CÓMO CONOCÍ A GUILLERMO LAURIDO

CÓMO CONOCÍ A GUILLERMO LAURIDO

Fue en noviembre de 2011, después de un año de mucho trabajo, y una tarde que tenía ganas de conversar con alguien y pasar un rato entretenido.

Éramos vecinos pero no lo sabíamos. Internet hizo el milagro.
Apenas nos conectamos, él me dijo que estaba apurado porque tenía que salir a dar su vuelta diaria en bicicleta.
Así que me pidió el teléfono (el fijo de casa porque no se usaban celulares como hoy, ni había whatsapp) … Y yo se lo di, como si lo conociera de toda la vida.
Al cabo de una hora me llamó. Sin rodeos y de la manera más agradable, se presentó y me dijo que quería ser mi amigo.
Yo, por las dudas, le aclaré sobre mi enfermedad… la misma que había padecido su esposa Margarita (Ita) y lo había dejado viudo hacía seis meses.
Pero a él no le importó.
Así que a los dos días y aprovechando que tenía que hacer un mandado en el centro, fue hasta el Museo Pedagógico donde yo trabajaba, para conocer la institución y… conocerme a mí.
Su simpatía hizo que la Directora me dijera: «Si dejas escapar a este hombre, ¡te mato!»
Le hice caso y lo invité a la fiesta de los «Museos en la noche», que celebraríamos la semana siguiente.
Él debía llevar los muebles a su flamante cabaña de la Aguada en Rocha, pero ese viernes de tarde se vino exclusivamente para cumplir con mi invitación.
Era un día húmedo, de calor pesado de mitad de diciembre. Por eso, a las diez de la noche cuando llegó, mis pies cansados de tanto taco alto, le agradecieron que dijera que si yo quería, me esperaba para traerme a casa pasada la medianoche. Pero más fabuloso todavía fue que me invitara a cenar después de una jornada agotadora.
Conversamos, comimos un calzone en el boliche que está pegado al museo y volví a casa en la «Saveiro» nueva que él estrenaba ese mes.
En los días siguientes nos escapamos a caminar por la playa, a andar en bicicleta y a tomar un helado.
Sin dudas, me empecé a sentir bien en su compañía.
No sabía cuanto iba a durar nuestra amistad pero aprendí a vivir cada momento y disfrutar sin pensar en el futuro.
En Nochebuena, después de las doce, vino a casa a traerme un pedacito del lechón que él había asado y para que yo lo probara. Me sentí feliz. Al irse y ya en la puerta, le di un beso en la boca con un fuerte abrazo, deseándole una muy feliz navidad.
Estaba viviendo una relación sana, de dos personas que acababan de conocerse. Ansié profundamente que nuestra amistad siguiera creciendo en los próximos tiempos.
Eso mismo era lo que siempre había querido vivir con un hombre.
Pasadas las fiestas, me invitó a ir dos días y los dos solos, a una cabaña que había alquilado en Cuchilla Alta. Allí nuestra amistad se hizo más fuerte y nos convertimos en pareja.
Todavía no sabíamos cuanto iba a durar nuestra relación. Unos años después, al recordarlo, afirmamos sin dudas: «para siempre»…

Y… hasta que su muerte nos separó imprevistamente dejando truncos nuestros grandes proyectos de vida…

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