Conejo Blanco
Bajar la persiana la hizo sentir segura, hizo para sí misma con la oscuridad un manto que la protegía del desdoro. Sin apenas levantar la vista de la pantalla, casi por instinto, custodiaba la puerta cerrada de su dormitorio, arrastrada por el miedo a que alguien supiera lo que hacía. Se había prometido que Carlos no estaría en casa cuando se atreviese a dar forma a ese macabro pensamiento por primera vez. Le aterraba verse arrastrada a tener este tipo de sentimientos hacia su propio hijo, pero si su escudo humano no estuviera de su lado en esto, querría morir. El autocompletar de Google encrudeció cien veces la idea con la que entro al buscador, cuando se formó una nueva frase con sus palabras «Es mi hijo…» Y aunque era la tercera sugerencia de la lista, pesó culpable marcada por la mirada de Raquel «¿Es mi hijo un Psicópata?».
Cuando llegó Carlos, más de una hora después de que acabara el partido, a Raquel no solo le habría dado tiempo desinfectar a conciencia la cocina donde cambió los periódicos de la jaula del conejo. Con la ayuda de algunos artículos y foros muy convincentes, encontró tiempo para fortalecer la teoría que llevaba todo el día lacrando su maternidad. Lo del conejo había sido el niño.
– ¿Dónde está Carlitos? – Dijo su padre tirándose al sofá de espaldas, como si sus piernas no sirvieran para doblarse.
-Ya está acostado. – Dijo ella con la cabeza en otro lugar.
– Pero ¿qué dices Raquel? Por favor si no son ni las 9 de la noche. ¿Ha cenado acaso?
– ¡Si!, él y el santo conejo. Ya sabes que los miércoles tenemos Aeroyoga a las 7 de la mañana y se acuesta antes para dormir sus 9 horas. – Dijo desairada.
-Ah entiendo. – Dijo esquivo sin levantar la vista del televisor.
Haciendo de tripas corazón Raquel se puso de rodillas en el sofá y rodeando con sus dos manos el brazo derecho de su marido, tiró de él hacia ella para llamar con ternura su atención. Necesitaba que esos grandes ojos verdes le dieran fuerza para sacar de ella, esas palabras que la hacían sentir mala madre.
– ¿Qué? Tonta. – Preguntó él, juguetón arrastrando la última silaba.
-No, no es eso, es que ha pasado algo. – Dijo sin atrever a mirar esos enormes diamantes verdes que hace un segundo había implorado.
– ¿Qué?, no me asustes joder. Es Carlitos, ¿le ha pasado algo? – Dijo incorporándose con un soslayo de pánico en su mirada.
-Si. Bueno no. Es Gizmo.
– ¡El conejo!, joder tía no me des estos sustos, ¿qué le ha pasado?, no jodas que se ha muerto. – Dijo buscando los ojos de su esposa entre el pelo que le caía por la cara al bajar la cabeza.
-El conejo está vivo, pero su cuello. – Necesitó hacer una pausa y tomar aire para terminar la frase. – Su cuello está como retorcido, pobre animal, míralo está ahí en la cocina. – Dijo expectante a la reacción de su marido que se levantó vehemente a echar un vistazo.
-Vaya, pobrecito sí que es raro y sigue tan normal el tío, y ha sido de un día para otro ¿no?- Dijo el a cien kilómetros de las ideas de ella.
-Pues sí. – Musitó Raquel con un largo si, que transformó en otra la frase que su lengua había empezado.
Y no habló de aquellos artículos de psicología infantil, no habló del miedo que sentía, o de cómo se odiaba por pensar algo así.
– Mañana lo llevamos al veterinario a primera hora. Cuando deje al niño en el cole, te pasas por allí antes de ir al trabajo ¿Por favor? No quiero ir sola.
– ¿A qué hora?
-8:30, 35 como mucho, aparcaré en la puerta en doble fila.
-Vale, allí estaré. Pero no entiendo por qué estás tan rara con todo esto. – Dijo dolido.
Después de eso él no dijo nada más, ella tampoco.
Al día siguiente, aunque ambos hubieran precavido salir con cinco minutos de antelación, ninguno llegó antes de que el reloj marcara un cuarto de hora por debajo de las nueve. Algo que no impidió que Gizmo fuera recibido con honores por la amable ayudante del veterinario que no entre pocas adulaciones lo llevó sin sacarlo del trasportín al despacho del veterinario, con una voz aniñada que Raquel se contuvo de odiar con una fingida sonrisa.
Los minutos pasaban, sin que se atreviera a confesar a su marido que había identificado tendencias homicidas en la actitud de su hijo. Ella sabía que hacerle eso a animales era solo el primer paso de la formación de una mente psicopática según muchísimos estudios. No menos de dos madres le habían increpado, con acusaciones sobre el comportamiento agresivo del niño. Mordiscos, arañazos y ahora agresión animal. Pasados más de diez minutos en aquella prisión de espera. Raquel imaginaba a un estuporoso doctor, asombrado por la crueldad con la que le habían torcido la columna al pobre animal, que seguía vivo. Por supuesto habrá que sacrificarlo. Aun siendo un profesional de la medicina debe ser difícil enfrentarse a una situación así. E imaginando a ese joven veterinario allí sentado, tomando fuerzas para comenzar el día practicándole la eutanasia a un precioso conejo blanco. Se imbuyó de la fuerza necesaria para hablar con su marido.
-Carlos, sé que lo que voy a decirte ahora es muy duro, pero sé que juntos los tres podremos con ello y podremos buscar una solución a esto. Hay muy buenos médicos ¿sabes? – La pausa de un segundo que hizo tras la pregunta que se planteó como retórica, fue suficiente para que su marido se introdujera confuso en el diálogo.
– ¿Qué? – Dijo abriendo mucho los ojos en una micro expresión de terror.
Cuando continuó ensimismada en el tan ensayado discurso no escuchó tras de sí, los pasos del doctor que se acercaba a ella con un parsimonioso caminar.
-Carlos, lo que quiero decir es que tenía mis dudas, pero con todo esto del conejo, mis dudas ya están muy claras Carlos. – Dijo alzando la voz con una velada mezcla de ira y dolor. – Nuestro hijo tiene características psico… ¡Nuestro hijo es un psicópata Carlos! – Dijo casi gritando la última parte.
Y tragando aire queriendo que fueran sus palabras, enmudeció ante el despistado veterinario que totalmente ajeno a la gravedad de la conversación que mantenía la pareja, había comenzado afable con su optimista diagnóstico sobre el conejo.
-Familia, lo primero que quiero deciros es que podéis estar tranquilos, Gizmo está perfectamente. Solo pasteurelosis tiene una pequeña infección bacteriana en el oído que afecta al equilibrio. Con antibióticos estará perfecto en una semana.
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