A través de la ventana se veía una plaza gris en la que había pocos transeúntes. Era temprano. El invierno le daba muy pocas concesiones al sol y la mayor parte del tiempo reinaba una penumbra inocente y mansa en espera de la primavera y el verano para irse a descansar. Nicholas Lynch se disponía a atender al único cliente que había en la cafetería. Era tarde para el desayuno y pronto para el almuerzo. A nadie se le habría ocurrido a esa hora pedir un café con leche y croissants, pero ahí estaba el viejo Artur, de origen armenio, que parecía desconocer las normas y se sentaba cada tercer día en la mesa de la ventana a la misma hora. Se quedaba mirando a los paseantes y, de vez en vez, comentaba con un balbuceo la conducta de la gente a la que consideraba rara o tonta. Era muy paciente en su crítica y se terminaba su desayuno cuando comenzaban a servir el menú del día. Tenía una nariz en forma de gancho, la boca torcida por causa de su constante mal humor, su mirada era penetrante por los dos pequeños alfileres negros que tenía. Su cabeza estaba un poco alargada hacia atrás y tenía el pelo ralo y canoso.

Nicholas caminó en dirección del viejo. Seguía la secuencia de una historia imaginada que se desarrollaba en su cabeza en las horas de trabajo. Cuando no atendía a los clientes los fines de semana, trataba de olvidarlo todo bebiendo mucho en una cantina. Conversaba con las mujeres que allí esperaban para acostarse con los clientes. Ese día sucedió algo inesperado. Esta vez la conducta del anciano fue muy extraña. “¿Le traigo su café con leche y el cruasán?”—Le preguntó sin ponerle mucha atención. “No se moleste”—le respondió el viejo mientras miraba por el cristal. Nicholas no podía creerlo, quiso preguntarle al raquítico Artur si le había oído y volvió a insistir en llevarle su habitual café, sin embargo, una mano gruesa y arrugada le indicó que se retirara.

“¡Algo debe estar pasando! —se dijo Nicholas, que sintió hielo en la médula—. El viejo Artur jamás se había negado a su desayuno. Además, hoy es el día…”.

Se refería a la fecha 10 del mes. Era verdad, en esa fecha comenzaba la aventura. En unos minutos más un hombre de bigote espeso con traje de color marrón y sombrero de ala ancha entraría y se sentaría al lado de los servicios para que le quedara la entrada de frente. Nicholas se le acercaría y el hombre le daría una carta que llevaba las instrucciones para un diplomático francés. Luego, por la tarde, llegaría otro hombre—con traje azul marino, sin sombrero y, más pequeño que este— y le propondría hacer un trabajo de espionaje. Así se había llevado a cabo la acción siempre, pero la indecisión de Artur estaba alterando las cosas. En primer lugar, la carta no venía en un sobre amarillento, sino en uno nuevo, y en lugar del hombre de traje marrón, quien llegó fue una mujer con mucha personalidad que le preguntó si había entendido el mensaje. Nicholas asintió con la cabeza y la mujer cogió el papel, lo extendió con cuidado y le pidió que lo leyera de nuevo. En realidad, Nicholas, ya lo había comprendido y tenía la esperanza de que apareciera Jaques Reno para preguntarle por qué no se había presentado el hombre de sombrero. Bajo la mirada de la mujer, sintió que sus dudas se convertían en bolitas de cristal y se deslizaban lentamente por su garganta causándole una obstrucción en el pecho. La señora Anette lo miraba con actitud severa. Cuando Nicholas le dijo que ya le había quedado claro, ella le disparó las preguntas sobre la persona, la hora y el lugar. Cuando estuvo satisfecha cogió la carta, la metió en el sobre y se marchó.

“Me he pasado, quien sabe por qué maldita razón, al otro lado—dijo Nicholas apretando los puños—. Se supone que Jaques tenía que darme los datos del asesino a sueldo que se dispone a matar a Massieu Rolan y, en este preciso momento, yo debería encaminarme a la embajada de Francia. ¿Qué demonios significa todo esto? Si no sé el nombre del asesino y tengo que entrevistarme con un chofer en la calle Marsella, ¿entonces cuál es mi maldito papel en este lío?”.

El acertijo era difícil de resolver porque se había acostumbrado a hacerlo todo por inercia y había olvidado cómo era la conducta de los otros personajes al principio de la historia. Luego, como se había repetido todo mecánicamente, lo hacía sin pensar y ahora eso era un problema. Trató de reconstruirlo todo. Primero, el anciano Artur con su maldito café, luego Jean Reno con su carta y el hombre del sombrero de alas, más tarde la embajada francesa y su entrevista con Massieu Rolan y por último la misión. “Tal vez el maldito narrador se ha vuelto loco—se dijo rechinando los dientes-—, o el autor cambió de opinión, pero ¿no es demasiado tarde para esa estupidez? Necesito calmarme y razonar. Voy a ir a ver a Massieu Rolan a su residencia, le comunicaré todo lo que sé y después me encontraré con el mentado chofer”.

Para llegar a la embajada, Nicholas tenía que cruzar por una calle resguardada de cipreses. Eran altos y se reflejaba su sombra en la acera. Había buena iluminación, pero los árboles impedían que la calle luciera en plenitud. Hacía un poco de frío y Nicholas llevaba una gabardina beige. Se bajó el sombrero como lo hacía siempre que iba con un encargo. Tocó el timbre varias veces y esperó a que le abrieran.

—Tengo que hablar con Massieu Rolan, es urgente.

—¿Cuál es su nombre, por favor?

—Soy Nicholas Lynch, dígale que es urgente.

Unos minutos más tarde bajó el mayordomo en compañía de un hombre delgado. Iba envuelto en una bata de seda y tenía una redecilla en la cabeza. Sus manos eran largas y muy delicadas. Hablaba con voz potente, pero la suavizaba con un tono que le hacía parecer muy cursi.

—¿En qué puedo servirle señor Lynch?

—Mire, embajador. Habrá un atentado contra usted esta misma noche. En su reunión de Laplace.

—Pero, ¿quién es usted? ¿quién se ha creído? No sabe que mi equipo de seguridad es de los mejores.

—Lo sé, lo sé, señor embajador, pero esta información es de primera mano. Me la dio Jaques Reno.

—¿Cómo dice? ¿Jaques Reno? Eso es imposible porque…aunque estuviera vivo, él nunca me daría tal información.

El silencio dejó a los tres hombres enfrentándose con sus miradas. El mayordomo cogió a Nicholas por el brazo y lo condujo a la calle. El desconcierto le obligaba a caminar despacio. Sentía que arrastraba los pies y no podía fijar la mirada en ningún sitio. Las cosas iban de mal en peor y estaba viviendo una historia diferente, poco atractiva e incierta. Había una pequeña posibilidad de que su presentimiento fuera la verdad. En alguna ocasión Reno le había comentado que estaba retirado y que, si pasaba el chivatazo, era porque tenía interés en que no asesinaran a Massieu Rolan. Así había sido todas las veces, pero ¿por qué ahora el mismo embajador le decía que Reno estaba bajo tierra? Siguió tratando de esclarecer el asunto cuando sintió que un coche avanzaba a su paso y el chofer le hacía una seña. Se acercó y el hombre le dijo que era un imbécil, que llevaba cinco minutos llamándolo y que eso los podía comprometer. “No hay tiempo que perder—le dijo abriendo la puerta del acompañante-. ¡Suba rápido!”.

El coche siguió despacio, pero al girar en una esquina el chofer apuró la marcha. Llegaron a unas bodegas. Los recibió un hombre bajo con una cicatriz en la cara. Nicholas no lo reconoció, pero su nombre le era familiar. Claude Boicher le dio las instrucciones. Tenía que ponerse de inmediato el uniforme de camarero. Lo subieron a una camioneta. Llegó a Laplace y se bajó de muy mal humor. Le molestaba la pistola de calibre 22 que tenía en el fajín. Eran las nueve de la noche y la gente esperaba con impaciencia la entrega de los premios a los intelectuales. Nicholas no podía dejar de lamentar su suerte. Tendría que llevar bebidas a los intelectuales del mundo de la literatura y al encontrarse con Massieu tendría que dispararle. Era una estupidez porque él siempre había impedido ese crimen y se había convertido en héroe. El problema era que, si él tenía que dispararle a Rolan, ¿quién sería el que impediría el asesinato? Sudó copiosamente y se mantuvo en pie con mucha dificultad. Los invitados se esmeraban bebiendo y en cuanto lo veían le pedían más champagne.

Mientras una hermosa chica servía las copas, Nicholas se preguntó quién lo apuñalaría. En otras ocasiones él había logrado coger un cuchillo de cocina y había saltado sobre el camarero asesino. Está vez él sería el mono de pacotilla al que le enterrarían con saña la hoja de metal. Tembló sin poderse controlar. Cuando iba a caer de rodillas decidió no actuar, pero cambió de opinión al instante, porque cualquier cosa sería mejor que sufrir la tortura a manos de Boicher que lo destazaría en filetes sin compasión. Maldijo su suerte. La chica lo miró con curiosidad y le dijo que no podía trabajar así, que si no cambiaba la cara el encargado lo echaría. Eso habría sido lo mejor, pero no tenía escapatoria. ¿Por qué no podían ser las cosas como siempre? ¿Quién había sido el estúpido que había alterado la historia? No le quedaba más remedio que seguir adelante. La débil esperanza de que todo fuera un mal entendido o un sueño se desvaneció cuando tuvo que sacar la pistola. Alguien lo había reconocido. “Es él, es él”—gritó uno de los invitados. Nicholas disparó tres veces. El embajador Massieu Rolan se desplomó y cayó frente a una mujer que gritaba como histérica. Nicholas se dio la vuelta para huir, pero a su encuentro venía un hombre de unos treinta años. Era fornido, tenía el pelo castaño y llevaba un cuchillo de cocina. Él lo reconoció, eran como dos gotas de agua. Una mirada era de angustia y la otra felina. “!No lo hagas! ¡No lo hagas! —gritó Nicholas—. ¡Esto es un error! ¡Un grave error!

La gente aplaudió con entusiasmo la atajada del hombre que había detenido al asesino. El embajador que había recibido los disparos en la clavícula, en la rodilla y en la cadera, agradeció que lo salvaran. La gente abandonó el aposento y al día siguiente la noticia apareció en los periódicos de la mañana.

En la cafetería entró Artur. Se acomodó en la mesa de la ventana. Era mediodía. No hacía sol. La gente paseaba por la plaza gris y afligida. El anciano criticaba en voz baja a las parejas, a los niños y sus padres. Estaba de mal humor. Siempre había llegado con mejor ánimo, pero ese día sabía que las cosas habían cambiado. La historia fabulosa que tantas veces le había dado vueltas en la cabeza ya no le interesaba. No la iba a terminarla. Jamás la verían publicada. Empezó a farfullar algo. Parecía que blasfemaba. Su rostro se descompuso y cuando se le acercó un camarero, le contestó que no quería nada. Hizo una seña con la mano para que se retirara. Siguió sentado hasta la hora del menú. Luego salió.

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