Julio se levantaba tan temprano que se sabía de memoria los grafitis en las puertas de los negocios de su calle, pero ninguno de sus escaparates. Merecía la pena, por el silencio de la ciudad, que no era nunca silencio del todo. Oía este murmullo suave desde niño y sentía que ésa era el alma de Madrid, palpitando.

“Cincuenta y seis años gastando zapatos en estas calles”, pensó. El fresco de la mañana y el recuerdo de su edad le despertaron de golpe. Y no de buena manera. Él, que sonreía hasta con los ojos, estaba planteándose el sentido de su vida.

Su padre había muerto el año anterior y de repente, se había dado cuenta de que estaba solo en el mundo. Ahora sí que sí. Con toda la casa para él, los cuartos le parecían angostos; la cocina, un cuchitril; la terraza, una ridiculez. Sin las conversaciones de después de cenar, la noche se había convertido en un soliloquio en el que repetía “¿qué he hecho con mi vida?”.

Cuando Julio era adolescente, su padre decidió que estaba harto de “trabajar para que ganen otros y de beber café del malo”. Con ahorros en los bolsillos, miedos en la cabeza y ganas en el corazón, puso una tienda de café en la calle de la Beneficencia, al lado de casa. “Tenía un par de narices, mi padre”, se dijo, mientras paraba a atarse los cordones junto a un contenedor de escombros. “¿Qué tengo yo? Si no me he atrevido con nada. Siempre con miedo de hacer algo distinto y fallar, de no ser suficientemente bueno para ser el marido de nadie, el padre de nadie. Sólo he sabido ser hijo.”. Se le colaron lágrimas, que le dieron más rabia que alivio.

Los primeros clientes de la tienda de café fueron los amigos del viejo, siempre dispuestos a echar otro café, siempre listos para otra partida de dominó. Julio había aprendido más sobre naturaleza humana escuchando a su padre y a sus amigos que en todos los libros que había leído.

Los amigos de Antonio nunca dejaron de venir ni se olvidaron de llevar a sus hijos a la tienda. Cada vez más a menudo, los vecinos del barrio traían a sus hijos de catorce, quince y dieciséis años a probar la bebida de adulto. Como si de un rito de paso se tratase, la tienda de café se transformó en un templo simbólico en el que se entraba como chiquillo y tras beber el amargo líquido, salías adolescente. Julio tenía que controlarse la risa cuando veía a alguno ponerse con cara de vinagre, palidecer y decir que sí, que estaba muy rico. “El siguiente, mejor con dos sobres de azúcar”, decía, mientras les guiñaba el ojo.

“Nos vamos a tomar café donde Antonio”, oía casualmente decir. Se sentía orgulloso de que su padre fuese conocido y apreciado en el barrio, pese a lo pequeño del local y el hecho de que solo hubiese una mesa perennemente ocupada por los ahora jubilados “domineros”. De ahí no les movía nadie, se habían ganado el sitio con creces. “Los amigos que están a las duras y a las maduras son la mejor inversión que puedes hacer en la vida, hijo”, le dijo su padre una vez, “si no te casas, al menos ten amigos de los buenos y no te enfades con ellos por chorradas”.

Julio no se había casado nunca. Supo por sus vecinas mayores que “más de una estaba coladita por el chaval de Antonio”. Nunca se vio en el papel de novio y ¡mucho menos en el de marido! Tenía la sensación de que llegado el momento, nunca cumpliría con todas las cualidades y expectativas sobre lo que ha de ser un hombre. Se veía insuficiente, pequeño. Sin ganas de tomar un papel de macho que, para la época, era el único. Así que esquivó todos los avances que pudo y dejó pasar el tiempo hasta que sus canas se convirtieron en una excusa excelente para evitar la típica pregunta de “¿y tú para cuándo?”. Con los años, ganó un poco de picardía y empezó a definirse como “espíritu libre”. Esa definición no escocía tanto como la de “solterón”.

Ya era hora de abrir. Julio subió la chapa, donde no había grafitis nuevos, para su decepción. Encendió las luces, la máquina y una vela con olor a vainilla, que a su padre le hubiera horrorizado, pero que a él le encantaba. Se puso el delantal impecablemente blanco y taza en mano, salió a la puerta a saludar a los vecinos.

Un hombre joven y trajeado se paró justo enfrente con su hija:

– Oye, Mónica, tenemos cinco minutos antes de entrar al médico. ¿Nos tomamos un segundo mini desayuno?

– Sí, pero no se lo digas a mamá, que sea un secreto.

– Uno de los gordos. Prometido.

Julio solía conocer a todos, pero esta vez ninguno de sus visitantes le sonaban. A él le sirvió el café solo, doble, de Colombia. A la niña, de grandes ojos azules, le regaló una galleta grande de canela. Cuando aquel hombre le miró para darle las gracias, le reconoció en sus ojos de niño. Uno de esos que había salido adolescente y más tarde adulto, a base de beber cafés en “donde Antonio”.

– Te conozco – le dijo la niña – Eres Julio. Mi padre dice que si no sale de donde Julio, no es café.

– Donde Julio, ¿eh?.- repitió en alto con una bola en la garganta.

Así dejó Julio de plantearse el sentido de su existencia. Su huella como tendero tenía el mismo peso que la de su padre. Su vida era un eslabón maestro en la cadena familiar del barrio: el rito de paso, el espacio para conversar, la excusa para conectar. Su corazón no había latido por ninguna mujer, pero nunca había dejado de emitir el murmullo suave que oyera desde niño, el palpitar del alma de Madrid.

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