Todavía me tiemblan la caligrafía y otro tanto las piernas, pero ya no es porque no confíe en nosotros. Te miro desde el otro lado de la habitación mientras te haces hueco en mi lado de la cama aunque el tuyo esté frío y sigan los treinta grados del mediodía. Se me escapa la sonrisa más sincera que he proyectado en años, no te das cuenta, y la verdad es que tampoco me importa. A las dos de la madrugada de un jueves de junio he descubierto que puedo sentirme liviana a pesar de los kilos de vidrios rotos que han dejado varados en mi espalda todos los que se han marchado.

Pestañeo y ya es viernes. Descubrir tres nuevas pecas alrededor de tu nariz es mi mejor escudo contra la rutina de la vida, siempre tan hija de puta.
El vapor de baño no me impide mirarte en el espejo y pensar que soy afortunada por tenerte. Me besas la frente y escucho cómo se aleja derrotado el peor fantasma de mi infancia y al ex que me arruinó la vida hace años por fin le llega el karma.
El quinto beso me salva y en el sexto soy yo quien toma la iniciativa: no lucho contra el impulso de decirte que tú eres mi razón para creer en los finales alternativos. Resulta que siempre sentí cierta debilidad por ellos, pero por ti sé que dan resultado.

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