Cuando Venus y Júpiter se acercaron.

Cuando Venus y Júpiter se acercaron.

Mauricio Kasser

31/01/2020

La mujer salió al patio cargando un canasto lleno con ropa. Caminó hasta la pileta que había al fondo del patio y pudo ver más allá la niebla por encima del descampado que se iba retirando poco a poco, como un fantasma resignado. El sol calentaba lentamente el aire frío de la mañana y el cielo envolvía todo con su gran lienzo celeste. Estaba perfecto, continuo, infinito, sin ninguna nube. “Ojalá que dure hasta la noche”, pensó la mujer exhalando vapor y ansiedad.

Una semana antes había visto en el diario un artículo que hablaba sobre el alineamiento de dos planetas, que se verían desde la ciudad como dos estrellas brillantes, una al lado de la otra. “Una hermosa oportunidad para mirar al cielo”, decía en la última línea del pequeño párrafo. Incluso, ella había leído de eso en la Biblia. “La Estrella de Belén”, lo llamaban. Nunca lo había visto y tenía una imperiosa necesidad de hacerlo, como si su vida dependiera de ello.

Su esposo apareció de algún lugar, tambaleándose y quien sabe con cuantas cervezas encima de la noche anterior. Apenas lo vio sintió lástima pero no le dijo nada. Ya estaba cansada de los golpes. Quería que la ignorase y se vaya a dormir y listo. La observó mientras ella volvía la vista al cielo y le dijo:

—Otra vez pensando en la mierda esa del cielo y qué se yo y…

Se fue contra un árbol y se abrazó al tronco. Tras recuperarse, caminó y se fue hacia adentro farfullando palabras inentendibles.

Ella no le dijo nada. Ni siquiera lo miró. Arrojó la ropa sucia en la pileta y acomodó la tabla para empezar a fregar. El día estaba hermoso como para que lo arruine ese troglodita.

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La mesa redonda del comedor estaba adornada con todo lo necesario para un buen desayuno. La joven observó todo eso y se sintió alegre por la presentación que había logrado; parecía el montaje de esas revistas de actualidad que leía. Se sirvió jugo de naranja (exprimido por ella) y tomó un trago mientras esperaba a su pareja. El hombre apareció totalmente arreglado y con el portafolio en su mano derecha.

— ¿No vas a desayunar? —dijo la mujer.

El hombre se acercó a la silla de la punta y desde allí tomó la manija de su taza. Sorbió un trago de café y luego de dejar la taza agarró una medialuna y la mordió.

—No, amor —dijo con la boca llena—. Tengo un día de mierda hoy. Me voy, a ver si no termino tan tarde.

Ella intentó simular la decepción.

—Hoy está el fenómeno este… el de los planetas alineados, ¿te acordás?

Había dibujado una sonrisa tan linda y cálida, llena de anhelo por la respuesta afirmativa.

—Ah —dijo el joven—. Se me pasó. Igual no es gran cosa… si fuera un eclipse… ¿no?

—Pero —la mujer inspiró y resopló por la nariz, para que no se notara—, íbamos a cenar en el balcón para verlo…

Su novio hizo una seña llena de desdén con la medialuna más que con la mano.

—No sé a qué hora voy a venir. Te aviso.

Le dio un beso en la mejilla a su novia y salió masticando el último trozo de la factura.

Ella lo quedó observando. Entre la cara de decepción y la mesa llena de colores tan alegres… había un contraste enorme.

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A las siete de la tarde la noche ya había caído sin dudas. El cielo seguía limpio de nubes. Incluso, parecía que todas las estrellas se habían apagado, como si fuera una especie de regalo celestial. No se veían otros astros que pudieran llegar a confundirse con las luces que la mujer quería ver desde hacía una semana.

Se había acomodado en un viejo sillón y tapado con una gruesa manta. No le importaba el frío. Sólo le importaba ver esas luces en el oeste. Y allí estaban: solas en el firmamento desnudo y gélido. Eran como dos grandes estrellas brillantes, una al lado de la otra, increíblemente cerca, increíblemente bellas.

La mujer permaneció observándolas en silencio, admirando la belleza que no la había decepcionado en lo más mínimo. Abajo, la ciudad mostraba todas sus luces pero nada podían hacer frente a las otras dos. El patio, el predio deshabitado del frente, la soledad, el silencio, todo parecía inmenso bajo la luz plateada de los planetas.

Su esposo salió desde la casa. Estaba recién levantado y ya juntando fuerzas para ir a emborracharse otra vez.

— ¿Tenés mate ahí, Jesica? —Preguntó el hombre.

—No —dijo ella tanteando la taza con té caliente.

—Preparate unos mates, dale.

—Ahora no Miguel. Estoy mirando el cielo.

El hombre se acercó y se tambaleó un poco al detenerse. Era evidente que seguía bajo efectos del alcohol.

—Tanto lío por esas dos mierdas. Son estrellas. Nada más.

—No son estrellas —dijo ella sin darle importancia ni atención.

Él volvió a tambalearse y buscó algo en su espalda, como si se estuviera rascando.

—Mirá lo que hago con tus mierdas.

Tomó el viejo treinta y ocho que siempre llevaba apretado con su cinturón. Lo levantó y lo apuntó hacia el oeste, como si quisiera acertarle a las dos luces. Su pulso se movía como sacudido por el frío de la noche aunque, en realidad, era por el calor del alcohol. Por su parte, la mujer no lo vio montar el arma. Sólo se sacudió al oír las primeras detonaciones. Fueron seis en total. Con cada una, el hombre se movió como si lo recorriera una corriente luego de cada disparo.

— ¡Estás enfermo! —Le gritó ella.

El hombre largó una amplia carcajada y se guardó el revólver en su lugar. Lo cargaría después con las balas que llevaba en el bolsillo.

—Me voy a la mierda —dijo—. Quedate con tus estrellitas —volvió a reír—. Ya las llené de huecos.

Se fue riendo como si tal cosa fuera posible.

Jésica permaneció sentada con su té y las luces. Cuando el olor a pólvora se disipó, volvió a tranquilizarse y a disfrutar de la noche.

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La joven salió hacia el balcón atravesando el gran ventanal del departamento. Dirigió su vista al cielo y las luces del oeste la recibieron con su brillo maravilloso. Tomó su teléfono celular y llamó a su novio.

—Hola —dijo él secamente—. Mari, ahora no puedo estoy saliendo de una reunión y llegando tarde a otra.

—Ah —dijo ella—. O sea que te falta mucho, ¿no?

—Sí, bastante. Seguramente ceno con los tipos estos… como para cerrar todo.

—Está bien —ella ya no podía simular la congoja en su voz—. Estoy acá… en el balcón, mirando…

—Ah sí si… las luces esas. Hoy alguien comentó algo. ¿Qué tal se ven?

—Hermosas. Pero estarían mejor con vos acá.

—Bueno, Mari. No puedo —su voz se crispó levemente—. No seas caprichosa tampoco.

—Bueno, no es para tanto. Solo digo que son hermosas. Tienen esa cosa… que es difícil de explicar… como cuando ves algo y sentís que te podes morir tranquila…

Un ruido la cortó. Giró su cabeza hacia la pared lateral del balcón. Vio en uno de los ladrillos un hueco pequeño rodeado por el color naranja más claro que devolvía el material roto.

Ella tenía el celular en su oreja derecha. Su otra oreja estaba perfilada enteramente hacia el aire de la altura del quinto piso. Sintió un golpe y no sintió nada más. La bala la impactó justo en la sien izquierda y para ella se terminó todo. Ya no hubo más luces, ni cielo, ni planetas acercándose. Ya no hubo nada. Sólo muerte. Su cuerpo se desplomó sobre el soporte del balcón y luego cayó al vacío. Tras impactar el suelo, quedó orientado hacia el cielo. Sus ojos sin vida aún tenían brillo, como si le hubiera robado un poco de ello a las luces del oeste.

El celular cayó del lado interior del balcón. Chocó contra el suelo y al otro lado de la línea, su novio, el “hombre ocupado”, oyó un ruido como de interferencia.

— ¿Hola? ¿Mari? ¿Me escuchas? ¿Hola? —Esperó unos segundos y por si acaso, agregó—: bueno, más tarde nos vemos. Beso.

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