En algún nido; de algún árbol; de algún patio; había un pajarito que tenía mucho miedo de volar. Ya estaba, junto a sus hermanos, en la etapa de saltar al precipicio. Sus hermanos eran más grandes, ágiles y desarrollados; en cambio él, era pequeño y de alas muy cortas. Sentía que todavía no estaba preparado, pero su mamá insistía en que todos tenían que volar, porque así lo exigía la naturaleza y ella creía en que, si no saltaban, el Dios del aire iba a traer maldición a toda su familia, durante generaciones y generaciones. Así todas las aves lo creían.

Nuestro polluelo no tenía opción, y uno por uno vio como saltaban sus hermanos y lograban volar de manera fantástica. Finalmente le tocó, y de un aletazo su madre lo empujó, cayendo por el abismo, que para él, era el abismo hacia el infierno. Agitó sus alas tan rápido como pudo, en un intento desesperado de sobrevivir; lo hizo con tanta fuerza que quedó suspendiéndose en el aire y este voló, voló y voló. Voló hasta lo inalcanzable. Tocó la copa de los árboles, tocó las nubes, tocó el corazón del aire. Desafió toda ley de la física en su contra. Jugueteaba feliz de un lado a otro, hasta que miró al suelo y vio su cuerpo inerte y ensangrentado allí.

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