Solo ella sabe la verdad

Helena abrió la puerta de su casa, no encontró a nadie.

Esa noche miraba la televisión o mejor dicho hacia zapping y no ponía atención a nada; suspendieron su cuenta de Netflix y no pensaba pagarla pronto. Tocaron a su puerta, pero dudó de un visitante, hacia un poco de viento y bien pudiera ser aquello, ignoro los sonidos y continuó empecinada en pulsar con furia ese control remoto en búsqueda de algo interesante para acompañar su segundo bote de Pringles. Los golpes poco a poco subieron de nivel y molesta por tener que levantarse en tan cómoda situación por fin se despidió del sillón, busco sus pantuflas de conejito y lentamente fue hacia la entrada para abrir la puerta.

Cual película de terror barata y mal actuada descubrió que en su puerta no había nadie, incluso sonrió un poco al imaginar un cuervo entrando y parándose en el busto de palas, aunque claro… ella no tenía un busto de palas, ni siquiera sabía que era un “busto de palas”. Regresó con paso cansado hacia su amado sillón y dejo caer las posaderas en ese trono a la pereza y el descanso.

Después de tres horas de zapping y dos episodios de una serie española que nunca había visto, era el momento de ir a dormir, pensó por un instante en lavar los platos, pero de inmediato alejo de ella esos malos pensamientos; vivir sola implicaba no limpiar si ella no quería limpiar.

Esa noche Helena tuvo un sueño pesado y por demás nada reparador, le angustiaba aquel sonido extraño que provenía de su techo y que prosiguió a los golpes en su puerta; más temprano ella trató con todas sus fuerzas de ignorarlo mientras miraba la televisión y había funcionado, pero ahora sin el distractor de la caja idiota no lograba dejar de pensar en él, incluso entre sueños.

La mañana llegó y helena sentía un fuerte dolor de cabeza, caminó hacia su baño y sacó del botiquín un frasco de aspirinas, con tan mala suerte que todos los frascos se fueron abajo, y ahora además de soportar esa migraña también tenía que recoger el desastre del piso. Se paró un momento y pronuncio para sí misma el mantra que la aliviaba en esa clase de momentos: “no tengo que limpiar, para eso vivo sola”, posteriormente dejó el piso como estaba y bajo a su cocina a prepararse unos huevos con jamón y café.

Sus huevos los preparó con extra jamón y su café con extra café, se sentó en la mesa y al primer sorbo a esa taza sobrecargada de cafeína su estómago protestó y en ese instante un vomito oscuro y espeso salpicó toda su mesa, no estaba para nada bien: su dolor de cabeza, el extraño vomito. Definitivamente ese sábado no sería el gran día que planificó.

Alfredo el novio de Helena se estaba estacionado en el porche de ella a las 8 de la noche, planeaban una noche de sexo y alcohol, sobre todo ahora que probablemente ya lo habían perdonado del todo por besar a otra en aquella fiesta del trabajo; él alegaba estar demasiado borracho y ella… ella solo pensaba en sus 37 años, la presión de su familia sobre el matrimonio y si no era con Alfredo, ¿con quién?

Alfredo, “el engañador” como ahora lo llamaba Helena uso el timbre de la puerta, espero unos minutos y al no recibir respuesta, decidió entrar por la puerta trasera, al fin y al cabo siempre estaba abierta, había regañado incontables veces a su novia por no cerrarla pero ella parecía no escuchar, tal vez en su mente lo veía como un escape, un lugar para huir de la maldita casa que en ocasiones la asfixiaba; trabajaba desde casa, no solía salir mucho y como ella lo veía, eso a la larga afecta, te enferma. Alfredo entró por atrás y gritó su nombre sin recibir respuesta alguna. Helena yacía en el piso de la cocina, inconsciente desde hace horas, bañada en vomito de extraño color y con una sola pantufla de conejito en el pie izquierdo.

Cuando la mujer despertó estaba en el hospital, junto a su cama “el engañador” y en el buró de lado unas flores baratas y feas, su primer pensamiento fue: “además de engañador, tacaño de cojones”, rápidamente Alfredo salió del cuarto, no sin antes hacer su estupidez y tirar por accidente el Jarrón con flores baratas, regresó con una enfermera de cara no muy simpática. La enfermera le tomo los signos y sin mediar palabra se fue del cuarto.

Cuando por fin Helena tuvo un doctor frente a ella, 40 minutos después, ella tomó la iniciativa y habló:

–¿Qué tengo doctor?

El doctor la miró con ojos cansados de dos turnos y lanzó un “felicidades” que se escuchaba lleno de falsedad, “Felicidades, estas embarazada”.

Al saber la noticia Helena estaba llena de sentimientos encontrados, por un lado, su familia estaría feliz, por otro el bebé era del asqueroso novio engañador y más aún… Ella tenía un implante anticonceptivo, ¿Cómo era posible? El doctor le explicó que los implantes como cualquier método fallan y que ahora seria madre. Ella sin estar muy convencida decidió dormir otra vez.

Los sueños de esa mujer eran a sabiendas muy perturbadores, soñaba con los ruidos del techo y una luz, una luz que emitía un zumbido, una luz que quemaba las retinas, una luz de color nunca observado iluminaba toda la habitación y sobre todo a ella.

El primer mes de embarazo transcurrió muy bien, ella se sentía alegre, llena de energía, sus apetitos eran incontrolables, tanto gastronómicos como sexuales y “el engañador” fue a vivir con ella, todo pintaba muy bien, con una pequeña excepción: su vientre crecía anormalmente.

El segundo mes decidió visitar un ginecólogo, pero no quiso que su novio: “El puerco” (porque ahora ya le había cambiado el nombre) la acompañara. Salió a las 5 de la mañana de su casa pues su cita era a primera hora y el servicio médico publico era a su parecer “un asco”, encendió su Versa y se disponía a partir cuando de pronto sintió un dolor abdominal infame, rápidamente abrió la puerta del auto y cayó de rodillas en el piso, vomitó de esa forma extraña, igual al día en que se enteró de su embarazo y después de eso se sintió un poco mejor. Limpió su boca, sacudió sus rodillas y entró de nuevo a la casa. Ella presentía algo muy malo y por temor pospuso su visita al hospital.

Transcurrió otro mes sin problemas ni “contratiempos” desde lo de aquel día del vomito en el auto, pero a pesar de aquello ella no asistió a sus citas médicas; algo muy en el fondo le decía que su embarazo estaba mal, tenia miedo, mucho miedo. El temor desde su perspectiva era completamente fundamentado: el vomito oscuro y las pesadillas, esas pesadillas de ruidos en el techo y una luz de color extraño que quemaba las retinas y desbordaba en su habitación.

El cuarto mes de embarazo, despertó en su cama en la madrugada, observó el reloj y marcaba las 4:00 am, giró su cabeza y ahí estaba junto a ella el “maldito puerco” porque hace unos días Alfredo se negó a cumplir su antojo de aceitunas y él mismo agrego el “maldito” a su nombre. Lo miraba con desprecio, esa cara con cicatrices de acné, esa baba que soltaba al dormir, esa cara de estúpido; lo odiaba, lo odiaba por engañarla, lo odiaba por embarazarla, embarazarla de esa cosa en su vientre que estaba segura no era humana. Pero… realmente, ¿él puso esa cosa en su vientre?

Cada día que pasaba Helena se convencía cada vez mas de lo inhumano del producto en sus entrañas, tenía miedo, tenía pánico, tenía pavor. Su mente barajaba decenas de posibilidades, cada una más aberrante y loca que la anterior.

Esa fatídica mañana del quinto mes el “maldito puerco” se despidió de ella para ir a trabajar, Helena no le respondió y siguió en cama, tapada completamente en silencio, había llegado a un punto de quiebre, sentía que esa cosa en su vientre pronto la devoraría por dentro, imaginar su aspecto aberrante le provocaba mucha ansiedad, sin contar la pesadilla de la noche anterior que fue la cúspide de su quiebre: La cosa inhumana sin forma la odiaba, la odiaba sin haber nacido aun, la odiaba desde el vientre.

Helena se levantó de la cama, se puso sus pantuflas de conejito y procedió a arreglar su habitación; cambió las sabanas porque ya tenían una semana y desde siempre tuvo la manía de cambiarlas reglamentariamente cada lunes, hoy tocaban las grises de franela. Terminó de arreglar su cama y salió al patio a recoger la ropa tendida, la metió a la casa, la doblo con cuidado y la acomodó en los cajones, incluso se molestó un poco porque su blusa azul terminó encogida, con disgusto la lanzó al cesto de basura. Después lavo su baño, aspiró la sala y limpió como nunca antes esa casa.

Era momento de desayunar, fue a la cocina y preparó unos huevos con jamón y un café, se sentó a la mesa y mientras disfrutaba comiendo recordó con una sonrisa el día que se enteró de su embarazo.

Después del desayuno Helena caminó a su sala, se sentó en su sillón de la flojera y el descanso, se puso cómoda y empezó a llorar, llorar mientras se abofeteaba la cara y se arrancaba el cabello.

Alfredo o “el maldito puerco” para su “amada” se estacionó en el porche de la casa a las 6 de la tarde, él salía de su trabajo a las tres, pero antes de llegar a casa pasó por el bar a tomarse unas cervezas, planeaba ese día con el valor del alcohol, abandonar a su novia embarazada; no le importaba, él también la odiaba a ella. Entró gritando su nombre con furia en sus palabras, azotó la puerta y caminaba con pasos decididos hasta la habitación, abrió la puerta con energía y la encontró allí… Estaba suspendida con un cinturón sobre el closet, estaba muerta.

De su suicidio se dijo mucho: que estaba deprimida, que padecía esquizofrenia, incluso locuras incoherentes que no vale la pena mencionar.

Solo ella sabe la verdad.

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