El relojero de Lalín

“El relojero de Lalín y otros cuentos”

Silvia Gonzalez


Una gran inversión

Cecilia trabajaba en su escritorio junto al gran ventanal, absorbida por sus relatos no se había dado cuenta de la lluvia. Las gotas repicaban en forma violenta, y el viento hacía que los vidrios se movieran como si fueran de papel.

Entre frase y frase escrita, Cecilia podía observar que los relámpagos encendían el cielo como si quisieran rasgarlo, y al escuchar el sonido de los truenos recordaba las películas de terror que veía junto a su hermano en la casa materna. Le producían tal susto que luego ni siquiera se animaba a ir sola al baño. Era ya adulta, pero no había vuelto a ver ese tipo de cine, se sabía lo suficientemente miedosa como para no aumentar, además, sus temores con ficción.

Como siempre, estaba sola en su departamento. Y pese al clima, que la inquietaba de una manera especial, decidió continuar con su tarea, debía entregar un trabajo en la editorial y le faltaba mucho todavía.

En su libro intentaba narrar una historia que transcurría en el norte de Inglaterra: los últimos años de una pareja que tras vivir aislada de la civilización, mueren juntos de un modo misterioso; y con cada renglón que escribía se metía en un mundo oscuro al que ella nunca había accedido. Sugestionada por su propia invención, con cada pequeño ruido, o frente a cada nuevo embate de la naturaleza, se asustaba aún más. Al mismo tiempo la asaltaban recuerdos; vino a su memoria por ejemplo, el día en que había señado el departamento en el barrio de Puerto Madero, la zona más cara de Buenos Aires. Para una vida confortable, todos los detalles del inmueble habían sido previstos, entre ellos baño de hidromasaje, seguridad las veinticuatro horas, y una piscina climatizada y otra al aire libre, características que la seducían. Siempre había vivido en casa, así es que mudarse al piso alto de una torre le daba inseguridad, pero la vendedora tiró por tierra todas sus dudas al demostrarle, con pocas palabras, las ventajas tanto de la vista como de la construcción realizada por una empresa de gran trayectoria y experiencia.

Y entonces, más allá de sus temores, se decidió y compró el piso treinta y cinco.

Esa noche, escuchando los ruidos que su nueva casa emitía a causa de la tormenta, y al ver la lluvia descontrolada golpeando contra los vidrios,

comenzó a cuestionarse si realmente había hecho una buena inversión, pese a los argumentos de la vendedora. Desde la ventana miró hacia abajo. Para su asombro, notó que los autos estacionados en el boulevard eran arrastrados por el agua del río que, embravecida, había destruido los muros de contención de la costanera. Inmediatamente levantó el portero eléctrico para contactarse con la gente de seguridad; del otro lado del auricular se escuchaban ruidos y gritos. No entendía lo que estaba pasando, pero se repetía una y otra vez que nada malo podía ocurrirle. De todas maneras, tenía una sensación extraña en la boca del estómago que asoció a su miedo a las tormentas y también al poco tiempo que le quedaba para terminar su trabajo. Los vidrios se movían hacia afuera como si alguien los estuviera empujando desde adentro; recordó los argumentos que le habían asegurado una construcción única y trató de convencerse de que no podían ser errados. No obstante, cuando se encaminó hacia la cocina, se sintió mareada. El piso se movía, se detuvo. En ese momento, uno de los adornos cayó desde un mueble, como si alguien lo hubiera tirado con furia. Sintió que el pánico se estaba apoderando de ella e instintivamente salió corriendo hacia la puerta de servicio, quería buscar las escaleras y salir de la gran torre.

Al ver los ascensores se acordó de que en caso de urgencia, frente a un corte de luz o un movimiento sísmico, se convertían en un arma mortal y descartó la idea de usarlos.

Encontró la puerta de emergencia, el silencio del pasillo la asustó aún más, sólo se veía una luz tenue que apenas le permitía visualizar las escaleras. Sus ahorros habían quedado guardados en un cajón del placard, pero estaba tan atemorizada que el dinero no le importaba. Comenzó a bajar. En varias oportunidades el apuro hizo que no viera los escalones y cayera golpeándose hasta llegar al descanso. Se levantaba inmediatamente y como si un fantasma estuviera persiguiéndola, reanudaba con premura la marcha. Parecía que el edificio desde antes estuviera desierto y ella, trabajando, no se hubiera dado cuenta. Sólo escuchaba sus propios pasos y su respiración agitada. Al mirar las paredes y pese a la poca luz que había, pudo ver cómo chorreaba un líquido de color gris entre las rajaduras, como si las arterias de la gran mole de cemento se estuvieran abriendo. Pedazos de revoque caían a medida que descendía, y ella apuraba el paso temiendo lo peor, no podía imaginarse muriendo aplastada, no sabía tampoco cuántos pisos le faltaban para llegar a la planta baja que, suponía, sería su salvación.

Una y otra vez se desplomó por las escaleras. Y tomándose del pasamanos logró levantarse para seguir camino.

Que el edificio se estaba desmoronando era evidente, y ella había quedado encerrada en esa jaula de lujo. El equipo electrógeno no daba a basto y sus luces titilaban en los distintos pisos, Cecilia rogaba que no se apagaran totalmente y le permitieran seguir bajando. Tenía la ropa mojada y por la cara le caían gotas de arena y agua que le dificultaban la visión del camino.

No se había dado cuenta del riesgo que corría hasta ese momento, y ahora temía por su integridad física que parecía ser muy frágil frente al caos reinante. Los últimos pisos los hizo llorando. Algunos escalones se hundían al pisarlos como si fueran de papel, ella los bajaba de dos en dos dando grandes zancadas.

Dolorida y agotada al mismo tiempo, logró llegar a la puerta que separaba la zona de servicio del hall del edificio. Buscó rápidamente la salida. Quería huir de lo que había sido “una gran inversión”.

Notó que algo o alguien le agarraba el brazo y la sacudía, ella chillaba como un animal acorralado en un intento por soltarse y poder salir. Escuchaba a lo lejos el sonido de un timbre…, de una alarma…, no podía distinguir qué era exactamente.

Comenzó a llorar, a pedir auxilio con la voz entrecortada entre llanto y llanto. La mano que apretaba su brazo no sólo no la soltaba, sino que la fuerza que ejercía era cada vez mayor. En ese momento vinieron a su mente muchas imágenes de la infancia, sin saber porqué, asoció la situación con las palizas que su madre le daba después de sus travesuras, o con la vez que se había caído en la pileta del club y el guardavidas del lugar la había sacado tironeándola de un brazo, pero… en éste situación, ¿le propiciaba un castigo o una salvación aquella mano que la sacudía? Y de pronto, no supo cómo, se encontró en el gran hall del edificio.

Salió a la calle.

Comenzó a caminar hacia la avenida, a poco de andar miró hacia atrás, respiró hondo y siguió caminando.


Mala jugada

Cerró la puerta de un golpe y casi corriendo llegó a la esquina donde lo esperaba Alfredo, un señor veinte años mayor que él; cuando estaban por tomar un taxi se percató de que no llevaba los documentos y decidió volver. Enérgicamente tocó el portero eléctrico y sin esperar que le abrieran volvió a insistir. Estaba apurado y el retraso lo ponía de malhumor.

Andrés era un muchacho seductor, carismático y elegante por naturaleza. Obligado por la familia, había estudiado abogacía. Con esto su madre estaba feliz y su padre tranquilo. Joven, atractivo, y profesional, era prácticamente el candidato ideal, pero su adicción no eran las mujeres, sino el juego.

Recién recibido y después de varios años de noviazgo había llegado al altar de mala gana, cumpliendo con lo que le correspondía como a todo chico de buena familia.

Su matrimonio sufría altibajos y él no admitía ningún tipo de cuestionamiento. Su mujer, modelo de esposa perfecta, aceptaba los delirios de grandeza del muchacho y mas allá de las diferencias que tenían, el poder económico que le había brindado el casarse con un chico rico le compensaba los malos ratos.

Al entrar, su esposa aprovechó para continuar la pelea que él había interrumpido con la partida apresurada. Mientras discutían, Alfredo, el señor mayor, caminaba la vereda de un lado al otro como lo hacen los maridos que esperan el nacimiento de su primer hijo. Desde la calle podían oírse los gritos de ella enfurecida, que no dejaba de recriminarle el abandono. El veterano sin dejar de mirar la hora, recordaba su propia juventud, llena de discusiones maritales que muchas veces llegaban a cobrarse porcelanas regaladas por su propia madre. “Cosas de jóvenes” pensó el hombre, esperando una calma que creía él, sin dudas, llegaría rápidamente, y les permitiría a los dos cumplir con su cometido.

Una y otra vez miraba su reloj, sabiendo que se les hacía tarde y que si no se iban perderían la partida de cartas que días atrás habían armado con su grupo de juego. Se decidió a tocar el portero eléctrico tratando de apurar a su compañero que se estaba demorando demasiado para su gusto.

Andrés salió dando nuevamente un portazo y balbuceando insultos en contra de su mujer. Estaba harto de riñas. Era evidente que no se había arreglado con su esposa. Nervioso, encendió un cigarrillo antes de tomar el taxi que los llevaría a la gran partida.

Alfredo, su compañero de juerga, le dio las indicaciones al chofer y así llegaron a la casa de la calle Chacabuco al 500. Allí una luz tenue sobre una puerta de madera tallada con un herraje antiguo indicaba la entrada. Este llamador debía ser tocado con un ritmo determinado para que se les permitiera el ingreso. Ambos ansiaban entrar en el gran salón, en donde descargarían sus ganas. Y perderían sus principios.

Amanecía cuando salieron del lugar, con la corbata floja y los sacos en las manos. De lejos se podía ver que la noche no había sido muy buena para ninguno de los dos. Se despidieron tomándose del brazo, y como militares en un desfile conmemorativo marcharon cada uno en dirección contraria al otro. Como siempre, Andrés tuvo que pedirle al panadero del barrio que le diera dinero para pagar el taxi, éste le prestó lo que sabía le sería devuelto horas más tarde. Nunca fallaba.

Sucedía varias veces por semana. El comerciante no dudaba en hacerle esa gauchada que luego sería retribuida.

Las discusiones de la pareja eran el comentario del barrio. No faltaba la vecina que por las noches, al escucharlas, espiara a través de las cortinas con las luces apagadas, temiendo un desenlace de telenovela.

Leticia, la esposa abandonada, suplía su soledad comprando compulsivamente. Calmaba su angustia en los negocios más caros de la ciudad. Muchas veces, la gran mayoría, adquiría adornos para la casa que luego no sacaba de las cajas porque no armonizaban con el juego de sillones o con el color de las paredes. Si el gasto decidía hacerlo para ella, los zapatos y carteras eran los elegidos, y unas semanas más tarde serían condenados al olvido, en el vestidor de la habitación matrimonial. No tenían hijos, la familia entera pensaba que esa era la causa por la cual el hombre salía de su casa y regresaba al alba. Mientras tanto Leticia juntaba broncas y penas.

Andrés era el típico argentino, simpático, amiguero y afecto a la buena vida. Y dado que no tenía que trabajar para lograrlo disfrutaba de todo lo que podía, entre ellos el juego que era su pasión y su perdición al mismo tiempo.

Se encontraba con sus amigos y trasnochaba. A veces ganaba y la mayoría de las veces perdía hasta las últimas monedas.

Los domingos partían junto a su esposa a la casa de fin de semana que los padres de él tenían en un barrio privado. Allí soportaba las miradas inquisidoras de su mujer que vivía esa salida como una farsa y una pérdida de tiempo. Él, por su parte, reía con los vecinos y terminaba el almuerzo tomándose unos whiskys que le hacían olvidar su situación conyugal.

De a poco se había aburrido de estar casado; la razón por la cual no tenía hijos era porque no los quería, ya que lo sentía como una responsabilidad que no podría sostener, y seguir dando explicaciones a su esposa por este tema, lo agotaba.

Leticia, por su parte, concurría al gimnasio en forma diaria y buscaba los camisones más seductores para llamar la atención del hombre del que seguía enamorada. Pero él era indiferente. Su gran amor era el juego de naipes y no le importaba nada más.

Al regresar de una de sus salidas nocturnas la encontró a ella sentada en un sillón del living, esperándolo. La miró como si fuera una desconocida. Leticia se le acercó de un modo seductor, pero él se hacía el desentendido. En realidad estaba demasiado cansado y como para variar había perdido el suficiente dinero, su humor no era de los mejores.

Pasó por su lado, le hizo un gesto con la mano despidiéndose, fue allí cuando ella se levantó como una fiera y comenzó a gritar y a prodigarle todo tipo de insultos. Él estaba tan cansado… Leticia rápidamente se le abalanzó y con los puños cerrados le pegó como si su marido fuera un muñeco de goma, él trató de separarla tomándola de ambos brazos. Ella gritaba, lloraba e intentaba zafarse para continuar golpeándolo, pero por más que luchaba y más allá de que fuera todos los días en forma rigurosa a engrosar su musculatura, no lo lograba. Los hombres son siempre físicamente más fuertes.

En el forcejeo y sin quererlo él, ella resbaló y cayó golpeándose la cabeza con el borde de la mesa ratona que se encontraba entre los sillones. De pronto se silenciaron los gritos, no hubo más golpes ni movimientos toscos, Leticia yacía en el piso. Andrés se agachó y trató de tomarle el pulso en el cuello como lo había visto en las películas, no podía darse cuenta si esa mujer que se encontraba tirada sobre el living de su casa estaba aún con vida, y todavía sin entender la situación la miraba como si lo que se hubiera caído fuera una maceta y no su esposa. Llamó al servicio de emergencias, a la policía y a sus padres. De algo le tenía que servir ser abogado. Así que mientras esperaba que llegaran, pensaba en forma reiterada un argumento convincente para no ser arrestado. Con su cinismo habitual se dijo: “de alguna manera voy a poder solucionar éste tema”.

Lamentaba la posible pérdida de su esposa, pero más temía por su bienestar que a las claras se veía muy comprometido.

El médico forense diagnosticó “paro cardiorrespiratorio por trauma encefálico”.

Luego de algunos meses de idas y vueltas, aunque defendido por los mejores abogados de la ciudad, Andrés fue encontrado culpable de homicidio; no hubo fianza ni soborno posible para lograr su libertad. Una vez que el jurado dictó la sentencia fue trasladado a una cárcel en Esquel, al sur del país.

Han pasado varios años. El abogado joven, seductor y simpático sigue detrás de las mismas rejas. Le es permitido después de la cena, quedarse con sus compañeros jugando a las cartas, entre ellos arreglan las cuentas y no se recriminan nada.

El Ministro

Salió de su casa con un vestido fucsia que si bien había comprado hacía varios años, al bajar de peso le quedaba como anillo al dedo. Se sentía muy segura. Esta era una sensación nueva, la edad no le preocupaba, su cuerpo recuperado de la gordura y su tez dorada por el sol diario le daban un aspecto saludable.

Al salir del edificio, notó que los guardias de seguridad la miraban de una manera diferente, como si hubieran descubierto en ella a una mujer renovada. A medida que caminaba hacia el auto sentía en la espalda los ojos del encargado del estacionamiento, y pensó: “me debe parecer a mí, tengo cincuenta y un años y a esta altura no me pueden estar pasando estas cosas, yo podría ser una joven abuela, esposa bien conservada, pero un centro de atención para un hombre, es casi imposible”.

A las cinco de la tarde fue al encuentro con una autoridad del gobierno que la recibiría para discutir un proyecto preparado por ella; pese a ser el primero de su vida había puesto toda su voluntad en diseñarlo y lo había conseguido, esto la llenaba de orgullo. Con la carpeta en una bolsita de papel madera y su optimismo a toda prueba, llegó al edificio, se hizo anunciar y las miradas penetrantes recomenzaron. Era como si ese día los santos y demonios se hubieran puesto de acuerdo para que ella llamara la atención. Cuando tuvo que buscar el ascensor, le indicaron que subiera por uno especial. La estaban tratando demasiado bien para ser cierto.

Una vez en el piso se presentó ante la secretaria que inmediatamente le ofreció asiento y un café, pero ella no aceptó. Le preocupó que cuando la llamaran tuviera que dejarlo por la mitad y dar la mala impresión de haber pedido algo que no iba a terminar. Supo que su decisión fue la acertada, ya que minutos más tarde la misma secretaria la acompañó hasta la oficina del ministro, un señor de unos sesenta años, bien conservado, de pelo blanco y cara sonriente. Él le ofreció nuevamente un café, un té, lo que quisiera, en realidad, lo único que ella necesitaba era entregar el proyecto e irse. Ni bien empezó la charla, el señor en cuestión comenzó a mirarla de una manera especial, poco sutil para su gusto, pero de todas formas no le molestó, trató de tomarla con naturalidad y continuó con la conversación que le resultaba bastante interesante. El hombre le habló de su vida, de su separación después de muchos años de matrimonio, de su trabajo, de sus nietos. A ella le parecía increíble estar siendo mirada de esa manera por un “abuelo”.

Le contó cosas íntimas, y a poco de charlar le entregó su tarjeta personal con el número de celular para que lo llamara, ya que esa charla que habían comenzado por trabajo debería continuar, según él, en otro ámbito. La halagó de mil maneras diferentes y ella extrañamente tomaba con naturalidad todo lo que él decía, sin asombrarse, como le había ocurrido con otros hombres. Le preocupaba un poco, eso era cierto, que la evolución de su proyecto estuviera supeditado a deseos ajenos.

Al salir de la oficina, se encontró con dos empleadas que estaban esperando ansiosamente para ver quién era la persona que había estado tanto tiempo con un funcionario habituado a conceder entrevistas de no más de quince minutos. Él, al despedirse, la saludó muy sonriente observándola mientras ella se iba. En ese momento sintió nuevamente la mirada en la espalda, igual a la del estacionamiento, y la sensación continuó, hasta que dobló por el pasillo rumbo al ascensor.

Una vez en la calle, buscó un cigarrillo y lo encendió como si hiciera una semana que no prendiera uno, fumó apresuradamente, nerviosa, había ido para entregar una carpeta y se había encontrado con algo que no esperaba. Estaba enojada y no sabía bien porqué. Ignoraba cómo reaccionar ante el halago y esto no le gustaba, en realidad no le gustaba nada que la sacara de su rutina. Trató de buscar alguna explicación para ese viraje que no se había propuesto, pero que, evidentemente, surgía más allá de sus intereses previos.

Una vez en su casa, se dio cuenta que no estaría mal ir a tomar un café o compartir una cena con una persona interesada en ella, por su cuerpo o su simpatía, al fin le daba lo mismo, era alguien que después de mucho tiempo le permitiría vivir una experiencia renovadora.

Esperó un par de días para llamarlo, no quería parecer ansiosa, pero tampoco desinteresada. Una cena o un café nada le restarían y a lo mejor podrían sumarle autoestima que, como bien dice todo el mundo, nunca viene mal.

Cuando él escuchó su voz a través del celular quedó perplejo, ella se dio cuenta porque comenzó a tartamudear. Se mostró interesada, pero fue lo suficientemente cauta como para no demostrar cuánto, realmente, le importaba la cita.

Quedaron en encontrarse para ir a cenar. Era un buen comienzo.

En su casa se probó distintos vestidos cuidando que no fueran demasiado seductores, que no le marcaran excesivamente la figura, que no le quedaran ni muy cortos ni muy largos, finalmente dar con la ropa adecuada fue un problema. Todo le parecía pasado de moda o muy atrevido.

Por el portero eléctrico el guardia de seguridad le anunció que la esperaban. Al bajar, se encontró con un auto importado, muy lujoso, en donde estaba él. En cuanto atravesó la reja hacia la calle, bajó el funcionario con un traje azul impecable y un ramo de flores en su mano derecha; asiéndola suavemente del brazo, luego de entregarle el obsequio, le abrió la puerta del auto y esperó hasta que ella se acomodara para cerrarla. Inmediatamente le comentó que había reservado dos lugares en un restaurante “muy chic”, de moda en ese momento, ella asintió con la cabeza y él complacido por la aprobación condujo rápidamente.

La cena fue relajada, casi sin darse cuenta construyeron entre ambos un clima de intimidad. “A veces soy tan prejuiciosa”, pensó. Estaba disfrutando de ese encuentro y él, no sólo se mostraba interesado en todo lo que ella decía, sino que de a poco se fue entregando y le habló con gran sinceridad. En realidad, este hombre no parecía desesperado por conseguir a una mujer para un simple pasatiempo, este hombre, como muchos hombres con poder, estaba solo.

Las salidas se hicieron frecuentes, diferentes y divertidas. Cada una era una nueva sorpresa, acompañada de alguna atención que ella valoraba y agradecía. Él la miraba con aprecio y admiración, y ella por su parte había dejado de tratarlo de usted. Las llamadas comenzaron a hacerse habituales y a toda hora, tanto uno como el otro, se permitían estar cerca si se extrañaban. Entre ellos había una comunicación plena, aliviada de presiones. En cada encuentro, que terminaba siendo mágico, aumentaba en ella la atracción que él le despertaba. El saber que estaba por pasarla a buscar le provocaba una extraña sensación en la boca del estómago, que no podía definir. Lo habló con una amiga y ésta tranquilamente le contestó: “Nena, estás enamorada, ¿quién es el afortunado?”. “¿Enamorada?” le preguntó y mofándose continuó: “¿De quién?”.

No quería ver lo que tenía frente a sus ojos, no se estaba dando cuenta que él había dejado de ser un amigo para convertirse en una necesidad diaria, en un revoloteo que la hacía temblar cuando salía a su encuentro. Se estaba enamorando, y como una adolescente miraba el celular cuando las llamadas se demoraban más de lo habitual. El ministro, el que tan ajeno le había resultado en un primer momento, ahora era el centro de todos sus pensamientos. Compartieron cenas, películas, salidas a la ópera y hasta compras. Pasaron muchas horas en mutua compañía. Ella lo miraba de manera cada vez más apasionada, él, como siempre, con ternura, con un cariño enorme, pero sus ojos no parecían demostrar amor.

Pese a darse cuenta de que cada día lo amaba más y más, aceptó meses de amistad. Ella lo llamaba por teléfono y en el momento arreglaban la salida – generalmente para esa misma noche -. Al despedirse volvía a ver la misma ternura del primer día en los ojos de él y soñaba pensando que más tarde o más temprano esto cambiaría y terminaría tan enamorado como ella.

Un lunes se despidieron quedando en reencontrarse a la tarde siguiente para ver una película. Pero él no apareció, ella esperó, lo llamó en forma insistente y al corroborar que no contestaba, su primera reacción fue la de la típica mujer que queda bañada, peinada, vestida y olvidada; su primera reacción fue la de un enojo casi incontenible. Luego se dio cuenta de que en tantos meses él nunca había faltado a una cita, y que si iba a retrasarse la llamaba para pedirle disculpas y comunicarle la hora en la cual llegaría exactamente.

Al recordar todo esto comenzó a sentir un miedo casi visceral que no la dejó dormir en toda la noche, pensó que podría haber llegado a pasarle algo. Al principio se imaginó lo peor, pero con el correr de las horas y tras corroborar que no la llamaban para darle ninguna noticia, se fue tranquilizando, pensando que siempre hay una primera vez para un plantón.

Cuando se levantó llamó al celular del funcionario, pero el aparato le respondía incansablemente que el teléfono estaba apagado.

Se sintió desmoralizada, habían compartido muchas horas juntos, ¿cómo podía hacerle esto él, un hombre que parecía tan gentil y educado? Ella no dudaba de su profundo cariño, se lo había demostrado tantas veces…

Esa mañana tenía un encuentro de trabajo para presentar un proyecto a otro funcionario, se cambió de mala gana y salió de su casa para cumplir con su obligación.

La sala de espera era grande y luminosa, se podía pensar que el sector estaba a cargo de alguien importante. Mientras esperaba que la atendieran, tomó el diario que estaba sobre la mesa y al leer los titulares sintió repentinamente una opresión en el pecho que casi no le permitía respirar. Su amigo, su confidente y compañero, había muerto. Fue encontrado en su despacho víctima de un paro cardíaco, según decían las noticias. Comenzó a llorar, las lágrimas le corrían por las mejillas sin que ella pudiera detenerlas, sacó de su cartera un pañuelito descartable y las secó rápidamente para que nadie se diera cuenta. No quería exteriorizar el dolor ni el vacío que la estaba invadiendo. Siempre le había costado expresar sus sentimientos, y esta vez no sería la excepción.

Habrían pasado diez minutos cuando la secretaria la buscó y la hizo pasar, se acomodó el vestido y caminó, segura como era su costumbre.

Al entrar, un señor de unos sesenta años la recibió amablemente y le ofreció un café. Después tomó el proyecto y tras hacer algunos comentarios sobre el trabajo le dio una tarjeta personal. Al despedirse le insistió para que se contactara con él y así poder continuar la charla que habían comenzado.

Estaba triste y aturdida. Invadida por un cansancio extremo, con ganas de tirarse en una cama y quedarse allí por días.

Salió del despacho con la tarjeta en la mano, y al llegar a la calle la dejó caer. Por un momento dudó en levantarla, pero al recordar a su querido amigo caminó hacia el estacionamiento.

Aurora

Aurora tenía cuarenta años y nunca se había casado, decía que el matrimonio no era para ella, prefería la libertad que da el no tener una familia, y tal vez por eso adoptaba a todo turista que pasara por su oficina; trabajar en un puesto público le ofrecía esa posibilidad. Vivir sola no le resultaba fácil, pero encontrar un hombre que cumpliera con todos los requisitos que ella exigía, era más difícil aún, por lo tanto sin pareja decía que estaba mucho mejor.

Paty, que era española, se iba de Buenos Aires y Aurora lloraba sin consuelo, no sólo se distanciaba de una amiga, también de horas de charla, cigarrillos a medias y confidencias que se hacen las mujeres entre sí. Había permanecido un año en Argentina y, pese al poco tiempo, la unión entre ambas había sido muy intensa; el saber que una de ellas partiría, las había hecho relacionar de una manera diferente, contra reloj, como si estuvieran viviendo en una guerra donde cada detalle tiene su valor. Abrazadas en el hall del aeropuerto, vivieron la partida como si fuera la mismísima muerte, como si no existiera la posibilidad de volver a verse, y siguieron tirándose besos hasta que Paty desapareció detrás de la puerta de migraciones.

Se querían profundamente. Durante su estadía, sentadas en un sillón grande del living del departamento de Aurora, se contaban todo y disfrutaban al hacerlo, era muy gracioso verlas charlando en pijamas, con soquetes gruesos, y riéndose hasta perder el control y llorar de la risa. Cada vez que se encontraban a tomar un café por las noches, terminaban quedándose a dormir juntas para no irse solas tan tarde. Al día siguiente la trasnochada hacía que no pudieran levantarse y que, con los ojos hinchados por el sueño, llegaran retrasadas a sus actividades.

El paso de los días les hizo aceptar la separación. De todas formas, cada vez que hablaban por teléfono terminaban llorando, y optaban por cortar la comunicación.

Paty llegó a Madrid, su ciudad natal, y su lugar de residencia. Allí, la esperaban sus hermanas y sus padres, una familia típica española, que festejó su regreso y aceptó el mal humor con el que la viajera había vuelto a casa.

Aurora, en Buenos Aires, trabajaba de ocho de la mañana a cinco de la tarde, y de lunes a viernes. Los días se le hacían monótonos y sabía que de ahora en más las llamadas diarias por parte de su amiga pasarían a ser semanales al principio, mensuales luego, y más adelante sólo serían para las fiestas o los cumpleaños. Había tenido otros amigos extranjeros y el mecanismo se repetía. Ellos venían, estaban un año o más, y al irse, Aurora seguía viviendo con los recuerdos y con la ilusión de que alguna vez volvería a verlos. Sabía que el vínculo poco a poco se debilitaba y lo que otrora había parecido una amistad eterna, con el tiempo desaparecía y quedaba como un recuerdo, encantador, pero sólo un recuerdo.

Siempre sentía el mismo dolor, una tristeza inmanejable por un par de semanas, que luego se iba como si hubiera cumplido su plazo.

Lo más duro, al comienzo, fueron los fines de semana. Salir con otros extranjeros llenaba ese tiempo, pero simplemente la entretenía. Paty fue una de las que se había quedado más en el país y por lo tanto, había depositado en ella más afecto de lo habitual. Luego de su partida, Aurora recomenzó su historia diaria.

Un año después decidió viajar para estar con su amiga, y como los pasajes para los empleados públicos eran un regalo de Estado, aprovechó esta facilidad que hasta el momento había catalogado como un abuso. La gente cambia, pensó. Y ella cambió para pasar unos días en Madrid y volver a charlar con Paty, sentada en un sillón grande.

Cuando viajaba a Europa tenía siempre dos problemas, el apuro con el que armaba la valija y la ropa que debía llevar por el cambio de estaciones. Vivir en Sudamérica implica estar a pleno sol cuando en Europa nieva y viceversa, y por esto siempre olvidaba un abrigo o llevaba un par de medias de más. Esta vez decidió hacerlo con tiempo, así es que una semana antes comenzó a preparar el equipaje. El día del viaje realizó con tranquilidad todos los trámites, se tomó un café previamente a subir al avión y hasta compró bombones para llevar de regalo.

El vuelo fue sin los sobresaltos que se suelen producir. Todo le caía bien y hasta la pregunta de “¿pollo o pasta?” que la azafata hace habitualmente a los pasajeros le había arrancado una sonrisa.

Estaba ansiosa, le costó mucho dormir. No tenía ganas de leer, ni de ver una película o de tomar una gaseosa, que son las opciones para distraerse cuando uno se encuentra metido en un avión por horas. Sólo quería llegar y reencontrarse con su amiga.

Esa noche fue una de las más largas de su vida, dormitaba cuando por el altoparlante del avión la voz del comandante les anunció que en breves minutos aterrizarían en el aeropuerto de Barajas, España.

Rápidamente se peinó con las manos, como si con ese gesto desaparecieran las horas de desvelo. Sacó de su cartera el bolsito de los cosméticos y se arregló como pudo las ojeras con el maquillaje. Cuando terminó su precaria reconstrucción facial el avión había tocado tierra. El corazón le latía como si hubiera corrido, las manos le transpiraban. El saber que en pocos minutos más se produciría el esperado encuentro, la había puesto tan inquieta que al levantarse olvidó sobre el asiento su agenda electrónica. Tomó su valija de mano y comenzó a caminar apurada hacia la salida. Al pasar por la sección del avión de primera clase pudo ver sobre el piso las mantas tiradas y sobre los asientos los estuches que les regala la compañía a esos viajeros, estuvo tentada de robarse uno, pero el miedo a ser vista por alguien le frenó el impulso.

Atravesó los distintos controles aduaneros sin inconvenientes y cuando se abrieron las puertas automáticas que la separaban del hall del aeropuerto español, logró ver en el tumulto, la imagen de su amiga que sacudía el brazo derecho con un pañuelo en la mano, y gritaba al mismo tiempo: “¡Acá estoy chee!”. Las risas de ambas inundaron el lugar. Algunas personas las esquivaban, apuradas por seguir con su camino. Pero ellas no se daban cuenta, no se daban cuenta de nada, sólo de que estaban juntas, de nuevo, como hacía más de un año atrás.

Comenzaron el día tomando chocolate con churros. Se contaron novedades, trabajo, parejas, todos los temas desfilaban sin solución de continuidad. Por momentos volvían a puntos que habían quedado inconclusos, retomaban los ya terminados, se confundían en la charla vertiginosa y terminaban con una carcajada. Ningún tema, por más difícil que fuera, enlutaba el encuentro.

Pasaron los días y Aurora paseaba por Madrid mientras Paty trabajaba. En el descanso del mediodía se reencontraban para tomarse un cafecito o comer algún bocadillo. Luego la argentina se perdía en las tiendas madrileñas esperando que su amiga terminara el día laboral.

Cenaban juntas y volvían a la casa paterna en donde Ramona, la mamá de Paty, las esperaba con un abrazo cariñoso y un trocito de turrón de Alicante guardado para compartir con la visita sudamericana.

Fueron dos semanas de charlas, pocas horas de sueño y comidas abundantes. La dieta equilibrada que solía hacer Aurora en Argentina había quedado esperándola junto a sus días ordenados y su rutina de trabajo. Estaba complacida. Paseaba por Madrid como una española más, no hacía una vida monótona, pero tampoco actuaba como una típica turista.

Se abrazaron largamente al despedirse, ambas sentían que el tiempo no había transcurrido y que la tristeza se volvería a instalar nuevamente entre ellas.

La voz femenina en el aeropuerto, informando la partida del vuelo con destino a Buenos Aires, las obligó a separarse físicamente, y ahora era la sudamericana la que debía emprender el camino de vuelta.

Gracias al tranquilizante que había tomado unas horas antes del vuelo, durmió todo el viaje. Para desayunar sólo pidió un vaso de agua. Se sentía inapetente porque regresaba a su trabajo, a sus amigos temporales, a sus domingos turísticos, y eso la deprimía. Nuevamente su vida virtual, rodeada de gente que después de un tiempo se iba.

Habrían pasado tan sólo dos semanas cuando recibió un llamado de un tal Alfredo Pérez Llovinet. Dudó al principio en atenderlo, no conocía a nadie con ese nombre y no estaba de humor para charlar con un desconocido más, inmediatamente reflexionó que su trabajo era exactamente eso, charlar todo el tiempo con desconocidos. Así es que decidió aceptar que le pasaran la llamada. La voz era grave y seductora, tenía buena dicción. Se lo notaba educado.

-¿Quién habla? – respondió al saludo del hombre.

-Usted no me conoce… El mes pasado viajamos juntos a Madrid, es decir en el mismo avión.

-¿Y? –se apresuró a contestar Aurora, casi de manera grosera.

– Al salir olvidó sobre su asiento una agenda electrónica que yo recogí -le aclaró.

– Es cierto- respondió Aurora cambiando el tono de voz, y dijo luego: – desde entonces no la encuentro, ¿qué hizo con ella? –preguntó.

– No quise dársela a la azafata por miedo a que se perdiera y me la quedé, pensando que iba a ser fácil ubicarla, pero he tratado de localizarla llamando a todos sus amigos, llamé a New York, París, y a varias ciudades más. Dígame- la interrogó, riéndose al mismo tiempo – , ¿no tiene usted amigos argentinos?

Aurora, sin ganas de continuar la charla ni contarle sus intimidades a un desconocido, pregunto rápidamente:

-¿Quiere que le envíe un taxi para que me la mande?

Su interlocutor quedó perplejo, él la había llamado, en realidad, para entregársela personalmente, y pese a la respuesta ácida de Aurora decidió continuar con su cometido diciendo:

-Preferiría acercársela yo, me siento más tranquilo de esa forma.

Aurora se quedó callada por un momento sin saber qué responder, el hombre de voz seductora aprovechó el silencio para intentar conseguir lo que se había propuesto.

-¿Le parece que nos encontremos esta noche? –preguntó.

-¿Esta noche?- respondió Aurora, buscando rápidamente una excusa- ¡No!, ésta noche justo no puedo.

-No importa- dijo, y volvió a preguntar- ¿mañana?

– Mañana sí -respondió vencida, sabiendo que no tendría otra forma de recuperar su agenda-, suelo salir una hora para comer algo al mediodía.

– Como usted diga- contestó la voz masculina- ¿dónde quiere que vaya?

-Yo trabajo en Reconquista y Corrientes, ¿le parece a las 12 en el bar de esa esquina?

– Allí estaré- dijo él.

-¿Usted piensa que me reconocerá?- preguntó Aurora intrigada.

– Quédese tranquila, yo la encontraré sin problemas. Hasta mañana.

– Hasta mañana- respondió ella desconcertada. Se iba a encontrar con un desconocido, ni ella misma entendía cómo podía haber aceptado. Aurora era una mujer liberal y despreocupada, de modo que no le importó lo que éste señor pudiera llegar a pensar de ella. Lo que no sabía era que el hombre con el que estaba hablando había viajado en el asiento de al lado durante doce horas y que en ese tiempo la había mirado, había disfrutado verla cuando dormitaba o cuando se arreglaba el pelo con las manos, había observado su cuerpo delgado y elegante, y al ver como ella abandonaba el avión y olvidaba su agenda sobre el asiento, éste hombre comenzó a pensar en un futuro encuentro. Sucedió. Llevaba puesto un traje sastre azul, con zapatos y bolso haciendo juego. Perfumada y maquillada como era su costumbre, esperaba en el bar tomándose un café mientras lo aguardaba. Cada tanto miraba su reloj pensando al mismo tiempo en la lista de tareas que le quedaban pendientes.

Apareció. Tenía unos cincuenta años, era elegante, de ojos verdes, entrecano, con una sonrisa tan seductora como la voz que había oído dos días antes por el teléfono. Al verlo casi tira el vaso de agua que estaba sobre la mesa.

-¿Puedo sentarme?- preguntó.

-Por supuesto- respondió Aurora tomando la silla en señal de bienvenida.

Rápidamente comenzaron la charla que hizo que las horas pasaran como si no existiera el tiempo. Hablaron de viajes, de coincidencias, de trabajo, de sus vidas.

El celular de Aurora sonaba y ella no lo atendía. Sabía que la oficina la esperaba y nada le importaba menos que volver al trabajo. Inmersa en una conversación sin fronteras, disfrutaba esa tarde como hacía mucho no le sucedía.

Bendijo el momento en el que había decidido viajar a España para ver a su amiga.

Oscurecía cuando salieron del bar de Corrientes y Reconquista. Se despidieron sabiendo que no sería ese encuentro el único ni el último.

Ella volvió a la oficina a buscar sus carpetas, ya no quedaba nadie en el lugar, era mucho más tarde de lo que había pensado. Estaba tan entusiasmada que se sentía como una jovencita, pero disfrutando de sus cuarenta años, libre, con ganas de cantar, de bailar.

Las llamadas se fueron haciendo semanales, luego diarias, y los encuentros cada vez más largos. Comenzó a no haber para ella fines de semana en soledad. Los extranjeros iban y venían, y junto a Alfredo los despedía en el aeropuerto.

Aurora, la mujer de cuarenta años que nunca se había casado porque prefería ser libre, había anclado finalmente en un bar de Corrientes y Reconquista.


Margaritas envueltas en papel blanco

Se casaron luego de cuatro años de convivencia y un embarazo que no toleraba más espera, ella reticente a comprometerse aceptó por fin la propuesta que él le venía haciendo desde que se conocieron.

Rubén ejercía como maestro mayor de obras y aunque nunca había terminado sus estudios daba clases en una escuela técnica; tenía una sonrisa compradora y un gesto cariñoso al hablar que lo mantenían año tras año en un puesto para el cual no estaba habilitado. Ella, una profesora de música que amaba el arte, motivo por el cual había canalizado todos sus esfuerzos y ahorros en aprender toda actividad plástica o literaria existente, a la hora de explorar recibía a bien cualquier disciplina. Esto no sólo le representaba un sacrificio económico sino también serias discusiones con su compañero que lo entendía como una mera pérdida de tiempo. La mayoría de las veces, por no decir todas, era imposible razonar con él sobre el tema.

En el Registro Civil el comentario general se refería a “lo linda que estaba Laura”. Los nueve meses de embarazo habían hecho estragos en su cuerpo, pero el vestido comprado por la mamá de una alumna como regalo de fin de curso en una de las casas más caras de la ciudad, hacía que se viera más hermosa de lo que realmente era; de todos modos, su panza protagonizaba la escena.

La ceremonia realizada al mediodía resultó emocionante; es sabido que en los casamientos el juez relata una serie de obligaciones y derechos aburridos y burocráticos, y los únicos emocionados son los novios si es que lo están, y el resto de la concurrencia sólo desea escuchar la frase célebre “los declaro marido y mujer”.

Pétalos de rosas y arroz fueron lanzados por doquier a la salida del registro de la calle Aranguren. Estaba allí toda la familia cercana a la pareja y también los amigos más íntimos. Se los veía conmovidos e inquietos a la vez, pero eso sí: cerrando los ojos por momentos para que los granos de arroz no les ocasionaran un disgusto. Los presentes insistieron en ir a un bar y brindar, pero fue imposible convencer a los novios, estaba por llover y así como Rubén no soportaba el traje que escasas veces usaba, a Laura le dolían los pies que, hinchados por el tiempo de embarazo, le recordaban lo poco que faltaba para el parto.

Los días pasaban lentamente para ella que por evitar complicaciones médicas había pedido licencia en su trabajo; durante ese tiempo se dedicó a hacer reposo y a esperar en su propia casa la llegada del bebé.

Una noche hacía frío y Rubén estaba casi dormido cuando su mujer le tocó el hombro y le pidió que la acercara al sanatorio. Las calles estaban húmedas y solitarias. Ella bajó del auto con dificultad y un camillero de la maternidad, al verla, rápidamente le acercó una silla de ruedas para que no caminara hasta la sala de partos, allí el obstetra de guardia la estaba esperando.

Todo fue muy rápido y sin complicaciones, viendo la ansiedad de la pareja el médico se apresuró a decir:

– Es una nena –no habían querido saber el sexo antes, preferían que fuera una sorpresa- y pesa tres kilos y medio, es bien grandota.

Lloraron de emoción los dos; pese a las diferencias, habían concretado el sueño de la mayoría de la gente: trascender a través de los hijos. Eran una familia, pequeña todavía, pero una familia al fin.

Rubén, como todo gordo, repartía caramelos a las visitas; además no dejaba de comentar los rasgos de la recién llegada: el color de los ojos, el tamaño de los dedos, tanto de las manos como de los pies, aclarando siempre que eran perfectos “en forma y número”. Repetía hasta el cansancio que Laura había elegido el nombre de la nena, Rocío. Sonreía orgulloso de que hubiera sido ella la de la idea, detrás de su sonrisa sabía que él no lo hubiera podido hacer mejor.

Biberones, pañales y chupetes invadieron la vivienda. La infancia de Rocío estuvo repleta de afecto y elogios, todo fue festejado, la primera palabra, sus primeros pasos, su brillante inteligencia (según el papá), incluso las situaciones más banales eran vividas con alegría.

Rocío era el punto de encuentro. Pero Laura sabía que las diferencias entre ellos a lo largo de los años habían logrado distanciarlos. Ella había vuelto a dar clases de música, visitaba museos y actuaba gratis en obras de teatro para no perder el entrenamiento. Mientras tanto Rubén seguía trabajando en la escuela estatal, llegaba a casa siempre más temprano y terminaba haciendo las compras y la cena. Laura después de sus clases encontraba, por lo general, alguna actividad para compartir con su hija y sembrar en ella la semilla de la creatividad; al regresar, Rubén les preguntaba si la habían pasado bien. Su cara redonda y grande se encendía compartiendo los comentarios de una salida a la cual no había sido invitado. Él nunca se ofendía, gracias a su benevolencia, al amor que sentía por Laura, a la fascinación por su hija, que le iluminaba los ojos, jamás reaccionaba de mala manera y siempre tenía un buen modo cuando sus mujeres volvían del paseo.

Laura había conseguido un nuevo empleo en una escuela de arte y con él amigos nuevos, la mayoría intelectuales. Una vez más, Rubén quedaba fuera de la escena y aceptaba el rol sin protestar.

Ella salía de la escuela y se iba a tomar un café con los otros profesores para comentar situaciones vividas o hablar de algún alumno en especial, sobre todo los muy problemáticos. Así conoció a Alejandro, un docente de literatura; horas de charla los fueron introduciendo en terrenos personales, y sin darse cuenta Laura comenzó a experimentar una sensación extraña cada vez que debían despedirse. Al principio pensó que la obligación de volver a su casa era la causa, la rutina, el encuentro con su marido y su simpleza, la vida que ella había elegido y que ahora le pesaba en el alma. Con el tiempo se dio cuenta que ya no le interesaba regresar a su hogar, volver a ver a Rocío luego de un día entero de trabajo la alegraba, pero Rubén y sus comentarios le producían un rechazo que nunca antes había tenido.

Pasaron meses hasta que pudo asociar su desgano con la falta de interés hacia su marido y el deseo por su compañero de tareas en la escuela.

Ya no era feliz con su esposo y no sabía si algún día lo había sido realmente, pensar en la nena frenaba el impulso de alejarse de su casa por un tiempo y así ordenar sus ideas que parecían estar todas patas para arriba.

La relación con Alejandro se tornaba cada día más intensa, después de cada encuentro la sensación que él había comenzado a despertar en ella meses atrás se había vuelto un dolor en la boca del estómago como si un pie grande se lo estuviera aplastando.

Los fines de semana eran deprimentes, mientras veía a su hija en la plaza jugando en el arenero o tirándose por el tobogán, se le aparecía la imagen del amante oculto, pero al mismo tiempo esa imagen virtual la aterraba, no podía sacársela de su mente, sabía que estaba engañando a su pareja de tantos años y trataba de relativizar la culpa que le producía el hecho, pensando que no podía evitar lo que le estaba sucediendo.

Mientras tanto, para Rubén la vida continuaba sin mayores complicaciones, algunos días se iba a cenar con los compañeros de trabajo y antes de terminar el café volvía a su casa para estar con su familia. Él estaba alejado de la actualidad de su esposa, pero disfrutaba cada comentario suyo aunque no lo entendiera.

Entre tantas encrucijadas, Laura había enviado un ensayo a un concurso literario, venía preparándolo en la escuela desde hacía varios meses y ésta tarea en determinados momentos le había servido como excusa para llegar tarde a casa. El texto fue premiado y recibió una suma de dinero abultada para su presupuesto, esto le habilitaría la posibilidad, si ella quisiera, de publicar en el futuro un libro.

Laura estaba muy bonita el día que recibió el premio, y en aquel lugar se encontraban las dos personas que encarnaban su conflicto: su esposo y su amante.

Luego de la entrega se le acercó Alejandro, la tomó de un brazo y con su mirada calma le dijo: “yo sabía que eras muy buena escribiendo y no me equivoqué”. En segundos, se dio cuenta que más allá de la admiración y la atracción que sentía por ese hombre, su carácter egocéntrico y su egoísmo, hacían que todo lo que no fuera hecho por él necesitara de su aprobación. Él se estaba yendo cuando Rubén vino a saludarla. La sonrisa le llenaba la cara, y mostrando los dientes blancos dejaba traslucir su ternura. Le entregó un enorme ramo de margaritas envueltas en un papel blanco, de esos que se usan en las panaderías, y en una tarjetita había escrito con letra desprolija: “Te quiero mucho, gracias por estar al lado mío, sos lo más importante que tengo”. Laura comenzó a llorar, trataba de reprimir las lágrimas y no podía. El hombre por el cual había puesto en riesgo su tranquilidad y su matrimonio se enorgullecía de sí mismo sin dejarle espacio para ella, ratificándole que lo más importante para él era su ego. En cambio su marido, a quien había dejado de lado en forma reiterada, la ensalzaba como un súbdito a su reina, ella ocupaba toda su atención y era el eje de su vida.

De repente sintió como si todas las personas presentes se estuvieran alejando de su vista, comenzó a perder nitidez, se introdujo en un túnel oscuro, negro, sin final…Cuando despertó, se encontraba acostada en un sofá ubicado en el despacho de la administración del lugar, a su lado Rubén -como siempre-, tomándole la mano y acariciándole la cabeza. Lo abrazó fuerte, desesperadamente y en cuanto pudo pararse salieron de la habitación. Rubén la custodiaba como un granadero, hasta que al rato se separó de ella para ir a buscar el auto.

Laura, que lo esperaba apoyada en el marco de la puerta de entrada, se cruzó con Alejandro que no vaciló en acercarse y recriminarle el susto que le había provocado verla desvanecerse. Ella lo miró y sus ojos, distantes y firmes, se clavaron en los de él; se estaba despidiendo. Él, sin decir una palabra la besó en la mejilla y se fue. Nunca más se encontraron a tomar café después de clases, ni a discutir sobre algún alumno. Nunca más se encontraron.

Laura y Rubén siguen juntos, ella lo mira diariamente con ternura y respeto, él diariamente con orgullo y pasión.

El viaje

A la salida de la oficina tomaba rápidamente el colectivo y al bajar, corría hacia su departamento con el fin de levantar rapidamente sus mensajes telefónicos. Cada uno era para ella una nueva esperanza. Aquella tarde apoyó su cartera y tiró las llaves para apresurarse a escuchar el contestador automático. Aguardaba ansiosamente una respuesta por un empleo en el exterior que, no sólo académicamente, sino también desde el punto de vista económico, le resultaba muy interesante.

Todos los días se repetía la historia, llegaba a su casa, apretaba la tecla como si fuera la llave de la fortuna y toda su ansiedad se transformaba en un solo sentimiento: rabia, que se iba acumulando sin que se diera cuenta.

La empresa en donde trabajaba decidió enviarla por una semana al sur del país. La embargó la alegría y la desilusión al mismo tiempo, ya que pasaría unos días lejos del contestador… De todos modos, no podía dejar de ir, se trataba de su trabajo, ámbito en el cual algunas situaciones no eran conversables.

Juntó un par de pantalones, blusas para combinarlos y armó un bolso que cumpliera con sus necesidades mínimas.

La estadía en el lugar estuvo plagada de actividades durante el día y de largas sobremesas con sus compañeros de tarea al finalizar las cenas diarias. La semana terminó y Ana debió volver a su puesto de trabajo, a sus hábitos y a su contestador, al que casi no había extrañado.

Ni bien llegó a su casa apretó la tecla para que la cinta comenzara a hablarle y fue entonces cuando un silbido que el aparato emitía la obligó a apretar el stop. Una y otra vez intentó reconciliarse con él, que parecía expresar, a través de éstos problemas, haber estado enojado por su ausencia. Decidió realizar las compras del supermercado y olvidarse por un rato de éste tema que tanto la preocupaba.

Por varios días, sin necesidad de presionar ninguna tecla, la máquina silbaba sola, ella rápidamente volvía a detenerla, así la lucha recomenzaba cada vez. Pasaron semanas de estar enfrentados; Ana no cedía ante la desconsideración del contestador que le negaba la alegría de escuchar algo tan esperado por ella. Llegó a desenchufarlo como máxima expresión de su descontento.

Ese día se había peleado con su jefe, la vuelta a casa resultó tediosa, el tránsito sobrecargado como de costumbre a las seis de la tarde, la gente que apurada por volver a sus hogares no hacía caso a los semáforos; en fin, una pesadilla. Se metió en el ascensor de su edificio y tuvo ganas de tirar el bolso al piso, sacarse los zapatos y comenzar allí mismo a olvidarse de las complicaciones de aquella jornada.

Todavía con las cosas en la mano, abrió la puerta de su departamento. Al hacerlo oyó un cuchicheo, como si hubiera una reunión de consorcio, pero en su vivienda.

Cuando entró en el living se quedó paralizada. No tenía muchos sillones, pero estaban todos ocupados por unas masas amorfas que hablaban entre sí, repetían frases variadas, algunas muy interesantes; “ Te espero mañana en el bar de Gascón y Corrientes”, “Señorita Ana Baza, la esperamos en nuestras oficinas de la calle Callao 466 para coordinar su comienzo en nuestra empresa”.

No podía creer lo que veía y escuchaba, su living estaba repleto de mensajes con unas extrañas formas acorpóreas, y saliendo de algún lado, sin poder detectar de dónde exactamente, aparecían cada vez más.

Atravesando este grupo de “ocupas” llegó a su habitación, lugar en el cual estaba el contestador “autonómico” que ella había callado durante días y hasta se había atrevido a desenchufar. De allí salían los mensajes, y una vez afuera, algunos, sobre todo los muy largos o cargados de espacios entre palabra y palabra, se dirigían con no poco esfuerzo al living repitiendo respuestas en respuesta a frases hechas. Todos trataban de encontrar a su destinataria y Ana comenzó a sentir escalofríos que sólo pudo relacionar con miedo, como el que experimentaba cuando era chica y su hermano la encerraba en el placard para asustarla, miedo que se agrandaba hasta llegar al pánico y apoderarse de su voluntad, miedo de no entender lo que estaba pasando, de no poder controlar la situación. Decidió, sin saber bien porqué, tomar nota de cada uno de los mensajes que escuchaba, estos eran repetidos en forma de estribillos y ocupaban un lugar que en definitiva Ana quería recuperar, y que no era sólo el living de su propio departamento.

Para su sorpresa, cuando terminaba de escribir uno, el espacio quedaba vacío ante ella. Fueron horas de intensa tarea, hojas y hojas con datos, algunos sin sentido, otros importantes para su futuro; el susto que le provocaba pensar que su casa podría quedar invadida la hacía tomar nota de los detalles más ínfimos, como risas, toses, estornudos.

Durante toda la noche trabajó incansablemente. Por la mañana llamó a su oficina avisando que no podría asistir ese día a trabajar; puso como excusa una virosis, estaba exhausta, necesitaba descansar un poco, además debía concluir su tarea, esto implicaba evaluar cada dato, uno a uno, y saber a quien debía llamar y a quien no.

Agotada por el esfuerzo, decidió terminar su labor en la casa de un amigo. Eran las diez de la mañana y sentía como si un siglo hubiera pasado en doce horas.

Al salir se cruzó con su vecina, que la vio tan demacrada que no dudó en preguntarle si se sentía bien. Ana respondió con una mueca que nada decía. Recordar esa noche la perturbaba y contársela a una señora de casi ochenta años podía llegar a ser un homicidio, se rió de sólo imaginarse la escena: la señora, entrando en su casa, luego que ella le describiera lo que estaba sucediendo en su departamento, y cayendo muerta de la impresión ante los “ocupas”.

Más allá de lo trágico de la situación imaginaria, no pudo menos que reírse, ¡sólo le faltaba sacar el cuerpo de su vecina además de los mensajes!

Llegó a la casa de Ernesto, un amigo de toda su vida al que no necesitaba ver en forma diaria para contar con su ayuda de manera incondicional. Este le abrió la puerta y ella sin vacilar comenzó a narrarle la experiencia de esa noche, él trató de tranquilizarla y aunque sabía que Ana no consumía tóxicos, no creyó que su relato fuera verídico. Buscó calmarla, ofreciéndole un vaso de agua, un café, una silla, es más, no sabía qué darle para que su amiga recuperara la serenidad y dejara de decir lo que hasta el momento parecían incoherencias de una trasnochada. Al no poder lograr su cometido decidió ir a bañarse, mientras Ana, entre cansada y excitada, comenzó a releer sus notas. Al hacerlo, descubrió con asombro que el último mensaje era de un ex novio al cual había dejado de ver varios años atrás, pero a quien nunca había olvidado totalmente. Como esas espinitas clavadas en la yema de los dedos, que sentimos, aunque no podemos palpar ni sacar, por momentos duelen, por momentos molestan, y no se van hasta que el cuerpo decide expulsarlas. Leyó éste mensaje una y otra vez y mientras lo hacía sintió deseos de volver a su casa.

Apurada tocó la puerta del baño y le avisó a Ernesto que se iba, que luego lo llamaría. Él salió de la ducha para despedirse. Ella ya no estaba. De pronto pensó que a su amiga se la veía realmente rara.

Ana no podía caminar, corría; al llegar, su casa recuperada de la invasión parecía la misma de siempre, quedaba sólo frente a la puerta de su cuarto un gran mensaje que repetía incansablemente un monólogo, la invitaba a un viaje, largo y placentero, romántico y sensual. Con cada repetición la idea la transportaba lentamente, cada repetición la introducía suavemente en un camino sin retorno. Estuvo varias horas parada escuchando, como si el tiempo ya no existiera para ella, atardecía y Ana no se daba cuenta.

Unos meses mas tarde Azucena, su mejor amiga y compañera de departamento, regresó del exterior, de un viaje de estudios. Tenía su llave, pero por prudencia tocó el timbre, tuvo que hacerlo varias veces hasta convencerse de que no había nadie y que su presencia no interrumpiría ninguna escena amorosa. Decidió entrar. Ver las plantas secas le llamó la atención, Ana era tan cuidadosa con ellas…

Los placares estaban abiertos y algunos cajones también, como si su amiga hubiera tenido que irse apurada o de una manera urgente. Llamó a Ernesto, que era para ella el único referente, dado que Ana desde hacía años, después de una gran pelea, ya no tenía relación con su familia.

Ernesto llegó al departamento y le dijo que él tampoco entendía lo que estaba pasando, entre café y café la puso al tanto de lo conversado con Ana en aquella oportunidad cuando la había visto por última vez en su casa. Azucena escuchaba atentamente el relato, sorprendida y un poco asustada al mismo tiempo. Discutieron luego estrategias a seguir, denuncias en la policía, rastreo por internet, y muchas otras cosas más. Fueron semanas y semanas de intensa búsqueda, nada dio resultado. Ana nunca volvió.

Azucena y Ernesto siguieron encontrándose para hablar de ella, y aún lo hacen, esperando verla entrar apurada como siempre.

Por ese entonces el contestador automático ya no funcionaba, y a Azucena no le importó. Era Ana la que siempre estaba pendiente de los mensajes telefónicos, ¡como si le fueran a cambiar la vida!

Bajo a abrirte

Mientras esperaba a mi psiquiatra, todos los seres raros de Buenos Aires pasaban ante mí.

Cristina vivía en Belgrano; la calle era tranquila, como detenida en el tiempo.

Caminar un par de cuadras por la zona me transportaba al mundo que más placer me producía: mi propio mundo. Tan desconocido.

Sabía que llegaría a la puerta del edificio de Cristina, tocaría el portero eléctrico y ella contestaría con un “bajo a abrirte”, esa respuesta, comienzo de mi nueva sesión, ya era terapéutica. Después me apoyaría sobre el viejo árbol que custodiaba la entrada y a partir de ese momento por dos o tres minutos me dedicaría a la observación de los seres raros.

Seres raros, que no eran más que habitantes de la gran ciudad.

Me producía un enorme placer mirar al portero de la casa de al lado, que al verme esperando, y como era gratis, me preguntaba la hora. Cada martes era lo mismo, parecía que él hubiera integrado mi presencia a su trabajo y que el hecho de hacerme esa pregunta y seguir con su rutina, formaran parte de su historia diaria.

Me llamaba mucho la atención una señora que salía con su bebé puntualmente a las cuatro y media y que se obsesionaba por cubrirle las manitos y la cara, sin olvidarse de subirle el cierre de la camperita, aún cuando él tratara inútilmente de librarse de su madre. Lo extraño de todo esto era ver a una mujer joven con un saquito finito, finito, llevando a un bebé emponchado, como si él viviera un invierno y ella una primavera.

Muy gracioso era el señor semicano que volvía de su clase de equitación con bridges y botas puestas, que me obligaba a pensar si era millonario por sí mismo o un vago mantenido por una familia de apellido, de las que todavía quedan.

Para mí la terapia no duraba sólo la hora en que charlaba con Cristina, sino que comenzaba desde que lograba estacionar el auto, que, dicho sea de paso, no era nada fácil.

Cada tanto los martes pasaban a los viernes, pero ya no era igual, nada era igual, por eso trataba de no cambiar el día, tal vez para que no se perdiera la magia, no sé. Transcurrieron muchos meses en los que fui descubriendo mis miedos, mis inseguridades. Meses que sirvieron para reconciliarme conmigo y con los demás, faltaba mucho por resolver todavía, pero la balanza se iba nivelando y eso me daba una tranquilidad tan placentera que todavía hoy no encuentro con qué compararla.

Al mejor estilo Cortazar, pensaba y repensaba distintas situaciones como si practicar el autoanálisis me ayudara a estar preparada para cada sesión, y esos minutos de espera entre el “bajo a abrirte” y la aparición de Cristina, acompañada por su sonrisa contenedora, fueran un recreo para mi mente hiperactiva.

Todos los martes tenía sensaciones similares, era tan importante cada encuentro para mí que la monotonía no tenía lugar, más allá de ver a las mismas personas y que esas personas hicieran las mismas cosas.

Cristina era una mujer enigmática, creo que como todo psiquiatra, uno se desnuda ante ellos y de ellos no sabemos nada, si tienen hijos, qué hacen los fines de semana, adonde se van de vacaciones, si se van de vacaciones. Porque es difícil imaginárselos en su vida diaria, comprando en un supermercado, o pagando los impuestos en el banco. Y resulta increíble cómo pasan a ser nuestros confidentes; siempre pienso que si quisieran se transformarían en un arma mortal. Me imagino ser el psiquiatra de un gran político o de una figura importante de la tele, o tal vez de un gran prelado de la Iglesia, las cosas que uno se enteraría, aunque pensándolo bien esta gente no debe ir al psiquiatra.

Recuerdo como infaltable el cafecito en la esquina, capuchino, cortado, en fin, los probé todos.

Pasaron tantas charlas, tantos secretos por ese consultorio, tantos planteos y replanteos antes y después de las visitas…Un día Cristina me anunció que se mudaba. Las causas no me fueron explicadas, por lo general los psiquiatras no dan explicaciones.

Debía continuar mi terapia en otro lado. Pero… ¿debía continuar mi terapia? De pronto me surgió el planteo existencial, y comencé a sentir que mi historia con Cristina y con el barrio, y ya que estoy lo digo, uno no iba sin el otro, tenía que tomarse vacaciones. La relación entre nosotras continuaba intacta, eso era un hecho, pero, el vínculo terapeutico, el café previo, el paseo por la zona… ¿habrían llegado a su fin?

Me costaba imaginarme sin viajar a Belgrano los días martes, sin el “bajo a abrirte” tan ansiado, y al mismo tiempo, a partir de la noticia de la mudanza, ya no tan importante como antes.

Lentamente me fui despidiendo, del portero, del señor que practicaba equitación, además el bebé caminaba y había impuesto sus propias reglas, la madre ya no lo empujaba en el carrito, corría detrás de él como pasa habitualmente cuando crecen.

El círculo se iba cerrando y yo comenzaba a ser espectadora y no parte de él, estaba bien parada y mis dolores y tristezas habían quedado en el consultorio, se los había quedado Cristina.

Me despedí con un “¡hasta pronto!”.

Por ahora yo estaba curada de mí misma y “es momento de seguir volando sola”, pensaba mientras volvía hacia el auto, o tal vez “es momento de esperar, para volverme a adaptar al nuevo barrio”. No lo sabía.

Mientras ella cerraba la puerta de vidrio, la saludé con la mano y volví a decir, “¡hasta pronto!”. Porque una nunca se despide totalmente. Una nunca se despide…

Un número más

“Me preocupa su mama izquierda”, dijo la Dra. Gómez. Este comentario hizo que Susana se quedara perpleja mirando fijamente los ojos azules de la médica.

Hacía varios meses que estaba en tratamiento y hasta el momento parecía todo controlado, o al menos es lo que ella había pensado al respecto. Varias mamografías, exámenes de sangre y consultas reiteradas le habían hecho pensar que no serían necesarios más estudios. Lamentablemente, cuando se asiste al médico se corre un riesgo similar al que aparece cuando se lleva el auto al mecánico, uno va por un ruidito y éste termina desarmado, y si la comparación la llevamos al ser humano, en algunos casos, lo que iba a ser sólo un chequeo de rutina, termina siendo un problema que quizás nos persiga por meses.

Con voz suave y mirada serena (¿porqué será que la gente de ojos azules tiene esa mirada?), le dijo: “me gustaría que se haga una punción de la mama izquierda, tiene algunas calcificaciones que no me gustan y quiero quedarme tranquila”. Susana obedeció y asintió, conservando la compostura que la caracterizaba. Se saludaron, la secretaria le dio un papelito amarillo con la dirección del profesional que era considerado el mejor en ese tema, lo tomó sonriente como si nada pasara y salió del consultorio.

Al entrar en el ascensor, se miró al espejo. La actitud que había mantenido frente a la ginecóloga, desapareció. Comenzó a llorar desesperadamente. Comenzó a llorar por lo que no había llorado en los últimos años.

En planta baja se apresuró a secarse las lágrimas y salir en busca de su auto. En pocos minutos la alegría por un próximo viaje ó la ilusión de terminar un cuadro que estaba pintando, se esfumaron. Caminó lentamente hacia el estacionamiento. Sabía que al llegar a su casa tendría la obligación de pedir turno para el estudio faltante y esto la deprimía. Esa noche, al regresar su esposo del trabajo, le contó las nuevas que de buenas no tenían nada. Al hacerlo, sin poder evitarlo, comenzó a llorar nuevamente. Él la abrazó y prometió acompañarla a realizar los estudios, eso la tranquilizó, éste gesto no era habitual en él, pero ambos sabían que esta vez era diferente, y ella se sintió contenida y cuidada. Tenía mucho miedo.

Tuvo que pedir el turno personalmente, en teoría, en ese momento un médico le daría las indicaciones de cómo prepararse para el examen. No fue así, una jovencita que apenas tendría terminada la secundaria, luego de halagarle la cartera que Susana llevaba, le entregó una hoja en donde libraba de cargo y culpa al profesional y a la institución en donde se hacía el estudio, sí: la inyección le provocaba alguna lesión, se caía de la camilla y se torcía un pié, la cinta adhesiva le producía alergia en la piel…en fin, una serie de especificaciones que la responsabilizaban de todo en el caso de que surgiera alguna complicación.

Vivió muy angustiada los días previos, sin dormir y sin parar de comer. Al principio luchó contra sí misma, pero luego se dejó llevar por la compulsión y comió cuanto quiso. Pasaron por su mente imágenes terribles, se veía enferma y adelgazada. Veía a sus hijos llorando a su lado, se veía muerta.

Pudo sobrevivir a sus pensamientos y llegar al día cuya figuración tanto la había torturado. Su marido pasó a buscarla por el trabajo y fueron charlando todo el camino hacia la clínica.

Susana siempre pensó que un estudio de la complejidad del que debía hacerse ella en este caso, sería hecho por un profesional afectuoso, dulce, o al menos contenedor. Tampoco esto fue así. Se encontró con un médico para el cual ella era una teta más en su casuística, claro, una teta con sus particularidades, pero una teta al fin, a la cual con una máquina iba a apretar, punzar y vuelta a apretar hasta obtener el resultado. Era una costumbre para él, no así para Susana que estoicamente aceptó el maltrato iniciado en el momento en que le dijo: “sáquese todo de la cintura para arriba”; al oír la orden ella buscó con la mirada algo para taparse y al no encontrarlo, pudorosamente preguntó: “¿me dejo el corpiño?”; “le dije todo” fue la respuesta. Con los brazos cruzados tratando de ocultar lo que habitualmente no mostraba en público, se acercó a la camilla.

En distintos momentos trató de establecer un diálogo con el profesional pero no tuvo éxito, él tenía que hacer su trabajo y lo más rápido posible. No estaba para charlas. La presión que ejercía la máquina sobre su pecho izquierdo era tan fuerte que tímidamente preguntó si se la podía disminuir un poco para que no le doliera, la respuesta del matasanos fue: “algunas se quejan más y otras se quejan menos.” Algunas…, pensó ¿qué somos para él? El médico, como si hubiera podido leer su mente, prosiguió con su monólogo cruel y doloroso para ella, que tirada boca abajo sobre la camilla se sentía absolutamente indefensa. “Mire usteddijo él socarronamente-, por hacer este estudio no se muere nadie, y las mujeres sobreviven a esto y mucho más. Si tiene alguna duda váyase hasta un asilo de ancianos y fíjese quienes son las que habitan el lugar: ¡todas mujeres señora!”.

El comentario no sólo le resultó agresivo sino también despectivo, e innecesario al mismo tiempo. Ella simplemente había pedido si se podía disminuir la presión, no le interesaba en ese momento adónde iba a terminar viviendo cuando fuera vieja, en el caso de que quedara viuda. Susana raramente reaccionaba frente a las agresiones, y difícilmente frente a un profesional, le habían enseñado desde muy chica que si alguien tenía un título universitario, lo que dijera sería irrefutable.

No podía entender la situación, en una posición física estrambótica, de costado, miraba la escena y pensaba que cualquier cineasta hubiera hecho un guión basándose en esta experiencia que a ella le tocaba vivir. Nada explicaba la crueldad de las palabras de esa persona que sin piedad hacía comentarios de una liviandad dolorosa.

El estudio terminó, y nuevamente Susana, como si fuera una amazona, pero ahora lenta y vencida por el esfuerzo, se encaminó hacia el pequeño cambiador.

El marido tuvo que ayudarle a ponerse el sostén y el médico, al ver lo dificultoso que le resultaba, comentó a modo de chiste: “Nosotros sabemos sacarlos, pero no ponerlos”. Susana lo miró secamente, el marido esbozó una sonrisa y continuó con su tarea. Salieron del lugar tomados de la mano; estaba aliviada, había sentido tanto miedo los días previos, que saber que todo había pasado la relajaba, y hasta el mal trato le daba pena, pero no la enfurecía como hubiera pasado en otra época de su vida. En ese momento se encontraba más allá de esas reacciones, simplemente quería volver a su casa, sentir el olor de su cama, saber que entre sus cuatro paredes ella volvería a tener el control que había perdido sobre su cuerpo esa tarde.

Estaba en el trabajo cuando un cadete de la clínica trajo el informe luego de tres semanas de espera. En ese tiempo había rezado, llorado y prometido a Dios cosas que sabía que nunca cumpliría. Su secretaria le alcanzó el sobre y ella sin dudar -como era su costumbre en público –lo abrió y busco la palabra “diagnóstico”. Los ojos de los empleados de la oficina estaban centrados en Susana y esperaban que ella levantara la vista y respondiera la pregunta que flotaba en el ambiente. Serena, esbozando una sonrisa, dijo: “Es normal, no tengo nada raro, no es un cáncer”.

De un momento para el otro se encontró en el medio de una fiesta, comenzaron los aplausos, los ojos húmedos de los más amigos. Una fiesta de afecto de la gente que la quería bien y había estado muy preocupada, una fiesta que le llenó el alma de alegría.

Entre el bullicio y los planes de festejo para esa noche le transmitió a su marido por teléfono el resultado del estudio. Él también disfrutó aliviado que todo hubiera terminado y prometió ir al encuentro del grupo para estar junto a ella.

Susana, como tantas otras mujeres, sigue su vida, luchando diariamente entre el trabajo y la casa, rodeada del afecto de los que la conocen desde siempre. De vez en cuando, en algún noticioso, aparece el profesional que le hizo el estudio, contando sus éxitos diagnósticos, relatando grandes descubrimientos entre sus pacientes que, generalmente, no se quejan de su trato, que simplemente quedan con un sabor amargo en el alma por ser un número más en su estadística.

Mujeres, algunas se quejan más y otras menos.

Simplemente eso, mujeres.

Antonio

A Juan, que hacía ya un tiempo largo que vivía en la capital y se había hecho amigo de la hija de un reconocido neurólogo porteño, nunca se le había ocurrido preguntarle a este doctor por algún tratamiento para su padre, que varios años atrás había sufrido una hemorragia cerebral y perdido con ésto toda autonomía.

Una tarde de otoño, estaba en una reunión y, entre mate y mate, uno de los del grupo le preguntó porqué no había hecho una consulta fuera del pueblo. Los ojos de Juan se quedaron mirando tímidamente a la madre de su amiga, que estaba con ellos, y la respuesta no tardó en llegar. Rápidamente ella le ofreció que trajera a su papá para que su esposo pudiera evaluarlo. Aunque Juan era un chico sencillo, afectuoso, y que por lo general se avergonzaba frente a los planteos frontales de la gente de la gran ciudad, su primera reacción fue aceptar la propuesta. Sabía que se trataba de un profesional de esos a los que la gente consulta cuando está muy grave, y esto le hacía pensar que seguramente sería muy bueno.

Volvió a su casa, un pequeño departamentito en pleno centro que compartía con dos de sus hermanos, y dudó mucho en llamar a su madre para transmitirle la charla que había tenido esa tarde. Pensaba que darle la posibilidad de un nuevo tratamiento era crearle una expectativa más a su papá y tenía miedo de hacerlo ilusionar en vano. Sentado, mirándose las zapatillas con la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre las rodillas, decidió, finalmente, luego de largas deliberaciones consigo mismo, comunicarle a su mamá las novedades.

Doña Sofía no entendía muy bien lo que su hijo le estaba planteando, hasta ese día su esposo era un hipertenso que había sufrido un accidente y la secuela era irreversible, al menos eso le habían dicho los médicos del pueblo, ¿que nuevo tratamiento le estaba proponiendo Juan?, ¿qué fantasía le habían vendido en la capital? Por otro lado, ella misma no quería entusiasmarse con un cuento de hadas para quedar luego convertidos en calabazas o ratoncitos. Puso mil y una excusas para no viajar desde Otamendi, el pueblo donde vivían. Una semana la cantidad de kilómetros, otra el clima, la última una gripe que surgió y se agravó en el término de media hora.

Juan se cansó de los miedos de su madre y sin siquiera pensarlo puso en marcha el viejo Chevrolet que arrancaba de milagro. El motor estaba más para jubilarse y dedicarse a dormir en un galpón de chatarra que para seguir viajando. Sin embargo no dudó en hacer esos kilómetros para buscar a su padre y llevarlo luego a la capital. Así, con él sentado de copiloto y su mamá en el asiento de atrás cargando sobre la falda una torta que había terminado de hacer unos minutos antes, logró sacarlos de Otamendi.

Antonio, el papá de Juan, conversó muy animado durante el camino. Preguntaba por el médico en cuestión, quería saber todo de él, si era viejo, en dónde había estudiado, si era citadino o de un pueblo como ellos.

Frente a cada respuesta los ojos se le iluminaban y continuaba haciendo preguntas y entusiasmándose cada vez más, tenía una nueva esperanza. ¿Podría volver a andar en bicicleta?, ¿podría volver a vestirse solo? Antonio era de familia italiana, había llegado al país junto a sus padres en un barco repleto de inmigrantes que venían a buscar trabajo en tierras vírgenes. Lo único que recordaba desde que tenía uso de razón era el haber trabajado, primero para ayudar en la casa paterna y después para mantener a su esposa y sus cinco hijos. Siempre había sido independiente y emprendedor, pero a partir de la hemorragia cerebral todo cambió, su esposa tenía que vestirlo, alguno de sus hijos debía bañarlo porque solo no podía y todo esto le provocaba una gran tristeza. Él era un tano laborioso y alegre, capitán de un barco que ahora estaba en buenas manos, pero que no eran las suyas. El viejo Chevrolet seguía su marcha mientras Antonio miraba la ruta e imaginaba su próximo encuentro.

El viaje duró lo acostumbrado, unas tres horas. Llegaron hasta el consultorio de la calle Estados Unidos, que era una casa grande y señorial, importante a los ojos de Antonio, que inmediatamente pensó que el edificio seguramente coincidiría con la sabiduría del profesional. Cada vez estaba más entusiasmado.

Sin esperar la ayuda de su hijo y pese a la dificultad que tenía para mover su pierna izquierda, salió del auto agarrándose de la puerta. En ese momento sintió como si estuviera por entrar en la isla de la fantasía.

A poco de esperar, los vino a buscar a la sala el médico, un señor de unos cincuenta años, elegante y de mirada cálida. Los hizo pasar a su consultorio, donde, luego de una revisación profunda y una charla explicativa, realizó varias recetas con indicaciones. Todo estaba puntillosamente aclarado, cantidad y frecuencia para la ingestión de las pastillas y la aplicación de las inyecciones.

Antonio y Juan salieron muy animados del consultorio, la más reticente era Doña Sofía, que miraba las recetas con desconfianza y pensaba: “¡Tanto remedio y tanta cosa!, ¿para qué cazzo le van a servir a mi marido?”. Su padre había atravesado lo mismo y muerto después en una silla de ruedas. La familia había aceptado todo el proceso de la enfermedad como un hecho normal, sin tanto viaje y tanta complicación.

Juan, presintiendo las dudas de su madre y anticipándose a una actitud negativa de su parte, decidió pasar por la farmacia de su amigo Gino antes de llegar al departamento. Esa noche cenaron todos juntos y al día siguiente partieron los tres nuevamente en el Chevy hacia el pueblo. Antonio abrazó a su hijo al despedirse y mantuvo una palma en alto hasta verlo desaparecer en el camino.

Al día siguiente comenzó a hacer los ejercicios que le había recomendado el profesional porteño. Doña Sofía lo miraba desconfiada. Pensaba que pronto su esposo perdería el interés al ver que no avanzaba con el nuevo tratamiento. Ella cocinaba, limpiaba la casa, y él tomaba las pastillas y hacía los ejercicios, obediente como un boy scout.

Juan estaba desayunando cuando recibió la llamada de su madre.

Eran las ocho de la mañana. Al principio se asustó, no llamaba nunca tan temprano, por la noche era más barato y ella ahorraba hasta en los más mínimos detalles.

-¿Cómo está el viejo?- preguntó nerviosamente.

-¡Andando en bicicleta! -respondió Doña Sofía.

-¿Cómo es eso?- volvió a preguntar Juan.

-Sí, ayer después de la siesta comenzó a andar y ahora no hay quien lo pare.

-¡Qué bien, vieja!, ¡cuánto me alegro!, ¿lo llamaste al médico?

-Si, ya lo llamé y me dijo que lo dejara andar todo lo que él quisiera.

-¡Cuánto me alegro! -volvió a decir Juan.

-Acá en el pueblo nadie lo puede creer, casi se está vistiendo solo. Parece que voy

tener que pensar que el médico era bueno.

-¡Será!- afirmó Juan bastante emocionado por la noticia.

Antonio paseaba todo el día por el pueblo como un chico, típico tano mandaparte, daba la vuelta a la plaza y al mismo tiempo saludaba a sus amigos que por las tardes jugaban a las damas en las mesas. Tanta vuelta daba cada día que no era más que una propaganda móvil de la idoneidad del profesional que lo había atendido. Así comenzaron a llegar a su casa los vecinos preguntando por la dirección del doctor de la capital que había hecho que Antonio volviera a andar en bicicleta.

Al principio, frente a las preguntas sonreía, se hacía el desentendido y no daba ninguna respuesta. Sabía bien que perdería protagonismo al dar el dato que todos le pedían, y como buen seductor y extrovertido que era, no podía abandonar el centro de atención que después de tanto tiempo había logrado recuperar. Sus amigos eran muy importantes para él, pero….

Lo llamó a Juan y sin darle demasiada importancia le comentó lo que estaba sucediendo. Éste no sólo le dijo que lo que había sido bueno para él sería bueno también para sus amigos, sino que además le recalcó que ser tan egoísta le iba a achicar el corazón. Antonio se quedó callado, entre enojado y dolido. Rápidamente, con una excusa simple como era su costumbre, cortó el teléfono. Sentado en una silla del comedor familiar miró por la ventada como si del otro lado estuviera su orgullo herido. Él era un buen hombre, un poco vanidoso eso sí, pero un buen hombre.

Sin pensarlo más, tomó nuevamente el aparato y esta vez llamó a Giorgio, que una semana atrás había pasado por su casa solicitándole el número del mago de la salud. Giorgio no sólo era su amigo desde hacía treinta años sino también el intendente del pueblo. Luego de hacer la llamada se sintió invadido por una felicidad que le llenaba el alma. Ahora no sería el único protagonista, pero podría jactarse de haber tenido en sus manos el billete ganador y haberlo compartido. Pasaron varios meses y tanto Antonio como Giorgio se fueron recuperando de sus enfermedades. Giorgio por recomendación de “su” médico renunció a la Intendencia, él también era de familia italiana y a la hora de presumir, todos los límites le quedaban cortos. Había aceptado aquella indicación casi sin quejarse, pero antes de abandonar su puesto decidió rebautizar una calle, la calle más importante del pueblo, la que bordeaba la plaza, así fue que le puso el nombre de la persona que le había devuelto la independencia a él y a su amigo Antonio, y “Las cañitas” pasó a ser “Dr. Maximiliano Ibarra”.

Cuando Antonio, en sus paseos, pasa cerca del cartel, recuerda al doctor que lo atendió y a su hijo que lo llevó casi de prepo pese a los impedimentos que su mujer ponía. Sabe que sin su propio esfuerzo no habría logrado nada, y entonces cuando nadie lo ve, pero sólo cuando nadie lo ve, se permite emocionarse, y luego, relajado y feliz, le sonríe a la chapa con la gratitud de un hombre nuevo.

Los abuelos

En el jardín de mi casa, descansando en una reposera, recordaba de mi infancia las experiencias vividas en la terraza del edificio donde mis abuelos trabajaban de porteros. Yo sentía ese lugar como propio, allí, tirada en el piso, podía distraerme algunas veces y aburrirme otras tantas. En la misma azotea estaba el departamento donde ellos vivían, tenía un comedor y dos habitaciones, tal vez pequeñas para cuatro hijos, pero nunca nadie se había quejado. Mi abuelo no les había permitido estudiar mas allá del secundario, esto era para él suficiente, ya que no había podido concluir la primaria. Cuando mi padre quiso seguir medicina, mi abuelo, argumentando que el dinero no alcanzaba para comprar libros, lo confinó a estudiar en la Biblioteca Universitaria donde no podía ni fotocopiar ni llevarse textos a la casa, y ésta reclusión hizo que la carrera se le hiciera tan difícil que optara por abandonarla. Mi mamá me dejaba al cuidado de mi abuela, una señora un poco gritona que cada dos palabras decía una de las que yo no podía repetir en el colegio. Las tardes se hacían largas pese a estar acompañada por mi perrito; yo pisaba las uniones de alquitrán de las baldosas y tenía la sensación de estar hundiéndome en una crema espesa que imaginaba de chocolate, las zapatillas más de una vez me quedaban impregnadas y teñidas de negro, pero a mí no me importaba. Además de esa actividad, no podía dejar de ir al gallinero del fondo y ver si había huevos o alguna gallina clueca, lo visitaba en silencio como si me estuviera robando algo. Mi abuelo cuidaba al gallinero más que a su propia familia, creo que había pasado en su niñez épocas de hambruna y él valoraba mucho ver cómo sus animales se reproducían y le daban huevos gratis, o algún que otro pollo que cada tanto su mujer convertía en el almuerzo o la cena. El abuelo era un español mezcla de anarquista rebelde y argentino resentido. Hombre difícil, metódico, y siestero, que nunca perdió su acento ni sus malas costumbres.

La terraza era en las tardes y por ese entonces, mi mundo. Mi abuela cada tanto me gritaba desde adentro: “¡nena, dejá ese perro sucio y vení

a tomar la leche!”. Merienda que yo bebía en unas tazas de plástico grueso que de sólo verlas me sacaban el hambre. Tenían la marca en la base y el asa un reborde que no me permitía meter bien los dedos. Eran feas y poco prácticas.

De vez en cuando, mirar por los tragaluces de los diferentes bloques de la gran terraza se convertía en una enorme diversión. Lograr entrar imaginariamente en cada departamento y compartir los gritos, los retos o los mimos de los habitantes que vivían allí, me resultaba apasionante. Pasaba junto a mi perrito horas de aburrimiento y espera, e inventaba juegos para poder transitar ese tiempo que a veces parecía interminable.

A las siete de la tarde mi mamá volvía, tomaba mate con mi abuela y, mientras tanto, yo esperaba el momento en el que ella buscara su cartera para irnos. A la salida pasábamos por la juguetería de la esquina y elegía una nueva plancha de figuritas para así pavonearme en el colegio al día siguiente, ése era mi premio diario. Las planchas estaban separadas por cartones y las figuritas tenían una brillantina que se me quedaba pegada en las manos como muestra del trofeo conseguido.

Celebrábamos las fiestas en la casa de los abuelos y para todos los que estaban allí parecía obligatorio colocar una cañita voladora en el pico de una botella de vino vacía y encenderla a las doce en punto. Mi tío Pedro, que se reía mucho y que nunca supe si era por felicidad o por su poca inteligencia, me abrazaba y cuando se terminaba el evento me decía: “¿Te gusta, nena? ¿te gusta?”. Odiaba esa rutina, no me gustaba, pero era la tradición familiar, así es que cada año se repetía lo mismo. Me angustiaba mucho cada vez que veía al tío comenzar con los preparativos para el gran evento, los comentarios de la gente grande eran siempre sobre alguien que había terminado quemándose vivo por efecto de la cañita que salía disparada para cualquier lado y prendía fuego las camisas de nylon. Éstas anécdotas hacían que me disgustaran las fiestas y me imaginara a algún pariente corriendo incendiado, como si fuera el doble de una película de acción.

Cada año, también sin darme cuenta, yo tiraba una pieza del pesebre al piso. No entiendo todavía si era por torpe o por hereje, pero de sólo pasar por al lado caía la virgen María o San José. A lo largo de las distintas navidades no se salvó ni el niño Dios, y el abuelo, luego de refunfuñarme, pegaba cada vez con una cola casera las partes rotas. Y al año siguiente yo disfrutaba comprobando que al menos la pieza no había desaparecido, y sin querer volvía a tirar otra como si fuera un maleficio.

Fui creciendo y la visita a la casa de los abuelos ya no era obligada sino planeada en la medida de mis necesidades. Mi abuela me recibía con el mate y siempre me daba el primero, frío y desabrido. Y yo, que nunca me quejaba de nada, chupaba, e inevitablemente ponía cara de asco, mientras ella me decía, riéndose con una carcajada casi grotesca: “¡El primero es para los tontos!”.

A esa altura, habían dejado la portería y vivían en un departamentito que tenía dos habitaciones y un pequeño altillo que solía visitar con la ilusión de utilizarlo, en el futuro, como cuarto de estudio. En forma reiterada yo hacía el comentario para ver si me lo ofrecían, pero ellos no se daban por enterados, y entonces me quedaba con la idea de que todo lo que no se me negaba de cualquier modo para mí sería postergado.

Pese a las diferencias que yo tenía con ellos los abuelos eran gente buena, aunque tal vez poco cariñosos. En fin, gente de trabajo. Él, un inmigrante de siete años al que un tío había arrancado de su familia en España para traerlo a América como hachero. No puedo imaginarme a un chico de esa edad tratando de cortar un árbol, pero para eso había venido y de eso trabajó hasta que consiguió la portería. En esa época las porterías eran casi exclusivamente un trabajo para españoles, como las tintorerías lo eran para japoneses.

Una vez por semana trataba de visitarlos, no estaba más de una hora, pero ellos se quedaban contentos y yo aminoraba la culpa de haberlos abandonado al crecer y tener mis propias necesidades. Un día mi abuela tomó mi mano y dijo: “mirá nena, mirá lo que me salió en la teta con el roce de la aguja de tejer”. En ese tiempo yo estudiaba medicina, me faltaba poco para recibirme, así es que era la curandera familiar mas allá de que la mayoría de las veces no tuviera ni idea del diagnóstico. Toqué un bulto duro y grande, saqué la mano rápidamente como si me quemara. Me produjo terror el simple tacto. Esa noche hablé con mi papá y una semana más tarde la abuela pasó a ser una señora con una teta menos.

Estando yo en el sanatorio me mandaron a decirle lo que le habían hecho. Nadie quería ingresar en la habitación, me encontré con toda la familia presionándome para que entrara y hablara con ella, ya que yo estaba capacitada, según decían. Con mis 23 años era sólo una estudiante en sus últimas materias que a duras penas sabía en donde se encontraba ubicado el hígado.

Entré en la habitación, amplia y luminosa, con una cama de metal pintado en un esmalte color crema, igual que las paredes, y la abuela estaba acostada con un suero en uno de los brazos y un vendaje enorme que sobresalía a través de una bata blanca, la escena parecía de película. Me sonrió al entrar, casi una mueca, pero yo supe que me había reconocido y eso me bastó para tomar coraje y comenzar mi monólogo obligado. Traté de ser lo más cauta posible, dentro de lo cauto que se puede ser cuando se le tiene que decir a un familiar que le sacaron parte de su cuerpo para “salvarle” la vida.

La respuesta de ella fue de una simpleza tal que hoy en día me gustaría ser mi abuela y poder responder a los embates de la vida de la misma manera. Me miró y me preguntó: “¿Entonces ahora estoy curada, nena?”.

Con todo el amor que sentía por esa abuela gritona y mandona, le respondí: “Quedate tranquila, que yá no tenés nada”. Me miró con sus ojos marrones, serenos y sufridos, que denotaban su nostalgia indígena. Era descendiente mapuche y había heredado de ellos sus rasgos. Me emocioné por su actitud, y luego de besarle las manos ajadas salí de la habitación para que no me viera llorar.

Le dieron rayos, medicación y la extremaunción. Tan creyente era, que le tenía más miedo a Dios que a cualquier enfermedad.

Años después falleció, sabiéndose en paz.

El abuelo tardó poco, pese a su edad, en encontrar una nueva compañera.

Como la familia estaba muy enojada, él salía con su novia a escondidas y sólo los fines de semana. Era una española algo más joven, y al decir esto estamos diciendo 80, que aún siendo adinerada y desconfiada, le propinaba a mi abuelo besos y cariño, y él se dejaba como un gato. No era una mujer atractiva o elegante, sino más bien chabacana, bastante gorda, pero a diferencia de mi abuela era dulce y no gritaba. También se le fue, a poco de andar, esta nueva compañera. El abuelo era otra vez el sobreviviente.

Vivió unos años solo en su departamentito, y al tiempo murió.

Las piezas de aquel pesebre me quedaron como herencia. Reparadas en su mayoría por la cola fabricada de forma casera. Nadie de la familia las quiso porque parecían, después de tantas navidades, héroes de guerra lisiados.

Hoy en día, en cada Nochebuena, alguno de mis hijos intenta jugar con una pieza y yo protesto. No quiero que la rompan.

Y para no seguir con un mandato familiar que me impuso por muchos años una tradición que no me gusta y que nunca me gustó, sólo si mis chicos quieren, a las doce, salimos al jardín y vemos juntos cómo se enciende el cielo con las luces de las cañitas voladoras que lanzan los vecinos.

El Tío Palicita

Ir a la joyería de mis tíos era un paseo semanal infaltable.

Vivíamos cerca, así es que en invierno antes de ir mi mamá me daba de merendar algo caliente acompañado por pan con manteca y azúcar, y en el verano una leche chocolatada siempre con la misma guarnición. Hoy en día no entiendo cómo no me aburría del pan con manteca, es más, lo sigo comiendo cuando no estoy a dieta, como el manjar más codiciado.

El negocio de los hermanos de mi mamá era amplio, con unas vidrieras repletas de pulseras, anillos y hasta collares de perlas que me tentaban al punto de detenerme cada día y probarme alguna, como si fuera una compradora. A la derecha, detrás de un mostrador de madera clarita, estaba la tía Porota, en realidad se llamaba Florinda, pero no sé si porque el nombre no le gustaba a nadie, o por sus cachetes redondos (que yo asocio con la forma de ciertas legumbres), es que le había quedado ese apodo y hasta los clientes más serios la llamaban así.

Ella me esperaba con una sonrisa y una caricia al acercarme. Un ser muy querido que tenía siempre un halago para con la gente y me dejaba usar una máquina registradora muy antigua. Cuando yo comenzaba a ponerme pesada, como todo chico aburrido, ella me sentaba en un banquito y comenzaba a peinarme.

El sentir cómo el peine pasaba sobre mi cuero cabelludo una y otra vez, me producía un cosquilleo muy placentero, que yo me permitía disfrutar con toda tranquilidad.

A la izquierda del mismo mostrador, mi tío Aurelio, el tío Palicita para los sobrinos. Le habíamos puesto ese nombre, porque cada vez que uno de nosotros llegaba al negocio nos abrazaba con vigor, era muy fuerte eso lo recuerdo, y nos decía: Portate bien sino te voy a dar una palicita. Era gracioso y contradictorio al mismo tiempo, porque, acto seguido, nos tendía su mano y nos llevaba al kiosco de la esquina. Disfrutábamos cada paso hasta llegar al lugar. Una vez allí, nos dejaba elegir lo que queríamos, yo me metía dulces en los bolsillos, en el costado de las medias que aún en el verano mi mamá me hacía usar y, cuando ya no me quedaban mas lugares para cargar golosinas, lo miraba y él, sacando un fajo de billetes del bolsillo, seleccionaba uno, pagaba y volvíamos a la joyería.

El tío Aurelio era soltero y no tenía hijos, así es que darle el gusto a los sobrinos era casi una obligación que nosotros no podíamos permitir que se olvidara.

Sabía de todo, siempre traía una historia nueva y se reía mientras las contaba con una sonrisita, que tornaba el relato apasionante.

En las fiestas familiares era divertido y además el único que me sacaba a bailar, porque mis primos mas grandes me miraban casi con asco, como miran los adolescentes a los más chicos.

Verlo moverse era fantástico, lo hacía con mucha gracia pese a ser muy alto; por lo general la gente alta es insulsa cuando baila, como si le sobraran los brazos y las piernas y si los sacuden mucho, parece que quedaran fuera de la estructura del cuerpo.

El tío Palicita seguía muy bien el ritmo. Para mí era un orgullo ser su compañera y lo hacía como podía, recién después de muchos años he logrado algún movimiento semejante, a los del tío.

Siempre se lo veía contento y solo, nunca una mujer al lado. No me llamaba la atención su soledad, me parecía lógica. Verlo acompañado me hubiera despertado celos, seguramente ya no me llevaría al kiosco…

Tendría yo unos diez años cuando mi mamá me hizo poner el vestido que me había comprado para un concierto, que hacía juego con unos zapatos blancos y amarillos. Me encantaba verme con ese conjunto.

Una vez preparados marchamos hacia el aeropuerto. El tío palicita se iba de viaje, en otras oportunidades también lo habíamos acompañado, mi papá lo llevaba con nuestro auto y esto le evitaba al tío pagar el taxi. Siempre nos agradecía el traslado pero nos aclaraba que lo más importante para él, era la bulliciosa y grotesca despedida familiar.

Al llegar, nos dirigimos hacia la compañía por la que iba a viajar, él se bajó y nosotros fuimos a estacionar.

Al reencontrarnos, me llamó la atención verlo acompañado por un señor que yo no conocía y con el que parecía tener mucha confianza. Se los veía muy contentos haciendo chistes y dándose golpecitos en los hombros después de cada ocurrencia.

La cara de mi mamá no era la de siempre, como si alguien se hubiera portado mal, al menos eso me parecía a mí. Como cuando se me rompía algo de mi casa o cuando me ensuciaba el vestido recién puesto. Traté de hacer memoria, esta vez no era mi culpa, estaba segura.

El calor en ese lugar era terrible; por fin partieron, además yo ya quería irme. El tío palicita me abrazó fuerte, fuerte, y hasta se le cayó una lagrimita, yo quise acompañarlo en ese sentimiento así es que también lloré. Claro que cuando comencé a llorar, no tuve límites; sentí que no iba a ir más al kiosco, que no iba a llenarme nunca más las medias con golosinas, y no podía parar de lamentarme.

¿Para qué volver a la joyería de mis tíos? La tía Porota todavía estaba, y aunque me hacía trenzas y me dejaba tocar la máquina registradora, yo extrañaba a “mi” Tío Palicita. No volví a verlo, sólo de tanto en tanto recibimos fotos, algunas veces en la nieve, otras en la playa. Siempre acompañado por su amigo, siempre abrazados y sonrientes.

Juntos.

El relojero de Lalín

Me estaba por bañar cuando recordé que a la balanza que había heredado de mi abuelo materno le faltaba una pesa que vendían en el parque Lezama, que unos días antes la señora que trabajaba en mi casa me había dicho que allí las tenían y que el precio era accesible pese a su antigüedad. Rápidamente me lavé el pelo y me quité de la cara la crema nutritiva que me había puesto para tratar de frenar los efectos del paso del tiempo en mi piel, y salí en busca de la pieza faltante.

Era un domingo soleado de primavera, y mucha gente, aprovechando el clima después de un invierno muy frío y gris, había salido a pasear. Estacionar me costó un triunfo, hasta que al fin encontré un lugar. Comencé a recorrer los puestos que en su mayoría vendían ropa usada, zapatillas gastadas o collares que parecían sacados del arcón de los disfraces. Súbitamente en un stand lleno de canillas y chatarras inservibles apareció lo que estaba buscando. Una pesita de quinientos gramos, deslucida y sucia por el desgaste de los años y con marcas de un uso descuidado; la tomé entre mis manos y le pregunté al señor que parecía ser el dueño, el precio. Me miró como si quisiera evaluar mi vestimenta antes de decirme cuánto costaba y luego esgrimió: Ocho pesos, señora, es de bronce puro. Le contesté que iba a mirar un poco y que luego volvería, sabía que ésa era la pieza que yo necesitaba, pero no quería demostrarle mi interés.

Me alejé del lugar sintiendo la mirada del hombre en mi espalda y di un par de vueltas como para despistarlo, son esas cosas estúpidas que una hace cuando realmente quiere algo. Al rato pude comprobar que en ningún puesto más de la plaza se vendía una igual y decidí volver, ahora con miedo a que ya no estuviera. Por suerte llegué a tiempo y la compré.

Salí contenta y orgullosa. La balanza que había heredado estaba completa.

En mi casa la lustré tratando de sacarle rastros de otras manos y la coloqué en su lugar, llenando el espacio que durante tanto tiempo la había estado esperando.

Yo nunca conocí a mi abuelo materno, era un relojero del pueblo de Lalín, España. Allí ejercía el oficio en su negocio al que todos acudían porque era una garantía de confianza. Pero fue víctima de una traición. Un sobrino que trabajaba con él estafó a muchos proveedores en su nombre, así es que mi abuelo no pudo soportar la vergüenza que esto le ocasionó y decidió autoexiliarse en la Argentina.

Supe que en el primer viaje llegaron con él, y en barco, dos de mis tíos, los más grandes de todos los hermanos, y luego, durante casi un año, pudo ir trayendo al resto con esfuerzo, con trabajo y con angustias reprimidas como todo inmigrante.

Al llegar a Buenos Aires puso una joyería y relojería con los pocos ahorros que le quedaron. Un tiempo después compró una casa en donde años más tarde, cuando le tocó morir, estuvo acompañado por sus hijos y su perrito “el pichi”, que esperó su partida debajo de la cama y desapareció el día en que enterraron a su amo.

Mi mamá se casó grande, así es que cuando yo llegué a éste mundo él ya se había ido, y a lo largo de mi infancia sólo escuché de su boca lo bueno y lo inteligente que era.

Yo crecí queriéndolo a través de las cosas que de él se decían, y con la única imagen que tenían mis tíos de mi abuelo, un retrato pintado al óleo. Era un señor de pelo rubio y de unos ojos celestes, casi transparentes, que parecían mirarme cada vez que me paraba delante del cuadro.

Cuando se cerró la joyería, la familia se repartió los anillos, las pulseras, los relojes, y todo lo que pudiera tener algún valor de reventa. Mi mamá se quedó con una caja de madera que tenía adentro un reloj grande a péndulo que mi abuelo había inventado y que en una exposición había ganado el primer premio. Yo pedí que me dieran la balanza.

En realidad, no sólo me la dieron sino que nadie luchó por quedársela. ¿A quién podía interesarle una caja de vidrio, enmarcada con unas varillas de cedro que estaba para tirar dado su deterioro? A mí, la única nieta que se quedaba mirando embelesada los ojos celestes del señor del cuadro.

Con esa balanza, él había pesado día tras día, había sido justo y honesto, había dejado en ella su impronta como un recuerdo eterno. Esa era la herencia de mi abuelo y yo lo entendí así y por eso, el día previo al cierre definitivo del negocio, cuando no quedaba nada, la cargué en mi auto y me la traje a casa. Ya estaba maltrecha por el paso del tiempo y el descuido. Sabía que iba a acompañarme en el resto de mi vida como signo de lealtad y de hacer las cosas bien, como él hubiera querido.

El abuelo José, ése era su nombre, había quedado viudo muy joven con dos hijas. De ese primer matrimonio sólo conocí a una de ellas, se llamaba Socorro; en mi adolescencia, haciéndome la graciosa yo la apodaba “Tía Help”. Un tiempo después, en España, se casó nuevamente con una joven –mi abuela- de una familia muy respetada en el pueblo, que según dicen todos los parientes era de una gran simpatía y con la que tuvo la friolera de nueve hijos, cinco varones y cuatro mujeres. Los varones siguieron el oficio del abuelo distribuyéndose distintas tareas. El más grande se dedicó a inventar relojes, otro de ellos a las piedras preciosas, y los dos más chicos al oro en todas sus posibilidades, el que quedó, el quinto de los hermanos, era mujeriego y medio vago, y mi abuelo, hombre trabajador y tempranero, lo echó en más de una oportunidad de su casa. Por su parte, las hijas mujeres estaban siempre dispuestas a colaborar, tanto en la organización como en la limpieza si era necesario.

Por lo que pude enterarme, el abuelo, que era un hombre serio, a la hora del almuerzo no permitía mucha charla entre los hijos y si alguno osaba discutir, con sólo una mirada se daba por terminado el cuento.

No tenía mucha memoria, así es que con cada cliente que llegaba al negocio se repetía la misma situación, él saludaba muy amablemente preguntándole por la familia y en cuanto el interlocutor en cuestión se daba vuelta, con mucha discreción y diplomacia se acercaba a mi mamá y le preguntaba en voz baja: ¿Dime hija, cómo se llamaba esta persona? En cuanto mi mamá le recordaba el nombre, mostraba su mejor sonrisa y continuaba la charla enseñándole las novedades que estaban a la venta.

Por las tardes, luego de cerrar la relojería, se encontraba con los amigos en un bar cercano y por una hora aproximadamente jugaba al mus, disfrutando todas las veces ser el vencedor del juego. Luego regresaba a su casa de la calle Venezuela a encontrarse con su señora, que siempre tenía invitados a cenar, eran, a la hora de sentarse a la mesa, nunca menos de quince personas. Por esa época la situación económica de la familia era floreciente y dos cocineras preparaban para aquellas reuniones platos típicos hispanos, postre y café.

Mi abuela, como buena anfitriona, agasajaba a los visitantes y se regodeaba, de vez en vez, al toparse con los ojos celestes de mi abuelo que siempre la estaban custodiando. Era una pareja enamorada la de ellos, él disfrutaba al ver a su lado a una mujer llena de vida y alegría, y ella encontraba en él una pasión que le hacía olvidar a su tierra natal y a su familia, a la cual sabía que no volvería a ver; en ese entonces, cuando se venía a Sudamérica, la vuelta era casi imposible y el país de origen solía quedar, para la mayoría, en el recuerdo.

Los hijos se fueron casando. Uno de ellos, el mujeriego, murió en la epidemia de tuberculosis y mi abuela, sensible y madraza, al poco tiempo fue a su encuentro.

El abuelo siguió abriendo su negocio puntualmente a la mañana, cerrando en el horario del almuerzo y jugando a las cartas con sus amigos del bar al atardecer.

Sus ojos celestes no buscaron otros ojos para mirar con pasión; fiel al amor que había sentido por aquella joven, dejó pasar los años sobreviviendo al dolor que le ocasionó la pérdida, pero manteniendo su rutina diaria.

Yo heredé muchas cosas de mi abuelo sin saberlo, recién de grande pude unir los comentarios y comprobar que no sólo me dejó un símbolo para mi vida, como era la balanza. Su historia me enseñó que el trabajo nos ayuda a sobrevivir a los males del alma, que las balanzas tienen muchas pesas y que a veces debemos buscar la que nos falta para medir exactamente lo que tenemos.

Mi abuelo, el relojero de Lalín, el que vino de España con sus hijos y que fue siempre leal a sus principios me dejó también, a través de los comentarios familiares, la enseñanza de lo que es ser una persona de bien. De cómo hacer para comenzar de nuevo luego de las decepciones.

Mi abuelo, el señor de ojos celestes, se quedó conmigo cada vez que miro la balanza.

La otra orilla

La quinta de mis padres se encontraba en Moreno, al borde del río Reconquista que era marrón, pobre en agua y maloliente. Desde un frigorífico cercano los viernes se tiraban restos de la faena al agua y los fines de semana yo observaba morbosamente cómo flotaban deshechos de la última matanza. Restos que por no ser puestos en bolsas para que se los llevara el camión de la basura, eran arrojados sin la más mínima preocupación a aquel río que lucía de distintos colores y con olores de variada fragancia, pero siempre desagradables.

Era grande la quinta, tanto ediliciamente como en extensión; la calle en la cual se encontraba era de tierra y esto hacía que cada vez que pasaba el colectivo por allí, el polvo llegara hasta el rincón más extraño. Puntualmente cada media hora -como si el chofer fuera suizo-, se escuchaba el ruido primero y unos minutos más tarde todo quedaba sucio por el efecto de una nube que invadía al ligustro y a lo que se encontrara cerca. En verano, por las tardes, nos dedicábamos a regar la calle para evitar la polvareda.

La situación en invierno se tornaba difícil, la cercanía con el río hacía que la casa estuviera fría y los colchones no tomaran temperatura, ni siquiera si poníamos sobre ellos un ladrillo calentado en el fuego del hogar y envuelto en papel de diario, o, en su defecto, una bolsa de agua caliente.

Levantarse a la mañana era toda una hazaña, el piso de mosaicos estaba helado, las leñas casi apagadas y yo me encontraba sola, por lo tanto muerta de frío y sin saber si vestirme a las apuradas y salir, o tratar de reavivar el fuego con ramas chicas y piñas.

Generalmente mi aburrimiento hacía que andar por el parque y entretenerme sacando yuyos o buscando sapos en el agua estancada de la piscina, fuera la mejor opción. A veces llenaba mi tiempo arrancándole garrapatas a los perros que, como único cuidado, recibían vacunas antirrábicas que los caseros compraban con el dinero que le daban mis padres.

En la capital, cada viernes antes de salir, mi mamá preparaba el bolso que por el tamaño parecía un contenedor, llevaba comida como si estuvieran invitados no sólo la familia y los amigos, sino también todo el barrio. Mi papá protestaba el viaje entero por haber tenido que cargar mochilas, cajas y hasta botellas en algunas ocasiones. Yo subía sumisamente al auto o a la camioneta. Si había llovido, el camino al ser de tierra se tornaba intransitable, y elegíamos la camioneta para no quedarnos varados en el barro.

Al llegar, los perros saltaban felices por nuestro regreso y esperaban en la puerta fielmente a mi mamá, la dueña de casa que había guardado restos de carne y huesos durante toda la semana para calmarles el hambre. En realidad, una cree que los perros al saltar están felices, probablemente aquellos estuvieran angustiados y nosotros hacíamos una lectura equivocada.

Yo tenía muchos amigos en el barrio, la mayoría de familias modestas. Los padres me miraban con recelo y los hijos sonreían porque sabían que ese fin de semana el almuerzo y la merienda serían muy abundantes y variados. Y así era: si algo nos sobraba era comida. Mi madre solía invitarlos a quedarse en nuestra casa, porque yo jugaba todo el día con ellos.

Algunos fines de semana, si el pasto estaba húmedo, el lugar de encuentro para el grupo era la galería de la casa, de grandes baldosones rojos. Sentados por horas, jugábamos a las cartas o a “El estanciero”, en donde todos podíamos llegar a ser millonarios por un rato sin tener que pagar impuestos.

Cuando llegaba el verano, nuestro deporte favorito era el de cazar bichos de luz. Aparecían cuando comenzaba a oscurecer. Al verlos, buscábamos un frasco para poder atraparlos. La diversión duraba hasta que a la hora de la cena nos despedíamos de las luciérnagas. Y los chicos, a los que yo acompañaba al portón, salían corriendo para llegar rápidamente a sus casas.

Cada tanto decidíamos hacer la excursión prohibida. Generalmente mis padres no me imponían juegos ni tareas, pero si algo estaba absolutamente vedado era cruzar el puente de cemento que unía nuestro lado del río con el de enfrente. Los argumentos para evitar el cruce eran variados, más allá de ellos nosotros organizábamos el paseo y lo llevábamos a cabo; si bien era un recorrido por una zona cercana a la quinta, requería que planificáramos una serie de estrategias. Ningún adulto debía ver la dirección que tomábamos al salir, las cañas que cargábamos para ser usadas como bastones permanecerían escondidas entre el ligustro desde el día anterior; el tiempo de duración de la aventura no podía ser excesivo, porque corríamos el riesgo de no repetirlo si éramos descubiertos.

A media mañana, cuando todos estaban ocupados en las tareas habituales, como si fuera una salida más, con los gorros puestos y una gomera en la mano, encarábamos el portón. La sensación que recuerdo de aquello es aún hoy indescriptible, la adrenalina aumenta en esas situaciones y, de hecho, todos estábamos tan excitados que nos reíamos de cualquier pavada y cualquier chiste era festejado como bueno.

Caminábamos nerviosos y despreocupados al mismo tiempo, creo que sólo los chicos pueden tener ese doble sentimiento. Al terminar las cinco cuadras, el camino se dividía como si fuera una “v”. Allí doblábamos media calle a la izquierda, y nos encontrábamos con el puente. Tratando de no gritar, comenzábamos a saltar agarrados de las manos como si hubiéramos descubierto un barco hundido y disfrutábamos enormemente de ese momento. Nos alineábamos con una caña en la mano cada uno para cruzar el puente; estaba prohibido mirar para abajo, sabíamos que a semejante altura, si nos daba miedo y perdíamos el equilibrio, podíamos caer. Durante el cruce algunos de nosotros teníamos expresiones de terror en nuestros rostros y, por eso, otros nos hacían bromas para quitarnos el susto, pero la misión de todos era llegar a la orilla opuesta. Como éramos más los que sentíamos miedo, la vuelta, inevitablemente, la hacíamos por el otro puente más ancho y menos peligroso, en donde pasaban autos y camiones.

Desde la quinta se veía perfectamente el pastizal que del lado contrario bordeaba el mismo río. Según mis padres, alguna vez había desaparecido un chico allí, y era posible, ya que los reptiles habitaban tranquilamente entre los yuyos y estos eran tan altos que una podía perderse sin saber –nunca más- cómo salir.

Todo esto aumentaba nuestra intriga, pero no nos detenía. Al llegar a la otra orilla mirábamos desconfiados el camino y cualquier ruido servía para asustarnos y correr por un par de minutos, hasta darnos cuenta de que no había nadie que nos estuviera persiguiendo.

Atravesábamos luego un descampado y agitados por la corrida aprovechábamos para descansar unos minutos y comentar acerca de los bichos que no habíamos visto, pero que seguramente estaban, o del linyera que se llevaba a los chicos y que por suerte en aquellas ocasiones estaba durmiendo o distraído. Al recuperar el aliento continuábamos la caminata y en poco tiempo llegábamos hasta el puente ancho, nos sentíamos como héroes de guerra que vuelven después de haber ganado mil batallas. Nos veíamos a nosotros mismos como gente importante por haber hecho la excursión prohibida, y esto hacía que volviéramos a planearla y realizarla una y otra vez.

A medida que fuimos creciendo dejamos de encontrarnos, algunos se mudaron, otros con la adolescencia perdieron el interés por el juego y los paseos.

Han pasado muchos años y yo sigo yendo a la quinta de mis padres, algunas veces, cuando el clima lo permite, me voy caminando hasta el puente de cemento, ahora tiene un pasamano y la gente lo usa como un medio de cruce habitual. Yo todavía hoy cuando me acerco, tomo una caña que uso de bastón y hago la excursión prohibida.

No se si está el linyera.

Los pastos siguen altos y no sé si esconden alimañas.

No voy con mis amigos, pero me animo a llegar a la otra orilla.

Índice

Una gran inversión ……………………………………………………….. 3

Mala Jugada……………………………………………………………….. 8

El ministro………………………………………………………………… 13

Aurora ……………………………………………………………………. 20

Margaritas envueltas en papel blanco…………………………………….. 29

El viaje ……………………………………………………………………. 35

Bajo a abrirte ……………………………………………………………… 41

Un número más ……………………………………………………………. 45

Antonio ……………………………………………………………………. 51

Los abuelos ………………………………………………………………… 57

El tío Palicita ……………………………………………………………….. 63

El relojero de Lalín …………………………………………………………. 67

La otra orilla …………………………………………………………………73

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