quién desvirgaría a una muchacha elegida por sorteo y quién a la más joven de todas. La edad podía ser más importante que el propio rito. Desde que el mundo es mundo, las niñas fueron objeto de devoción y provocaron la peor de todas las codicias, la codicia de la carne. Claro que seleccionaban con mucho cuidado a las muchachas. Hay familias con las que abusar de sus hijas puede resultar calamitoso. Con las pobres el asunto era muy diferente. Y las había muy hermosas. Se consideraba un desperdicio que un “groncho” disfrutara esa halago.
Para tener éxito con la muchacha que él deseaba podía usar el engaño como artilugio, simular que la amaba y luego descartarla.
“Es lo que haría cualquiera. En la guerra y el amor, todo vale”. Así le dijo su padre. Pero él no era cualquiera. Ponerlo a la altura de cualquier hombre, eso sí que le molestaba. No era un cualquiera; era heredero de esa inmensa propiedad, una inmensa riqueza que hasta se hacía difícil de calcular. Hectáreas y hectáreas apropiadas gracias a la expansión del latifundio a punta de Remington por todas las geografías. Y eso lo hacía sobresaliente y hasta con derecho a cobrarse unas cuentas virginidades donde se ofreciese la oportunidad.
Un “hombre cualquiera” no era capaz de pensar así.
Se propuso poseerla y, como era un hombre violento, quería hacerlo con violencia.
“Violar a una mujer parece fácil”, Licurgo le explicó su experiencia con una sirvienta a la que tuvo que estrangular para que dejara de gritar. Parece que allí nació la tradición de ahorcar cada tanto a una joven prostituta y luego sepultarla en medio de algún latifundio. Pero Licurgo tenía un secreto en cuanto a cómo sepultaba a sus víctimas.
También le dijo dónde estaba esa primera tumba, en medio del latifundio familiar a tres metros de profundidad, una tumba que él cavó con sus propias manos no por obligación, sino por puro gusto. “Hay cosas que debe hacer uno si quiere que estén bien hechas”. Una sentencia tanto para el trabajo como para el homicidio, por placer o por necesidad, cosas que muchas veces van de la mano.
Fue la primera estrangulada y la primera tumba de todas, pero allí no floreció ningún maizal.“No lo merecía por escandalosa”. Fue tierra yerma donde no nació pasto alguno. El hombre regó con gasoil y luego químicos la tierra para que nada creciera en ella. Describió un círculo de tres metros de radio alrededor de la tumba e intoxicó la tierra para matar cualquier raíz que hubiera sobrevivido.
Detestaba a ese fumigador que en cada oportunidad que sobrevolaba con su avioneta por donde el círculo de tierra estéril, daba tres vueltas señalando el lugar. En más de una ocasión consideró dispararle con su bella escopeta alemana calibre 12. Pero luego reflexionó que ese sería tan escandaloso que ya no tendría más sentido ocultar lo de la muerta en la tumba, donde la tierra se había vuelto inútil a fuerza de gasoil y químicos. Hacer públicos esos asuntos le quitaría emoción. Licurgo prefería conservar la primera emoción a la venganza contra el piloto entrometido.
“Violar a una mujer no es tan fácil”. Ocho simples palabras, veintisiete simples letras, para una seria advertencia. Que luego no dijera que no fue avisado. Licurgo no solía darle muchos consejos, pero los poco que le dio en toda su vida siempre le fueron útiles y los tuvo en cuenta. Pero ese lo descartó sin vacilar.

***
¿Cómo sabían las viejas tantos detalles de esa violación? Abundio quería saber. Pero no serían ellas las que revelarían ese misterio. Prudencias que llegan con la edad. El silencio y el anonimato son como escudos protectores. A otra parte con sus preguntas. ¿Quería oír? Que oyera la historia. ¿Quería preguntar? Que fuera con “Él” (volvieron a llamarlo por su nombre) y le preguntara. Nadie mejor que el autor de la aberración para despejar cualquier incógnita.
—Soy gaucho, pero no estúpido –dijo Abundio.
—Nada es tan seguro –a coro le respondieron las viejas.
Ellas no se perdieron la oportunidad de humillarlo. Abundio ignoró la ironía, pensó en su hermosa guitarra y en la hermosa canción que podría entonar cuando regresara a casa. Nada como hacerse el distraído para no entrar en discusiones que no conducían a nada.
Le dijeron, “Venía por la ruta en su propia camioneta”. “¿Tuvo alguna importancia ese hecho?” Se preguntó.
—Todos los hechos tienen importancia. –No pudo refutar esa explicación, porque la verdad solo se encuentra en los hechos, así que todos los hechos revistan importancia. Solo había que saber si esa importancia era relevante o insignificante.
Se trataba de una camioneta F100 Turbo Diésel motor “Perkins” color bordó intenso, que Licurgo le regaló cuando cumplió los dieciocho años porque fue el momento en que su hijo entró en la adultez. ¡Ya sos un hombre!”, le dijo.
“Él” volvía de la pasteurizadora, de arreglar un negocio importante. Estaba acabando el atardecer y a lo lejos se presentaba la noche cálida y poco luminosa.
Mientras manejaba pensaba en cuál sería su suerte a medida que la noche se aproximara al villorrio. Si no la encontraba “a ella” (esa que se nombraba así, como al pasar y sin querer para no delatar el nombre de la víctima), la buscaría a donde fuera necesario. Pero no pasaría de esa noche. La apuesta con los compadres lo apuraba, pero más el esperma que ardía en su uretra.
No tenía opción. Aunque su padre le repitió muchas veces “no hay china que se resista si vislumbra una billetera abultada en su futuro. No hay china pobre que no sueñe ser la esposa de un propietario”. Pero conquistar con la abundancia del dinero no era su expectativa.
“Solo lo digo para ahorrarte esfuerzos”. Licurgo era sabio pero simple. Prometer amor, prometer matrimonio y luego acabar con todas las promesas en medio de sonoras carcajadas no estaba en sus expectativas.
“Como prefieras”, fue lo último que le dijo cuando se convenció de que el muchacho iría por la violencia pero sin establecer un método adecuado. La violencia sin plan puede resultar contraria a los deseos de quien la aplica.
Hay personas violentas por naturaleza, tal vez esa fuera la naturaleza de su hijo y contra la naturaleza no se podía ir. Los hombres no son como los heroicos salmones capaces de nadar por kilómetros contra la corriente para desovar donde Dios manda. Los hombres con los que trataba eran haraganes, amaban la tarea fácil y detestaban los asuntos complicados. Jamás irían contra la corriente. Todos cumplían a rajatabla la ley del mínimo esfuerzo. Por eso pocos sobresalieron del montón de vagos pueblerinos. Eran lo que tenían algo del espíritu de los salmones.
Tal vez su hijo fuera de esos hombres. ¡Bienvenido al mundo verdadero! ¡El mundo de los hombres con destino! Y no pudo ocultar hasta cierto regocijo por las cualidades que descubría en su primogénito. Después de todo, la violencia era la partera de todas las cosas. Caos, disturbios, sangre. Qué no nacía de la violencia verdadera. Todas las cosas nacían del dolor y en él acababan. Era una reflexión que también servía para explicarlo a él, y hasta ese momento no se había pensado, de ese modo, como un hombre violento, tan solo como uno solitario. Tal vez violencia y soledad fueran dos cualidades esenciales de su personalidad. Pero no estaba seguro de si eran hereditarias.
Hubo distintas versiones de la violación. Siempre las hay cuando el que está involucrado es el hijo del dueño del pueblo. Su padre sacó carpiendo al que fue con el chisme de que fue su hijo el que la había violado de regreso de la pausterizadora.
—Todas las chinas mugrientas quieren que mi hijo se las coja. –Así dijo, ¿quién se animaría a refutar esa aseveración? Nadie pensó en contradecirlo. El miedo siempre es buen consejero.
—Habrá andado cogiendo por ahí con un negro de mierda y ahora quiere dinero. Todas hacen lo mismo, ¿no es así? –preguntó a un auditorio que solo sabía decir que “sí”.
“La que busca encuentra”, tuvo que aceptar el comisario. Las viejas mantuvieron ese cuento todo lo que pudieron y a quién quisiera oírlo.
—¿Y qué encontró? –no faltó quien preguntara, porque preguntones hay donde se quiera.
—No quisiera saberlo –inventó una vieja al tiempo que se santiguaba. Y a partir de allí, cada uno creyó en la historia que mejor le convenía.
Y como la muchacha no iba a declarar sobre el asunto fuera por dignidad, por cobardía o porque alguien se le acercó y le dijo “más te vale cerrés la boca, puta e’mierda”, la cosa quedó en nada como era de esperar.
Pero el jefe de policía conoció en detalle cómo ocurrieron los hechos por boca de un soplón, un tal “Bepi”, así apodado, uno medio opa que hacía de correveidile en el pueblo y que había escuchado la historia de boca del mismísimo “Él” (a quien llamó por su nombre que por entonces sí lo tenía).

***

Del villorrio a la ciudad de las luces había treinta y cinco kilómetros, y de la ciudad a la pasteurizadora, otros veinte. Cincuenta y cinco kilómetros de ida y cincuenta y cinco kilómetros de vuelta.
De ida fue muy rápido. El policía que hacía guardia en la puerta de la comisaría apenas tuvo tiempo de alzar su mano para saludarlo cuando lo vio pasar en su bellísima F100 de color bordó oscuro.
En la pasteurizadora perdió un par de horas. Mucha conversación inútil hasta poder llegar a un arreglo con los que tomaban las decisiones. Esos siempre se hacían esperar como si eso les mejorara su posición en la cadena de decisiones de la empresa. No se trataba de leche ni de yogures naturales. Licurgo necesitaba que le abrieran un camino a través de la empresa para poder pasar sus cosas sin levantar suspicacias. “Hoy por mí, mañana por ti”, le dijo Licurgo a Clemencio, el dueño de la pasteurizadora.
Era así, a no dudarlo. Favor con favor se paga. Clemencio solo pediría en retribución algunas ventajas en la comercialización de algunos de sus productos. “Nada de droga”, dijo Licurgo y todos estuvieron de acuerdo, menos “Él”, quien sospechaba que en el negocio de la droga estaba el futuro.
Su padre le dijo “no nos interesa”. Afirmaba que el negocio de las putas era más seguro y salvo una sífilis o una blenorragia, no traía mayores problemas. Para eso había cura efectiva. Pero la droga todo lo echaba a perder. Gente, propiedades, pueblos, naciones. La droga no entraría mientras la vieja guardia manejara los negocios. Algo de esto tal vez tuvo que ver en que Licurgo se opusiera a que “ella” abortara. Nadie podía predecir si en alguna oportunidad y de un modo inimaginable, alguien de la propia sangre de su hijo sería el rival adecuado de quien ya se percibía una ambición sin límites. Sin embargo, ironía, no sería un hombre quien acabaría con “Él” y su soberbia.
No pasó mucho tiempo para que la “vieja guardia” fuera reemplazada por la nueva y el negocio de la droga fuera considerado más que venerable. No porque sí apareció Briseida por el villorrio años después buscando un refugio para el amante del Camino Negro.

***

“Él” volvió satisfecho de cerrar el acuerdo con Clemencio. Su padre no tendría nada de que quejarse de cómo había llevado adelante la negociación, siendo apenas un muchacho de dieciocho años recién cumplidos.
Manejó sin apurar la velocidad. La F100 Turbo Diésel con motor Perkins sonaba afinada, no como un motor sino como un concierto de la mejor mecánica. Era la demostración de la ingeniería inglesa. Cuando esto se mencionaba, Licurgo insistía con la historia de cuán diferente hubiera sido la historia nacional de haber sido una próspera colonial británica.
Tanto a la izquierda como a la derecha del camino solo había campos. Cada tanto, silos. Y muy de vez en cuando alguna sólida construcción que prometía la llegada de otra próspera empresa. El progreso se hacía evidente en ese pueblo.
La concesionaria de máquinas agrícolas era el primer gran comercio que se podía ver de la mano izquierda en sentido a la llanura profunda. Los John Deere lucían fantástico, dispuesto como si estuvieran por hacer un verde ballet fabuloso. Luego el gran restaurante “Parrilla y minutas”. Ningún paisano iba a ese lugar a comer parrilla. Los que así lo hacían era gente de paso, porteños, con ansias de hacer negocios engatusando a los campesinos. Pero fracasaban más a menudo de lo que podían darse cuenta.
Los paisanos iban a comer pastas rellenas. No había lugareño que pudiera resistir los ravioles caseros que unas mujeres del pueblo hacían para placer de los gauchos.
A los veinte kilómetros de la pasteurizadora estaba el primer distribuidor que permitía ingresar a la ciudad de las luces por la parte de atrás, donde levantaban sus casillas los más pobres de todos sus habitantes. Era una amplísima avenida, dos carriles en los dos sentidos, donde los “hijos de mamá” iban a correr carreras de moto en las que apostaban mucho dinero.
Cada tanto, la policía cerraba la avenida en sus dos extremos y detenía a todos lo muchachotes y les quitaba sus motos. Ninguno de los competidores, muchos de ellos menores, tenía registro y tampoco manera de acreditar la propiedad de las motos que iban a parar al mercado negro en la ciudad, donde se vendían a buen precio y eran muy reclamadas por los chorros, o se las desarmaba para repuesto, un negocio mucho más lucrativo.
Ese despojo no preocupaba a nadie. El jefe de policía explicaba que si no lo hacía él, lo haría la Departamental y eso sí sería un inconveniente. En cambio, él no fastidiaba a las familias a las que conocía de toda la vida. Les quitaba las motos, labraba un acta por cada infractor, acta que desaparecía convenientemente del archivero, y aceptaba algún dinero como consuelo. Nada serio. Nada importante. Vivir y dejar vivir. Pero los de la departamental eran sórdidos y abusadores. Querían dinero, mucho dinero, y andaban siempre buscando como complicarle la vida a los desgraciados que pescaban en algún delito. Si descubrían que eran hijos de acaudalados propietarios se ponían pesados y en más de una oportunidad padres y policías estuvieron a punto de terminar a los tiros por esa desmedida avaricia policial.
“Él” siguió hasta el segundo distribuidor, a unos cuatro o cinco kilómetros del primero. Era una rotonda algo más cuidada, con pasto muy verde, casi color del verde inglés, y algunas flores.
El distribuidor desembocaba en un bulevar en el que lucían sus altas copas, álamos y plátanos. Junto a los árboles, las luces con lámparas de mercurio iluminaban tempranamente la avenida.
Los plátanos eran árboles odiados por los vecinos. Hojas y frutos que entregaban generosamente alergias a casi todos sus habitantes, dueños de una mugre imbatible para las viejas fregonas que querían una limpia vereda sin otoños. Pero nunca, ninguno, se atrevió a voltear alguno de esos árboles que habían sido plantados por sus ancestros cuando las primeras inmigraciones en el siglo diecinueve. Eran tótems, divinidades de gruesos troncos y altísimas ramas que bien podrían sostener todo el peso del cielo.
Estacionó ceremoniosamente, calculando con exagerada precisión las distancias entre automóvil y automóvil y con el cordón de la vereda. Bajó, observó su obra y se dio por satisfecho. Mientras observaba no dejó de repetir “ginebra, ginebra, ginebra”, y avanzó lentamente hasta el enorme galpón del almacén. Aprovechando la música de una milonga conocida, inventó una burda canción sobre la ginebra y la entrepierna de las mujeres.
Se detuvo a la entrada del almacén. Fue entonces que pensó que debería robar ese lugar en alguna oportunidad. Se sentía mucho más listo que cualquiera. Era “Él”, ya empezaba a pensar de ese modo, su personalidad iría mutando con el paso del tiempo, pero en ese preciso momento pudo empezar a sentir ese cambio. Su verdadero nombre se iría olvidando con el tiempo, dejaría de ser “fulano, el hijo de…” Solo sería conocido como “Él”.
Buen lugar para un primer atraco. ¿Necesitaba robar? No, pertenecía a una familia de ricos y muy ricos. Pero robar era algo que debía probar. Era una manera de ponerse a prueba. Al bolichero de nombre Carlos lo tenía entre ojos porque le regateaba la cerveza o porque lo había llamado “pendejo” en alguna oportunidad de la que el hombre ni tenía recuerdo.
Esa noche iba a saldar la apuesta con los amigotes, iba a violar. Violar, matar, robar. Pensaba en esos actos de manera que podía decirse era “equilibrada” aunque no tuviera nada de eso. Eran escalones que debía subir para ir proyectándose en la vida. Primero uno, luego el otro y el otro. ¿Cuál sería el último peldaño? Eso sí que no lo sabía. Violar y matar eran solo una dupla de pasiones que creía tener bajo control, como lo supo hacer su padre. Cada tanto una violación, cada tanto un homicidio. Solo se trataba de saber elegir bien a la mujer y la manera de completar el rito. No era tan difícil ni requería de mucha ciencia. Todo se resumía, así pensaba, en mantener “todo bajo control”.
Es que aun siendo apenas un muchacho de dieciocho años recién cumplidos, su manera de controlar sus verdaderos sentimientos era propia de un adulto y daba a entender que, en efecto, tenía “todo bajo control” Porque si bien estaba lleno de odio, lleno de violencia, esos odios y violencias que otros acumulan a lo largo de toda una vida y no nacen y ni se desarrollan en tan corto tiempo, en él se habían manifestado a edad muy temprana. En algunos hombres, incluso, esos sentimientos nunca alcanzaban a manifestarse. La mayoría de las personas aprenden a controlar su ira y sus peores emociones. Pero no era su caso y en más de una oportunidad se preguntó cuánto tiempo soportaría su humanidad esa tremenda presión interior. Esa era una crucial incógnita. Tal vez Licurgo tuviera la ciencia para ello, pero él no hallaba el modo de encarar el asunto.
Sabía que violar no significaba nada en ese pueblo. Las viejas dirían “todas hemos sido violadas alguna vez”. Era parte del hábito pueblerino. El hermano, el primo, el esposo, cuando no el padre o el abuelo. Nada nuevo desde que el hombre se hizo hombre.
Cada tanto, una violación desencadenaba una reyerta entre vecinos. El hijo calenturiento de fulano, la hija engañada de mengano, de madrugada tras un árbol protector en una noche caliente. El escándalo y alguien que debía abandonar el pueblo antes que un disparo de una escopeta calibre 12 en manos de un padre enfurecido despedazara una joven cabeza masculina. Luego “La Alta Graciela” venía con sus afiladas cucharitas y hacía lo suyo. Los cerdos disfrutaban el manjar y no dejaban rastro de aquel “inconveniente” y al tiempo nadie decía recordar algo. Muchas maneras de olvido podían existir en ese villorrio.
Conjugar, violar y matar, verbos de los “acomodados”. “Yo, tú, él”, cada persona del singular. Lo había escuchado de muchas bocas cuando era apenas un niño a quien todavía le costaba asociar esas palabras a hechos reales. “Nosotros” ya era algo diferente cómo sonaba en boca de esos fanfarrones. El plural necesitaba de otros argumentos para ser admitido en la comunidad de hombres “pacíficos” que, según ellos, solo se tomaban “alguna licencia” muy de vez en cuando. El nos es complicidad y la complicidad es demasiado difícil de sostener a lo largo del tiempo.
“¿Cómo saber si un paparulo no terminaba abriendo la bocota para alardear? Esa sí, qué era una buena pregunta a la que nadie tenía respuesta certera. No, no se podía saber. Nunca faltaba el abombado que echaba todo a perder. De ahí la duda razonable si se trataba de “un pueblo de idiotas” como decían las viejas, o de “cómplices”, como “Él” sostuvo a lo largo del tiempo.
Lo que “Él” sabía con seguridad era que no precisaba entrenamiento. Su padre le dijo cómo hacer las cosas sin correr riesgos.
Una muchacha traída de alguna provincia muy lejana o de Paraguay (Licurgo prefería las niñas paraguayas), sin documentos, analfabeta, algo lela, pero limpia, revisada por un médico para asegurarse que no viniera con sífilis, blenorragia o alguna peste de esas que resultaban tan desagradables. A esa se la podía asfixiar lentamente mientras se eyaculaba dentro de su vagina. Todo sin otras consecuencias más que el latido exagerado del corazón bombeando adrenalina pura. ¿Luego? Una tumba, aunque no justamente donde la tierra yerma, esa no se podía alterar bajo ninguna consideración. Esa no debía ser profanada por ninguna excusa.
Licurgo lidió siempre con ese maldito sobrevuelo del avión fumigador que giraba tres veces describiendo el círculo donde la primera tumba. “Un verdadero hijo de puta”, dijo, y al que trató de ubicar a como diera lugar, pero nunca pudo dar con él.
“Él”, en cambio, permitiría que ese despojo floreciera en una planta de maíz, que la nutriera con sus pocas pero jóvenes carnes.
Consideraba que esa era una romántica solución. Podría valorar, a través de la belleza del penacho, la belleza de la muchacha muerta. Pero él ya tenía una elegida, no habría sido Gabriel el de la feliz anunciación, pero su masculinidad le imponía cumplir el deseo por sobre todas las cosas.

***

El dueño del almacén lo reconoció al instante.
—¡Muchacho! ¡Tanto tiempo! ¿Cómo van tus cosas?
—Buenas tardes Don Carlo. Todo bajo control
—¿Cómo está tu padre?
—Siempre igual, Don, siempre igual. Sano, fuerte. Siempre igual.
—Me alegro por él. Dale mis saludos. ¿Qué te trae por aquí?
—Aquí me trae la necesidad de los vicios. Ginebra y cigarrito. –Dijo mientras aproximaba sereno al viejo mostrador de madera bien lustrado. Lo acarició como a algo querido. Se apoyó en él con los codos y sostuvo su cabeza con las manos. Miró fijo a Don Carlos pero sin insolencia.
El bolichero apreció el brillo en los ojos del muchacho. No precisaba mucha palabra para saber a qué se debía ese brillo que los jóvenes mostraban cuando andaban alzados.
—¿Noche de juerga?
—Tal vez. –Sonrió, pero esa vez sin alzar la vista del mostrador.
—Disfrútela m’hijo mientras la juventud le dé oportunidad. Luego viene la cría, la obligación de cuidar la familia y el trabajo como animales.
—No tengo apuro, Don Carlo. Tiempo al tiempo. –Repasó el boliche con la mirada–. No le ha ido tan mal, después de todo.
—No me puedo quejar. Pero ni se compara con lo tuyo.
—Mérito del viejo. ¿Algo para la noche?
—Consejos. Aunque no creo que te sean muy útiles. Yo solo les digo a los muchachos que vienen por provisiones para pasar la noche que deben saber cuidarse. –El bolichero sonrió con un delicado toque de lascivia y señaló la caja de condones que exhibía en un anaquel.
—No hace falta Don Carlo. Cosa sana, ¿me entiende?
—Nunca se sabe –se encogió de hombros–, no se debe creer en todo lo que a uno le dicen. El hombre es tonto cuando de eso se trata. Y si no é’ovario duro, puede tener su consecuencia. No lo digo solo por la enfermedad.
—Será don Carlo, pero no es el caso. Pasarla bien y no dejar huellas.
—Mientras la huella no pida nombre. Ni digo los que pasaron por aquí y ahora tienen una, dos y hasta tres consecuencias. Un buen forro hace la diferencia.
El muchacho sonrió.
El hombre se dirigió donde unas botellas lucían resplandecientes. Tomó una, mostró su roja etiqueta con letras doradas.
—Para vo’ tengo una ginebra como Dios manda.
—Siempre de lo bueno, aquí. Póngala en la libreta, ¿puede ser?
—Pero ni qué decirlo. Sabemos la diferencia entre una familia honrada y un borrachín.
—¿Cigarrillos?
—¿Malboro, Yoquey Clú o queré negro?
—¿Negro que hay?
—Particulares treinta, el verde, o treinta y tres, el marrón.
—Treinta y tres. Deme do’ atado. –Miró al fondo del almacén, hacia la puerta que daba al patio de la casa– ¿La patrona? –preguntó para disimular.
—Se fue a Luján, a echarse un rezo. Le gusta eso de andar poniendo vela a los santos como si los santos le fueran a dar de comer. El único santo que le da de comer soy yo y me ahorro el comentario de la vela.
—El viejo anda queriendo ir a Luján, pero yo le dije que no lo voy a acompañar. Desde que fui monaguillo acá en la capilla no quiero saber nada con la misa.
—Pero el cura tuyo se parece a Roberto Galán. Si se saca la sotana nadie diría que es cura.
—Es que la cabra tira al monte.
Don Carlos rio al recordar la cura que hasta tenía cierto aspecto de cabra.
—Será. ¿Algo más, muchacho?
—Disculpe el atrevimiento, Don Carlo. Pero me estoy meando, ¿no me deja pasar al baño?
Don Carlos señaló en dirección al final del galpón.
—Al fondo a la derecha.
—Gracias Don Carlo. No podía más.
Sin embargo, no caminó con apuro. Trató de observar bien el boliche. Dónde estaban las ventanas, las puertas que daban a la casa, la distribución de la mercadería. La caja detrás del mostrador no podía ser el lugar donde el bolichero guardara su dinero. Una caja de seguridad debía haber en algún lugar de la vivienda.
Cuando salió del baño aprovechó a repasar con la vista el lugar. Don Carlos le mostró la libreta en la que había anotado una ginebra de nombre irrepetible y dos atados de Particulares 33.
—Saluda a tu padre de mi parte, no te olvidés, pensará que soy un desgraciado.
—Serán dados sus saludos, Don Carlo. Él siempre lo tiene en su estima.
—Lo mismo yo. Cuidate muchacho, consejo de viejo.
—Acabaré afuera, Don Carlo.
—Te va a agarrar el rocío, seguramente.

***

Contemplando los amplios terrenos del ferrocarril que daban justo en frente del boliche, pareció ensimismado en algún pensamiento. Con la misma ceremonia con la que estacionó, subió a la camioneta y la puso en marcha. A baja velocidad se acercó a la estación de policía. Esa noche no quería sorpresas.
Estacionó donde la Estación de Servicio. Saludó a los empleados que lo conocían de cargar gasoil día por medio.
En la puerta de la comisaría estaba un cabo que solía jugar al futbol en los torneos de los pueblos y alguna vez los de truco. Lo saludó amablemente.
—¿Guardia toda la noche?
—Usted sabe cómo es esto, amigo. Aquí y ahora, en la puerta. Luego a la ronda por las estancias.
—¿A qué va a andar por mi estancia esta noche?
El cabo sonrió a sabiendas de lo que el muchacho estaba por pedirle.
—Su padre es de lo que más insisten con la patrulla. No quiere crotos jodiendo alambrado adentro.
—No hay croto que se le anime, todos lo saben.
—Su padre es de carácter, cada tanto se trenza con el comisario y hasta alguna vez estuvieron a punto de irse a las manos.
—Pelean como chicos, todos lo sabemos. ¿Lechón para el domingo?
—¡No me haga ilusionar!
—¿Cuántos de guardia?
—Tres, como siempre. Dos para la ronda, uno para la puerta, y el comisario que si bien no está es como si estuviera, siempre liga. Usted me entiende, no hace falta que le explique.
—Cuatro lechones, entonces, para la paz del domingo. Mañana a la tarde los traigo carneados y limpios.
—Entonces me voy para la Estancia de Doña Felisa. Ahí raro pase algo. La mujer es peor que un macho, nadie se le anima.
—No es peor, es macho. Todos lo saben.
—Yo prefiero no hacer comentarios porque aquí todo se termina sabiendo.
—Pueblo chico…
—Boca grande. Además, creo que no nos tiene estima.
“Él” se acercó al hombre y murmuró:
—Todas las lesbianas son jodidas.
El cabo sonrió, miró para otro lado buscando disimular su risa.
“Él” se despidió del policía con exagerada cortesía.
El policía resopló pero no de disgusto. De aburrimiento, era un pueblo donde poco ocurría y salvo esos “pendejos” que corrían carreras en moto en la amplia avenida del límite de la ciudad, no ocurría nada por lo que valiera la pena excitarse. Un lechón al asador era una buena recompensa para ese estado letárgico en que se entraba apenas se pasaba a revestir entre la tropa de esa comisaría. Pero nadie se quejaba. Delitos de muerte casi no se conocían. El más grave de todos fue el asesinato de Don Carlos, el de el almacén de ramos generales, quien apareció con la cabeza aplastada a martillazos. Fue cuando le robaron una fortuna que ocultaba tontamente entre unas cajas de mercadería. Fue un crimen que dio lugar a todo tipo de murmuraciones.

“Él” volvió a su camioneta y partió sin apuro. En ese momento se sintió un forastero. Era una manera de tomar distancia del villorrio antes del crimen, como si a partir del instante en que volvió a la camioneta y la puso en marcha hubiese desaparecido de su mente todo vínculo con el lugar. ¿Eso facilitaría las cosas? No lo podía afirmar, pero le daba mayor tranquilidad.
Marchó en caravana detrás de un camión jaula que se dirigía a una de las estancias a cargar ganado. Miró de soslayo el campo de golf que estaba vacío. Siempre le pareció ridículo ese juego, pero Licurgo le había dicho que era conveniente que lo ejercitara. Allí se podían hacer muy buenos negocios, solo los ricos concurrían a ese magnífico campo y competir en algunos torneos locales era lo que se esperaba de los miembros destacados de las ciudades aledañas.
El aeródromo estaba a oscuras. ¿Sería socio ese maldito fumigador que importunaba a su padre sobrevolando la tumba primigenia y dando tres vuelos en círculos como si pretendiera señalar el raro hallazgo de una tierra deliberadamente yerma? Debería tomarse la molestia de averiguarlo.
Miró por la ventanilla el horizonte más próximo. La luna hizo dos esporádicas apariciones detrás de unos nubarrones que no presagiaban nada bueno en el cielo. Luego empezó a elucubrar un diálogo con una figura brumosa que lo interrogaba. Ese tramo del viaje se la pasó hablando solo.
Diría que todo sería culpa de ella, eso no habría forma de refutarlo. Se sabía que mujer que anda de noche lejos de casa es porque busca macho. Las viejas compartían su argumento con todos los que lo precisaban.
También diría que ella lo habría sorprendido en mal momento, porque los hombres sufren su momento de excitación con verdadera angustia, y luego de insinuarse quiso hacerse la inocente, pero ya era demasiado tarde. Fue divertido para los dos hasta que empezó a amenazarlo.
“Él” diría que solo prendió un cigarrillo Particulares 33, y le pidió que se calmara, pero ella no dejó de insultarlo. Como era un caballero no la golpeó. Solo se acomodó la ropa y aun fumando su cigarrito se marchó. Qué pasó con ella cuando la dejó, no podía saberlo. Tal vez quiso impresionar a otro automovilista y fingió un ataque. Esa sería toda su explicación. No iba a compartirla con nadie hasta que se presentara la necesidad. A quien no podía adelantarle sus argumentos era a Licurgo que le preguntaría si era estúpido o se había vuelto loco. “Nadie reconoce una violación” le diría a los gritos “por más justificada que esté”. ¿Para eso le contó su historia? Mejores vaginas podía conseguirle que cualquiera del pueblo.
El viaje se lentificó mucho más porque el chofer del camión jaula pareció no tener ningún apuro. Se comportaba como si estuviera al tanto de sus planes y disfrutaba en retrasarlo. El asfalto se tornó pegajoso bajo las llantas que luchaban por liberarse del pegote. Tuvo que armarse de paciencia y dejar de pensar en ella o se iba a ir en seco como cuando era apenas adolescente y espiaba a las sirvientas mientras se bañaban.
Entonces pensó en el robo al almacén de ramos generales. Parecía un despropósito y eso lo hacía más tentador. ¿Él solo podría con el robo? Dos viejos no eran problema. El almacén carecía de seguridad salvo esa tranca en la puerta. Las ventanas no tenían rejas. Se podía entrar en él por varios lugares.
En la madrugada, esas calles permanecían vacías. Los vecinos dormían plácidamente confiados porque no había robos desde hacía mucho tiempo. Era una comunidad aparentemente pacífica y lo que ocurría pampa adentro, solo los amos lo sabían.
La condición pacífica de la ciudad de las luces era un estímulo adicional para su aventura delictual. Imaginaba la sorpresa de la vecindad al enterarse de un robo y tal vez hasta del asesinato de uno de sus más notables vecinos.
No llevaría ni revólver ni cortaplumas. Tenía un bonito puñal ideal para carnear, pero si por una desgracia lo perdía no había forma de que no supieran que era el propietario.
Si el robo se complicaba usaría como arma un martillo de los que vendía el bolichero y le aplastaría la cabeza.
Cuando era niño vio matar a un enorme cerdo con un mazo gigante (al menos así le pareció entonces) que tenía cuatro prominencias afiladas en cada cara. Cuando el peón aplastó el cráneo del cerdo, esas púas penetraron el cerebro y lo desgarraron. Pero el animal no murió en ese instante. Por el contrario. Se lanzó desesperado a la carrera chillando salvajemente a campo abierto y atropelló a un peón que no atinó a evitar la embestida y al que le rompió varias costillas. Finalmente, el animal cayó desplomado, manando sangre por todos los orificios de la cabeza.
Eso no podía ocurrir con el viejo. De solo pensar que el tipo huyera a los tumbos con la cabeza medio destrozada, los sesos colgando y la sangre chorreando lo llenó de indignación. Ese maldito “Don Carlo” era capaz de echar todo a perder y su estupidez hasta podría obligarlo a matar a la también a su mujer. Un crimen era todo un suceso, pero dos no se había visto nunca en esa ciudad.
Entonces, se convenció de que el primer martillazo debía terminar casi por completo el asunto, debía dejar inútil a la víctima para luego acabar la tarea con otra buena sucesión de golpes. Solo era dejarse llevar por la emoción. La fuerza bruta estaba en sus manos y solo debía dejarla fluir. Sería una buena manera de liberar algo del odio que se acumulaba en sus tejidos.
El camión jaula siguió por la ruta hacia la pampa próxima con destino en alguna de las estancias dedicadas a la cría de ganado. “Él”, en cambio, tomó una calle perpendicular que unía la ruta nacional con la provincial. Desde allí al pueblo debía recorrer los últimos kilómetros. Dejó de pensar en el robo al almacén y volvió a la muchacha.
El paisaje no podía distraerlo. Desde que tenía memoria el entorno casi no había cambiado, era el mismo de siempre. Árboles, árboles y más árboles. Yuyales enormes que crecían vigorosos. La vegetación hacía más oscura la noche en la ruta y debía conducir con cierto esmero porque regularmente profundos baches hacían que la camioneta avanzara a los saltos.
“Él” la vio a lo lejos. En el puente sobre el Salado, el viejo puente donde se juntaban los pescadores a pasar el rato. Ella estaba acodada en la baranda del puente. Llevaba un vestido blanco o casi blanco, y tomó eso como una directa incitación al sexo. ¿A qué muchacha se le ocurriría vagar de noche a más de dos kilómetros del pueblo llevando un vestidito que hasta podía resultar transparente?
Cuando las viejas oyeron lo del vestido no pudieron contener la risa, pero prefirieron no hacer comentarios. Salvo las mujeres de la iglesia ninguna usaba vestido. Menos las jóvenes. “Ni saben inventar”, dijo una vieja con toda razón. ¡Vestidito blanco! Vaya estupidez.
Estacionó la camioneta a unos cien metros del puente. Se acercó lentamente como para no despertar sospecha en la muchacha. Ella lo vio venir, pero no temió nada. Lo conocía del pueblo y eso le dio tranquilidad. Era el hijo del más rico de los terratenientes, “el hijo de…”, esa manera de llamarlo que lo desequilibraba.
Tal vez pudieran los dos hacerse compañía. Así puede haber pensado la muchacha. El muchacho era bien parecido y ella…
La noche era calma aunque oscura. Lo último que se vio fue a la muchacha subir a la camioneta. Se dirigieron no por el camino que llevaba al pueblo sino por uno lateral que conducía directo a las estancias. Todo lo que se dijo después fueron puros comentarios.

40

“Empecemos por Dixi”. Así le dijo Felisa a Eva. Era mejor un buen comienzo que un mal final. Eva sabía que el resultado de esa conversación podía no ser el mejor para el huérfano, porque ella poco podía agregar a la biografía pública de Dixi y Felisa desconfiaba hasta del mejor hombre.
“Empecemos por Dixi”. Insistió Felisa. Eln suspiró decepcionado. Cada vez que los adultos empezaban una discusión, todo terminaba mal para él. Estaba acostumbrado pero no por ello resignado. Nombre, apellido, profesión, aspecto. En ese orden. Eva rio sin poder moderarse.
—Este interrogatorio no conduce a nada. ¿Qué es lo que quieres que te diga de Dixi?
—Todo. Quiero saberlo todo.
—Apuesto a que diga lo que diga no podré conformarte.
Eva dejó de tratarla de usted a Felisa y la tuteaba con total confianza. ¿Ese era el modo en que el ama de llaves debía dirigirse a su patrona? Eln no sabía qué pensar. Desde que el nombre “Dixi” se había pronunciado las cosas parecían salirse de control.
Felisa consideró que Eva tenía algo de razón. Ella no era fácil de conformar con ningún asunto. Lo sabía Don Braulio, el capataz, lo sabían los peones, los sabían todos los que lo rodeaban. Tal vez por eso hacía tiempo que no podía encontrar de quién enamorarse. Por otra parte, qué carajo, en ese pueblo, en esa pampa que empezaba a la altura del villorrio a hacerse extensa, el amor de dos mujeres era inadmisible. Se podía robar, violar, se podía matar, pero no se podía amar. Por eso proliferaban las peores inmundicias del espíritu entre los habitantes y entre las mismas familias. Padres contra hijas, esposos contra esposas, abuelos contra nietas. Sin contar las atrocidades entre propios, los hombres capaces de cualquier cosa por dinero. Estaba muy decepcionada y por eso no soltaría a Eln a así nomás. Las cicatrices del niño ya le eran propias.
Dixi se ofreció a viajar a la estancia. Solo pidió se le indicara qué día, preferían que visitara a las mujeres y que le dieran alojamiento. ¿No sabía nada del niño o prefería no decirlo?
Solo era una manera de dejar a Eln en paz, que no se sintiera condicionado por su presencia. Dixi tampoco estaba seguro de cómo era realmente Felisa, salvo las pocas referencia que Eva le dio y sin entrar en detalles. Eva no quería indiscreciones. Era cuidadosa en todo a lo que concernía a Felisa. Tampoco quería hacer muchos comentarios sobre cuál era la condición del muchacho que podrían solicitarle quedara bajo su protección.
“Todo lo peor que se te ocurra le pasó a ese chico”. Fue todo lo que Eva le quiso adelantar a Dixi sobre Eln. Y ya con eso Dixi quedó perplejo. Siendo un hombre muy culto aunque joven, podía imaginar lo que casi nadie hubiera podido. Había leído decenas de libros que trataron sobre de la Santa Inquisición. Sabía bien de qué eran capaces los hombres cuando se proponían flagelar a una persona, la brutal capacidad de deshumanizar a una persona, de cosificarla hasta el extremo y todo en nombre de Dios. Si algo de eso fue lo que vivió el muchacho del que Eva le hablaba, no habría manera de consolarlo.
Algunos comentarios que empezaron a circular por los villorrios no dejaron de llamar la atención de Felisa. En los pueblos se repetían normalmente muchas historias tontas. Habladurías de viejas que solo pasaban sus días inventando historias o confundiendo hechos reales con fantasías propias y ajenas.
—Muy bien, muy bien –le dijo un peón a Eva–, usted crea lo que quiera. Yo lo que le digo es que allá –señaló en dirección al villorrio del que había huido Eln– hay un tipo que le dicen “el bruto” que está esperando bajo su alero y acompañado solo por una damajuana de vino barato, que aparezca el cadáver de un muchachito como el que la patrona puso bajo sus cuidados.
—Si fuiste a hablar con ese hijo de puta, te cortaré las bolas sin miramientos.
—¡No! ¡No! –Eva tenía su cuchillo en la mano–. A mí se me revuelve el estómago de solo pensar en ese maldito desgraciado, poniéndole la mano encima a un chico, a uno cualquiera, a este o a otro. A cualquier. Pero le aviso porque alguien está inquieto por la desaparición del niño. Quieren saben si está vivo o muerto. ¿Si lanzan una cacería qué van a ustedes a hacer?
—Vamos a esperar que vos nos defienda.
El peón se retiró sin dar su palabra. Eva sabía muy bien la diferencia que había entre ser alcahuete y ser valiente.
A Felisa la noticia no la perturbó. Conocía al tipo perfectamente. Se trataba de uno que fue matón de Licurgo y ahora lo era de su hijo.
—¿Sabés de quién habla? –Preguntó Eva.
—¿Por cuál me preguntás?
—Por el que dicen espera debajo de un alero tomando vino.
—Sí. Sé de él, aunque nunca lo he visto. –Felisa miró directo a los ojos de Eva. Vio lágrimas en ellos. No quiso mencionarlo. Eva era de lágrima fácil y eso a Felisa hasta la fastidiaba.
—¿Y el otro? –Eva dijo mientras secaba las lágrimas con un pequeño pañuelito blanco.
—¿El que se hace llamar “Él”?
—El mismo.
—¡Quién no conoce a ese tipo!
Exacto. ¿Quién no conocía a “Él” o al menos había escuchado hablar de él?
Eva no tenía palabras para referirse a ese hombre. Ella sabía que era uno sin ningún tipo de escrúpulos. Y aunque nadie se animara a decirlo, estaba convencida de que estuvo comprometido en el asesinato de Don Carlos, el dueño del almacén de ramos generales de la ciudad de las luces, un crimen ocurrido hacía años. El asesinato quedó sin esclarecer, pero ella tuvo la sensación de que la policía no quería investigar esa muerte horrible. El hombre apareció muerto detrás de mostrador del despacho con la cabeza destrozada a martillazos. El arma estaba a su lado. Se dijo que no había huellas en el martillo. Eva nunca lo creyó. Felisa le dio la razón. Felisa descreía de los hombres y por partida doble si eran además policías. “La policía solo está para proteger a los ricos”.
Eva por provocarla cierta vez le señaló que ella también era rica. “Pero yo soy solo una vagina. Encima una vagina que ninguna de esos mierdas va a probar porque todos saben que soy lesbiana. A la que no se puede coger, no se la protege. A mí nunca me van a proteger. Que te quede claro”. Eva no pudo seguir hablando.
¿Y de la muerte del mismo Licurgo? Ese era un tema del que nadie, nunca, ni en medio de la peor borrachera, se había atrevido a hablar.
Licurgo era un hombre muy fuerte. Parecía tener la fuerza de diez hombres. Era capaz de voltear un toro retorciéndole el cuello. Se cargaba un ternero al hombro. No le temía a ningún esfuerzo físico. De joven y en más de una oportunidad compitió en el boxeo amateur con buenos resultados.
Tuvo dos hijos. Una mujer y un varón. La mujer, Serena, murió pocos días después de nacer. Eso se dijo. Al cabo de unos meses murió la esposa, Danila. Dijeron de pena. Pero nadie creyó en eso.
Quedaron solo Licurgo y su hijo, Juan José Adriel, del Inmaculado Corazón de Jesús. “Vaya nombre para una mierda de tipo” sin ningún prurito, dijo Felisa cuando supo cómo se llamaba el heredero. El apodo de “Él” empezó a difundirse cuando cumplió sus dieciocho años. La gente con el tiempo fue olvidando su verdadero nombre y todos pasaron a mencionarlo como le gustaba. “Él”, el supremo, el máximo, el dueño de todas las cosas. “Él”, y cuando se decía su nombre convenía mirar hacia el cielo y fingir un gesto de profundo respeto.
Licurgo lo consintió en todo. Le enseñó sus secretos más siniestros. Era su único heredero. No el primogénito como le hubiera gustado, pero el único hijo y no tendría otro. ¿Para qué? La herencia es más importante que toda otra cosa en el mundo para un terrateniente como era él. Esperaba mucho de él y lo tenía en un pedestal.
Todo parece que fue así hasta el “Él” violó a la muchacha aquella. A “esa” no la salvó nadie. Pero Eva supo que Licurgo estaba enfurecido con el crío por su estupidez. Su venganza fue no permitir que la muchacha abortara. “El aborto es un crimen abominable. Solo Dios da y solo Dios quita”.
Una sirvienta de la casa de Licurgo le comentó a Eva una discusión que escuchó sin proponérselo, cuando acomodaba la habitación del muchacho. “Ya no serás el único heredero. Otro ocupará tu puesto”.
Licurgo apareció muerto de un disparo en la cabeza. “Se suicidó”. Eso se dijo. “Se pegó un tiro con su revolver colt”, eso también se dijo. “No pudo superar la muerte de su hija y su esposa”. Las viejas difundieron esa versión. Después hablaron de la congoja que invadió a “Él” por la muerte de su padre. Nunca nadie lo vio derramar una lágrima ni en esa ni en ninguna otra oportunidad.
La sorpresa fue total en el villorrio y se extendió a todos los lugares donde Licurgo era conocido. Todos supieron del trágico final del terrateniente más próspero de toda la zona. Eva no creyó en la historia del suicidio. Cuando lo comento con Felisa ella se encogió de hombros y solo dijo “me importa un carajo como haya muerto ese hijo de puta”. No se habló más de tema.
Desde entonces las noticias del que se hacía llamar “Él” se multiplicaron. Se contaban actos hermosos de caridad cristiana que el cura agradecía en sus sermones, o castigos brutales por asuntos insignificantes. Un extremo y el otro, sin punto medio posible. Dios y el diablo. La vida y la muerte en una misma personalidad.
Así que Eva sabía bien qué se decía de ese hombre. Cuando recordaba lo que se comentaba de “Él” –y si observaba las cicatrices de Eln más aún–, Eva sentía que se ahogaba, quedaba sumergida en un agua roñosa. Trataba de gritar con todas sus fuerzas y lo único que lograba era que la mugre inundara sus pulmones hasta reventarlos.
Luego de eso no tenía fuerzas para seguir pensado en el tipo y en ninguna otra cosa hasta que Felisa la levantaba en peso. Entonces volvía a la rutina.

41

Emerio tarareaba una canción que Briseida no pudo reconocer. Se aproximaban a su destino, la penúltima estación obligada. No sabía cuánto faltaba aún de viaje, pero no quiso preguntar. Debía ser paciente. Al final del día entregaría los chicos y tomaría una decisión sobre la propuesta que Emerio le hizo.
Briseida volvió sobre un recuerdo. Estaba observando la ruta en silencio y en ese instante el recuerdo apareció con fuerza propia. No le dio ni tristeza ni fatiga. Generó una inquietud que hasta podía mascar como a un chicle. Castañeteó sus dientes como si el choque de una mandíbula contra la otra pudiera resolver esa intriga.
Esa inquietud luego se elevó a una discrepancia entre los hechos y cómo ella los había entendido en un primer momento. Recién entonces notó esa divergencia entre la realidad y las palabras.
Si pensaba detenidamente en las preguntas que el cura le hizo sobre sus hermanos, podía suponer que se trataba de una confesión a medias, un mensaje encriptado, una manera de orientar su pensamiento en un sentido muy definido. Como si en realidad le dijera “¿entendés lo que te quiero decir?” Pero solo podía sospechar, no comprender claramente.
A veces el cura era directo en sus mensajes, en otras, y no pocas, no.
Ella se había confesado con el sacerdote solo un par de veces, pero le mentía descaradamente. Desconfiaba de las preguntas que le hacía sobre su madre, el bruto, ella, su cuerpo, sus deseos, Eln y sus hermanos.
Eso de que el tipo se encerrase en un sucucho oscuro, un pequeño habitáculo que el carpintero del pueblo fabricó para la capilla, no le gustó nunca, siempre le dio mala espina. El cura permanecía escondido en ese compartimiento, detrás de una chapa pintada de negro mate con perforaciones con forma de tréboles a través de la cual no se le podía ver el rostro mientras los feligreses, de rodillas, contaban sus intimidades. ¿Quién podía decir qué hacía el tipo mientras los infelices le contaban sus cuitas? ¿Se reiría de ellos? ¿Se manosearía cuando se confesaba alguna de las jóvenes muchachas del villorrio? ¿Por qué le preguntaba cosas de su intimidad? ¿Qué clase de sacramento era ese que se metía entre las piernas de las muchachas o rozaba sus senos buscando excitar sus pezones? Por ello no le faltaban razones para maliciar.
Repasó aquella pregunta sobre los niños que la dejó en ascuas. “¿Cómo es que salieron tan blancos y tan rubios?”
Briseida también recordaba perfectamente el gesto cínico en el rostro oscurecido del cura mientras formulaba con insistencia esa pregunta. Lo único que parecía interesarle es que fueran blancos y rubios. No se preocupó si eran sanos, deformes, estúpidos. Solo si eran”blancos y rubios”.
La empalagosa voz del sacerdote la inquietó entonces y la manera histérica de preguntar más aún. Tal vez la inquietud del recuerdo se debía a que pronto dejaría a los niños al cuidado de esa congregación de la que no podía ni por asomo recordar el nombre. Pero sí tenía presente al cura sonriendo bobamente mientras escribía en un papel muy blanco que guardó en una sobre también blanco la descripción y edades de los niños a entregar en Buenos Aires.
Tanta insistencia sobre el color de la piel, del cabello y los ojos de los niños, hizo que se preocupara por observar su propio rostro en el espejo del baño de una estación de servicio en la que se detuvieron para orinar. Se observó con atención a sí misma. Ella no era rubia, pero era blanca. Se vio bonita. Su cabello era de color castaño oscuro. Pero era blanca. Con algunas pecas, las que no había notado hasta entonces. Raro que el cura no le preguntara por el color de su piel y estuviera tan interesado en la de los niños y luego en la del propio Eln.
—Tu hermano, el renguito, ¿no es blanquito también? –le dijo.
Sí que lo era. Claro que lo era. ¿Por qué tanta insistencia con ese tema?
—¿Pasa algo con el color de nuestra piel? –preguntó ofuscada.
—Nada. Nada. Curiosidad. ¿Por qué habría de pasar algo? Estoy evaluando las posibilidades. El color de la piel, del cabello y los ojos –que debían ser preferentemente claros, le dijo el cura–, mejora la posibilidad de que la gente adopte a los niños. ¡La gente de bien no quiere “negritos”! Es importante dar satisfacción a las aspiraciones de las familias adoptantes.
—¿Y qué tiene que ver el color de piel de Eln? –Preguntó más enojada. Eso provocó en el cura una sonrisa desagradable y permaneció en silencio.
A Briseida ese silencio le resultó más perturbador que la sonrisita maléfica que se dibujó en los labios del sacerdote. Ella, por entonces, no sabía reconocer la lascivia en los labios de los hombres. Luego de un tiempo de convivir con Blacrrod, aprendió a distinguir la impudicia de una sonrisa. Fue entonces que sospechó que había un secreto en el color de la piel de Eln, algo que ella ignoraba por completo.
Emerio carraspeó tratando de sacar a Briseida de su ensimismamiento. Los niños berreaban y se habían tomado a golpes. Ellas se volvió contra ellos y los abofeteó. Ni se mosquearon. Luego les gritó unos insultos que hicieron que Emerio mirara por la ventanilla para pasar por alguien que no había escuchado nada.
—Cálmense todos que estamos por llegar. ¿Ven allá? –señaló hacia su derecha–. Es la Villa 31, la más grande de la ciudad.
Briseida quedó impresionada. Los niños se apretujaron en la ventanilla para ver el inmenso barrio que se erigía a cuadras de la estación terminal de micros y tres líneas ferroviarias.
No muchos minutos después de esa visión extraordinaria, el camión se detuvo frente un inmenso galpón.
“¡Eh! ¡Quiero bajar!” –exclamó uno de los niños que pujaba por salir del cubículo en el que ya se sentía prisionero. Briseida volvió a abofetearlo. El otro se mantuvo expectante y a distancia suficiente para que la mano de Briseida no lo alcanzara. El bebé miraba con asombro el alboroto y succionaba con fuerza el chupete.
Emerio les pidió que esperaran que regresara. Descendió del camión y se desperezó tratando de acomodar sus huesos y músculos. Cruzó la callecita y entró en el galpón. Al rato salió acompañado de una mujer a la que Briseida no pudo sacarle los ojos de encima. Su aspecto era algo extraño. Nunca había visto a una mujer vestida de ese modo. En el pueblo, salvo las jóvenes, las mujeres usaban ropa de colores oscuros y se cubrían para que nada de sus cuerpos quedara a la vista. En cambio, esa mujer llevaba una pollera muy corta, una remera de generoso escote que dejaba ver sus grandes senos y estaba pintada como de fiesta. Era rubia botella, tintura más roja que rubia. Briseida pensó que no respondía a las preferencias del cura.
Uno de los niños preguntó “¿y esa vieja quién es?” Briseida le tiró un manotazo que esquivó por centímetros. “¡Qué vieja ni vieja! ¡Cerrá la boca, pendejo! Portate como la gente”. El niño se llamó a silencio.
Emerio le indicó a Briseida que descendiera del camión. La ayudó a ella a descender y luego a los niños a los que les ordenó que permanecieran a su lado y que se aferraron a sus pantalones.
—Ella es Yilla –les presentó a la mujer.
—Scylla –lo corrigió la mujer–. “S” “c” “i griega”.
—Sí, eso –aceptó Emerio sin volver a llamarla por el nombre que siempre le resultaba impronunciable–. Ella los va a cuidar hasta que yo vuelva. Esta es Briseida y sus tres hermanos.
Briseida percibió un leve aspecto enfermizo en la mujer. Fue como una temprana marchitación apenas perceptible todavía.
—Qué lindos chicos –exclamó con poco entusiasmo–. Vamos para el galpón –les dijo sin ninguna convicción.
Scylla encabezó la marcha. Emerio saludó alzando su mano, pero ninguno del grupo apreció su saludo. Al tiempo que Scylla, Briseida y los niños ingresaban al galpón, Emerio puso en marcha el camión y se dirigió al lugar en donde debía entregar la mercadería que transportó.

42

Scylla los llevó a un cuartucho. En un anafe una pava chillaba. El vapor salía a chorros por el pico.
—¡Pero qué lindos niños! –Exclamó al tiempo que pasaba su pequeña mano por las cabezas de los niños. El bebé sonreía de solo escucharla hablar. Trató de ser amable, pero no le era fácil. No estaba acostumbrada a ocuparse de niños. Tal vez fuera su vida promiscua que no le permitía pensar en la maternidad o su manera de no comprender por qué una mujer podía desear criar niños. Pero no se llevaba bien con la niñez. Ni siquiera disfrutó la suya, la que fue desgraciada desde que su madre la abandonó con u padre alcohólico que acabó pegándose un tiro en la boca. Cuidar niños no era lo suyo.
Los niños captaban ese estado de ánimo, y por eso la miraban como se mira un animal muerto. Sin pena, pero con mucha curiosidad, como cuando aprecian el rigor mortis o el destripado del animal muerto aplastado. Ellos nunca habían visto una mujer con pollera tan corta y busto tan a la vista. Tampoco Briseida que se vestía como podía. Era seguro que ninguno de los dos recordaba ni por broma su buena época de amamantamiento. Así que aquella mujer de atributos exuberantes resultaba toda una novedad para ellos.
Su voz sonaba en el amplio espacio como si llevara un amplificador adosado a la boca. “Y-ESTOS-CÓMO-SE-LLAMAN” sonó a golpe de timbal dado con una baqueta descomunal.
Retumbaba el vozarrón contra las paredes en las que había demasiadas fotos de mujeres completamente desnudas. Briseida no sabía qué hacer con los niños que quedaban prendidos de los almanaques con las fotos de las desnudistas. Las había maduras y juveniles y a los dos niños parecían gustarles todas. Hubieran deseado preguntar sobre aquellas fotografías, pero tal vez sospecharon lo inconveniente que hubiese resultado y por eso callaron sin dejar de admirarlas.
—¿Habrá leche? –Briseida preguntó solo por llamar la atención de los niños. La pregunta surtió el efecto esperado. Estaban hambrientos y apenas oyeron la palabra “leche” un clamor salió de sus estómagos vacíos que se puso en competencia con la voz estruendosa de la mujer.
—Sí, sí. Voy a comprar leche y facturas y vuelvo. Emerio me dijo que les haga la leche. –Río con una picardía que para Briseida fue incomprensible. Antes de salir de compras reparó en los niños–. ¿Y estos como se llaman? –Preguntó señalándolos y tratando de aparentar ternura que sentía.
—Este es Alberto, pero alguien le puso Tucho –Briseida señaló a quien podría ser el mayor, aunque nadie podría asegurarlo porque los hermanos eran casi de la misma talla.
—¡Tucho! ¡Qué lindo! –la mujer hizo una morisqueta casi payasesca–. ¿Y este?
“Este” parecía pálido y parpadeaba insistentemente. No era por nervioso, era su singular naturaleza, y sentía una confianza doméstica siempre que estuviera junto a su hermano de quien pasaba por mellizo. No podía configurar en su imaginación el aspecto de la mujer con su voz de megáfono.
“Este” primerió. No esperó que Briseida lo presente.
—Yo me llamo Rafael –dijo casi a los gritos.
—Rafaelito…
Briseida alcanzó a darle un correctivo. Sabía, porque siempre ocurría, que el niño respondería “Rafaelito las pelotas. ¿Qué decís vieja de mierda?”. El diminutivo de Rafael excitaba el mal humor del niño, quien luego del pellizco se llamó a silencio mientras parpadeaba con insistencia. Recuperó el habla estimulado por la insistencia de la mujer en llamarlo “Rafaelito”.
—Me llamo Rafael –la corrigió fingiendo una voz acaramelada, que a Briseida le sonó hasta angelical.
—Sí, claro, por supuesto. Yo te digo Rafaelito, porque sos chiquito.
El niño hizo silencio. Sabía que si comenzaba con su berrinche no habría pellizco sino sopapo. Briseida era de mano pesada, no ahorraba fuerza para sopapearlos. A Rafael no le simpatizaba la mujer. De entrada, no más, no le cayó simpática. De estar en el pueblo se habría apartado lo suficiente para ajustar el tiro y le habría lanzado una buena pedrada. Tenía una puntería endemoniada. Pero ahí solo le quedaba hacer lo que Briseida le ordenara.
—¿Y el bebé? –preguntó finalmente Scylla–. ¿Cómo se llama?
—Juan José.
—¡J.J.! –exclamó y rio con desmesurada.
Briseida, en cambio, sonrió por compromiso. Nada podía ser peor que el villorrio; pronto volvería Emerio y acabaría ese día libre como había deseado desde que tenía memoria.
—¿Tenés más hermanos? –Scylla no podía mantenerse callada y sin hacer preguntas como le había pedido Emerio. Briseida sabía que no podía mentir. Si negaba a Eln, los otros gritarían su nombre para desmentirla. Habían dejado de atender a los almanaques y esperaban la leche prometida.
—Sí, uno más. Se llama Eln.
—¿Él? ¿Él qué? –la pregunta resultaba siempre inevitable.
—Eln. “E”, “l”, “n”. Eln.
—No había escuchado nunca ese nombre. ¿De dónde es?
Briseida optó por mantenerse en silencio. No entendía qué confundía a la mujer del nombre de Eln. Tres simples letras. “E”, “l”, “n”. Nada más. Scylla captó el gesto de incredulidad de la muchacha y renunció a insistir con su pregunta. “Él” u otro daba lo mismo, exactamente lo mismo. A ella el nombre del chico no le importaba en lo más mínimo.
Miró en dirección a la entrada.
—Ya vuelvo. –Fue todo lo que dijo y salió en dirección a la calle–. Voy al almacén y vuelvo.

43

Scylla volvió radiante, su rostro se distendió como si la buena fortuna la hubiera tocado. En esa nueva expresión había satisfacción. Briseida notó el cambio, pero no era capaz de atribuirlo a ningún suceso interesante. Ese imperceptible aspecto enfermizo que llamó la atención de Briseida apenas la conoció se había disipado, como si en el almacén donde habría comprado leche y facturas lo hubiese dejado como moneda de cambio.
Leche y facturas para “los chicos de Emerio”. Biberón, pañales, óleo calcáreo y algodón para el bebé. Briseida no supo cómo agradecer. Era mucho más de lo que esperaba de ella.
—No me agradezcas a mí, Emerio me dijo todo lo que tenía que comprar para ustedes. También me dijo que no pregunte nada, que les hable lo menos posible, pero no sé aguantarme. Necesito hablar, necesito preguntar.
Briseida sonrió porque no sabía verdaderamente qué decir.
—¿Qué hacés acá en Buenos Aires, con tres críos que se ve que no son tuyos? ¿Tan malo ha sido lo tuyo? ¿Qué vas a hacer con estos niños?
¿Qué podía decir? ¿Qué iba a entregarlos a los curas de caridad? ¿Que venía con una carta de parte del sacerdote del pueblo dirigida a unos tipos de quienes no tenía la menor noticia para que se hicieran cargo de los niños? Tucho, Rafael y “JJ” no sabían qué les esperaba en apenas unas horas. Nunca habían salido del pueblo y nunca se habían separado de Briseida, ella era su verdadera madre, su protectora, la que los rescató esa noche en que Eln fue molido a palos y tal vez muerto y arrojado a los cerdos gigantes, cuando huyeron por el callejón de tierra hacia la ruta donde los recogió para su suerte Abundio. ¿Qué iba a decirle? Scylla no debía preguntar y ella no podía responder.
En ese momento la que adquirió un aspecto enfermizo fue ella, se ensombreció de tal modo que la propia Scylla notó la metamorfosis, lo que le hizo comprender que su pregunta era completamente inoportuna. Se convenció de que esos chicos no podrían tener ningún futuro con Briseida. ¿Y ella la juzgaría? ¿Ella, justamente, la que no quería ni mencionar la posibilidad de un embarazo? Si fuera por ella las mujeres debían ser esterilizadas, apenas nacieran. Vaciadas de todos los óvulos al instante de salir por el canal de parto para que no tuviera que padecer la desgracia de ser inseminadas como ha ganado por una turba de machos inútiles. La maternidad forzosa era un crimen contra las mujeres, una manera de aniquilarlas mientras les hacían creer que en la naturaleza de la mujer está el deseo de ser madre no una, sino varias veces mientras los hombres dedican sus esfuerzos a emborracharse o echarles cuernos del tamaño que se quisiera imaginar. Cómo no lo iba a saber ella que tenía muchos clientes que iban a meterse en su vagina mientras le hablaban de lo tiernas y comprensivas, pero frígidas que eran sus estúpidas esposas.
—Hacelo de una –le dijo pero sin mirarla de frente–. Vas, dejás “los paquetes” y te las tomás. Si mirás para atrás no vas a poder. Somos hembras, somos cabras, pero hembras y la cabra tira al monte, ¿sabés? Vas, entregás los paquetes y tomátelas a donde sea. ¿Querés venir acá? Yo te espero. En la pensión donde paro hay lugar. Y si te pinta después te enseño el oficio, de a poco. Algún pibito al principio, nada de viejos babosos. Todo muy tranqui.
—Emerio me va a presentar a un amigo suyo. –Briseida habló con total de seguridad sobre ese encuentro.
—¿Te dijo el nombre?
Vaciló. “¿Camino negro me dijo?” Probó.
—¿Camino negro?
Scylla movió varias veces su cabeza afirmativamente. Pero a partir de ese momento no volvió a hablar. Ninguna de las dos volvió a hablar.
Tucho y Rafael jugaban con una bola de papel al fútbol.

44

Dixi era todo lo que podía esperar Eln. Sin haberlo visto, nunca percibió su apariencia anticipadamente. Lo vio en su cabeza. En sus pensamientos, una figura como la de Dixi fue y vino en distintos momentos, sugiriéndole algunas novedades de importancia. En los instantes en que predecía a Dixi, una lluvia cálida parecía caer alrededor suyo y lavarlo de cuanta inmundicia llevaba a cuestas.
¿No fue que incluso dialogaron? Estaba convencido de que le dijo: “¿El homúnculo de Paracelso? ¡Por su puesto! ¿Los trebejos del juego de ajedrez? ¡Sin dudas! La piedra filosofal del ajedrez eterno. La mandrágora de Juana de Arco, el opiáceo inhibidor de todos los padecimientos.” ¡Cómo no haberlo intentado antes!, se reprochó Eln, cuando la verde y gruesa rama de sauce golpeaba contra su disminuida humanidad ante la histérica mirada de los cerdos gigantes que ansiaban un bocado de carne humana.
Dixi era todo lo que él podía esperar en ese exacto momento de su milagrosa sobre vida, a la que accedió rodeado de un círculo de vacas amistosas que lo observaron como a un suceso maravilloso incrustado en un menjunje de barro y bosta.
Todo en Dixi fue premonitorio. Su manera de pararse, de iluminar el lugar en donde permanecía, de hablarle, de cuestionar a sus anfitrionas. No había más nada que esperar. La pura verdad. Estaba todo dicho. ¿Esa mujer de nombre Felisa estaría dispuesta a impedir su felicidad? No lo sabía, aunque Eva trató de darle tranquilidad desde el momento en que llegó el visitante iluminando todo a su paso.
Dixi llegó con esa sonrisa inesperada. Era un personaje simpático que por alguna causa armonizó con Felisa al instante. “¿Somos dos desechados?” Le dijo y Felisa solo pudo reír como no se la oía desde hace tiempo. “Es muy probable”, respondió la mujer sin quitarle los ojos de encima ni por un instante. A Dixi lo subyugó esa mirada que revelaba una vida sin desperdicio.
A Eva, la reacción de Felisa le dio mucha tranquilidad, tranquilidad que se contagió a Eln, quien esperaba ansioso estrechar la mano del visitante. Cuando se lo presentaron, el muchacho no supo cómo manifestar su alegría. Desde que su camino y el de las jóvenes prostitutas se bifurcó se volvió parco. No desconfiaba pero vacilaba. ¿Dixi lo tomaría en serio si lo ponía al tanto de sus epifanías? Con seguridad lo hubiese tranquilizado diciéndole “nada raro hay en que un niño como vos tenga visiones”. Y eso hubiera sido más que suficiente. Se hubiese sentido un cazador de tesoros.
Pero Eln no podía dejar de apreciar a Felisa y su manera de mirar al visitante en la profundidad de sus ojos. No lograba deducir su estado de ánimo. Pero Felisa no pensaba en impedir la comunión entre el niño y el visitante, lo que la preocupaba era la suerte última de Eln y hasta donde “Él” estaría dispuesto a llegar. Sabía que el fulano había montado un discreto, pero férreo cerco en la zona para observar lo que ocurría en el hermoso casco de la estancia de las mujeres. También supo que había hecho investigar al amigo de Eva.
Es que “Él” no se tomaba a la ligera a la mujer porque era lesbiana, algo que para la mayoría de los hombres era sinónimo de estupidez. Sabía que no podía ser estúpida una mujer que manejaba un negocio poderoso, apenas asistida por su ama de llaves y un quejoso capataz. Una mujer que le había impuesto límites a todos los terratenientes de la zona que se vieron obligados a respetarla aunque les pesara. Una mujer a la que la peonada no se atrevía a contradecir. Una mujer que había acabado con su propio padre por razones bien sabidas por todos.
“Él” sabía considerar muy bien la dimensión de sus oponentes. No subestimaba a Felisa. Descartó la oferta que le hizo el jefe de policía de involucrar a una banda integrada por comisarios porque estaba plenamente convencido que eso hubiese significado una declaración de guerra que habría arruinado el negocio de todos, no solo el suyo. Se inclinó por ser prudente y paciente. No faltaría la oportunidad para completar un homicidio. Eln había muerto en repetidas oportunidades a mano del bruto, solo faltaba el acto final, reducirlo machete en mano a diminutas porciones que los cerdos pantagruélicos degustarían placenteramente.
Dixi estaba interesado en conocer a Eln desde el momento en que Eva lo puso al tanto de la protección que Felisa le estaba brindando hasta conseguirle un verdadero hogar.
A Dixi no lo convenció la idea de que Eln era apenas un desvalido que se salvó de milagro. Debía tener una fortaleza singular. Sus cicatrices podía ser leídas en formas divergentes, ya fuera apreciarlas como la secuela del flagelo o como la demostración de cuánto puede sobrevivir la humanidad en un niño de algo más de diez años torturado por un adulto desquiciado.
Cuando Eva los presentó se dieron la mano, pero Dixi no dejó que Eln la retire, la sostuvo en un apretón cálido y amoroso. Eln no intentó retirar su mano. Aquella era una sensación hasta entonces desconocida y resultaba muy placentera.
—Mi nombre es Dixi. Hay en este parte de la pampa quien dedujo qué significa mi nombre. No siempre lo que se aprende en un colegio de curas es inútil. Sé que estuvo investigando quien soy yo –giró para observar a Felisa y Eva–, pero no es el único que tiene amigos.
Eln se mantuvo expectante. Luego dijo:
— Me llamo Eln. –Esperó la inevitable pregunta sobre su nombre. Pero Dixi no tenía dudas de qué significaba ese nombre para nada común. Había estudiado el asunto en detalle antes de emprender el viaje para ese encuentro. Dixi era un notable investigador lleno de recursos extraordinarios.
—“Él, n” –le respondió–, tu nombre verdadero es “Él, n”.
Eln no pudo disimular su sorpresa, nunca lo había pensado de ese modo.
Dixi agregó:
—Puede ocurrir que un nombre cifrado se preste a confusión. ¿Quién empezó a llamarte de ese modo? ¿Tu madre?
—No lo sé, no lo recuerdo.
Y en verdad no lo recordaba. Cuando un nombre te identifica simplemente ocurre. Por Cristo que nadie sabe quien fue el primero en llamar a un niño de un modo u otro. Así ocurre con los apodos que surgen como de la nada y hacen perder entre olvidos el nombre con el que se fue bautizado. Nadie elige el nombre con que desea ser nombrado, sino que el nombre elige a la persona y se adhiere a ella como un verdadero parásito. Eln siempre fue Eln. Sin ninguna otra connotación, salvo aquella de que, cuando era pronunciado, sobrevenía la inevitable pregunta. “¿El qué?” A la que le sucedía la respuesta de siempre, “E-l-n”, para luego repetir “Eln”. Eso fue todo. Hasta ese momento.
Pero Dixi despejó ese enigma en un instante. “Él, n” era la manera correcta de decirlo. El único modo de entender la realidad.
—“Él, n”, significa “Él, niño”. Sí, prefieren, “el niño rival”. Este nombre, que puede parecer misterioso, designa en realidad su verdadera desgracia. –Miró a las mujeres que estaban ensimismadas en sus propios revelaciones.
—¿Comprenden? Por eso el niño debe venir conmigo, no habrá modo de ponerlo a salvo si no lo alejamos de estas tierras. Aquí está condenado. Se los advierto como un amigo sincero, todos los que están vinculados morirán en breve. Ya está decidido. Tengo una única propuesta que hacerles: salvemos al niño. De ustedes depende.

45

Una música sonaba de fondo. Dixi podía oírla perfectamente. Era la música preferida de Felisa. En el amplio comedor, sentados en unos cómodos sillones, ella le contaba cuánto había trabajado en aquella estancia luego de quedar como única propietaria. Le dijo también que no hablaría de su pasado porque no era oportuno. Ni cuando se fue de la casa ni cuando regresó para poner las cosas en su lugar. Los “desechados” como ella, como el propio Eln, no tenían otra oportunidad que sobrevivir de cualquier manera. Eln lo hizo sumergido en el río asido al milagro de la raíz de un árbol que se hundía hasta el cauce del Salado. Y ella, a su manera, de la que en otro lugar y en otro tiempo tal vez pudiera hablarlo sin distraerse de un asunto tan importante como era la vida de ese niño escapado de la muerte.
Dixi estuvo de acuerdo. No estaba allí para hablar de las cosas que modelaron la vida de Felisa. Estaba decidido a ayudar a resolver el asunto de Eln.
Dixi era joven, muy joven. Su apariencia así lo sugería. ¿O su edad biológica no coincidía con su edad cronológica? Eva no podía decir qué edad tenía su amigo, solo podía calcularla teniendo en cuenta la propia. Nunca la supo. Desde que lo conoció habló con él de muchas cosas pero nunca de edades. Dixi parecía no envejecer a pesar de los años. Eva llegó a creer que su amigo disfrutaba de la juventud eterna. Eso hubiera encanto a Eln y todo su rollo con el homúnculo de Paracelso y la piedra filosofal en su versión de la fuente de juventud.
Eln permaneció sentado al lado de Dixi, muy próximo. Quería decirle algo. Dixi lo sospechaba, pero no estaba dispuesto a presionar al muchacho. ¿De qué quería hablarle? No de esa noche fatal, ni de los golpes con la verde y gruesa vara de sauce, ni de los cerdos chillando impunemente. Tampoco del tamaño del machete y de su filo resplandeciente y ansioso, ni del frío del agua ni del grosor de la milagrosa raíz, ni de cómo salió del agua y reptó como una perca por la orilla barrosa. No era nada de eso de lo que quería hablarle.
Sí, de cuánto deseo ser querido, no mucho, algo. No diría “amado”, que era mucho decir. Querido, apenas. Estuvo siempre dispuesto a ser querido como una mascota, no más que eso, si acaso cada tanto una caricia, aunque hubiese golpes porque las mascotas siempre hacen algo fuera de lugar que sus amos reprenden a golpes. ¿Ese joven podría darle algo de ese amor que necesitaba?
A medida que Dixi hablaba con tanta calma y de tantas cosas extraordinarias, Eln comenzó a convencerse de que eso era posible. Debería sincerar sus sentimientos. Eso le gustaría a Dixi, seguramente.
—Yo sé leer y escribir –dijo interrumpiendo la conversación de Felisa y Dixi.
—Me dijeron que nunca fuiste a la escuela –Dixi parecía saber de él más cosas que otras personas.
—Es cierto. No me dejaron ir a la escuela, aunque había una.
—Entonces, ¿cómo aprendiste?
—Una mujer me enseñó a escondidas.
—¿Fue difícil?
—No lo creo. Ella me enseñó muy bien. Luego murió y me quedé con uno de sus libros. Lo escondí en el hueco de un árbol. Lo leí hasta que se lo comieron las ratas.
—Eso fue malo.
—Lo leí muchas veces. Podría repetirlo casi por completo.
Dixi estaba lleno de curiosidad sobre ese niño que decía tener una memoria prodigiosa.
—¿Es cierto que sabés jugar al ajedrez?
—Me enseñó un viejo en el boliche. Como a mí no me dejaban entrar a la casa iba de aquí para allá. El viejo jugaba al ajedrez solo, en el boliche, a la tarde, todas las tardes. Jugaba contra sí mismo. Todos decían que estaba loco. A mí no me parecía.
Él me enseñó los movimientos. Me regaló unos diarios donde había juegos de ajedrez. Me dijo, “si entendés que significa todo esto te regalaré mi juego de ajedrez”. Tardé un poco, pero deduje lo que significaban esos números y letras. El hombre me dijo que era notación algebraica y me regaló su juego de ajedrez. Lo escondí junto con los diarios en otro hueco del árbol, pero también las ratas se los comieron. No me importó. Cada tanto robaba el diario del almacenero y buscaba la página donde estaban los juegos de ajedrez. Aprendí a recordarlos. Después dibujaba un tablero en la tierra y repetía la partida.
—¿Y qué del hombre que te enseñó el juego y te regaló su ajedrez?
—Desapareció. No lo vi más. Nadie habló más de él. ¿Usted qué cree que pasó?
Dixi se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Cómo podría saberlo? No quiero que me trates de usted, somos amigos, ¿verdad? –Eln se quedó mirándolo sin saber qué decir. ¿Eran amigos?
—¿Usted qué cree que pasó con ese hombre? –Insistió.
—No puedo decirlo, aunque me gustaría.
—Averigualo, quiero saberlo.
—De acuerdo. Haré lo posible. ¿Hay algo más que quieras que averigüe?
Eln sonrió. Había demasiadas cosas. Álgebra, geometría, lógica, conjuntos, matemática aplicada. Demasiadas cosas para una mañana. Todo estaba en su pequeña cabeza.

46

La noticia cundió rápidamente. ¡Fogata! ¡Fogata! Fue el llamado, en la noche. Desde lejos el griterío parecía festivo. ¡Fogata! ¡Fogata! Que se alzó de manera descomunal y adquirió un color inusitado. ¡Fuego! ¡Fuego! Gritaban niños alborotados que al acercarse apreciaban la llamarada naranjazul y la densa humareda viscosa y olorosa. La tea humana chisporroteaba y pequeños estallidos iban desintegrando lo que fuera un hombre ya irreconocible por entonces.
El olor a carne chamuscada iba penetrando en cada rancho e impregnaba todo lo que tocaba. Luego un hollín negro tiznó todo lo que tocó en un círculo más o menos amplio alrededor del fuego; hollín que, dijeron algunos, fue difícil de quitar de la piel y de la ropa aun frotándolo con fuerza.
Las madres y los padres debieron ir en busca de sus críos y presenciar contra su voluntad el espectáculo que excitaba morbosamente a los niños. ¡Fogata! ¡Fogata! Gritaban mientras el muerto se quedó en las llamas, temblando en las llamas como el último pabilo. ¡Fogata! ¡Fogata!
Del fuego sucedió un frío que heló la sangre. Era de esas cosas que la gente sabía por qué ocurrían, pero de las que se prefería ni hablar, ni mencionar. El fuego apestaba y el frío hería. ¡Que mezcla! ¡Por Dios! ¡Jesús! ¡Jesús! Las viejas se persignaban, besaban sus viejos crucifijos contemplando el color y el olor de aquella muerte que se volvía cada vez más naranja y más azul hasta que se desprendió ese perfume óseo que se colgó de los aleros y se hizo insoportable. Hedía la osamenta que ya no se reconocía. Un emplaste grasoso reducía el incendio a manchas de olores y colores varios.
Salvo los gritos del piberío, todo sucedió en silencio. Ni un ¡ay! Ni un ¡dios mío! Nada. Silencio. Silencio. Ni lo cerdos chillaron.
Los mastodontes fueron los primeros que se mantuvieron en total mutismo, observando hipnotizados como la llamarada subía y subía y adquiría la envergadura de una columna maléfica que si caía sobre ellos con seguridad los hubiera matado al instante. Retrocedieron hasta quedar apretados contra el viejo y podrido chapón que cerraba el chiquero en dirección al río. Estuvieron cerca de hacerlo caer.
Solo se escuchó el sonido de unos pies que se arrastraban en dirección contraria al incendio, hacia la arboleda. La silueta de una mujer se hizo evidente. Atrás de ella medio bidón vacío y una caja de fósforo “Fragata”. Matar fue tan simple como soltar el combustible y encender un fósforo.
La silueta escapó tratando de emboscarse tras el inmenso arbusto que escondía el baldío que aún se extendía más yermo que nunca hasta la orilla del río que había vuelto a fluir pobremente. El arbusto había crecido tanto que era mucho más alto que ella, tal vez dos o tres metros por encima de su cabeza. La negritud del arbusto, la densidad de la noche y la silueta se fundían en una miscelánea confusa.
Abundio observaba el crimen a la distancia justa como para dar testimonio del homicidio ante el jefe. Cuando arregló con las viejas el encuentro no imaginó aquella muerte.
Recordaba muy bien el día que le ordenó que hiciera comparecer a la mujer ante él. Fue cuando le dijo “hay que terminar con los idiotas”. ¿Sería ese el modo de cumplir su deseo?
El encuentro, tal lo pactado, debía darse en la abandonada y vieja estación del ferrocarril, en la que fuera la oficina del jefe de estación. Abundio nunca hubiera pedido explicaciones por esa reunión. “Soy gaucho, pero no estúpido” hubiera declarado así el porqué de su recato.
El viejo patrón Don Licurgo habría explicado con su peculiar pedagogía “hay cosas que debe hacer uno si se quiere que estén bien hechas”. Tal vez fuera una de esas y por eso “Él” en persona iba a encontrarse con “esa” que apenas se nombraba por no ensuciarse la boca.
Abundio cumplió la orden. Les dijo a las viejas lo que tenían que hacer y estas, sin chistar, obedecieron. Las mujeronas no estaban para desafiar al amo de la comarca, al que la pampa se rendía más allá del Salado. Él solo debió ocuparse de espantar al mulato quien solía pasar la noche en la estación donde había hecho su ranchada.
No hubo testigos del encuentro. Al menos eso se creyó. Solo Abundio y las tres viejas debían saber cuándo y dónde se produciría. De sus bocas no saldría un comentario. “Hablá poco y escucha mucho”, fue el consejo que Abundio padre le dio al hijo. Y Abundio hijo bien lo había aprendido y practicado desde entonces.
Pero el mulato se puso agrio cuando Abundio lo echó de lo que él consideraba ya su propiedad. Lo llevó al bosquecito al que el Ascensión aborrecía en las noches. Los ruidos, las sombras, el menor movimiento le parecían almas que iban por él para llevarlo de las patas al mismísimo infierno.
El mulato sí que hablaba poco. Se comentaba que después de la paliza que le hizo dar el comisario por el asunto de la violación que se le achacó, había perdido el habla. Solo reía igual que dicen hizo durante las torturas. Si alguien le decía buen día, él solo sonreía. Si le decían buenas tardes, solo sonreía. Si buenas noches, solo sonreía. Reía, reía, reía. Pero no hablaba. Nada decía.
Abundio dijo que el mulato Ascensión le había ganado el puesto de reservado. Si él hablaba poco, el mulato, nada.
Así que el mulato, que sabía moverse en la noche como una culebra, volvió donde la estación. Conocía cada rendija de la vieja construcción inglesa. La sala de estar, el despacho del jefe y la boletería. Tres ambientes de mayor a menor, en ese orden.
La sala de estar medía unos ocho metros de largo por cuatro de ancho. El despacho del jefe era cuatro metros por cuatro metros. Y la boletería de dos metros por cuatro metros.
La boletería era la preferida de las parejitas. El mulato se ocupaba de mantener ordenada. Allí hacer el amor era más cómodo y el mulato podía espiar por un agujero que él mismo hizo con un viejo y oxidado escoplo que encontró en el basural a la enterada del pueblo.
La sala de estar era para reuniones del pueblo. Cada tanto un concejal se arrimaba para reclamar el voto. La habitación que fuera el despacho del jefe de estación era su vivienda. “Su” vivienda. La había acomodado a su gusto con trastos que los vecinos, que nunca creyeron en su responsabilidad en la violación, le dieron para que llevara la vida un poco mejor.
Había un camastro, un calentador eléctrico, una sartén de hierro donde asaba los cuises que cazaba y algún otro bicho. Luego, solo algunas chucherías. Mugre, del tiempo que se quisiera.
“Él” usurpó la habitación la tarde-noche del encuentro con “esa”. “Esa”, justamente “esa”. Los vio a los dos, luego que abandonaron el viejo puente por el camino que atravesaba las estancias y fueron donde las enramadas. Allí paraba la “barra de amigos”, los hijos de los dueños. “Él” fue el primero que la golpeó hasta desmayarla y el primero en violarla. Después siguieron los otros y terminó “Él” que era el peor de todos. El mulato Ascensión lo vio todo, pero no pudo decir nada. ¡Ni tiempo tuvo de decir esta boca es mía! Allí lo agarró un grandote, el de un campo allá perdido por el fondo de la legua. Lo tomó del pescuezo y dijo “qué hiciste negro de mierda”.
De ahí a la comisaría por el chisme de las viejas. “Él” se ocupó en personas en advertirles del asunto. Las mujeres sabían de sobra las consecuencias.
El comisario fue parco. Le dio el primer bastonazo que lo dejó medio estúpido. Poco se acordaba de lo que pasó después. De la picana, claro que se acordaba. ¡Y cómo! Eso no se olvida nunca. Y luego la sed. La sed arañando la garganta, abarquillando la lengua hasta acalambrarla. Sed. Sed. Pedir agua y que le dieran meo. Sed. Sed. Silencio.
Después de esa vez no quiso volver a hablar.
Y ahí estaba el tipo como aquella vez. Tocándola inmundo y ella paralizada. Y “Él” que le decía “es hora, qué mierda, es hora” y luego “¿hasta cuándo, hasta cuándo voy a tener que ocuparme de arreglar todas las cosas?”. Y ella que lo miraba desencajada mientras un hilo de baba caía por su boca.
Cuando acabó, “Él” le dijo algo al oído y le dio el bidón con nafta, le dio la caja de fósforos y le dijo que el asunto del crío estaba resuelto. Ella se marchó con la sentencia entre las manos. Una hora después, tal vez un poco menos, el bruto moría quemado vivo y ella escapaba en dirección al río.

47

El mulato no tenía opción. Abundio se lo dijo mientras lo mantuvo amarrado a un poste y amenazaba con quemarlo vivo. Abundio no era de hablar mucho y ni siquiera en ocasiones como esa. Le explicó bidón en mano, que si no la mataba él, lo haría otro y de todos modos lo harían responsable. “Él” era jodido como una araña, vengativo con aquellos que no respondían como él esperaba.
—Vos lo sabés bien, ¿no es así, negro?
Claro que lo sabía, mejor que nadie.
—Esto es entre vos y yo. Nadie se va a enterar. Vos la matás, yo no tengo que dar explicaciones y “Él” se queda contento. Ahí termina todo. ¿Quién carajo va a decir una palabra por “esa” desgraciada? A nadie le va a importar si está viva o muerta, total da lo mismo. Se murió el día que se la cogieron de a cinco y las viejas le colgaron el sambenito de puta.
El negro hacía como que no escuchaba. No soltaba prenda, pero no duraría mucho su resistencia. Estaba muerto de hambre. Desde la noche anterior que no probaba bocado. No pescó nada, no había pique en tan poca agua; el río persistía en su bajante, dejando al descubierto las bocas de los túneles que succionaban todo lo que pasara medianamente cerca. Salvo unos charcos poco profundos donde peces pequeños sobrevivían como podían, no había ni bagre ni perca de un tamaño decente.
Los cuises que vieron evaporarse los espejos de agua en los que retozaban, se habían retirado a lo profundo del monte donde ni él era capaz de penetrar. Todavía en esos parajes quedaban zonas anegadas que servían de reservorio para los roedores.
Sujeto al poste, no tardaría en subirle una fiebre por la que empezaría a sudar copiosamente y padecer escalofríos. Luego de eso estaría tan desorientado que ya no podría distinguir si aquello que le ocurría era completamente cierto o solo se trataba de un mal sueño, de esos que padecía regularmente y lo despertaban tiritando y llorando a moco tendido.
Al final cedería a la orden que Abundio le estaba dando. Volvió la vista donde Abundio y buscó sus ojos para ver qué había en el fondo de ellos. ¡Las veces que su madre le dijo que solo mirando el fondo de los ojos de los hombres se podía saber sus verdaderas intenciones! Y los ojos de Abundio estaban muy oscuros y por tanta esa oscuridad solo podía ver parte de sus verdaderos pensamientos. Pero lo que el mulato sí pudo ver en ellos, fue que si no hacía lo que le pedía, lo quemaría vivo como a las cotorras que eran incineradas en sus propios nidos con un lanzallamas gigante que era la adoración de los pobladores. Al mulato terminar la vida abrasada por el fuego le entraba un pánico que no podía compararse con ningún otro miedo.
Cuando empezó a sentir la fiebre, su espíritu se derrumbó completamente. A qué perder el tiempo callando, haciendo creer que estaba dispuesto a no dejarse embrollar más en los asuntos de “Él” por los que no solo había pasado seis horribles meses en ese espantoso calabozo de dos metros por dos metros, donde, cada tanto, recibía una brutal paliza porque eso divertía a los policías. Cuando quedó libre no supo qué fue peor, si el encierro o “una vida de mierda” para su completa desgracia. Desde entonces fue paria, un “comemierda” como lo llamaban las viejas por el simple placer de vejarlo en cada oportunidad que se presentaba.
Miró a lo lejos, donde una luz titilaba entre el fresco de la noche. Se preguntó por qué una luz daría justo donde él permanecía amarrado si no era porque le estaba dando una señal que debía saber interpretar. Podía ser la señal que esperaba para decidirse. La desgracia llama a otras desgracias. Así fueron desde entonces sus días. Y la luz convoca a la luz. Aún recordaba aquello que le dijo el cura en una oportunidad cuando lo visitó en el calabozo para darle consuelo: “una luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla. De esa luz provenía su solución. No podía equivocar el juicio. Había llegado el momento en que debía decidirse por la luz de la vida o la oscuridad de la muerte, aunque esa oscuridad llegara por la acción del fuego. Sintió el humo que subió hasta su nariz, el fuego ya su boca consumía, y carbones fueron por encendidos debajo de sus pies. Lloró lo que pudo y lloró desconsolado.
Abundio escupió el hartazgo que le provocaba aquella escena.
El Ascensión cabeceó dos o tres veces. Carraspeó para llamar la atención de Abundio, quien estaba muy próximo a perder la paciencia.
—No soy negro de mierda –fue lo primero que dijo luego de su silencio. Su voz sonó carente de fuerza.
—¿Y eso a quien carajo le importa? –Abundio no se anduvo con medias palabras.
—A nadie le importa qué sos vos y qué es “esa”. Lo único que importa, es que el jefe dijo que había que terminar “con los idiotas”.
Abundio le tomó el rostro con las dos manos y mirándolo a los ojos le preguntó:
—¿Vos sos idiota?
Entonces el mulato sí pudo ver los ojos hasta el fondo. Y no le gustó nada lo que vio en ellos. Cerró los ojos, acobardado. Quiso decir “por supuesto que no soy idiota”, pero no se animó. También podía haber agregado que era pobre y desgraciado, pero no idiota.
—Si no sos un idiota ni un negro de mierda, hacé lo que te digo.
El Ascensión consideró que ese era un buen punto para Abundio. A media voz preguntó cómo sería el asunto.
—¿Qué cómo será la limpieza? A machetazos.
¿Luego a los cerdos? Podía ser. Era una buena opción. Los cerdos no dejaban rastro salvo en la mierda. Siempre los dientes resultaban imposibles de digerir. Pero eso no tenía importancia. Nadie iba a andar metiendo la mano en las inmundicias para rescatar el diente de un “putarraca”.
Abundio volvió a tomar su rostro con las manos, pero esa vez le habló al oído. Le dijo:
—“Él” prometió que después del trabajo te saca del pueblo y te lleva a un lugar a donde nunca más te van a molestar, nadie te faltará el respeto y hasta podrás vivir en una casa, modesta, pero casa al fin.
Siguió mintiendo:
—Dijo que te dará una plata, como una pensión. Una recompensa por tu gauchada.
Todo lo que “Él” le pedía, es que acabara con esa historia. Había que pensar en el porvenir, en los nuevos negocios. Nada de putas, nada de apuestas en peleas de perros y carreras de galgos. La riqueza tocaba a las puertas de villorrio. “A la oportunidad la pintan calva, ¿sabés, negro? Pero para que el dinero fluyera había que terminar con el pasado. Un favor no se le niega a nadie. El beneficio sería para todos. Incluido él.
—Tomalo como un regalo, o como recompensa por los favores prestados. Aprovechate ahora que “Él” está generoso. Decidite negro porque no tengo toda la noche. El machete o el fuego, vos elegís.

***
Después que desamarró al mulato, Abundio sintió un gran alivio. De una alforja que llevaba sacó una gruesa bolsa de plástico.
—¿Con una te alcanza?
El mulato no entendía lo de la bolsa. Abundio se fastidió.
—¿Qué te pasa? –Sonó amargo y enconado– ¿Qué mirás como un boludo?
El mulato miraba la bolsa que le mostraba Abundio pero no comprendía.
—Acá poné la cabeza y las manos. También el machete. Después tirás la bolsa en el pozo de la basura. ¿Entendiste?
Trozar a una persona no era lo mismo que machetearla. Podía hasta tirar el machetazo y cerrar los ojos para no ver el tajo y la sangre brotar como de una canilla. Luego huir a la carrera, dejar la muerta donde cayó y esconderse en el monte profundo, donde los cuises se refugiaban lejos de las carabinas de los cazadores.
Si todo salía mal podía aducir que era “anormal”. “Subnormal” como decía el cura hablando de alguna gente del pueblo. O decir que había quedado “tarado” por la picana y que no supo lo que hacía. También que estaba empedado, o había sufrido gualicho. Total, era “un negro de mierda”, un “comemierda”. Y un tipo que come mierda no puede pensar decentemente. Necesariamente, debe tener ideas de mierda.
Reiría como hacía siempre. Reiría sin parar para que lo tomaran por loco o por estúpido. Nadie podía estar totalmente seguro de qué macana podía hacer un negro como él, que solo sabía reír y reír como un idiota. Eso haría y aunque lo llevaran preso reiría sin parar. A los gritos, como un total y completo idiota. Después de todo, otra temporada en el calabozo no podía ser peor que lo anterior.
Un machetazo en el cogote ponía fin al asunto sin mucho ruido. Lo haría sin mirar. Tiraría el machetazo y esperaría el ruido del cuerpo contra la tierra. Hasta eso estaba dispuesto. Pero descuartizar era otra cosa. Nunca había pensado en eso. Nunca. Ni en sueños lo pudo imaginar.
Despostar a una mujer en medio de la maleza, era asunto demasiado serio. No podía resultar como carnear un cuis o un cordero, destripar un bagre o una perca. Tampoco como sacrificar un cerdo. Cierto era que los animales chillan cuando se acerca el cuchillo para el degüello. ¡El animal chilla! Y para él, suplicaban, porque los seres vivos quieren ¡vivir! No morir degollados.
Si lo habrá visto cuando sacrificaban un cordero o un lechón para las festividades de la Virgen, y salían por el pueblo con ese muñeco de madera que nunca se sabía bien de quién se trataba. ¿No dicen las viejas “lloraba como un marrano”? Entonces un marrano llora. ¿Y una persona? Una persona dice sus cosas, clama piedad, mira a los ojos, implora, ¡llora por su vida! ¡Llora!
Quiso decir “pero” y Abundio le cerró la boca.
—No hagás dramas. Es lo mismo que trozar al carnero, por las articulaciones. Primero por el tobillo, después por la rodilla, luego donde el muslo se une a la cadera. Lo mismo arriba, muñeca, codo, hombro. En el cogote por encima de la nuez, donde la garganta y derecho hasta la nuca. Nada que un tipo como vos no pueda hacer. ¡Si te habrás culeado chanchas! ¿O crees que engañabas a alguien cuando andabas con la ropa toda cagada? ¡Tus buenos polvos te habrás echado antes de cagarlas a palo! Más o menos lo mismo. No te hagás la víctima, negro.
Después que tirás la bolsa con la cabeza, las manos y el machete en el basurero, venís a la ruta donde la primera curva, donde el eucalipto gigante. Ahí te voy a estar esperando. ¿Entendido?
Ascensión buscó un pretexto.
—Yo no tengo machete.
—Robáselo al Reinaldo. Conocés mejor que yo dónde guarda las cosas. Te vi muchas veces merodeando por su taller.
“Te espero donde te dije”, fue lo último que escuchó el mulato, cuando Abundio ya se había alejado unos cincuenta metros. Pero el mulato nunca concurrió a la cita.
48

Scylla encontró parecidos a los niños a muchos otros que conoció en distintos lugares donde hizo su vida. Flacos, sucios, distraídos, a veces amorosos, brutales entre ellos.
El bebé era realmente gracioso, sabía ser risueño como si supiera que sin su gracia no hallaría ningún buen destino.
Pero todos se parecían a algún otro de los que había conocido. Cada lupanar en los que padeció podía tener una o dos familias agregadas con niños pequeños. Algunas familias eran cautivas, otras no. Algunas eran las familias de las prostitutas que trabajaban en los burdeles y que habían quedado embarazadas de clientes o jefes; otras trabajaban al servicio de quienes aparecían como sus propietarios, aunque todos sabían que no lo eran. Lavaban ropa, ordenaban los ambientes, servían bebidas. Pero no le encontró ningún parecido a Briseida y eso que había conocida a muchas mujeres que hubieran dado lo que no tenían por sacarse de encima a sus críos y no porque lo desearan para obtener alguna ventaja. Lo deseaban para salvarlos de su mismo destino.
Lo que más le llamó la atención de ella era su completa convicción por deshacerse de los niños, convicción muy superior a la de las otras mujeres. Ella no demostraba ninguna vacilación por su decisión. Y no la tenía. Nunca la tuvo. Desde que convino con el cura del pueblo que haría con los niños cuando huyera, lo único que sumó a su deseo fue convicciones. La situación por entonces era realmente patética, y todo hacía predecir que en el momento menos pensado no solo Eln sería devorado, sino que todos los hermanos tendrían por tumba las barrigas insaciables de los cerdos monumentales que criaba el bruto.
Abundio, primero, y Emerio, luego, habían sido sus salvadores. Abundio, en la noche, en la ruta a la salida del pueblo, a donde huyó despavorida y donde no guardaba casi ninguna esperanza de encontrar a alguien que aceptara llevarla con tres niños pequeños a la ciudad de las luces, donde no la esperaba nadie. Abundio fue una verdadera bendición. Nada sabía ella de que fue el propio “Él” quien le ordenó a Abundio garantizar esa partida que asumía sería definitiva.
Emerio luego, llevándola con los niños a la capital. Faltaba un solo tramo del viaje “salvador” como diría años después hablando de aquella fuga y entrega. Emerio estaba al caer luego de cumplir con su entrega y entonces partirían a donde esperaban a Briseida con los niños.
Scylla notó que de tanto en tanto Briseida extraía una foto de entre sus ropas y la observaba. La mirada de la muchacha no alcanzaba a revelar los sentimientos con que observaba aquella imagen. Por momentos parecía conmoverse al mirarla, pero en otros esa conmoción no era de pena ni de nostalgia sino de odio.
Tucho, Rafael eran indiferentes a todo eso. Ni sospechaban su futuro inmediato. “JJ” dormía plácidamente sobre una colchoneta que Scylla consiguió para improvisar una cuna.
—¿Un ser querido? –Scylla le preguntó señalando la foto.
Briseida sonrió sin arrogancia. Guardó la foto.
—¿Emerio tardará mucho más? –Respondió con otra pregunta. Parecía no haber escuchado qué le preguntó Scylla.
—No lo sé, pero no creo. Suele regresar para esta hora. –Miró su reloj pulsera que marcaba la hora 12:50.
La expresión en el rostro de Briseida había cambiado. “¿Un ser querido?” Vaya pregunta. Si tuviera que responder debería contarle la historia de su vida. No solo la de ella, la de sus hermanos también y en especial la de Eln. ¿Ser querido? Ninguno. La foto que llevaba se la dio una de las viejas. Pura maldad, tal vez para mortificarla para siempre. Esas viejas nunca se podía decir de qué lado jugaban su juego.
—No se trata de ningún ser querido. Quienes me dieron esta foto me dijeron que era de mi padre. Pero nunca supe quién era mi padre. Así que no tengo modo de saber si esta foto es de él o de un fulano cualquiera.
—Da lo mismo –respondió Scylla a punto de lanzar una carcajada–. Padre o cualquiera es casi lo mismo. La inmensa mayoría de los desgraciados de este mundo o no sabemos quién es nuestro padre, o nuestros padres no quieren saber nada con nosotros, sus hijos. Somos una carga, un “lamentable” accidente, un “error”. Pretexto de todo tipo. Es la regla. Las madres se cargan el paquete hasta que mueren. Por eso no tendré hijos, nunca. Si conservás una foto de él no es poco. Yo ni siquiera sé qué cara tenía el desgraciado. A veces me pregunto ¿sería gordo? ¿Flaco? ¿Cojo? ¿Buen mozo? ¿Un escracho? Siempre me respondo “un hijo de puta”. Y aunque no me conformo, me desquito.
—Yo lo odio.
—Es bastante saludable –Scylla sinceramente creía que ese era el único sentimiento que se podía sentir por un tipo que se desentendió de sus hijos como si fueran menos que una mascota.
—Pero no sabés si ese de la foto es o no tu padre.
—¿Blacrrod, así se llamaba?
—Blacrrod, sí.
—¿Él podrá averiguar si este tipo es mi padre?
Scylla quedó sorprendida por la pregunta.
—No lo sé. Pero si te acepta, va a intentarlo.
Briseida volvió a sacar la foto de entre sus ropas. La miró fijamente.
—¿Qué debo hacer para que me acepte?
—Nada. Hagas lo que hagas, él decide a quién quiere a su lado y a quien no. Pero mirándote sin prejuicios, dudo que te rechace.
—¿Blacrrod puede hacer lo que quiere?
—Y mucho más.
—Entonces le pediré que lo busque.
A Scylla el rumbo de la conversación le resultó extraordinario. Sabía qué diría la muchacha al final de la conversación.
—Seguro que si el tipo existe él lo va a encontrar. ¿Vive en tu pueblo?
—No lo sé. –Briseida no lo sabía.
—¿Y después que lo encuentre, qué?
—Que lo mate.
—Así nomás.
—No, así nomás, no. Haré una larga lista de todas las porquerías que cada uno de nosotros sufrió. Después de sufrir eso, entonces estaría deseosa de que lo mate. Es lo más justo. Que lo tire al río para que lo chupen los túneles, así su cuerpo podrido aparecerá kilómetros río abajo y el pueblo saldrá a celebrar como hace siempre que aparece un muerto flotando. Eso estaría muy bueno, me daría por satisfecha aunque no sirva de mucho.
Scylla no desaprobó las palabras de la muchacha. Hasta le parecieron sensatas. Muchas veces ella pensó que para ciertos asuntos solo se obtiene serenidad si se puede ejercer el derecho de venganza.

***
Emerio apareció de golpe. Lucía cansado pero sonriente. Se alegró de ver a los niños jugando. “JJ” dormía muy plácidamente. Eso lo reconfortó. Se sintió cumpliendo una buena acción. Algo de valor verdadero.
—Se está nublando. Anuncian lluvia.
—¿Van igual? –Scylla preguntó por preguntar.
—¡Por supuesto! –Briseida gritó enfurecida.
Tucho y Rafael ni prestaron atención a ese grito. El bebé tampoco pareció sentir el alarido de Briseida. Dirían que estaban acostumbrados a los gritos y los golpes que a las palabras dulces y las caricias. Si alguien les hubiera hablado amorosamente, con seguridad hubieran suspendido su juego para observar incrédulos a quien les hablaba de ese modo. Ese grito de Briseida era parecido a todos los gritos que había proferido en los últimos años, pero muy especialmente en las últimas semanas, cuando estuvo más alterada que de costumbre.
Cuando el bruto preguntaba a qué se debían esos gritos, la madre respondía “está menstruando”, explicación que podía usarse para esa y cualquier otra alteración del carácter.
Emerio y Scylla, sin embargo, quedaron pasmados. No porque gritara, sino por cómo gritó. Era un chillido sacado del pliegue de las tripas más íntimas, esos que solo se profieren cuando se trata de asuntos trascendentes de vida o muerte.
—Tranquilidad –pidió Emerio–, nada cambiará los plantes. Tranquilidad.
Briseida recuperó la calma. Scylla su aire indiferente.
—Cholo me presta la camioneta para ir a Varela. Ir con el camión va a ser un incordio.
—¿No van a comer antes de salir?
Tucho y Rafael gritaron “¡comida!”
—Hacete unos sánguches, Yilla… comprate queso, salame, y unas cocas…
—Scylla, Emerio, Scylla. “S”, “c”, “y”, “i griega”.
—Si seguro. ¿Tenés plata?
La mujer sonrió. “¿Creés que hago algo gratis?”
Emerio sacó su billetera del pantalón y se la arrojó a Scylla.
—No te las gastés toda.
Scylla revisó la billetera, extrajo unos billetes y la devolvió a Emerio.
—Lo que tenés acá no te alcanza ni para un servicio barato. Ni los trabas del barrio laburan por esta guita.
—¡Qué mujer! Anda de una vez y traé sánguches que los pibes tienen hambre. ¿Hay leche para el bebé?
—Sí, de sobra –Briseida mostró el biberón lleno de leche.
—Comemos algo y nos vamos. –Era todo lo que Briseida deseaba escuchar.

***
Emerio sabía que no debía proponer nada para el viaje hasta Florencio Varela. Pero ocurre que, aunque una persona sabe que no debe decir tal cosa o hacer tal otra, de todos modos lo hará. Es parte de la naturaleza humana.
Emerio desplegó sobre una pequeña mesa un enorme mapa.
—Vas a pensar que soy un plomazo, pero quiero mostrarte el camino hasta el lugar que figura en la nota del cura.
Briseida miró el mapa, pero su mirada estaba vacía. Ella, en ese preciso momento, no pensaba nada sobre Emerio. Ni bueno ni malo. Era solo una posibilidad de salir de todo aquello y cuanto antes mejor. También de presentarla a ese que podría ser quien le diera la satisfacción de la venganza, asunto del que Emerio no estaba enterado.
El hombre le mostraba el mapa a Briseida con el ánimo de que ella pudiera tentarse con la idea de dar un rodeo por todos esos lugares de nombres desconocidos, antes de llagar a donde debía dejar a los tres niños. Pero Briseida no sabía leer ni escribir, mucho menos interpretar un mapa. Solo Eln aprendió a leer y escribir y ella no sabía cómo su hermano lo había logrado. A ninguno de los dos se les permitió ir al colegio. A Eln porque se lo consideraba bastante menos que a una mascota. Las mascotas se les permite ladrar, maullar, revolcarse a los pies de los amos, incluso se les alienta a hacer alguna pirueta. Luego se las golpea porque ya no causan gracia sus pantomimas, a veces se las desecha por algún lugar alejado, cuando no se las mata porque “ya son un fastidio”. Pero a Eln solo se le permitía ser un despojo antes de ser descartado. Eso era todo. Un verdadero desperdicio.
A Briseida se le negó la educación porque estaba reservada para ser la sirvienta del bruto, de la madre y la hermana de crianza de Tucho, Rafael, Juan José y todos los niños que a ellos le siguieran. Pero tampoco tenía asegurada su supervivencia. El día menos pensado el bruto se hartaría de ella y de los demás hermanos y todos serían parte del banquete de los cerdos gigantes.
El mapa para Briseida no significaba nada, solo era una gran confusión de colores y rayas estampadas en un papel brillante en el que la luz se reflejaba como una mancha blanquecina.
Además, Briseida tenía una única preocupación que crecía a cada instante y que era dejar de una vez y para siempre a los tres hermanos donde le recomendó el cura del pueblo. No quería paseo, ni explicaciones que la distrajeran de sus objetivos. Hizo un esfuerzo por parecer que atendía las explicaciones de Emerio, pero su mirada vacía le hizo comprender al hombre que su explicación era completamente inútil.
—Bueno. Solo quiero que veas por dónde vamos a ir.
Señaló Retiro, el lugar a donde habían llegado en la mañana muy temprano. Luego puso su dedo sobre una raya azul a la que llamó “Acceso Sudeste”, y por esa raya fue nombrando los lugares por los que iban a pasar.
—¿Ves? Estamos aquí, Retiro. Vamos a pasar cerca de la Reserva Ecológica, Puerto Madero, la Boca, Dock Sud y después seguimos derecho hasta Florencia Varela, donde queda el lugar que te escribió el cura en la nota que te dio.
—¿En Florencio Varela está ese hombre que me nombraste?
—¿Mi amigo? –Scylla hizo lo posible por no mirar ni a Emerio ni a Briseida. Su expresión no hubiera ayudado en mucho a la conversación. Nadie podía llamar “amigo” a Blacrrod. Por lo menos nadie en su sano juicio.
—Más o menos. Pero no es ahí. Algo más lejos.
—Entonces vámonos ya.
Briseida ordenó a los chicos que dejaran de jugar y fueran con ella. “¡Nos vamos!” gritó. Obedientes se alinearon a su lado. Tomó al bebé quien dedicó muchas sonrisas a todos. Scylla ayudó a juntar las pocas cosas que llevarían para ese viaje. Sándwiches, biberón, Coca-Cola. Era todo lo que tenían.
Emerio acercó la camioneta hasta la entrada del galpón y los niños se ubicaron en el asiento trasero y aceptaron mansamente ser sujetados con los cinturones de seguridad. Briseida les recomendó que se durmieran “porque el viaje será largo. ¿No vieron en el mapa?”. “No”, dijeron los con completa convicción. Emerio le indicó que ella también debía viajar en el asiento trasero. Estaba prohibido viajar con bebés en los asientos delanteros. No deseaba tener problemas durante el viaje porque no tenía modo de justificar qué hacía con esa muchacha y tres menores de edad. Faltaba que sospecharan un rapto para traficar con los niños o un abuso, y todo acabaría en un verdadero desastre.
Briseida obedeció pero de mala gana. Estaba dispuesta a aceptar cualquier orden con tal de llegar a destino. Nada debía salir mal. Ese era su único propósito.

49

Felisa lo vio a la distancia. Desde el amplio ventanal de la sala del caserón, vio al comisario llegar a bordo de su camioneta.
De la tranquera al casco habría unos mil metros. Ahí nomás de la tranquera, estacionó el comisario, descendió y aguardó que alguno de los peones llegara para recibirlo. No estaba en sus hábitos llegarse a donde Doña Felisa. No podía decirse que le temía, pero prefería esquivar su presencia. Ella le resultaba demasiado directa, conducta a la que no estaba habituado, actuaba rodeado de alcahuetes que solo sabían decir “sí, jefe”.
A caballo llegó Don Braulio. Sin apearse, se mostró amable con el visitante.
—Buen día, señor. ¿Qué lo trae por aquí, comisario?
—Buen día, amigo. ¿Está la patrona?
—Doña Felisa dijo que pida la que necesita para la festividad, que ella se lo manda donde ordene. Yo le tomo el requerimiento. La patrona pide disculpas, pero se debe haber olvidado de qué se trata. Pero recuérdeme de la festividad así se la menciono.
—No vengo por ninguna festividad, precisamente. No tuvo ningún olvido. He venido porque necesito hablar con ella de asuntos que serán de su interés.
—Entonces pase. Si lo trae otro mandado, pase, lo está esperando. Siempre es un gusto recibir a la autoridad en la casa.
Felisa salió a la entrada a recibir al comisario. Parecía de buen humor a pesar de que detestaba la presencia del policía.
Minutos después los hombres llegaron. Uno en su camioneta y el otro a caballo.
—Buenos días, Doña Felisa. –El comisario trató de sonar cortés.
—Buen día, comisario. ¿Qué lo trae por aquí?
—Necesito hablar en privado, si me disculpa. –El comisario bajó su cabeza ante el capataz en señal de disculpas.
—Faltaba más. Nada mejor que el hombre discreto –dijo el paisano y salió para los corrales al trote del caballo.
—Pase don, esta es su casa –mintió.
—Gracias, Doña Felisa –devolvió la mentira con una tenue sonrisa. Se sabía repudiado, pero no le alteraba el pulso el sentimiento que la mujer tenía por él.
El comisario y Felisa entraron al gran salón de la casa. La luz tenue de la mañana temprano entraba por varias ventanas entibiando el ambiente. No se oía ningún ruido en la casa, como si todos aún durmieran o ya no había nadie en ella.
Invitó al comisario a acomodarse en un sillón de la sala. Ella se sentó en otro, frente al que ocupaba el hombre.
—¿Y Doña Eva por dónde anda? No la he visto, siempre anda atrás suyo.
—Muy ocupada, como siempre. Como anduve algo jodida de la espalda, ella se está ocupando de todo. Demasiado trabajo para dos mujeres solas.
—Tiene buena peonada por si acaso.
—No vaya a creer. Todos mañeros. Hay que estarles atrás todo el tiempo. En fin. No ha venido pa’ escuchar mis quejas. Tengo café caliente o lo que prefiera. Pa’ usté siempre hay pan casero o algún bizcocho si gusta. Es temprano para andar con la barriga vacía.
—Le agradezco Doña Felisa, pero prefiero ir al grano y no hacerle perder su tiempo.
—Usté dirá, entonces. Soy todo oído.
—Sé que tiene guardado a un niño escapado del pueblo –le dijo sin medias palabras–. Dicen que lo encontró medio muerto. Por la alambrada del noreste, donde anda su ganado.
—¿Y quién le ha dicho semejante cosa?
—Gente amiga. Pero sin maldad. Usted sabe como es el paisano cuando quiere dar una mano.
El rostro de Felisa no mostraba emoción alguna. Estaba atenta y preparada. Llevaba verijero a la cintura y su pequeña pistola Browning Baby 6.35. Hacía tiempo que había decidido que ningún tipo cometería atropello en sus tierras y contra su persona o la de Eva. Si tenía que ponerle un buen tajo o una buena bala, no dudaría en hacerlo ni aunque fuera general.
—Al chico quisieron matarlo.
—¿Cómo es eso? –Felisa preguntó como si no supiera nada del asunto. Carente de emoción, su pregunta sonó extraña–. ¡Qué espanto! ¡Quién va a querer matar a un niño! ¡Por Dios!
—De seguro el chico ya le habrá contado más de lo que sé yo hasta ahora. Además, no sé si ya le habrán venido con la novedad, pero tengo tres muertos en el pueblo y la gente alborotada.
—¡Pero qué me está diciendo! Qué cosa tan horrible ha pasado en estos lados.
—Por lo menos su protegido salió vivo, lo que no es poco. Dicen algunos que lo quiso matar el bruto, por orden del Inmaculado Corazón de Jesús. –El comisario recitó esa parte del nombre de “Él” con total cinismo.
Felisa se persignó como si hubiera nombrado al demonio.
—El bruto siempre trabajó para esa familia –dijo Felisa–. Si no recuerdo mal, Don Licurgo, que Dios lo tenga en su gloria, lo mandó donde el Pardo, se acuerda, el que murió pobrecito de un infarto cuando lo de su hija, la violación que le achacaron al Ascensión con un grupo de amigos que nunca nadie encontró. Aunque en verdad todos supimos que la violación la hicieron los hijos ricos del pueblo. Creo que uno de los pocos que no se enteró fue usté, comisario. ¡Lo que es la falta de información!
El comisario sonrió desprejuiciado.
—¡Mire lo que me vengo a enterar! Haberlo sabido antes. Cosa e’ pueblo, Doña Felisa. ¡Es que lo negros hacen cada macana! Usted vio cómo son. Se juntan y hacen cosas de negro. Uno los cree capaces de cualquier fechoría, por eso la verdad se vuelve esquiva cuando hay un negro en el medio. Y usted sabe bien que entre nosotros la verdad siempre resulta extraña, patinosa en este pueblo donde hay demasiada humedad y todo se vuelve viscoso.
—Haberle dicho al mulato que se comió tal garrón.
—Don Licurgo, un santo, pidió que se lo cuidara, y eso hicimos, con esmero.
Felisa tomó aire y se mantuvo serena. Ganas tenía de mandarlo a la mierda, pero aquel asunto era pasado y tampoco estuvo en sus preocupaciones el esclarecer la verdad de aquellos eventos. Lo importante era la razón de esa visita del comisario. Eso era lo que realmente le interesaba.
—¿Entonces, me estaba diciendo?
—Al bruto lo mató la mujer, en extraña circunstancia, y de esto hay mucho testigo. Niño, niña, mujer, viejo, muchos vieron el crimen. Lo roció con nafta y le prendió fuego.
—¡Qué horror!
—El tipo murió carbonizado sin chillar ni una vez. Qué animal, ¿se da cuenta? Después de cometer ese crimen, la mujer desapareció de la vista de todos, como sus hijos a los que no se volvió a ver a ninguno.
—¿También mató a los niños? –Felisa preguntó con cierto espanto.
—No, Doña. A todos los sacaron del pueblo, fueron donde la curia, me dijeron. Ahí estarán a salvo. En cambio, uno… usté sabe, no me haga ser atrevido.
El comisario se sintió más cómodo que al principio. Se echó hacia atrás, apoyó su espalda en el mullido respaldo del sillón y se sintió seguro para seguir su relato.
—Al tiempo apareció muerta la pobre mujer del bruto. La mataron a machetazo limpio. Quisieron descuartizarla, pero, o no les dio el tiempo, o el que la mató no tenía experiencia en cuartear. No sería hombre de campo, supongo. La cabeza casi que le arrancaron y las manos, ni le cuento.
Felisa escuchó el relato sin demostrar sentimiento alguno. No se extrañó el comisario de su supuesta indiferencia.
—El tipo, o los que hayan sido, se llevaron la cabeza y se llevaron las manos. Ande saber dónde fue que las tiraron. Hasta ahora, Doña Felisa, no las hemos podido encontrar. La habrán comido los perros, hay mucha alimaña suelta, usted lo sabe. Me dijeron que anda un chancho salvaje grande, como un ternero, entre el monte y el borde de las estancias. Tal vez hembra, porque algunos vieron las crías. Las hembras se ponen rudas cuando andan con cría a cuestas. Los vieron lejos de acá, más para la Federala, casi llegando al río donde hace el recodo. Si ese chancho encontró los restos, no ha quedado evidencia. Si llega a saber de algo al respecto, si algún paisano se encuentra con el regalo, avise, la autoridad sabe ser agradecida.
Felisa solo movió su cabeza afirmativamente.
—¿Y cómo saben que es de la tipa el cuerpo?
—Quién otra se va a morir en medio’el monte cerrado. Es la única que falta en el pueblo. Estamos seguros de que es de ella el cuerpo que apareció en ese monte profundo, a medio comer por los perros cimarrones. El alboroto de los perros que se peleaban por un pedazo de tripa atrajo a un paisano que encontró el cadáver.
—No puedo creer lo que me dice, comisario. ¿La pampa se ha vuelto loca?
—Los tiempos cambian, patrona. Los tiempos cambian. Las cosas pasan aunque uno no lo quiera. Sin ir más lejos, anoche murió el Ascensión, reventao por un camión. Parece que el camionero sintió el golpe, pero creyó que se trataba de un perro, de un perro negro, claro. Tal vez por eso no le haya visto siendo de noche cerrada. Así que el camionero siguió de largo. ¡Quién va a parar en la madrugada porque aplastó a un perro negro!
Atrás vino otro, que sintió que algo aplastaba, pero dijo que creyó que era el perro que había pisado el primero. Recién el tercer camionero creyó ver algo así como una cabeza, por un ojo que vichaba pal lado del entrevero de la arboleda tupida, y fue que detuvo la marcha. El pobre encontró lo que quedaba del mulato estampado en el asfalto. Fue difícil saber de quién se trataba. Le aseguro Doña Felisa que fue difícil. Entonces las viejas empezaron a cotorrear, dijeron “¡se suicidó! ¡Se suicidó!” porque estaba arrepentido. ¡De qué se iba a arrepentir el negro! ¿De ser negro? Pa’ eso no hay arrepentimiento que valga. Cómo les gusta a esas viejas meter siempre la cuchara. Y usté sabe tan bien como yo sé, que cuando las viejas hablan, habla por esas bocas nada más y nada menos que el Inmaculado Corazón de Jesús.
—¡Qué nombre pa’ un desgraciado! Pobre Jesús, hijo de Dios. Ya mejor no me lo nombre.
—Familia católica, uste’ sabe. No siempre los hijos salen como quieren los padres.
—De tal palo, tal astilla, comisario.
—Más o menos, doña Felisa. Don Licurgo tenía sus cosas, pero era de buen sentimiento. Tal vez algo mano larga y un tanto calenturiento. Pero hombre de la pampa, sin ambición desmedida.
Felisa resopló disgustada. Sus deseos de mandarlo a pasear se hicieron más poderosos, pero supo contenerse.
—Se le ha juntado trabajo, por lo que me dice. Lo compadezco, comisario. Le ahorro la ganancia de estar en medio de estas porquerías. Pero ¿y yo qué tengo que ver con todo este entrevero de niños desaparecidos, de moribundos, muertos carbonizados, mujer descuartizada y mulato reventado?
—Bueno, doña Felisa, la razón de mi visita es que sospecho falta otro muerto, que vendría a ser el niño que usted tiene refugiado. Usté sabe de quién hablo. No importa, no me lo diga, no quiero que me mienta y tampoco lo necesito pa’ irme de acá contento. Me basta ponerla al tanto.
No lo nombro al muchachito pa’ no ponerla en compromiso. Pero es que vengo a decirle que el Inmaculado Corazón de Jesús le ha puesto vigilancia a su estancia. Parece que trajo un par de tipos que hacen esta clase de trabajo. Eso me ha dicho gente amiga, de confianza.
—¿Y usté cree que el Inmaculado Corazón de Jesús va a intentar algo aquí en mis tierras, en mi casa, por un niño al que no conozco? ¿Eso me está diciendo?
—Mire Doña Felisa. No voy a andar con rodeos. El hombre tiene socios nuevos, ha despreciado a los viejos camaradas. La amistad dura lo que el dinero y muchos están ofendidos.
—Eso lo incluye a usté.
—Ve cómo nos entendemos. Habilitó tres pistas, me comprende. Va a sacar a las putas, con perdón de mi vocabulario, de toda esta parte de la pampa. “Las putas para el Moreira” dijo casi a los gritos. El Moreira es “muy” bonaerense, sabe a qué me refiero. Es el que trae muchachas de lugares muy lejanos pa bien de la peonada.
—Sé a quién se refiere.
—Y también ordenó el Inmaculado acabar con eso de las apuestas. Parece que en una reunión en donde juegan al póquer, dijo a los gritos “el que el quiere putas”, con perdón de mi vocabulario, “y el quiere apuestas, que se vaya a la ciudad, al Bingo, en donde hay otros patrones”. Porque él ahí no piensa meterse. Es que aquí, Doña Felisa, el Inmaculado va a cambiar de rubro. Así que necesita completar la lista de finados y el pibe está en esa la lista.
—¿Cree que mi vida está en peligro? Yo no ando en nada ilegal, usté lo sabe.
—¡Perfectamente, Doña Felisa! ¡Cómo no lo voy a saber! Pero cuando empiezan estas cosas pagan justos por pecadores y nadie sabe pa’ donde va a salir la próxima bala.
—¿Debería preocuparme?
—Yo sé bien lo que le digo. No solo el Inmaculado tiene amigos. Yo tengo amigos. Y usted tiene los suyos. Pa´ que le voy a mezquinar la verdad, si en esta estamos juntos pa’ no salir jodidos. Yo le ofrecí a mis amigos al Inmaculado, porque mis amigos son sensatos, sabe, ellos saben como manejar las cosas.
—¿Y quiénes son sus amigos, comisario?
—Bueno, digamos que son una banda de comisarios. Gente también “bonaerense”, aunque hay de otros lugares. Una especie de asociación, toda gente muy honrada.
—No pa’ la beneficencia.
—Si hay que donar, no amarretean, quieren el bien de los suyos. Ellos son de la ley, y saben cuidar de gente como usté. No es necesario andar matando gente y poniendo pistas aquí y allá y por todos lados porque al final, los de afuera nos van a terminar chupando. Ellos van a hacer el negocio gordo y a nosotros nos van a dejar las migajas. Ya lo dice Martín Fierro, “cuando los hermanos se pelean los dovaran los de afuera”. Si tiene que haber una pista, que sea bien paisana. Es lo justo y necesario.
—¿Tiene algo que ver con los colombianos que compraron hace un tiempo el latifundio de los Cáceres ?
—¿Colombianos? ¿No son yanquis?
—Dijeron que colombianos. Pero… una no se anda metiendo donde nunca la convocan. Pero sigo sin comprender qué tengo que ver con esto.
—Ahora paso a explicar, soy un hombre comprensivo y no vine con malas intenciones. Haga de cuenta que hablo de otra Felisa, una que usté ni conoce. Esa señora tiene en su casa algunos problemas. Uno es el chico, a quien el Inmaculado quiere muerto.
Anduvo diciendo que este es un “pueblo de idiotas” y que él iba a acabar con los idiotas. Pero yo no soy idiota, usted tampoco. No creo que el chico acaso lo fuera. Habrá alguno, siempre lo hay, pero todo un pueblo no puede ser idiota. ¿Va a acabar con todo el pueblo? ¡Se habrá vuelto loco, capaz!
Parece que el Inmaculado no sólo está interesado en el chico. Mis amigos dicen que también anda parando en la casa de “esa otra señora” un fulano de nombre extraño, que es una especie de “consultor” de gente importante, como un sabelotodo, amigo de una que, casualmente, también se llama Eva, como la suya. Ese es el otro problema. Parece que este señor es asesor de mucha gente “de arriba”, ¿me comprende? No sé en qué los asesora, supongo que en los negocios. Tal vez el Inmaculado teme que este señor le eche a perder el suyo.
Entre esa gente que el fulano asesora, está la “banda de amigos” de la que le hablé antes. Y esa gente no quiere que al “asesor” le pase nada, porque entonces el asunto se va a poner muy feo.
No sé, mire, me dicen de un Sindicato, y otros interesados que se están llegando al pueblo. Yo soy comisario de pueblo donde todos nos conocemos. ¿Se da cuenta, Doña Felisa? Qué voy a saber de sindicatos si acá para que entre el Uatre casi se agarran a tiros y va a venir otro Sindicato pa’ manejar los negocios. Todo se va a poner feo. Ya lo dice el refrán “muchas manos en un plato…” Acá todos meten la uña.
Dicen mis amigos que el Inmaculado arregló con los extranjeros, no importa si colombianos o yanquis que al cabo casi lo mismo, para deshacerse del “consultor”. Así que “esa señora” tiene un problema grande. Porque para matar al chico y después matar al “consultor” primero la tienen que matar a ella,y sólo Dios sabe a cuántos más, porque los dos están en su casa. Mucho cadáver, ¿se da cuenta Doña Felisa? No se puede permitir. De un día para el otro, esta pacífica tierra se ha vuelto un matadero. Desde que se acabó el salvaje en época de Don Julio Argentino, nunca hubo tanto crimen en estos lados. Te ahogan un pibe, te queman un tipo, te descuartizan una mujer, te aplastan un negro. No es manera.
No le voy a negar que los negocios se van a hacer, porque así es la naturaleza humana, corrupta. Pa’ los pecados humanos lo tenemos al buen cura que sabe darnos perdón. Pero una cosa es hacer negocio pa’ los de adentro y otra pa’ los de afuera. Todavía somos patria, ¿me entiende?
Me estoy convenciendo que el Inmaculado ha perdido la brújula. Si estuviera Don Licurgo lo hubiese puesto en caja. Pero el pobre se pegó un tiro en más que raras circunstancias. Tan raras como la muerte de Don Carlos, ¿se acuerda? El del almacén de Ramos generales.
—Por supuesto que recuerdo. Pero nada fue investigado.
—Gente astuta para el crimen hay donde se quiera.
—El juez bien que se hizo el zonzo.
—No sé si se habrá enterado que cambio el Juez del distrito –Felisa movió´su cabeza negativamente–. Al viejo juez lo han jubilado de oficio y vino otro, más joven. “Yo no soy un Juez de Paz”, fue lo primero que dijo. “Yo soy un Juez de guerra”. Así que después de algún cabildeo, de llamar a unos paisanos que le dieron testimonio, alguno hizo denuncia sobre asuntos de la estancia desde cuando vivía Don Licurgo.
—Mire usté, qué coincidencia.
—En el momento menos pensado le allanan la estancia al Inmaculado. Dicen que entre las razones por la que quiere matar al pibito, es que el pibito tiene una nota escrita por una chica de la vida, una papelito en el que escribió los nombres de todas las muertas que están sepultadas donde las grandes plantaciones de maíz. Escribió los nombres y la ubicación en donde habrían sido sepultadas las fulanas. ¡Si habremo escuchao el comentario!
Dicen que “El Juez de Guerra” tiene identificado un lugar, por lo menos uno, uno muy raro, bien al centro de la estancia, donde hay dibujado un círculo de tierra yerma como de tres metros de radio. También dicen que ahí está enterrada la primera muerta, una chica traída de Paraguay y que murió asfixiada luego de ser violada. Parece que una sirvienta que resistió el abordaje.
El que vino con la novedad fue un piloto de fumigación, que cada vez que pasaba volando por los campos del Inmaculado, sobrevolaba en círculo tres veces donde la tierra muerta, como diciendo ¡acá! ¡acá está! Parece que ahora vienen con un aparato que encuentra lo que se quiera bien abajo, en el subsuelo. Lo que es la ciencia, Doña Felisa.
A mí me cuesta creer estas cosas de gente que es respetable. Pero el Juez está seguro y dice que hay mucha evidencia. ¡De lo que uno viene a enterarse! ¡Qué le parece, Doña Felisa! ¡Qué me puede decir!
—Le puedo decir que nada me sorprende ni de Licurgo ni del hijo. También que aquí no hay nadie, ni chico moribundo, ni señor de nombre raro que asesora a los de “arriba”. Le han dado mal las noticias, por lo menos en lo que a mí respecta. Si quiere revise la casa, le doy mi permiso. Usted siendo le ley, merece tiene toda mí confianza.
—¡Faltaba más, Doña Felisa! Con su palabra me alcanza. No he venido a que me diga sino a que me escuche.
—Comprendo perfectamente. Aprovecho pa’ decirle que mis muchachos se dieron cuenta que había gente merodeando. Allá donde el primer monte, donde cazaba el mulato y más allá, después del río, bajo los puentes abandonados, me dicen que hay gente extraña. Parece que han acampado queriendo pasar por turistas. ¡Si aquí no hay nada pa’ ver! Mire si les pasa un accidente. Un paisano va cazando la escopeta mal llevada y como usté mismo dijo, sale una bala perdida que da justo en la cabeza de un pobre desprevenido.
—Ese sería un problema. A eso le tengo miedo. A una bala perdida.
—Yo que usté me daría una vuelta. No sea cosa que llegue tarde y le pase como con al mulato, del que recién se vino enterar que no tuvo nada que ver con esa violación en manada. Vaya, señor comisario, vaya donde le digo. Este pueblo está en sus manos. Quien mejor que usté para saber cómo cuidarnos. Haga cumplir la ley, para eso está designado.
El comisario se puso de pie. Lo mismo hizo Felisa.
—Qué silencioso está todo. Aquí si se está tranquilo.
—Vida de campo, comisario.
—Me retiro, Doña. Espero no haberla alterado.
—No se preocupe. Usted me conoce de sobra. Si me entero de algo…
—Me dice, tenga confianza.
Felisa evitó la sonrisa.
—Lo acompaño a la salida.
Salieron donde la entrada. Felisa quedó a la puerta y el hombre fue hasta su camioneta.
—La tranquera quedó abierta.
—Cuando salga se la cierro. Tenga buen día Doña.
—A usted le deseo lo mismo.
El comisario puso en marcha la camioneta. Bajó el vidrio de su ventanilla.
—¿No veo la cuatro por cuatro? ¿Se le ha averiado?
—Algo así. Nada importante.
El comisario sonrió, sabiendo que le mentía.
—Buen día. Ya sabe, pa’ lo que precise.
Se saludaron apenas, y el comisario en su camioneta salió hacia la ruta. A caballo Don Braulio acompañó su salida.
—Yo cierro la tranquera, siga tranquilo –le gritó a la disparada.
Se saludaron de lejos. Salió el comisario de la gran estancia y tomó la ruta hacia el pueblo.

50

El comisario sabía la razón de la ausencia de la camioneta cuatro por cuatro de Doña Felisa. Preguntó por fastidiar, algo que solía disfrutar. La habían visto partir en dirección contraria a Buenos Aires. Le dijeron que a bordo iban tres personas, dos adultos y un muchachito. Una mujer iba al volante. Los que vieron la camioneta, gente de confianza del comisario, reconocieron a Eva, quien manejaba, y a Eln en el asiento trasero. Al hombre que viajaba del lado del acompañante, lo describieron como “un joven sonriente”, que miraba el paisaje con entusiasmo.
La camioneta anduvo a paso tranquilo hasta que tomó por la calle ripiada y aceleró en dirección a la vieja ruta paralela al río.
Días antes, el mensajero de una mujer de Buenos Aires, una apodada “Ladilla”, llegó a la estancia con un recado para Dixi. El mensaje decía que se fuera de la estancia porque el lugar ya no era seguro para nadie. Decía también que los yanquis pedían pista atrás de los colombianos. Dos sicarios importados viajaban para matarlos a él, al chico y las dos mujeres que le habían dado abrigo. Por lo visto, tenían detalle de lo que ocurría en el lugar.
La nota decía que se trataba de“un trabajo menor”, apenas simple limpieza, nada personal. Solo parte del acuerdo que los gringos hicieron con “Él” por las pistas y el por ciento de ganancia. Pura rutina. Trabajo que se creía simple. Los nuevos propietarios querían terreno limpio.
El mensajero era un tipo bastante extraño. Tenía el rostro azul, y los ojos achinados parecían de animal, no de persona. La córnea era amarilla y la pupila gris, afilada.
El mensajero, con su rostro azul y sus ojos achinados, llegó donde la tranquera. Estacionó a escaso un metro de la entrada y esperó. Pocos minutos después un paisano a caballo se acercó donde el visitante. El extraño mensajero descendió del automóvil y esperó al gaucho sin dejar de observarlo. Ni buen día dijo cuando llegó el paisano que se apeó y abrió la tranquera. En voz baja dijo “esto para tu patrona” y le entregó un sobre pequeño que estaba perfectamente sellado. En el dorso estaba escrito “Dixi”.
El paisano a su vez le entregó otro sobre, uno grande, de esos amarronados.
El mensajero de rostro lívido lo observó con cuidado, comprobó que estaba bien sellado y cabeceó como si supiera de qué se trataba.
—Esto le mandan a usté de parte del invitado –dijo el peón, impresionado por el aspecto mórbido del tipo.
—Se agradece. Lindo lugar, pero yo soy bicho de ciudad. –Dijo observando el paisaje–. Dígame paisano, ¿cómo salgo evitando esta ruta?
El mensajero sabía que los sicarios apostados en las cercanías lo habían dejado entrar, pero no lo dejarían salir con vida. Tenía que seguir otra ruta si quería sobrevivir.
—Va a hasta el fondo del camino que sale aquí, a unos quinientos metros –el paisano señaló hacia su izquierda, en el sentido contrario por donde había llegado el mensajero–. A la izquierda le mete hasta la primera curva. No se vaya al zanjón porque de ahí no lo saca nadie salvo el caminero. Ahí sigue paralelo al río. Le aviso que es calle de tierra y que no está en buen estado. No le digo la ripiada porque ahí es fácil verlo. La calle de tierra va paralela al río y no se la ve por los maizales que crecen a cada lado. Dele sin miedo, cuando se acaba la calle es porque salió a la otra ruta. Pa’ la izquierda va a Buenos Aires, a la derecha a la pampa. Usté elige lo que más le conviene.
—Se agradece.
—Que tenga buen viaje.
Sin más palabras, el extraño mensajero subió a su auto y partió sin perder tiempo en la dirección que le había indicado el peón. El gaucho volvió donde Felisa y le entregó el sobre en mano. Ella a su vez se lo dio a Dixi, a nombre de quien venía dirigido. Dixi lo abrió sin perder tiempo. En una pequeña esquela escrita con letra pequeña estaba la explicación de lo que estaba ocurriendo y también la sugerencia que ya salieran de la estancia.
—Me aconsejan que dejemos este lugar. Salvemos al niño que a eso he venido.
—Seguro. Pero no quiero le pase nada a Eva. Yo no me esperaba este asunto. –Dixi sonrió comprensivo.
—No ha sido culpa suya.
—Eso lo sé de sobra. Pero no podía suponer que atrás del niño vendría todo este asunto. Ahora hay que seguir sin hacer ruido. Pobrecita esa criatura lo que ha sufrido. ¿Le ha visto usted las cicatrices? Pedazo de hijo de puta. Y eso ni siquiera es todo. No necesito me diga para saber que fue violado.
—Usted también tiene las suyas, digo, las cicatrices.
A Felisa no le importó como Dixi sabía de aquello.
—Por eso lo he protegido.
—¿Cómo cree que conviene salgamos lo más discreto posible?
—Tomen la cuatro por cuatro. Eva es muy buena chofer. En vez de salir por esta ruta van en sentido contrario para tomar el camino que corre junto al río. No la calle de tierra que está hecha una porquería, aunque esa es mejor porque está ocultada por las plantaciones. Pero vayan más allá, donde sale una ripiada que va hasta la paralela al río. De ahí, en unos treinta kilómetros encuentran la otra ruta. Yo le sugiero que en vez de encarar para Buenos Aires, vayan pa’lotro lado. Eva sabe dónde. Es un lugar reservado de unos amigos queridos que nunca preguntan de más porque saben ser muy discretos. Después de unos días de paz, deciden para donde siguen. Eva tiene donde estar. Tengo un departamento en Buenos Aires, en linda zona tranquila de la capital. Si le viene bien, también se puede quedar con el niño. Es amplio y bien provisto.
—¿Qué vamos a decir de nuestra salida?
—Nada. Lo que se diga es inútil. Aquí todos están al tanto. Mandé a la peonada a decirles que anden calzados porque hay banda de cuatreros robando por las estancias. Cada tanto aparecen cuatreros medio pesados que van dispuestos a todo. Así que la peonada está atenta. Ellos ya divisaron a unos tipos que están merodeando por el fondo de la estancia como queriendo meterse. Acampan donde los puentes como si fueran turistas. Hacen que pescan. De seguro van a simular salir de caza. Buscarán la oportunidad de hacer lo que le han mandado pretextando una desgracia mientras cazaban zorritos o liebres que por acá abundan. No es común, pero cada tanto alguno muere en esas circunstancias.
—Esa es gente de cuidado.
—Apenas pasen la alambrada, le juro van a estar en problema. Aquí matar no es carencia, nada es como parece. El paisaje a veces confunde a la gente. La calma es cosa aparente. Los de afuera se enamoran de cosas que aquí no existen. Todo lo que usted ve hasta donde llegue su vista se hizo a punta de pistola. ¿Usted cree que los únicos cadáveres que están sepultados en las estancias son lo de esas putas que mataron Licurgo y el Inmaculado? ¡Por favor! Acá durante años el escribano se llamó primero Remington y luego Máuser 7,65 y el latifundio se llenó de cadáveres. El juez que no encuentra es porque no quiere.
Los títulos llevan por sello oficial la marca del arma en uso y abrochadas en las escrituras las orejas de la indiada, cuando no están sus testículos.
En las estancias no se puede cazar sin permiso. Cuando alguien se mete sin permiso se arriesga a lo que no sabe. Si lo hacen, Dios los ayude. Y si vienen como amigos para vichar en qué andamos y quienes están parando aquí, ustedes ya habrán partido. Lo demás, será cosa mía y toda la paisanada.

51

Abundio no andaba para bromas. “Él” lo puso en vereda cuando supo que el Ascensión se había escapado monte adentro y no había cumplido con lo que le ordenaron. Lo convocó a la casona. Lo recibió en la gran sala donde abundaban trofeos de caza y armas de todo tipo. Rifles, carabinas, puñales, verijeros con mangos y vainas de fina orfebrería, lustrosas espadas y el hacha gigante sobre la chimenea revestida en piedra. Fotos de familia, una grande sobre un mueble que parecía un sarcófago pequeño decorado con bronces, de madre Danila, en un portafotos que parecía de plata repujada, una verdadera joya. Al lado del retrato oro más pequeño del primogénito muerto, y un poco más lejos, bellas rosas de un color rojo muy vibrante. Abundio pensó que serían de aquellas alimentadas de alguna muerta sepultada en el jardín para servir de abono.
“Él” estaba enfurecido. Le temblaban las manos y también la quijada. Su cambio de socios no era un simple cambio de rubro empresarial, como ocurre a diario en todos lados. Sus nuevos socios eran de humor cambiante, ansiosos por empezar el tráfico de su preciada mercancía. Los plazos se iban acortando y “Él” debía cumplir todo lo acordado en tiempo y forma. El dinero no tiene fe en Dios, así que no sabe de respetos.
—¡Negro hijo de puta! ¡Para qué lo habremos salvado! ¡Se rajó pal’descampado como si ahí no lo voy a encontrar! Encima anda la puta mostrando las tetas, toda harapienta y roñosa. Se ha vuelto loca después que mató al bruto. Alguien tiene que arreglar esta cagada. Es todo lo que voy a decirte. ¡Alguien tiene que arreglar esta cagada! ¿Entendiste?
Abundio supo qué le estaba ordenando el patrón.
—¿Esa era el hacha de Don Licurgo?
—A mi padre ni lo nombres. Reliquia de la familia. Eso no se toca.
—Se puede conseguir otra pa’ hacer fácil lo difícil –dijo Abundio pensando equivocadamente que podía comprar una de esas mismas características.
—Esa la mandó a hacer papá a un herrero en Buenos Aires. En una forja que ya no existe. Era un artesano que se dedicaba a hacer estas cosas, ha pedido. No hay tiempo para perder. Resolveme el asunto que los socios ya adelantaron su gente.
—¿Son los que están en la casa rodando donde los viejos puentes?
—Han de ser, no me los presentaron. Qué te crees que es esto, ¿un té canasta? Tenemos mucho que ganar con este nuevo negocio.
Abundio se preguntó para sí “¿tenemos mucho que ganar?” ¿Y él que ganaba? Si la cosa andaba mal, él sería el primer condenado.
—¡Dale Abundio! Dejá de boludear y arreglame el asunto antes que llegue la sociedad para acabar el negocio. Usá machete y si no hay uno bueno, compralo. Donde era lo de Don Carlos venden de los mejores. También muy buenos martillos –dijo con total cinismo sonriendo con tal malicia que hasta al Abundio le dio molestia.
Abundio volvió a poner su vista sobre el hacha amurada sobre el hogar revestido en piedra.
El hacha era descomunal. Reproducía una de batalla. Pero modificada a pedido de Licurgo. La hoja era bastante más grande que la cabeza de un hombre adulto. Pesaba no menos de quince kilos y no cualquiera podía manipularla. Sí, Licurgo, que era un hombre muy fuerte. En sus manos el hacha parecía más pequeña de lo que era. La usaba para sus descuartizamientos. Licurgo en eso no ahorró explicaciones. Ante su hijo prefirió siempre la honestidad brutal que la hipocresía pueblerina de presentarse como el abnegado protector del santo grial. Confesar al hijo los secretos más oscuros lo consideró una manera inevitable de estrechar lazos poderosos. No hay nada que una más a los hombres que el odio y la sangre que por él se vierte.
Era todavía un niño que se encaminaba a una precoz adolescencia y su única preocupación eras esas erecciones matutinas que lo tenían desconcertado. Observándose a sí mismo el pene erecto, frente a un enorme espejo donde durmiera su madre hasta su muerte, oyó la voz paterna llamarlo con energía.
No hizo esperar al padre quien detestaba la espera por cualquier asunto serio o nimio. Exigía puntualidad incluso al costo que fuera. Bajó al salón y vio a Licurgo blandiendo el hacha de batalla. Con voz grave, pero serena, le dijo:
—Hijo, ¿ves esta hacha que tu padre esgrime? –Juan José Adriel del Inmaculado Corazón de Jesús movió afirmativamente su cabeza, pero no podía hablar, estaba aterrado, paralizado por el miedo–. Un solo golpe, no más. Bien aplicado. Por debajo de la nuca. Así se corta cualquier cabeza por más cabeza dura que haya sido en vida el finado o la finada. Luego por donde está la articulación de las muñecas se cortan las manos. Es casi como trozar un pollo. Nada del otro mundo. Hacete fuerte y podrás usar el hacha para cuando mejor te plazca. Eso sí, tenés que saber que luego hay que deshacerse del muerto.
La cabeza y las manos nunca van con el resto, tampoco juntas. Si por desgracia encuentran el cuerpo, y es de mujer, podrán mirarles las tetas, pero no sabrán a quién pertenecen. Si es de hombre, nadie le mira el atributo porque eso es de maricas. Y aquí maricas no se toleran.
Esto es ley, hijo mío. La cabeza, por un lado, una mano por el otro y la otra lo más lejos posible. Así se entierra un cadáver. Eso sí, hay que arrancarle los dientes porque esos no desaparecen así nomás. En la tierra se conservan. El chancho no los digiere. El fuego no los quema. Yunque y maza. Golpe a golpe hasta que no quede nada. Sabelo por si te hace falta. Uno nunca sabe a qué tendrá que enfrentarse en la vida.

***
Abundio se dio por conforme cuando volvió a su viejo y afilado machete. Nunca había macheteado a una mujer, pero no tenía alternativa. Él no tenía futuro, solo presente y era que estaba protagonizando. Se lo dijo Emerio y no en una sola oportunidad.
“Nosotros no tenemos futuro”. Y cuánta razón tenía Emerio. No podía huir, no sabría dónde, nadie lo esperaba en ningún lado. Al menos en el villorrio lo esperaba la guitarra. Y al pulsar sus cuerdas todo lo que era oscuro se iluminaba. Debió haber seguido el consejo que le dio su madre una tarde. Hacerse cantor. Hacerse cantor y musiquero. Ir de pueblo en pueblo llevando cuánta milonga se cruzara en su camino. Le quedaba apenas ese rato en el boliche cuando cantaba un tango o recitaba algún verso. Como le dijo Emerio, ya no tenía futuro.
Pensó hasta en pegarse un tiro, pero estaba acobardado de ser su propio verdugo. Cómo sería morir por propia mano. Eso sí que lo angustiaba.
Lo que más lo inquietaba eran los nuevos socios de su patrón. Estaba convencido de que todo terminaría para el demonio y que, sin poder asegurarlo porque no había nada que avalara su pensamiento, lo suyo estaba acabado. En la primera de cambio lo descartarían como se descarta un perro cuando envejece. Un tiro en la nuca sin previo aviso, un coche que lo atropelle al cruzar la calle, una pelea de borrachos en el que abunden los tiros sin ninguna razón. A la tumba de cabeza y sin nadie que le eche un rezo. La mujer ya se ocuparía de conseguir nuevo “amigo”.
No tenía futuro y contra eso no hay fuerza humana capaz de torcer el rumbo del destino. Así que fue en busca de la mujer, de “esa”, para acabar con aquello. Entró al monte cuando se apagaba la tarde. La noche se presentaba sin reservas, fría, lánguida y silenciosa.
La vio al instante, como si lo estuviera esperando. Llevaba la ropa que era apenas andrajos. Sucia y desgreñada. No parecía sentir ningún sentimiento. Abundio pensó que tal vez ya estuviera cansada. ¿Sabría que sus hijos estaban todos a salvo? ¿Le importaría? Ya no quedaba nada de aquella muchacha en el viejo puente con su vestidito blanco, mirando el agua correr como el mejor paisaje.
Tuvo que pensar en su guitarra, fue lo único que lo trasladó a otro momento. Blandir un machete para un homicidio no era templar la bordona para una milonga. ¡Claro que era muy diferente! En eso pensó pero por un instante. Luego silbó suavemente un canto que supo desde qué era niño. No sintió auto conmiseración y muchos menos piedad. Al cabo fue poca cosa. Después cumplió lo mandado. Trozo a trozo en una bolsa y directo al basurero. A la mañana siguiente cubriría con tierra el pozo de la basura. Allí acabaría todo. Después atendería sus propios asuntos.
No apuró el paso al pozo. Todo estaba tranquilo. No había ruidos en el aire, no vibraban las hojas de las inmensas arboledas ni los sapos croaban locamente. Eligió con cuidado el lugar donde dejar caer la bolsa. Buscó el más profundo para que ningún cimarrón se metiera al hoyo para escarbarla y sacara los trozos de su envoltorio. Se cercioró que había quedado bien oculta. Alumbró con su pequeña linterna, pero ya no se veía a simple vista. Dio un paso atrás a modo de despedida.
El golpe en la cabeza lo sintió como una piedra. O como el golpe del martillo justo en el parietal. ¿Así habrá sentido Don Carlos cuando recibió el primer golpe aquella noche del robo? Abundio hasta escuchó el sonido del impacto en su cabeza. Seco, duro, riguroso. Luego se hundió en el pozo, y quedó tendido en medio de tanta basura.
El sicario, a lo lejos, se rascó furioso la barbilla y por donde llegó se fue, siempre sin hacer ruido.

52

“¡Qué manera de morir!” dijo el comisario al ver el cadáver tirado donde el basural. Lo encontró de manera accidental el alambrador que entró al pueblo para dirigirse a una estancia donde lo habían reclamado.
El foso de la basura distaba unos cincuenta metros de la calle principal. Casi nadie caminaba esos cincuenta metros para dejar la bolsa con la basura dentro del pozo. La revoleaban desde la calle y caía donde caía. El corredor que había entre la calle y el basurero se llenaba de inmundicias y el pozo permanecía medio vacío. Una vez a la semana, a veces a los quince días, entraba el municipal con la pala mecánica y empujaba la basura hasta el hoyo. Luego le echaban algo de gasoil mezclado con aceite quemado y le prendían fuego. Ardía durante días echando un olor difícil.
Ese día el olor a podrido era tan intenso que el peón creyó que habían echado un animal muerto, tal vez un cimarrón que lo habían cueteado por meterse con los chanchos o con alguna oveja, como solía ocurrir cuando entraban en jauría para devorar el ganado.
Se arrimó solo por ver de qué bicho se trataba y encontró al muerto boca abajo con la cabeza partida. No sabía de quién se trataba, pero casi se desmaya del susto que se pegó. A las arcadas llegó a la casa del comisario (no había comisaría) y le dio el aviso.
El comisario, al escuchar la noticia de la boca del paisano de que un hombre estaba muerto dentro del basurero con la cabeza partida, se convenció de que debía pedir el pase a retiro. No había pasado ni una semana que fue a lo de Doña Felisa a decirle de tres muertos y ahora tenía otro fiambre esperando entre la roña. La cosa estaba fuera de control y él no era quién para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Supo decirle a Felisa “los tiempos cambian, patrona. Los tiempos cambian.” A veces de manera vertiginosa.
No es que antes no había crimen, siempre lo hubo. Diría “es la naturaleza humana”. Pero esa lógica ya no le alcanzaba. Era otro modo del crimen, distinto. Por ahí moría una viuda sin hijos ni pariente alguno, moría “por accidente” y alguien se quedaba con sus tierras. O el “opa” aparecía muerto porque alguien tenía que hacerse cargo de una macana. ¿No fue así con el mulato para proteger a los niños de los hacendados? Pero no lo mandaron a la prisión donde lo hubieran violado al momento de llegada. Quedó en la comisaría, se comió su buena paliza porque eso era de rigor, y a pedido de Licurgo se le dio el mejor trato. A los seis meses, afuera. A la víctima, un protector. El bruto fue donde ella y la cuidó a su manera.
El crimen era distinto. Nada de andar quemando gente, cortándola a machetazo, arrojándola a las ruedas de un camión, eso nunca se había visto.
El comisario y algunos, los más curiosos, fueron a la tumba improvisada. Ni precisó dar vuelta el cadáver para saber de quién se trataba. Apenas vio la cabeza supo que le dispararon y con un arma de caza. Como nadie oyó disparo supuso que usaron silenciador. El tiro entró por la nuca y casi le arrancó la cara. Por algún lado debía estar la vaina.
La desaparición de Abundio no se notó por unos días. Tal vez pasó una semana sin tener noticias de él. La patrona mandó a preguntar si alguien lo había visto o si sabían algo de su ausencia. Le dijeron que de seguro “Él” le hizo un encargo y por eso estaba ausente. No era algo extraño. Abundio era hombre de su confianza y “Él” desconfiaba de todos pero nunca del Abundio. “El único que razonaba como si fuera persona”. Así dijo en el velorio. La viuda no lo puteó por no faltar el respeto al finado. La mujer lloró si consuelo.
Al velorio fue Doña Felisa, no tanto por dar el pésame a la mujer ni por acompañar al muerto, sino por ver al comisario para pasarle unos datos. Salieron de la capilla para hablar sin ningún testigo.
—Anoche tuve un entrevero con esos tipos que acampan donde los viejos puentes. Yo creo que uno de esos fue el que baleó a Abundio. Estoy más que segura.
—Qué le hace pensar eso, Doña Felisa.
—Mi gente lo vio salir de noche con arma larga. Un fusil de los potentes, para matar jabalí. Fusil con mira telescópica. Fue pa’ lao el basurero, donde mataron a Abundio.
—Eso no los hace homicida.
—Cómo le gusta joder, comisario. Ya no le queda hacerse el boludo.
—¿Y qué puedo hacer yo? Esto se va a la mierda, Doña Felisa. No voy a rifar mi cuero por un negocio de mierda. Yo con la droga no tengo nada que ver. Putas, apuestas, son nada comparado con este asunto.
—¿Este hijo de puta del Inmaculado vino a llorar al muerto? Pa’mí lo mandó matar él como parte del arreglo. ¿No dijo que iba a limpiar el pueblo?
—De idiotas.
—Pero no vine a decirle esto. Mis paisanos vieron que otros desconocidos entraron por el lado de atrás del pueblo, viniendo no del lado del río sino del campo de soja. ¿Sabe de qué le hablo?
—Entraron por lo de Méndez, por donde entra la línea de alta tensión.
—Justamente. No sabría decirle cuántos son, pero son más de dos y es seguro. Dos quedaron casi a la entrada del pueblo viniendo desde la ruta. Están dentro del bosquecillo, el primero, donde abunda el espinillo. Ahí se emboscaron anoche. Le ganaron la retirada a los que llegaron primero y acampan donde los puentes.
—Mierda que los tiene bien visto, Doña Felisa.
—Los otros están de este lado del río, y los controlan de frente, pa’que no rajen.
—Tendremos dos muertos más, si mal no entiendo su aviso.
—Dos muertos si tienen suerte. Solo quería advertirle. Espero duerma tranquilo pero no como el finado.
—Se lo agradezco, señora. Su nobleza me conmueve, le aseguro. ¿Usted que va a hacer?
—Lo que corresponde, comisario. Esta es mi tierra. La trabajo desde nena. Usted conoce mi historia.
El comisario sonrió, pero no iba a hablar de ese tema.
—Sí, la conozco de sobra. Eso me suponía. Cuídese Doña Felisa. Veo que se ha venido bien acompañada. Cuídese Doña Felisa, disculpe que sea insistente. Esta es cosa de pesados. Nosotros somos paisanos, después de todo.
—Conmigo están estos dos que son buenos tiradores. Pero tengo el pueblo controlado. Por eso los fulanos no asomaron la nariz de su casa rodante. Esperan mejor momento. Creo que no saben bien cuántos son los que llegaron más tarde y los tienen en la mira.
—Me voy pa’ dentro señora. El cura va a hacer la misa.
—Que le aproveche. Mañana voy al entierro. Rece por mí si todavía se acuerda. Mire que Dios es generoso.
Antes de retirarse, el comisario volvió sobre sus pasos y encaró a Felisa.
—La felicito.
—¿Por qué?
—Por haber sacado a la gente antes de este desastre.
—Lo que se quiere se cuida.
—¿Y usted por qué quiere a ese niño?
—¿Quiere que le muestre mis cicatrices?
El comisario cerró los ojos, aspiró profundo, giró, quedó de espaldas a Felisa y volvió donde el velorio.
***
El pueblo se alzaba en la primera pampa, la más cercana, una zona donde las pequeñas ciudades entraban en la llanura y la llanura teñía con sus maneras la vida citadina. Dominios en los que se mezclaban hábitos propios de los conglomerados urbanos y donde todavía se conservaban modos propios de la campaña. Simbiosis muy peculiar. Religiosidad de pueblo, vicios de gran ciudad.
A ese campo se le sumaban medianas y pequeñas ciudades que se alzan a la vera de las rutas que unían el este con el oeste, atravesando la región central de la provincia hacia la pampa profunda.
Tres décadas atrás todavía había algo de prosperidad. Luego empezó el desastre. La importación echó abajo pequeñas empresas que se dedicaban al mercado interno. El cierre del ferrocarril llevó al aislamiento. El monocultivo de la soja al despoblamiento del campo. Sobrevino una rápida liquidación de la mayoría de las producciones destinadas a los consumos locales. La soja pasó a reinar en todos los latifundios de la mano de los grandes pooles de siembra. Con la soja llegó el glifosato. El veneno químico recorrió todas las cadenas moleculares de los seres vivos. Las especies autóctonas emigraron o murieron. Las familias, ya sin posibilidades de conseguir algún trabajo vinculado a la producción agraria, abandonaron los campos y se concentraron en las ciudades cercanas, las que no pudieron emigrar a Buenos Aires. Llegó la droga y con ella la trata de personas. Los carteles se erigieron en verdaderos gobiernos en las sombras. Los narcoprostibularios empezaron su dominio en las esferas de los Estados y la vida cambió por completo.
Pero todo eso para Eln era completamente desconocido. Lo había sufrido en carne propia pero sin conocer las verdaderas razones. De todos modos ya no sentía pánico, un sentimiento que se le había hecho tan habitual que pasó a gobernar cada momento de su vida. El más intenso de todos fue esa última noche cuando el bruto quiso acabar con su vida. La raíz de sus temores parecía disecarse a medida que Eva lo conducía a un mejor destino junto a Dixi.
En ese momento su única preocupación fue disfrutar del viaje. Todo para él era desconocido. Sentía deseos de descubrir todo, no perder ni un detalle del espectáculo que se brindaba a sus ojos por primera vez. Y sus ojos iban de aquí para allá, tratando de captar todas las imágenes, todos los colores, todas las formas que mutaban metro a metro, a la velocidad a la que se desplazaba la camioneta.
Dixi cada tanto volteaba para verlo, y también disfrutaba ver que el niño lucía tal vez por primera vez en su vida, una sonrisa entusiasta. Esa expresión de alegría la ostentó desde que entraron en la ruta hacia el lugar de destino, lugar del que no tenía ninguna referencia y por el que no preguntó en ningún momento. Lo que decidieran Eva y Dixi para él estaba bien. Nadie lo había cuidado hasta entonces como Felisa, Eva y ese joven que la trataba de modo amoroso.
Años después Eln comprendió que se enamoró de Dixi, apenas lo vio y que ese viaje consolidó su amor. Fue siempre un amor diferente porque Eln nunca pudo tolerar que alguien le pusiera una mano encima. Ni un dedo. No podía sentir caricias. Si alguien lo tocaba con alguna insistencia, volvían a él las imágenes del bruto azotándolo con la gruesa y dura vara verde del añoso sauce. Cada tanto sus cicatrices parecían hincharse y adquirían un volumen exagerado y le provocaban dolores como si en verdad fueran heridas recientes. Dixi lo llevó a cuánto médico pudo, pero nada cambió para Eln. Los flagelos cambiaron su condición, el amor fue un sentimiento restringido al ámbito de los pensamientos. La música, la lectura, el ajedrez, fueron los vínculos entre Dixi y Eln y Eln siempre los disfrutó plenamente, hasta su horrible muerte a manos de “El Interrogador”. Dixi fue el amor de su vida y para Eln, ya en pleno dominio de su cuerpo y su mente, haber alcanzado a conocer un amor vital, aunque estuviera limitado a la razón, fue lo mejor que le pudo haber ocurrido. Y siempre estuvo agradecido a Felisa, Eva y Dixi.
A Eln todo le parecía hermoso y diferente. Las imágenes que sus ojos enviaban al cerebro este las procesaba embelleciéndolas de manera notable. En realidad el paisaje era el mismo a lo largo de todo el camino. Cielos azules, nubes tempranas, pastos verdes. Ganado aquí y allá, manchones variopintos, negros, blancos, marrones. De vez en cuando, algunas ovejas. Caballos mansos que pastorean sin apuro. Cada tanto un feedlot. Sol y sombras. Silos y silos bolsas. Cosechadores. Peones.
El ferrocarril era apenas un recuerdo. Todos los ramales ferroviarios fueron clausurados. Eln apreciaba sus vías oxidadas entre altos pastizales. Entre las vías crecieron enormes cardales y hasta árboles de buen tamaño. Muchas moras que en verano dejaban caer sus rojos frutos transformando la tierra de sus alrededores en tierra morada, de un morado intenso. Las estaciones ferroviarias que construyeron los ingleses cuando su propiedad o están abandonadas y semidestruidas o pasaron a ser salones de reuniones de eventos sociales.
En la ruta, camiones, camiones, camiones.
En algún momento del viaje Eln se durmió. No tuvo sueños. No tuvo pesadillas. Despertó cuando arribaron. Dixi lo despertó con un suave toque en su hombro. Dixi ya se había percatado que Eln no toleraba que lo toquen. Solo Felisa pudo hacerlo cuando lo baño el día que lo halló moribundo en el charco de bosta y barro.
Le señaló el mar, a donde habían llegado apenas minutos antes. El rostro de Eln se transformó. Caminó hasta la orilla, extasiado. Tocó el agua con sus manos y no pudo dejar de llorar.

53

Scylla, antes de despedirse, le repitió tres veces al oído.
“No mirés atrás.”
“No mirés atrás.”
“No mirés atrás.”
Cada vez que repitió esas palabras se tomó su tiempo para que la muchacha las escuchara con total claridad. Tres simples palabras. No – mirés – atrás. Una limpia cadencia en fugitivo.
Briseida prestó mucha atención a lo que Scylla le decía. Podía huir en ese preciso momento, mientras sonaban las palabras de la mujer en sus oídos. Sus nervios auditivos llevaban a una velocidad inusitada al cerebro las palabras que la mujer le repetía con la sola intención de que ella cumpliera con lo que había venido a hacer. “No mirés atrás”, algo tan simple como no dar vuelta para ver lo que se dejaba. El no ver qué quedaba atrás mientras se alejaba raudamente, era el modo más seguro de lograr que no hubiera manera de volver al pasado. No volvería a ese pasado, se lo había prometido al partir del pueblo. Antes de volver al maldito villorrio se arrojaría bajo las ruedas de un camión o al paso de uno de esos trenes de carga que parecían no tener fin. Pero no volvería al pasado. Nunca más bruto, ni madre desamorada, ni Eln azotado tras la roñosa chapa del chiquero. Nada de eso.
Por la actitud de Emerio no tenía por qué preocuparse, así suponía. Atribuía a Emerio un total convencimiento de que a quien había que salvar era a la ella, y aunque él nunca se lo había dicho, Briseida estaba totalmente segura de eso. ¿Por qué? Por cómo la miraba.
Briseida entendía que no había mirada que no pudiera descifrar. Vivió agazapada todos esos años detrás de su propia mirada, descifrando agravios y amenazas. Así aprendió a predecir el comportamiento de los que la rodeaban. Pero lo que más aprendió a deducir fue la manera en que alguien observaba a otro y en especial a ella.
Antes de que el bruto siquiera pensara en flagelar a Eln, ella ya sabía que lo haría, por el color y la forma que adquirían sus ojos. Mirada oscura y torva, alucinada.
Antes de que su madre la abofeteara porque no había lavado bien los platos o había calentado demasiado el biberón, sabía lo que ocurriría por su mirada extraviada.
Antes de que el cura se le arrimara para hablarle de cuán blancos y rubios eran sus hermanitos, sabía de sus intenciones por la manera en que deslizaba la mirada por su entrepierna.
Es posible que los perseguidos desarrollen un sexto sentido. Oyen los que otros no, ven los que otros no, entienden de asuntos de los que otros ni pueden suponer. Aunque permanezcan en un mismo lugar, son permanentes fugitivos. Saben de todas las maneras posibles de fugarse de cualquier sitio frente a cualquier circunstancia. Saben salir de cualquier laberinto.
Briseida estaba totalmente segura que Emerio nunca le impediría huir. Por el contrario, la ayudaría, y hasta comprometería su presente con tal de que ella se pusiera a salvo mientras él arreglaba cualquier asunto sobre los niños.
Hay cientos de niños abandonados en cualquier lugar. Cientos. Todos los días. A cada hora. Aquí o allá un niño entra a un orfelinato, a un cotolengo o simplemente queda en la calle hasta que alguien lo recoge y lo entrega a la policía. Todos los días, a cada hora, en cada instante. El abandono gobierna muchos aspectos de la vida en las grandes ciudades donde todos y cada uno viven de una manera u otra su anonimato.
Briseida se fue convenciendo de que Emerio se ocuparía de llevar a los niños a la curia donde hallarían un buen destino o al menos nada parecido a lo que pasaron ella y Eln.
Hasta ese momento Emerio no parecía haberse preocupado en por qué tanto interés en recibir casi de manera clandestina a tres menores, dos niños y un bebé, de quienes Briseida no podía demostrar parentesco. No había ningún documento que acreditara lazo alguno. Eran tres niños más o menos bonitos y juguetones y ella una muchacha adolescente. No tenía nada que acreditara quién era cada uno de ellos ni ella. Ni un pequeño trozo de papel que dijera al menos “estos niños se llaman así y así y así”. Nada. Ni partidas de nacimientos ni nota bautismal. Solo la esquela de un supuesto cura para sus también supuestos compadres. Una nota manuscrita que decía “blancos, rubios, de tantos años de edad”. Eso era todo. Como se promociona cualquier producto para su venta, breves menciones exaltando el producto para atraer a algunos interesados en adquirirlo.
¿Rubios? ¿Blancos? Cuando Briseida le mencionó el asunto a Emerio le pareció algo sin importancia. Esa descripción no resultaba para nada significativa. “¿Quién quiere negros?” Dijo para sí. Y luego sobre sí mismo,“¿quién me hubiera adoptado de haber quedado huérfano?” Nadie. “Nadie me hubiera adoptado. Sería guacho para siempre”.
Negros sobran en el mercado de los niños abandonados. Quién no lo sabía. Él lo sabía perfectamente y eso que no era ninguna luz. Por eso no sentía ninguna preocupación por los niños. En cambio, sí la tenía por la muchacha. ¿Quién no quiere quedarse con una muchacha joven y de seguro virgen? Aunque no podía jurarlo, sospechaba que Briseida era aún virgen. Abundio debió habérsela quedado. Tanto prejuicio inútil para que la chica terminara, en el mejor de los casos, entre las sábanas de Blacrrod. Y eso no era nada recomendable si la mitad de lo que se decía del “rey del camino negro” era verdad.
Briseida estaba casi convencida. Iba a huir. No iba a viajar con Emerio a la curia. ¿Para qué? Y no cometería el error de Edith, de quien el cura alguna vez habló con completo desprecio.
No miraría atrás. Para nada. Por ninguna circunstancia. ¿Quién podría obligarla? Consideró donde estaba en ese momento, miró la calle y a donde desembocaba y más allá. Solo se trataba de cruzar a la carrera del galpón a esa calle y de ahí a las proximidades del barrio 31, donde podría perderse, camuflarse. Veía muchas muchachas no tan diferente a ella que iban y venían sin que nadie les prestara atención.
No sentía pánico de lo que pudiera encontrar en un barrio desconocido, donde la gente al instante comprendería que era una extraña que huía de algo o de alguien. Todos en esas barriadas tenían algo de que huir. Del hambre, del desamparo, de la injusticia, de los jueces, de la policía. Todos huían de algo. Ella de su pasado. No haría como Edith, ¡claro que no lo haría! No miraría atrás y no se volvería una triste e inútil estatua de sal, para que unos ángeles perversos gozaran con su total fracaso.
Así que a medida que los segundos pasaban más se convencía de lo que debía hacer. Seguir el consejo de Scylla. Ella sabía más de ella vida que diez Emerio, que cien curas. Volver la vista atrás sería un error. Scylla se lo dijo de una manera que hasta pareció llena de sabiduría bíblica.
“Hacelo de una.” ¿No es una manera de decir las cosas con sencillez y claridad? Sin dudas. Debía hacerlo “de una”. Por eso lo repitió para sí, sin dejar de observar a Emerio que parecía cada vez más lejano, desdibujándose a medida que ella iba huyendo en dirección a nada.“Hacelo de una, hacelo de una, hacelo de una.” Eso era todo.
Luego: “Dejás los paquetes y tomátelas”. Desde un lugar imposible, Scylla repetía, “dejás los paquetes y tomátelas.”
Mientras esperó en el galpón sin prestar demasiada atención ni a los niños ni a Scylla pensó si debería pedirle a la mujer que escribiera una carta que ella le dictaría. ¿Qué podría decir en esa carta? ¿Lo siento? ¿No aguanto más? ¿No sé qué hacer? Le pareció hasta ridículo. Abandonó esa idea sin antes llenarse de odio porque el bruto y “esa” le prohibieron ir a la escuela y ahora se sentía una patética analfabeta que no había tenido la habilidad de Eln para aprender a escribir y leer, aunque más no fuera su propio nombre.
Emerio llamó su atención. Repitió varias veces “bueno, vamos”. Pero al momento sonaba la otra voz, la de Scylla que repetía “dejás los paquetes y tomátelas”. La lucha fue franca y desigual. “Bueno, vamos, bueno, vamos” y como un trueno “dejás los paquetes y tomátelas”. Luego el grito “¡tomátelas de acá!” Y Briseida huyó. Corrió y corrió y corrió. Sin mirar atrás en ningún momento. ¿De qué tierra prometida podían hablarle? No había tal tierra, no había promesas, solo mentiras, desgracias agazapadas. Para Briseida solo sal en las heridas. La gente de Sodoma era muy mala y ya le habían arruinado la infancia. Apenas menstruó, las alimañas empezaron a rondarla. La gente de esa Sodoma era muy mala. Lo sabía, lo sabía perfectamente. Entonces huyó a donde fuera. Nada podía ser peor que todo aquello.
Emerio corrió detrás de ella. La llamó, pero sin gritar. La escena era extraña. ¿Un hombre mayor corriendo a “una pendeja”? No podía interpretarse nada bueno. Los hombres mayores no deben correr a las muchachitas, nadie cree que lo hacen por su bien.
Los pocos que estaban por el lugar observaron no muy sorprendidos. Rieron provocativamente. Se escuchó “correla que se te escapa, viejo”.
Él balbuceó si convicción “Briseida, no corrás”. Pero ella estaba ya demasiado lejos como para oírlo. Y eso fue todo.
Emerio estaba confundido. Qué explicación le daría a Abundio. Él no sabía que Abundio ya no estaba para escuchar a nadie. Recién a su patético regreso, muchas semanas después de dar explicaciones a la policía y al juez de menores, se enteró de su muerte.
Volvió donde Scylla. Lo vio venir, alma en pena. Soltó una cínica sonrisita de satisfacción. Un “macho” abandonado en pleno trámite y en cima con tres críos ajenos. Nada más placentero.
—Esta hija de puta me dejó con los pendejos –dijo casi entre lágrimas.
—¿Y qué pensaste que iba a hacer? ¿Tenerte la vela a vos? Ay, papito, a vos hay que decirte “mama haceme grande porque zonzo vengo solo”. Y bien zonzo.
—¿Y ahora que hago con estos pibes?
Scylla se encogió de hombros, tomó sus cosas y encaró para la esquina.
—¿Te vas? ¿Me dejás solo con los pendejos? ¿¡Qué hago con estos pibes!?
—Tucho y Rafaelito quieren ir a un parque y el bebé, “JJ”, tiene que tomar la mamadera. No la calientes mucho, le gusta más bien tibia. Yo me voy a laburar, papito, a mí nadie me mantiene. Por algo no tuve críos. Cuidalos bien. Bay, bay cariño. Nos vemos un día de estos.

54

Las tres viejas se juntaron debajo de un gran alero del rancho de un tal Mendiondo. Viejo amigo finado que dejó la casa sola. La casa sobre una lomada permitía ver el pueblo en toda su dimensión. De ahí se lo apreciaba de una manera distinta.
El comisario, de paso en su camioneta, las vio y fue a saludarlas. Estacionó a algunos metros y descendió sin apuro.
Llegó donde las mujeres se habían acomodado para observar el paisaje.
—¿Cómo andan las viejitas?
—Llegar acá no fue fácil. Estamos muy chacabuco.
—Es la humedad.
—¡La humedad! ¡Si estamos en plena seca!
—¡Es un decir, señoras! ¿Se juntan pa’l espetáculo?
“Fijate por dónde andás, que la noche está muy oscura”, le dijeron al comisario, las tres a coro, en voz baja. Eso quería decir, “cuidate”. Hay maneras de avisar sin que parezca una alcahuetería.
¿Qué sabían las viejas? Ellas hubieran dicho “todo”. Mate, cigarrito y algún porroncito de ginebra. Así se podía llegar al fondo de todos los asuntos sin ponerse nervioso. En sus pipas talladas en huesos prendieron los tabacos; nada de chala. “Chala pa cuando falta tabaco”. Hoy sobra la emoción de fumar lo mejorcito.
—¿Y quién les trajo tabaco? –preguntó el comisario pero de comedido.
Las viejas rieron. ¿Quién no querría quedar bien con ellas?
Las grandes ocasiones merecían un buen tabaco. También la buena ginebra.
Una fumaba rubio, otra negro y otra mezcla. El mezcladito era muy perfumado. El rubio, blando y el negro intenso.
—Mirá el humo, mirá el humo –le dijo una vieja a otra–. El humo rubio se va, se va, se va… y no para hasta Buenos Aires.
—No va solo el humo ese.
Rieron como hienas.
—El negro está como apelmazado. Se hace finito y no sube. Lo veo allá en el camino acertándole a la ruta.
—Va a quedar aplastadito entre el ripio y la banquina. Pa’ mí que después no remonta la parada.
Volvieron a reír.
—¿Quién fue el del tabaco negro? –preguntó el comisario.
—Los que vinieron de afuera. Esos vienen bien cargados.
—¿Y el mezcladito?
—El mezcladito, que es corte de uno y otro, andaba bien hasta que le han acertado. No era tan dura la calabaza, de ahí, al basurero.
Rieron desprejuiciadas.
—¿Ha encontrado che, los pedazos que faltaban?
—Viejas e’mierda. ¡Cómo disfrutan!
—Preguntábamos no’má. Porque así como quedó no sirve para pensar ni se va a agarrar de nada.
Las tres viejas carcajearon entre chillidos.
—Ríanse de la desventura ajena. Disfruten viejas, disfruten. Hoy hay baile, no sea cosa que les toque.
—Nosotras estamos “prorrateadas”. No hay desgracia que achuche. ¿Y vos para dónde vas?
—A lo de Doña Felisa. Voy a llevarle un recado.
—Esa es brava, comisario. No tiene bolas, pero como si las tuviera. ¿Vas a ponerla al tanto?
—Un aviso es un aviso. Cosa e’vecino.
—Ya que vas decile de mi parte que mejor la carabina, la escopeta la exagera. Diez tiritos son más que dos. A veces, y usté lo sabe, no es tan fácil la recarga.
—Ahora das consejo de armamento.
—La que sabe, sabe y el que no, pregunta.
—Como usted diga, vieja. ¿Algo más?
—Mañana será otro día.
—Mañana será otro pueblo –dijo el comisario con resignación.
—Hay que saber adaptarse. Aprendé bien de nosotras. Aunque a vos mucho no te ha de importar porque ya te has renunciado.
El comisario volvió a su camioneta. Iba a decir pero prefirió callarse. Saludó sin darse vuelta. Las viejas ni se mosquearon. Salió derecho para lo de Felisa cuando aún sonaban las risas de las viejas.
“Fijate por donde vas” escuchó ya de muy lejos. Eso haría. Sabía no despreciar un buen consejo.
***
Por la mañana, por la tarde, por la noche. Cuando fuera y a dónde fuera, Felisa veía como se iba estrechando el cerco sobre ella. Y atrás de sus perseguidores venían los que se refugiaron en el bosque de los espinillos, que a su vez estrechaban la persecución sobre los sicarios de la casa rodante bajo los viejos puentes, los asesinos de Abundio. Todo se iba complicando.
Dudaba si no debería tomar su bella escopeta calibre doce e ir de una buena vez en busca de “Él”, el “Inmaculado”, para matarlo, porque no había desgracia en esas tierras que no se asociara al nombre de su padre y al de él. Eva siempre insistió con que “Él” solo era un engranaje. Tal vez tuviera razón. Pero eso no apaciguaba sus ansias de volarle la cabeza de un escopetazo. No era un acto de venganza. De ninguna manera. Solo sería un acto de estricta justicia.
“Él”, más bien, Juan José Adriel del Inmaculado Corazón de Jesús Forte y Casandreu. Tanto nombre y tanto apellido para ser solo un miserable prostibulario a punto de entregar tres pistas para una banda de narcotraficantes. El violador de “esa”. El que organizó la violación en manada, la que le achacaron al Ascensión.
¿Y ahora? Droga. ¿Colombianos? ¿Yanquis? Qué importaba. Daba lo mismo. La droga todo lo pudre. Hasta el propio Licurgo pensaba de ese modo. La droga todo lo echaba a perder. Gente, propiedades, pueblos, naciones. Pero el Inmaculado era peor que el diablo. No tenía prejuicio alguno. Todo se resumía a una palabra: riqueza.
Felisa solo pudo tener una sola comunicación con Eva. “Llegamos bien” Fue todo lo que escuchó. “Quédense ahí hasta que yo vaya” Fue todo lo que respondió. ¿Era suficiente tan pobre conversación? No, por supuesto que no. Hacía demasiado tiempo que estaban juntas Eva y ella, y hasta había pensado que deberían decidir acompañarse por el resto de sus vidas. Era tiempo de volver a dormir junto a alguien, de sentir su calor y su presencia.
Cuando creyó que es momento había llegado apareció Eln en medio de un charco de barro y bosta. No cualquier día aparece un niño flagelado en medio del lodazal. Tal vez por no ser un día cualquier las vacas lo rodearon sin molestarlo. Para llamar la atención, que fue lo que ocurrió con Don Braulio –extrañado del comportamiento de las vacas–, o para protegerlo. Nadie podría decirlo. Pero eso le salvó la vida. De no ocurrir ese raro fenómeno seguramente habría muerto asfixiado, llenos los pulmones de lodo y mierda. Una muerte que no se la deseaba a nadie.
Eln de inmediato le recordó a ella y sus propias desgracias. Abusos, golpes, heridas, cicatrices. ¡Si habrá llorado! ¿Eln lloraría? No parecía capaz, estaba como encapsulado dentro de un extraño capullo que no lo protegía de la maldad humana, pero le daba fuerza para seguir buscando un destino.
Algo especial tenía que tener ese muchacho que sobrevivió aferrado a una raíz que debió crecer solo para él, para que se sujetara sumergido en el agua fría, para que no se lo tragase alguno de esos túneles que succionaban a los inocentes, los mataban llenando de agua sucia los pulmones, y vomitaban los restos descompuestos y mordisqueados por las percas y los bagres aguas abajo, a varios kilómetros de distancia de los pueblos.
Ahora ella estaba sola dentro de la casona. Afuera Don Braulio y otro hombre, un peón de Heraldo.
A salvo Eva, a salvo Eln y ese extraño personaje de nombre más extraño aún. Dixi. Dixi. Vaya nombre para un sabelotodo. Sonaba a saxo soprano. ¡Dixi! ¡Dixi! Felisa tardó varios días en descubrir a qué le sonaba ese nombre. Hasta que recordó a John Coltrane.
El hombre con nombre de jazz, si no cuidaba del niño Eva lo apuñalaría, así habían convenido. Eva llevó su propio verijero, uno precioso, de alpaca, afiladísimo, como nunca estuvo. Un tajo en la carótida, tan solo no era suficiente.
¿Eva era capaz de ese homicidio?
¿Alguien se atrevería a ponerla a prueba?
Pero Dixi no daba muestras de maldad. Por el contrario, era realmente luminoso. Y eso se reflejó en el rostro de Eln. Apenas lo vio, su mirada se transformó. Porque la mirada de Eln era lúgubre, casi vacía de emociones o, mejor dicho, llena de pequeños y poderosos pánicos acumulados a lo largo de esos años. Así miraba cuando lo encontraron, desde los miedos.
Pero fue llegar el tipo de las palabras raras, las frases inteligentes y las historias de nunca acabar, para que Eln se iluminara con la luz del visitante. Cuando le explicó dos o tres movidas de ajedrez se notó que Eln creyó que ese sí que era un ángel que bajó del cielo. Anoto nombres de los que no había oído hasta entonces. Alekhine, Capablanca. ¡El rostro de Eln cuando escuchó ese nombre mágico, “Capablanca”! Un héroe de capa blanca. Un genio del ajedrez justo como él se lo había imaginado en sueños. Y Flamel, y el homúnculo de Paracelso. De todo eso habló Dixi con Eln y en cada conversación el chico se iluminaba cada vez más hasta adquirir el aspecto de uno saludable, alguien que realmente se sentía feliz por primera vez.
Estaba sola, sentada en su sillón preferido, pensando en Eva, Eln y Dixi, a oscuras, oyendo con su oído “tísico”; verijero a la cintura y Browning Baby 6.35 en un bolsillo. La escopeta sobre las piernas. Dos docenas de cartuchos a su lado. Por consejo del comisario, en realidad de las viejas que le mandaron decir, también dejó a su lado la carabina. Estaba atenta.
Escuchó como dos personas pasaron el último alambrado, al fondo, donde terminaba esa parte de la estancia. Primero uno y luego el otro. Los tipos no tenían ni idea que ella era capaz de escuchar desde tan lejos y de hacerlo a la perfección. Si ellos hablaban ellas sabría qué decían. Eso significaba una gran ventaja para ella y un inconveniente impredecible para ellos.
También escuchó del lado contrario, muy cerca de la casona, al capataz y un muchacho emboscarse en unos arbustos tupidos que rodeaba la casa. De seguro ya habría visto los movimientos. El capataz distinguía cualquier actividad en la noche más oscura. Siempre le dijo que era solo saber mirar. Y eso que era tuerto, porque un ojo lo perdió hacía tiempo por el glaucoma.
A la tarde discutieron el asunto. Ella les dijo que fue avisada que los tipos intentarían matarla esa noche. Les pidió que se fueran, ella sabría cómo defenderse. Pistola, escopeta y carabina. ¿Parecía poca cosa? Las viejas dirían “no tiene bolas, pero como si las tuviera”.
El capataz dijo “ni hablar”. El peón, uno joven y bullanguero dijo “yo también me quedo”. A los otros los despacharon sin explicaciones.
—¿Qué quieren de usted, patrona? –preguntó el capataz, quien no alcanza a deducir por qué los tipos querrían asesinarla. Solo era una productora, dueña de grandes extensiones de tierra. Pero nada extraordinario en esa pampa.
—Quieren mis tierras –dijo Felisa–, quieren estas tierras. Dos pistas al oeste, una al norte y estas tierras como base. Saben que no tengo hijos. Si muero no hay heredero. Suponen que el Estado se quedará con todo. Y entonces la compraran por monedas en algún remate arreglado. ¿Cuánto puede resistir un rematador con una pistola nueve milímetros en la boca de su hijo o en la vagina de su hija? Las comprarán por monedas y aquí vendrá a vivir uno de esos tipos que fuman habanos caros, toman whiskys imposibles y usan camisas espantosas. Un asco de tipo.
Exacto. El Inmaculado fue quien les dijo qué tierras tenían que comprar para asentarse en un lugar excelente. Desde la casa de la mujer se podía gobernar toda la región.
También que Felisa nunca las vendería.
—Ese no es un problema –dijo uno de los nuevos socios–. No hay nada que una muerta sin herederos pueda hacer para evitar la venta de sus tierras.
El Inmaculado no estaba tan seguro. Pero no los advirtió sobre Felisa. Él la conocía muy bien y sabía que si ella era advertida de las intenciones de los sicarios, los tipos no se la llevarían de arriba.
Quien la puso al tanto del día y la hora del posible atentado fue el comisario. No por amor, sino por necesidad. La banda de los comisarios no estaba dispuesta a permitir que los gringos se apropiaran de toda la zona. Por lo menos deberían negociar. Dos pistas para los gringos y una para la banda sería un buen arreglo. Esa fue la propuesta. Pero el Inmaculado los mandó a la mierda, apenas conoció lo que exigían los comisarios. Cuando apareció Dixi de la mano de Eva, reiteraron la oferta, ellos se ocupaban del molesto visitante a cambio de una pista. ¿No era un arreglo justo?
—¿Una pista? Están en pedo, muchachos. Lo más que les ofrezco es el peaje por el tránsito terrestre –les respondió en la primera oportunidad. En la segunda casi ni habló.
La contraoferta no tardó en llegar.
—¿Tránsito terrestre? Dicen mis amigos que una pista o nada. Que los caminos no existen si no se puede transitar por ellos.
—Decile a tus amigos que se vayan a la mierda.
—Señor, sin nación no hay prosperidad. Sea un poco más patriota.
—Decile a tus amigos que yo trabajo con una embajada extranjera. Me cago en la soberanía nacional.
Eso fue todo.

***
En la sala donde permanecía a oscuras, Felisa escuchó el tiroteo. “Arma larga. Gran calibre. Para cazar jabalíes. La que usaron con Abundio”. De eso estaba segura por las noticias que le llegaron.
Felisa sabía de armas como de muchas otras cosas. Era una gran tiradora. Aprendió bien de niña y nunca le tuvo miedo al entrevero.
Dejó de escuchar el movimiento de los dos hombres. No avanzaban pero no retrocedían. Estaban cuerpo a tierra y en cada oportunidad que trataban de alzarse para vichar, un disparo los obligaba a pegarse al piso. Arrastrándose recularon tratando de llegar al último alambrado.
El capataz salió del arbusto y soltó los perros. Eran cuatro cane corso, mastines italianos, custodios de la casa y el ganado. Cuatro machos astutos y aquerenciados con Felisa. Nadie se le podía arrimar en su presencia, salvo Eva y el capataz, si Felisa lo ordenaba.
Habían adoptado un sistema de ataque que consistía en lanzarse dos de frente y dos por los flancos. Cuando cercaban al intruso lo mejor era no moverse, respirar serenamente y cerrar los ojos, por si acaso. Podían destrozar una persona en cosa de minutos. Negros y de ojos negros, impresionaban de día, ni imaginar de noche. Los intrusos aplastados contra el barro y la bosta, sin poder ponerse de pie, ni siquiera gatear, porque apenas lo intentaban un disparo les rozaba las cabezas a centímetros, quedaron prisioneros de los mastines que los rodearon y esperaban la orden para lanzarse sobre ellos.
—¡¿Quién anda ahí?!
El capataz gritó con todas sus fuerzas. El peón alumbró en dirección a los intrusos. Los mastines parecían estatuas de hierro. Inmóviles, conteniendo la respiración, no retiraban su mirada de los dos hombres.
En un castellano chapuceado se oyó:
—¡Turistas! ¡Turistas!
—¡¿Qué carajo hacen acá?!
—¡Error! ¡Error! Confundimos camino. ¡No disparen! ¡No disparen!
—¿Por qué están armados, “turistas”?
—¡Caza jabalí! ¡Caza jabalí!
“Jabalí las pelotas”, dijo para sí el capataz. Esa no era zona de caza y menos de jabalí.
—Alejen las armas.
—¡Perros! ¡Perros!
—¡Hunde! ¡Still Stephen!
Los cuatro cane corso permanecieron inmóviles. Los hombres arrojaron lo más lejos que pudieron sus armas. Eran dos fusiles M27. Si a algo se dedicaban los intrusos no era a la caza de jabalíes.
Felisa escuchaba todo, pero permanecía a oscuras y con calma. ¿Debería hablar al capataz? Él no la llamó, es más, el capataz no quería ni que se asome. No sabía si otros francotiradores no esperaban su oportunidad. El hombre no sabía quién se entraba a quién. Lo que sí sabía y con seguridad es que alguno de esos tipos quería asesinar a su patrona.
Inesperadamente, un nubarrón cerró el cielo. Meses de seca parecían llegar a su fin. Nadie lo esperaba, ni el más optimista. El viento traía del este olor a lluvia. Los hombres permanecían aplastados contra la tierra. Los perros se aproximaban cada algunos minutos apenas centímetros. Iban cerrando el cerco. Un quinto cane corso apreció por detrás de los hombres cerrando su retirada.
Gritaron:
—¡Perros! ¡Perros! –Los cinco mastines gruñeron al mismo tiempo.
El capataz gritó “¡Silencio!” Los hombres callaron. Los perros no dejaron de gruñir. Estaban nerviosos, se los notaba intranquilos.
Felisa silbaba dentro de la casa. El silbido de la mujer intranquilizaba a los perros y a los hombres. Felisa consideró si no era correcto dejar que los perros los destrocen. Era una posibilidad muy buena como para no tenerla en cuenta. El capataz conocía ese silbido. Era previo a la orden de ataque. Él no veía con desagrado la posibilidad. Un accidente. Hombres en caza furtiva con dos bellos y nuevos fusiles M27 entraron a una propiedad por error y fueron atacados por cinco cane corso. Tremenda desgracia. A cualquier le puede tocar.
Vivimos hasta que morimos. Nos falla el corazón, un aneurisma nos licua el cerebro, un cáncer nos perfora todos los órganos. Un camión, otro camión y otros nos aplasta contra el pavimento como se aplasta una mosca contra el vidrio. Otro tipo pierde la cabeza cuando la bala de un arma de caza mayor entra por su nuca y le arranca la cara al salir para caer en un pozo de basura, donde yace una cabeza y dos manos de una mujer en la que nadie se interesa y nadie busca. “¿Alguien encontró los pedazos que faltaban”? Y luego “¿a quién carajo le importa eso?”
Vives hasta que mueres. Solo se muere una vez y a la mayoría poco le importa cómo. Tal vez a alguno le importe. Es posible. Hay gente para todo. A la viuda del hombre en el pozo puede que le importe. Al compadre del aplastado en el asfalto. Puede que le importe. Pero en realidad a la mayoría, a la inmensa mayoría poco importa. Unos rezos del cura, quizás de compromiso, por obligación cristiana, y nada más. Al hoyo del cementerio. Pasado el tiempo, nada se acordará quien yace en la tumba tanto, sector, tanto, pasillo, tanto.
Felisa no dejaba de silbar y los perros estaban cada vez más inquietos. Los gringos lloriqueaban, y balbuceaban como podían “los perros, los perros”.
Felisa pensaba si los tíos esos serían tan bravucones. ¿Pensarían en cómo los iban a desfigurar los perros si los atacaban? Estaban entrenados para ir directo a las partes blandas. A la garganta, primero, pero sí no, a los testículos. No podía imaginar algo peor un macho que un cane corso de 50 kilos atrapando entre sus poderosos dientes sus pequeños testículos. Los testículos de un sicario no podían ser más grandes que los de cualquier otro hombre. Los testículos de dos falsos cazadores tampoco.
—¿Qué hacemos señores?
Los cinco perros alzaron sus orejas al escuchar la voz de Felisa. Gruñeron al unísono por lo que el gruñido solo temible.
—Están controlados, señora. Los amarro y entrego al comisario.
—¡Estamos muertos, Braulio! ¡Estamos muertos!
Si los perros los matan nos meteremos en líos.
—¡Ya nos han metido, Braulio!
El capataz solo quería hacerle entender lo peligroso de todo eso. Felisa, en cambio, le hablaba sabiendo desde el momento en que supo de las intenciones de los sicarios, a dónde conducía todo eso. Por eso repitió en voz más fuerte aún:
—¡Estamos muertos, Braulio! ¡Estamos muertos! No hay salida.
—¡Todavía está a tiempo de irse, señora! Nosotros cuidaremos las tierras y cuando todo pase podrá regresar.
—No, Braulio, no hay manera.
Un raro silencio dominó la noche. A lo lejos, muy lejos, un relámpago predijo un trueno. Al rato el estruendo hizo temblar la tierra. Felisa silbó con todas sus fuerzas.
Empezó a llover. ¡Por fin se acabaría la seca! ¡Por fin la naturaleza renovaría su ciclo!
Relámpago. Trueno. Silbido. Grito.
¡Hundeangriff!
Y el agua mezcló el barro con la sangre.

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