Capítulo 1

Los cuervos nunca me avisaron que el 6 de enero tomarías tu última respiración. Los cuervos nunca me dieron un presagio. Ya los había visto por días volando impacientes alrededor del eucalipto. Sus brincos menuditos parecían indicar algo, mas en ese entonces no sabía qué.

Fortunato Paz, de zapatos negros y gastados, caminaba día a día del sagrario a la panadería a comprar roscas. De piel cobriza y ojos pardos–vio más de una vez, los despojos a los cholos campesinos. Indignado, a lo largo de su vida, decidió organizar charlas para educar a los campesinos sobre sus derechos. Traía consigo en el pantalón unos caramelos de limón- que a veces obsequiaba a los canillitas.

Solo hacía falta que éste apareciera caminando por el jirón de su casa, para que una bandada de pequeños se le acercara y risueños le saludaran: abuelito, profesor, don Fortunato, tío Fortunato.

-Les he preparado su sopita, para este frío-

-Siéntense conmigo un ratito para tomar la sopa-

Los cinco petisos lo miraban con ojos brillantes en sus caritas redondas y mocosas. Entraron en una fila y se sentaron uno por uno alrededor de la mesa. La casa vieja les parecía una mansión. El frío se colaba desde el piso y entre la puerta y entraba por sus tobillos delgados.

-No se han lavado sus manos. Sucias, sucias esas manos están-

No era la primera vez que Federico, Fausto, Fineas, Felipillo y Fermín entraban a la casa vieja de Fortunato para recibir el pan de cada día. Así que los 5 se acercaron al lavatorio, abrieron el grifo y uno tras otro se lavaron las manos. Luego presurosos se sentaron en el comedor. 5 niños menores de 10 años- criados en la calle con los perros vagabundos- veían en Fortunato Paz a un abuelo salvador.

Fortunato Paz sirvió 6 tazones de sopa de fideos caliente. 1-2-3-4-5-6. Federico, el niño mayor le preguntó: “Y para usted, abuelito?” Fortunato Paz se sentó jorobado en la cabecera de la mesa. Federico les alcanzó una panera con pan caliente y servilletas descoloridas y deshilachadas. Luego los 6 de la sagrada familia, se tomaron las manos para hacer una oración a la Virgen de los Dolores por los alimentos. Se miraron a los ojos, los unos a los otros y se sonrieron. “Coman, coman hijos- que aún queda más sopa en la olla”. Aseveró el profesor.

El profesor del Jirón Manco Cápac tenía el paso ligero y la respiración agitada. Empezaba su día metódicamente con los trinos de los gorriones o el cacareo de las gallinas. A los primeros rayos de sol, Fortunato Paz se daba media vuelta de aquella posición fetal que guardaba por la noche y aún con las manos frías alcanzaba su bata de alpaca de la silla vecina a su cama y se la colocaba cual capa vikinga. Enérgico daba un grito guerrero y soltaba una carcajada . Ya de pie, por unos minutos se concentraba en su postura y practicaba un par de movimientos de Tai Chi que le ayudaban a despertar del todo. Se repetía- creo yo- una mantra antigua de cuando era niño. Luego, se acercaba al baño y abría el grifo–el agua helada de los Andes le despertaba las yemas de los dedos. Luego se miraba en el espejo y su otro yo le reconocía con cierto fulgor en los ojos. Se jabonaba las manos, cepillaba los dientes y se acercaba a su cocina. La foto de su Juana- colocada en la pared- le acompañaba en cada momento. Ya sea de camino del baño a la cocina, dentro de su dormitorio, al lado de su sillón. En los retratos, ella le miraba con esos ojos de amor como los de las noches de enero de 1970.

Ella, Juana, con la que había pasado 52 años de casados, había sido su compañera de vida. Era obvio que estuviesen destinados a estar juntos hasta el último respiro. Se conocían desde bebés, cuando sus madres pastoreaban ovejas juntas en las afueras de Cajamarca- hasta el hecho que viviesen a 3 casas. Los dos crecieron juntos con las piernas rollizas, descalzos, dando sus primeros pasitos de la mano.

Ya en la cocina el reloj cucú sono ocho campanadas y Fortunato Paz dio su último sorbo de mate de coca, luego decidido. el hombre de piel cobriza, ojos pardos, paso ligero y respiración agitada determinó que aquel día, mediaría el lío de sus vecinos los Gálvez y los Díaz, en lo que los locales llamaban la rebelión de los cuyes.

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