El reloj

Hacía un buen rato que las mariposas revolotean en su interior, pero las manecillas del reloj hoy eran de plomo. Del reloj colgado de aquella pared regio, poderoso, engreído, inalterable y caporal. Nada quedaba sino soportar esa melodía machacona, del tic tac. Volvió a mirarlo y ahora si, al fin se había quedado cojo. Esa única pata apuntaba al cielo ¡las doce en punto!

El sonido estridente de la sirena que anunciaba la salida al patio hoy él la sentía como si fuera música de querubines. Había llegado el momento. Abrió la mochila, pero estaba tan nervioso que no encontró el bocadillo de pan con las tres onzas de chocolate blanco que su madre le había preparado, después de muchos días de súplicas. Ella decía que el dulce no era sano, que se le caerían los dientes. Decidió sacrificar su delicioso manjar y salir corriendo de clase.

Sus piernas ahora debían ganarle la batalla a las malditas manecillas, esas que pasaban de ser de plomo, a ser como plumas, sopladas por el más enfurecido de los huracanes.

Era una mañana gélida. El sol había derretido apenas una finísima capa de hielo que cubría las plantas dándoles ese aspecto brillante y húmedo que tanto le gustaba ver desde que era pequeño. Un hilillo de sudor recorría sus sienes. Sus piernas parecían de goma y las mariposas habían llenado todo el espacio de la barriga para no echar de menos el pan con chocolate.

Lo primero que hizo en cuanto llego al patio fue mirar a través de la reja que los separaba del patio de las niñas. Los ojos caminaron de puntillas, de punta a punta, pero nada había: ella aun no estaba. Quizá el reloj de su clase aún no se había quedado cojo quizá su pata larga pesaba más que el plomo y peleaba por llegar a mirar al cielo.

Las piernas antes de goma ahora eran estacas clavadas al suelo, solo pudo entrever su sombra reflejada en la tierra, alargada y triste, y una hilera de hormigas caminando impasibles, ajenas a su dolor. Ahora sí que tenía frío, mucho frío. Solo la voz de su amigo Pedro y el zarandeo en el brazo le trajeron de vuelta al patio: “¿Se puede saber qué mosca te ha picado? Llevo llamándote cinco minutos, para que vengas a jugar a churro pico o terna”.

Echó otro vistazo a la reja. Unos ojos azules, los más bonitos de todo el universo, se asomaban nerviosos. Sonrió, le sonrió, y ella atusó su cabello, tenía la cara húmeda pero no importaba, eran lágrimas de azúcar. A él le sabrían a dulce.

Allí estábamos un día más: como ayer, como mañana, como pasado y como el otro. Compartíamos miradas, secretos, besos a través de las rejas, caricias en las manos que, atrevidas, se colaban por debajo del metal. El regalo era siempre el mismo, una bolsa de pipas. Algún duende le chivó que así la conquistaría. Así fue, y es que los duendes no suelen equivocarse.

Antonio Sebastian Gomez Ocaña

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS