Gerónimo Acquafredda vivía en el pueblo de Agrigento al sur de Italia. Un poblado de tan solo 48 personas, que esencialmente vivía del cultivo de olivos.
A los 17 años, Gerónimo, se convirtió en cura y, pese a su corta edad, sabía que dedicaría su vida a los niños. Acquafredda era el único párroco de Agrigento y todos los vecinos lo apreciaban mucho.
Él amaba enseñar y encontraba alegría en crecer junto a los niños, educándolos sobre valores y moral. Todos tenían mucha confianza en él y reconocían el cariño que les tenía a los niños.
Con el pasar de los años, y fortaleciendo el lazo afectivo con los menores del pueblo, comenzó a hacer algunas presentaciones de entretenimiento. Gerónimo siempre afirmaba que no había nada como ver reír y disfrutar a un niño.
Los jóvenes de la villa, con tan solo verlo sobre el escenario, estallaban en risas y algarabía, disfrutando de momentos cálidos y llenos de emoción cada tarde en el pueblo. El párroco, con su presencia en cumpleaños y eventos, transformaba las jornadas en experiencias aún más deleitables.
Fredo, como cariñosamente lo apodaban en el pueblo, se entusiasmaba cada vez más con la idea de ser un faro de ejemplo y un dador de alegría. Impulsado por el deseo de refinar su espectáculo en el escenario, se sumergió profundamente en los secretos de la magia.
Adquirió libros y se reunió con el único miembro del pueblo que conocía las peculiaridades de este arte. Tuvo reuniones nocturnas con Settimio Bacci, un ex ayudante de mago que había participado en numerosas presentaciones en Gangi, una localidad ubicada entre Palermo y Siracusa.
Gerónimo, lleno de curiosidad, le formulaba preguntas, principalmente sobre la esencia misma de la magia. Había algo en esta vocación que le suscitaba una tensión interna, una mezcla de fascinación y disgusto.
Al poco de interiorizarse en el tema, se le presentó una controversia de tinte moral y, por qué no, religioso. Si pensaba recrear a los niños mediante la magia, ésta no podía fundarse en la trampa y el fraude. Él había descubierto prontamente que, la mal llamada magia, no era más que el arte del engaño.
Él nunca se permitiría el engaño a un niño, ni jugar con su inocencia. Por ello, se impuso un formidable desafío: realizar magia auténtica, cautivar a su audiencia juvenil con un arte genuino, transparente y de una veracidad absoluta. Su magia no consistiría en trucos ni en ilusiones, sino en la esencia misma de lo mágico, en su forma más pura.
Por varias semanas no se lo vio por el pueblo ya que estaba encerrado en la capilla definiendo los actos que incluiría en su primera presentación. Su compromiso y amor por los niños le exigía una real dedicación por su nueva actividad.
Él poseía una confianza ciega en Dios, consciente de que su divina guía lo sostendría en esta iniciativa, especialmente porque su propósito era sembrar felicidad entre los niños.
Con una fe inquebrantable repetía una y otra vez los actos de magia que meticulosamente había definido, pero los mismos no tenían los efectos esperados. Lo único que lo alejaba de la ridiculez, en aquellas acciones infructuosas, era su profunda confianza en dios y la esperanza de que la ayuda llegaría.
Se proponía, por ejemplo, sacar un conejo de una galera, un acto que Fredo sabía que encantaría a los pequeños. No podía dejar de imaginar ese instante, las expresiones de asombro en los rostros infantiles al presenciar la aparición del conejo.
Pero por más que hiciera grandes esfuerzos y encomiendas a su señor, el conejo jamás se asomaba. Por empezar, no existía tal animal, el desafío por lo tanto era doble, primero que aparezca un conejo a partir del mismísimo vacío y, luego, que asome de aquella galera. Al parecer dios no estaba dispuesto a participar en tamaño reto.
Fredo meditó acerca de la dificultad de ciertas maniobras y actos, y decidió buscar alternativas.
Igualmente frustrante fueron los numerosos intentos en vano de acertar a la carta que, inocentemente, elegía Francesco Magliocchetto, el monaguillo cantor. El bueno de Francesco, en ocasiones, elegía el naipe de arriba del mazo o hacía algunas señas tratando de ayudar a Gerónimo en su improductivo esfuerzo por adivinar la carta.
Francesco percibía la dificultad que enfrentaba Fredo para escoger la carta correcta; sospechaba que serían necesarias algunas tretas para acertar con el naipe, pero no se atrevía a mencionárselo a Gerónimo, temiendo que su comentario fuera tomado como una afrenta a su fe en la magia químicamente pura.
Fredo no decaía en sus esfuerzos e intentaba todo tipo de actos sorprendentes, inclusive, ya no sólo los que había definido con Settimio Bacci, sino que, demostrando cierta desesperación, forzaba todo tipo de adivinaciones y vaticinios obteniendo siempre el mismo e ingrato resultado. No eran pocos los miembros del pueblo que estaban preocupados al verlo en las calles mirando hacia arriba con gran concentración, en lo que parecía ser un intento por volar, o apoyado contra una pared intentando avanzar contra la insoportable solidez de los muros.
Otros actos, como unir un escrito rajado previamente o hacer desaparecer una moneda de oro de su mano cerrada, eran angustiosamente ineficaces. Muchos temían que Fredo en esta búsqueda incesante de la magia inmaculada cometiera alguna locura. Se supo que, aprovechando su gran influencia sobre los jóvenes, intentó seducir a Magliocchetto para que participara, en calidad de voluntario, de un acto que consideraba fantástico para los niños, e implicaba acostarlo en una mesa y separarlo en dos partes mediante una incisión a la altura de su cintura con una motosierra. Por suerte para los habitantes y la tranquilidad de Agrigento, Magliocchetto, que era monaguillo pero no necio, le comunicó a Fredo que prefería aguardar a que algunos actos menos invasivos y osados alcanzaran el resultado anhelado antes de emprender tamaño desafío.
Fredo se preguntaba si el acto podía llamarse magia aunque no tuviera el corolario esperado. Se cuestionaba, junto a su dios, si existía justificación necesaria para que él lo complaciera con un milagro. Fredo estaba convencido de que sólo había una forma para que la magia resultara exitosa, era a través de un prodigio. Qué es un milagro, sino el acontecer de un hecho que únicamente puede explicarse por la intervención de un superior divino.
Fueron llegando las primeras presentaciones de Fredo que resultaban entretenidos para el público juvenil, pese a que los actos de magia no resultaban como se esperaba, los niños se reían mucho y tomaban en broma la ineficacia del artista. Pese a que el público aún no le exigía resultados, Gerónimo estaba cada día más obsesionado con la magia y preocupado por la nula participación de dios en sus presentaciones.
En el frío y sombrío entorno de la parroquia, Fredo comenzó a cuestionar su devoción a un dios que no acudía en su ayuda. Fredo creía que dios sí ayudaba a personas que realizaban ciertas acciones como largas caminatas, confesiones indecorosas a extraños, autoflagelación y otras acciones que, al parecer, sí consideraba merecedoras de ayuda, perdón y protección.
Gerónimo, en sus oraciones, le pedía a dios que lo asistiera, que al menos participara en su favor en algún acto de magia. No sólo para complacerlo a él sino para ser impulsor de la felicidad de muchos niños. ¿A quién ayudaba dios?, se preguntaba Fredo, ¿a quiénes decidía ignorar aunque le estuvieron suplicando su ayuda? ¿Era propio de un dios desoír el clamor de sus siervos? Gerónimo meditaba acerca de su vida dedicada a proclamar la existencia y la bondad de aquel ser (¿era un ser o una ilusión?), predicando su palabra (¿era su palabra?), y advertía, con pesar, que jamás había sentido la verdadera existencia de dios.
Al poco tiempo, y después de varios intentos sin culminar con un acto de desenlace mágico en sus presentaciones, el público empezó a perder la paciencia. Aquellos actos fallidos ya no les arrancaban ni una sonrisa, sino más bien suspiros de decepción. Gerónimo también había perdido las esperanzas y presentaba sus actos con muy poco entusiasmo, como anticipando que no harían efecto. Ya no había caras ni tiempo para provocar suspenso y sorpresa, sino que se mostraba apesadumbrado y con un profundo desánimo. Algunos niños que antes lo admiraban ahora empezaban a abuchearlo, pitarlo e, incluso, agraviarlo.
Transcurrieron varios meses hasta que, en una noche silenciosa dentro de la parroquia, Gerónimo se enfrentó a su desafío más grande. Decidido, le exigió a Dios su intervención directa en el acto, o de lo contrario, él mismo pondría fin a su vida. Con una cuerda colgada del techo del templo, se preparó tanto física como mentalmente para el acto de ahorcarse.
Dios tendría el total control de la situación, o lo salvaba y se producía un verdadero milagro y, de esa manera, su máximo acto de magia, o el altísimo continuaba brillando por su ausencia y Fredo moría expuesto en la parroquia abandonado por su ilusorio padre.
Francesco Magliocchetto como cada mañana ingresó a la parroquia para practicar su cancionero.
Agrigento despertó con el grito de un joven que no podía dar crédito a lo que veía. La imagen de cristo en la cruz al fondo de la parroquia y de Acquafredda, colgado por delante, impresionó a todos los niños y pueblerinos que ingresaron a la iglesia aturdidos por un silencio sepulcral.
“Yo siento señor que tú me amas, yo siento señor que te puedo amar, háblame señor que tú siervo escucha, háblame qué quieres de mí”, la dulce voz de Magliocchetto le aligeró peso al tieso cuerpo de Fredo que aún colgaba sobre la multitud. Los integrantes del pueblo decidieron dar una misa en homenaje a Fredo en ese mismo instante.
Fredo, impávido ante su cuerpo etéreo e inerte, mirando la multitud cantar con la tenacidad y candidez de la fe, definitivamente entendió dónde estaba dios.
“Sólo creen en dios aquellos que cada día están dispuestos a concebirlo”, fue lo último que su mente marchita comprendió en la levedad de la ausencia.
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