Fuerza de piernas

El movimiento era artesanal y delicado. Las plantas de sus pies se adherían a los remos con naturalidad, como si estuvieran unidos con un pegamento invisible. Y así avanzaba la modesta barca, de un azul gastado, a un ritmo sereno pero sostenido. Aunque el entorno era cautivante, lo que más atraía mi atención era la fuerza de esa mujer. Fuerza de piernas y de alma.

Lian transportaba turistas por el río Ngo Dong, hijo de las tres cuevas –Tam Coc–. La mayoría llegaba en excursiones diarias desde Hanoi, un par de horas al norte por la carretera, bajo la promesa de conocer «la Bahía de Halong en tierra». Otros, los más osados, preferíamos permanecer unos días en este diminuto pueblo en la región de Ninh Binh. Esa era la manera de ganarse la confianza de su gente, de conocer su costado más auténtico. Eligiendo cómo y cuándo distribuir nuestro tiempo. Normalmente las hordas de chinos con sus generosas cámaras llegaban pasado el mediodía, por lo que decidí comenzar el paseo temprano. Cielo despejado. La luz inundaba la escena. Nos alejamos de la costa. El silencio aturdía. Sólo el golpe de la madera resonaba contra el agua. Algún pájaro. Ahora estábamos en soledad.

La anfitriona se movía con elegancia. Portaba un Non La, tradicional sombrero vietnamita. Con las manos sostenía un holgado paraguas para cubrirse del sol. Con los pies movía los remos, uno a cada lado, atados con una cuerda deshilachada a dos pequeños palos. Tenía una técnica admirable. Transmitía paz. Sonreía. Se notaba hasta cuanto llevaba puesto su barbijo. Con un inglés rudimentario y algunas señas me contó que estaba casada y que tenía dos hijos pequeños. Que realizaba este recorrido –cercano a la hora y media de duración– al menos una vez al día, desde hacía años. Tenía treinta y ocho. No me sentía cómodo al notar la presión de mi peso muerto, que ella debía transportar. El paisaje conmovía. Montañas tupidas. Paredones de roca. Extensos campos de arroz. Pero allí había una historia. La de una lucha. La pelea de una mujer contra la física. La búsqueda de un poco de arroz para sus hijos. Un elevado número de los turistas consideran a Lian como parte del decorado. Ellos son el centro del relato. Que debe ser registrado con desquiciada rapidez. Inmortalizado. No interesa si se lo está pasando bien. Pero necesitan saborear las sales de la aprobación. Gritar a los cuatros vientos que se estuvo allí. Sólo de esa forma se sentirán aliviados y satisfechos.

Los lugareños montan un espectáculo para el turista. Ya no estamos aislados. Un hombre pasa por al lado con su bote y toma una fotografía que luego intentará venderme. La misma Lian me ofrece algún telar. Y al llegar al final de la primera parte del recorrido, luego de atravesar una gran cueva a oscuras y antes de retornar por la misma vía, varias mujeres en embarcaciones se abalanzan al igual que lo hacen las abejas a su colmena. Ofrecen frutas, bebidas y artesanías. Compro algo. Trato de ser cordial y respetuoso. Emprendemos la vuelta, salpicada por otras barcas que iban en camino contrario. Fuimos un buen rato a la par con otra barca. Lian hablaba con la mujer a cargo. El viaje les resultaba más llevadero. Reían. Vaya uno a saber lo que decían. Faltaba menos y de seguro se alegraban por ello. Pantorrillas sobrecargadas. Sus rostros denotaban el cansancio. Sentados allí e inmutables, una pareja de occidentales. El plástico de sus gafas parecía marcar un abismo de distancia con el exterior. No había ningún tipo de comunicación con su tripulante. Ni verbal. Ni gestual. No les interesaba.

A metros de arribar di a Lian una propina. Sabía que era merecedora de mucho más. Luego de agradecerle, me alejé despacio. Un día más en su vida. Otro como tantos en un rincón del sudeste asiático. Un día atípico para mí. Estímulos, contrastes y reflexiones. Pensaba en lo duro de su trabajo. Pero sobretodo en la alegría con la cual lo desempeñaba. Esas piernas dibujaban un camino de esfuerzo y sueños. La estela de su barco escondía una historia. Una historia que tal vez jamás sería contada.

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